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EL OTRO LADO DE LA SED

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Acaban de pasar cinco largos minutos y sigues esperando. Como todo el mundo habrá notado, a veces cuesta captar la mirada de un camarero atareado con la comanda de otros clientes que han tenido la mezquina ocurrencia de instalarse en esta terraza antes que tú. En efecto, es posible que cualquier señal que hagas, cualquier llamada de atención por tu parte, no haga mella en esa falsa distracción que estás en tu derecho de tildar de estratégica. Una argucia desleal que puede resultar perjudicial para tu sistema neurovegetativo. Es lógico que entonces te preguntes si de verdad existes o si no te estarás dirigiendo a una pantalla platónica en la que se está proyectando tu imagen.

Sea lo que sea, en vista del aumento de pedidos con el que ese camarero tiene que lidiar a esta hora, su procrastinación enseguida te parecerá discriminatoria e incluso te hará rayar en la indignación y la queja. Por haber herido tu sensibilidad y, por tanto, tu cultura, quizá te satisfaga, llegado el caso, lapidar al indolente con quinoa en la plaza pública, aunque este castigo no resolverá el problema que tienes ahora mismo. Prefieres ser magnánimo y convencerte de que la naturaleza está mal hecha y de que el gremio saldría ganando si tomara prestado el sistema visual del camaleón, una impresionante maquinaria del diablo constituida por dos globos oculares autónomos. Aquí evitarás hablar del ángulo muerto en el sentido geométrico del término, pues no hay más que atención muerta. Así como el trompe-l’esprit es el trompe-l’oeil del pensamiento, la conciencia no tiene nada que envidiarle a la vista.

Aunque, para hacer que te vea, tu primer gesto deba ser discreto, es decir, limitado al dedo índice, el segundo implicará necesariamente al brazo entero. Y, a la tercera, desterrando por completo tu timidez, te verás obligado a alzar la voz y lanzar un «¡por favor!» u otra interjección que venga al caso, a excepción de «¡camarero!», «¡muchacho!» o «¡eh!», que probablemente podrían sonar elitistas. En cualquier caso, y en su descargo, también puede ocurrir que el camarero esté demasiado lejos o totalmente acaparado por los sedientos a los que esté atendiendo en esos momentos. No te equivoques: captarás su fugaz mirada una sola vez, el típico vistazo reglamentario que, por deformación profesional, echan a su alrededor de cuando en cuando. Un breve intervalo casi imperceptible, un talón de Aquiles que tendrás que alcanzar antes de que el fugitivo regrese a la barra. Sí, se está perdiendo la tradición. Sin estilo ni verdadera empatía, el camarero posmoderno ya no cree en su futuro coreográfico y, por lo general, no es más que un artista en ciernes que está deseando lanzar la bandeja de formica a la cara de la patronal.

¿Qué hora es? Ah. Mientras esperas una muestra de su buena voluntad, te lo tomas con filosofía y, entretanto, ojeas la carta, todas esas columnas de palabras acompañadas por cifras. La oferta de bebidas es variada. Según la temporada, podrás elegir entre un whisky, un pastís, una cerveza de trigo, un oporto, un mojito, una caipiriña, un vermú, un prosecco, un spritz o un bloody mary, aunque ya sabes que te inclinarás por algo más modesto, como una copa de brouilly, de chardonnay, de pinot noir o de petit chablis.

Aperitivo, aperitivo.

Se te viene a la lengua esa palabra, tan extraña como jirafa o yurumí. Del latín aperire, que significa «abrir», se trata de un ritual heredado de los romanos, que tenían la costumbre de abrirles el apetito a sus comensales con un vaso de vino con miel. Una práctica medicinal que se perpetuó hasta la Edad Media, con el hipocrás, por ejemplo. A finales del siglo XVIII, un médico francés, el doctor Ordinaire, creó la absenta, la musa verde que tomaban los poetas, pero prohibida en 1915. Y en 1797 nació el primer pastís anisado, cuyo efecto lechoso, momento en que el alcohol se torna opaco en contacto con el agua, causó auténtica sensación. La llamada piscina, práctica extrema, consiste en diluir abundantemente ese brebaje: si se colorea con granadina, recibirá el nombre de tomate; con almendra, el de mauresque; y con menta, el de perroquet.

