Читать книгу Metafísica del aperitivo - Stéphan Lévy-Kuentz - Страница 9
MOLESKINE
ОглавлениеCon el primer trago acabas de cortar la cinta de inauguración y todo aquello de lo que habías huido vuelve a ti. ¿Cómo no aludir aquí a esos borrachines tránsfugas que se pasaban al otro lado de la sed para cambiar su percepción de lo inexorable? Cuando uno es incapaz de reconstruir por sí solo una civilización mal desmoldada, lo único que puede hacer es bailar a su propio son. En lo profundo de esas horas alcoholizadas en las que supuestamente se desvelaban verdades inencontrables, ¿qué pensaban de sus obras?, ¿de ellos mismos?, ¿de la existencia? Hoffmann, Musset, Émile Goudeau y los Hidrópatas,10 London, Carco, Allais, Fitzgerald, Faulkner, Lowry, Styron, Tennessee Williams, Pessoa, Joseph Roth, Ellroy, Durrell, Beckett, Bukowski, Sagan, Duras. ¿Sucumbió Poe, acosado por los espectros, a un episodio de delirium tremens? ¿Pidió Chéjov una copa de champán en su lecho de muerte? ¿Se suicidó Guy Debord un día que estaba sobrio? Aunque Verlaine no tiene rival, ¿qué pensar de los aguardientes de Rimbaud en la taberna de los Vilains Bonshommes;11 de los coñacs con absenta de Toulouse-Lautrec; de los whiskies con turba de Stevenson; de los mojitos de Hemingway en La Habana; de los vinos blancos de Joyce, que odiaba el vino tinto, al que llamaba bistec licuefacto; de los armañacs de Apollinaire, que rompía las copas igual que rompía a reír;12 de los whiskies puros de malta de Dylan Thomas o de los bourbons Wild Turkey de Jim Harrison? ¿Será el alcohol la tinta de la oralidad? «Un pupitre para mis escritos con varios frascos llenos de ese jugo divino de septiembre», pedía Voltaire.13 Si estos renegados de la banalidad hubieran podido cruzarse en el tiempo o en el espacio, seguro que se habrían reconocido.
¿De qué habrían hablado Joyce y Pessoa bajo esta alameda de plátanos después de desayunar? ¿O Hemingway y Bukowski, en esa barra llena de rayones a la una de la madrugada? Te imaginas entonces un diálogo entre Jack London y Marguerite Duras, entre Arthur Rimbaud y Samuel Beckett, entre Alfred de Musset y Guy Debord. Eres invisible y estás plantado junto a su mesa, escuchándolos.
El aperitivo es un centro de gravedad apátrida hecho para alejar las consignas castradoras. Es ese purgatorio entre el día y la noche, entre la noche y la muerte, un embrollo cerebral en el que nada existe con plenitud, en el que lo que se pronuncia nunca llega a aseverarse ni tampoco a desmentirse. Un combate a cámara lenta entre uno mismo y su imagen ideal, la que le confieren los demás. No te embriagas para perderte, sino para encontrarte; no para olvidar, sino para recordar.
Ya va siendo hora de sacar la pequeña moleskine del bolsillo interior. Mírate: aduanero y contrabandista. Ahora podrás salvar tus viejos abismos.
A medio camino entre la agitación y la calma, te das cuenta de que los ecos del día se van apagando poco a poco. Tu cuerpo, en movimiento en el tiempo e inmóvil en el espacio, parece haberse convertido en el punto de fuga de tu historia, una especie de continente interior maculado de cicatrices psicológicas, plagado de fieras somnolientas a las que intentas ahuyentar con fogatas difusas.
Comienzas a tomar notas. Una joven rubia te observa por la diagonal superior derecha. Te sonríe con discreción; le devuelves la galantería. Seguramente se imaginará que inventas mundos fantásticos, que la profundidad de tu espíritu alcanza simas insondables. Qué equivocada está.
Aunque una forma de seducción refleja te impulsa a cultivar esa ambigüedad, eres el único que sabe que no piensas en nada, en nada en absoluto. Sólo eres un cliente que espera a que algo se le venga a la cabeza, que ansía conectar con algo más grande que él. Bajo tu lengua flotan embriones de frases que sólo tú entiendes. Puedes callártelas, pensar en ellas en redondo o en oval, o no pensar en nada, aguardar pacientemente que la eventual oleada de imágenes te acabe arrastrando.
Pensar en soledad es darle un beso a un espejo sin fondo ni oponente. Ciertas ideas se impondrán a tus ganas de no hacer nada, pero aún no sabes cuáles. Una idea se explota como una mina de diamantes más o menos puros. Al acecho de las pepitas en mitad del río, tamizas la opacidad que viene a tu encuentro y, por lo general, liberas la grava como si fueran rutilantes truchas todavía jóvenes para el consumo.
Dejas el bolígrafo en la mesa y coges unos cacahuetes.
Te vuelves a mojar los labios.