Читать книгу Cuando colisionan las estrellas - Susan Elizabeth Phillips - Страница 6

2

Оглавление

Las mujeres se le habían lanzado a los brazos en el pasado, pero no estaba acostumbrado a que le clavaran un codazo en plena barriga. El golpe lo pilló desprevenido y soltó un gemido de dolor. Al mismo tiempo, levantó los brazos en un acto reflejo para defenderse.

Un gesto que empeoró las cosas.

Lo único que quería era un poco de aire y ahora estaba inmerso en un combate a muerte con una arpía vestida de terciopelo negro.

—¡Para! —Intentó agarrarla de los brazos—. ¡Tranquilízate!

A su edad, debería haber sabido que ese era un verbo que no había que utilizar con una mujer histérica, y ella le dio una patada en la espinilla. Por desgracia para Olivia, estaba descalza, y fue ella la que se hizo daño.

—¡¿Se puede saber qué coño te pasa?! —Le agarró los brazos y la empujó contra su cuerpo. Era alta y fuerte, pero él más. Soltó un grito y reinició el ataque.

Thad quería matarla, pero no quería hacerle daño. Hizo un movimiento con la pierna para hacerla caer al suelo.

Le quedaba el ápice justo de caballerosidad para llevarse la peor parte al aterrizar ambos sobre las baldosas de la terraza. Se golpeó el codo y la cadera, pero logró inmovilizarla al rodar por el suelo y aferrarle las muñecas.

La artista serena y perfecta se había esfumado. Estaba furiosa.

—¡Gilipollas! —le escupió—. ¡Gilipollas integral!

En lo que a insultos se refería, no tenía una gran variedad, pero ¡madre mía!, era fuerte. A Thad le costaba mantenerla quieta mientras ella se revolvía contra el agarre con que él le apresaba las muñecas.

—Estate quieta de una vez o voy a… ¡O voy a darte una hostia! —Jamás de los jamases pegaría a una mujer, pero Olivia estaba fuera de control y quizá esa amenaza la calmaría.

No fue así. Con la mandíbula apretada y los dientes a la vista, volvió a espetarle:

—¡Adelante, gilipollas! ¡Inténtalo!

Teniendo en cuenta que trabajaba rodeada de drama, Thad habría esperado más creatividad con las palabrotas y los insultos de una cantante de ópera. Probó una nueva técnica y suavizó el agarre un poquito, pero sin llegar a soltarla.

—Respira. Tan solo respira.

—¡Canalla!

Bueno, al menos iba ampliando su vocabulario. Se le había soltado el pelo y medio pecho sobresalía del vestido, justo a la altura del pezón. Thad apartó la mirada.

—Has bebido demasiado, querida, y necesitas respirar hondo.

Olivia dejó de agitarse, pero Thad no pensaba correr ningún riesgo. Se apartó un poco.

—Eso es. Sigue respirando. Estás bien. —«Como un cencerro, pero bien».

—¡Suéltame!

—Prométeme que no volverás a pegarme.

—¡Te lo merecías!

—Ese debate lo dejamos para otro día. —No le pareció que estuviera tan loca, así que se arriesgó y rodó del todo para salir de encima de ella, en alerta, eso sí, por si una rodilla se acercaba a sus ingles—. Pero no te abalances sobre mí, ¿vale?

Olivia se puso de pie no sin dificultad. Su pelo formaba una alocada maraña y su voz sonó rasposa al pronunciar una dramática amenaza:

—¡No vuelvas a hablarme en tu vida!

—No te preocupes.

Con paso tembloroso, cruzó la terraza hacia la puerta que conducía a su habitación. El cerrojo la bloqueó con fuerza tras de sí.

***

Olivia tiró de las cortinas que se cerraban sobre la puerta y se sintió extrañamente orgullosa de sí misma. «¡Gilipollas! ¡Gilipollas! ¡Gilipollas!». Jamás olvidaría el aspecto de su amiga Alyssa la noche que Thad Owens la atacó. Por fin la gran estrella del fútbol americano había recibido un poco de su propia medicina.

Se apoyó en la cómoda de la habitación para mantener el equilibrio y logró quitarse el vestido. Ella, Olivia Shore, había iniciado una nueva carrera como defensora de las mujeres. Esta noche, había impartido justicia y asestado un ligero golpe en toda la cara al desbarajuste que la rodeaba.