Los antiguos aperitivos, casi todos ya desaparecidos, siempre han sido una celebración de las virtudes de las plantas. El picon, por ejemplo, elaborado con piel de naranja amarga, quina y hierbas maceradas en aguardiente, fue creado en Argelia en 1837 por Gaëtan Picon, un caballero francés –y no el célebre hombre de letras–, para curar unas fiebres persistentes. En 1846, el guapo y bueno de Joseph D.6 se inspiró en él para elaborar una bebida amarga compuesta de vino y quinina que supuestamente protegía del paludismo. El clacquesin vio la luz poco después, en 1860, en la rue du Dragon de París. Elaborado a partir de resina de pino noruego, canela y clavo, y premiado en la Exposición Universal de 1900, causó furor en los felices años veinte. Y, ya que estamos, ¿por qué no citar el salers, licor que, a partir de raíces de genciana, Ambroise Labounoux inventó y produjo en Corrèze en 1885? ¿O el suze, de 1889, estimulante y febrífugo, también a base de genciana, raíz de las montañas cuya recolección obligó a sus productores a inventar la horca del diablo?7 ¿Y qué decir del kir borgoñés o del communard, hecho con vino tinto y grosella negra? ¿O del pineau de Charentes, el floch de Gascuña, el macvin del Jura o la ratafía de Champagne? Y tantos y tantos otros. Aunque el ritual del aperitivo no empezó a popularizarse hasta los años cincuenta, cuando en francés adquirió el célebre nombre de apéro, este símbolo de convivencia no nació ayer. Después de tanta fastuosidad, la copa de vino que acabas de pedir y que esperas con impaciencia se te antoja un poco ridícula.

De repente eres presa de un deseo sensual, voluptuoso, indulgente, sereno pero firme; una savia transparente como los sueños te sube por el cuerpo. Pronto, en un extraño fuera de campo, traspasarás las paredes. Retrocederás en el tiempo o te proyectarás a una existencia inspirada en hechos reales: la tuya propia. Con el fin de aumentar tu poder vital, quizá te sientas tentado de sortear los escollos que se te presentan en la vida real y que, como el ave fénix, vuelven a aparecer cada día que nos da Dioniso.

A lo lejos identificas la silueta del camarero, que, portando una bandeja sobrecargada, va dejando las bebidas de mesa en mesa. La tuya forma parte del convoy.

«Nunca es tarde para quien nada espera», te sonríe Albert Cossery,8 sentado en una mesa imaginaria. El hombre de negro te sirve por fin lo que has pedido y, acompañándolo de unos tristes cacahuetes, lo coloca en el velador de mármol. Le pides un cenicero, pues esperas fumar al aire libre antes de que algún cliente llegue y te vea sacar el mechero como si de un kaláshnikov se tratara.

Al final te has decantado por una copa de irancy. Visiblemente curvilínea, llena hasta el primer tercio, la giras en el hueco de la mano y observas cómo el alcohol vuelve a descender despacio por las paredes. La capa es púrpura tendiendo a granate; el aroma, afrutado. El irancy, resultante de las variedades de uva pinot noir y césar –cepa esta última que se remonta a los galos–, lleva el nombre de la ciudad natal de Jacques-Germain Soufflot, arquitecto del Panteón, esa tarta de piedra nacional recubierta de una ganache de calidad superior que no se encuentra muy lejos de esta terraza. Este vino seductor, rico en taninos, contiene notas de grosella negra, cereza, frambuesa y, en ocasiones, mora. Su estructura es firme y robusta, y su aroma floral evoca el regaliz o la pimienta. Una personalidad indiscutible que te invitaría a pedir una porción de cantal o de chaource. Siempre que el pan estuviera a la altura, claro.

Las armas están sobre la mesa. Ahora te toca a ti. Entonces, copa en mano y ojo avizor, cambias de opinión y te colocas bajo el cenador.9 Te acomodas en los márgenes, observas esa puerta entreabierta que te llama.

Y miras.

Metafísica del aperitivo

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