De la nada, su estómago se rebeló. Corrió hacia el cuarto de baño, se arrodilló junto a la taza del váter y vomitó la cena, así como la botella de vino que imprudentemente había consumido.

Acto seguido, se levantó sobre el suelo de azulejos. Le dolía el hombro en el lugar en que se lo había rascado. Se puso una toallita caliente sobre la piel; ahora ya no estaba tan orgullosa de sí misma. Estaba borracha, y se había comportado como una loca, y no debía actuar de esa manera. No cuando tenía otros tantos problemas. Y sobre todo no cuando había firmado un contrato que no podía rescindir y aún le quedaban cuatro semanas de gira con ese pedazo de canalla.

Se arrastró por la habitación, se quitó la ropa interior y al final localizó el pijama. Su rutina de antes de acostarse era muy pero que muy estricta. Por más tarde que fuera o por más cansada que estuviera, siempre la llevaba a cabo sin falta. Activaba los humidificadores. Se quitaba el maquillaje y, a continuación, se aplicaba gel de limpieza facial, loción tonificante, crema hidratante, contorno de ojos y su apreciado retinol. Se cepillaba los dientes, se pasaba el hilo y a veces utilizaba unas tiras blanqueadoras. Después, practicaba varias posturas de yoga que la ayudaban a relajarse. Esa noche, sin embargo, no hizo nada de eso. Con el rostro sucio, los dientes sucios, el espíritu sucio y la imagen del rostro petulante de Thad Owens cerniéndose sobre ella, se metió en la cama.

***

La mañana siguiente, Thad se levantó temprano para darle al pico con los locutores de la radio de deportes local. Por suerte para él, La Diva tenía otro compromiso, porque era la última persona a la que quería ver. Paisley, un poco perjudicada por lo que hubiera hecho la noche anterior, y que casi con toda certeza no incluía trabajar, lo acompañó. Para el desagrado de Henri, Paisley se presentó con un par de vaqueros deshilachados, un top con estampado animal y unos botines rojo intenso. No era precisamente la imagen de Marchand.

Se sentó al lado de Thad en el sofá de la sala de espera de la emisora de radio, aunque había otros dos asientos disponibles, y trasteó el móvil.

—¿Has echado un vistazo a las redes sociales de Marchand? O sea, qué cosa más básica. Como si no le importaran a nadie. Tienes que decirle a Henri que me deje encargarme de sus redes.

Le enseñó la pantalla del teléfono y Thad vio las fotos que le había tomado durante la cena de la noche anterior: su perfil recortado contra la luz de las velas, su mano sobre la solapa de la americana, su mandíbula, sus ojos. El Victory780 solamente salía en una de las instantáneas. No había ninguna de La Diva.

—Si quieres convencer a Henri de que utilice tus ideas —algo que dudaba seriamente de que fuera a suceder—, recuerda que en la gira hay dos embajadores de la marca. —«Uno de los cuales es una psicópata delirante».

—Tú eres más fotogénico.

—Ella es más famosa que yo. —Casi se atragantó al decirlo. Le devolvió el móvil a Paisley.

—Mi padre dice que es Henri el que quiere que Marchand entre en el siglo veintiuno, pero no lo parece. Ayer, antes de la cena, estuve mirado por internet y tal. Los viejos anuncios de relojes que hizo David Beckham son supersexis. ¿Tienes algún tatuaje?

—No me ha dado por ahí.

—Qué pena. —Metió el dedo con sumo cuidado en un agujero de sus vaqueros—. Mi padre no me cree capaz de hacer este trabajo, pero tengo un montón de ideas. Me fliparía tomarte algunas fotos en la ducha. Porque el Victory780 es resistente al agua y tal. Se me ocurre… Te podrías embadurnar de aceite para que el agua formase gotitas en tu piel. Sería una pasada.

—Ni de coña.

—Podrías salir en bañador y tal.

—Ni tú ni tu iPhone os vais a acercar a mi ducha, pero pregúntale a la señora Shore. Seguro que no le importa. Es probable que tenga algún tatuaje.

—Es que me da un poco de miedo. —Paisley lo observó titubeante.

—Me apuesto lo que quieras a que cuando la conoces bien es mansa como un gatito. —«De esos con uñas y dientes largos y afilados».

Se levantó en cuanto apareció el productor para acompañarlo hasta el estudio. De reojo vio que Paisley echaba una foto a lo que sin ninguna duda era su trasero.

No volvió a ver a La Diva hasta esa tarde, cuando estaba programado que regresaran al hotel para la sesión de fotos que acompañaría a los artículos de los periódicos.

Olivia sorbía un poco de té en la suite cuando él llegó, y en ese momento encontró algo fascinante que contemplar en el fondo de la taza. La Diva sabía cómo salir bien en una fotografía. Se había recogido el pelo y se había colocado un chal estampado sobre los hombros. El ajustado vestido largo de color blanco dejaba a la vista sus brazos tonificados y las impresionantes piernas que la noche anterior habían intentado castrarlo.

Henri llegó con los fotógrafos. Mientras disponían el set para la sesión, se interesó por las joyas de Olivia. Ella ignoró a Thad a propósito y le enseñó a Marchand un enorme brazalete de oro mate con piedras engarzadas.

—Es la réplica de una pulsera egipcia de una amiga mía. Y este es uno de mis anillos de veneno favoritos. —Desplazó la parte superior para mostrarle un compartimento no demasiado secreto—. Resulta muy sencillo llenarlo de veneno y verter el contenido en la bebida de tu enemigo. —Le lanzó una sonrisa de clara advertencia a Thad.

—O para suicidarte —le devolvió él.

Sintió una gran satisfacción al verla hacer una mueca.

El fotógrafo ya estaba listo para ellos. Henri colocó a Thad detrás de La Diva, y luego a su lado en el sofá de la suite. La mujer apoyó la barbilla en los dedos para mostrar el reloj. Él mantuvo la muñeca visible en todo momento.

Se había pasado muchísimo tiempo al otro lado de los flashes y estaba comodísimo delante de las cámaras, pero La Diva parecía nerviosa: se removía, cruzaba y descruzaba las piernas. Uno de los fotógrafos hizo un gesto hacia el sillón que se encontraba cerca de las ventanas.

—Probemos unas cuantas allí.

La Diva se sentó en el sillón y Thad ocupó el lugar detrás de ella.

Marchand se toqueteó el pañuelo del cuello, que hoy era de seda.

—Thaddeus, ¿me permites sugerirte que pongas la mano sobre su hombro?

Así se vería mucho mejor el Victory780, pero Thad jamás había sido más reacio a tocar a una mujer.

Olivia se crispó, un gesto tan sutil que los demás difícilmente se habrían dado cuenta. Él no sabía qué había hecho para que lo odiara tantísimo. Era un tío agradable, directo cuando debía serlo, pero diplomático por lo general. Casi todo el mundo solía caerle bien y no tenía por costumbre coleccionar enemigos. Respetaba a las mujeres y las trataba bien. El problema lo tenía ella, no él. Aun así, debía admitir que experimentaba una perversa curiosidad.

En cuanto los fotógrafos se marcharon, Henri les propuso quedar a las ocho para cenar en el restaurante del hotel de cuatro estrellas. Thad había quedado con antiguos compañeros de equipo, así que declinó la invitación. La Diva alegó estar agotada y dijo que ya pediría algo al servicio de habitaciones más tarde. Henri no hizo extensivo el ofrecimiento a Paisley.

Thad se excusó diciendo que quería cambiarse de ropa para entrenar, pero al llegar al gimnasio de la segunda planta del hotel, se dio cuenta de que había olvidado el móvil. Le gustaba escuchar música mientras caminaba en la cinta, por lo que regresó a buscarlo.

Las puertas francesas dobles de la sala de estar estaban abiertas, y Olivia se encontraba junto a la barandilla de la terraza. Thad dudó. «A la mierda». Estaba harto de las memeces de la cantante y por fin tenía la oportunidad de hablar con ella a solas.

Se encaminó hacia las puertas abiertas, pero no salió a la terraza.

—Estoy detrás de ti y te agradecería que esta vez no me atacaras.

Olivia se giró. Se había quitado el gigantesco chal y había cambiado los zapatos de tacón por unas manoletinas, pero aún se la veía bastante elegante con el vestido blanco. ¿No tenía un par de vaqueros o qué?

—¿Necesitas algo? —Se dirigió a él como si fuera un criado que acabara de interrumpirla.

Habló con tal condescendencia que a Thad empezaron a hormiguearle los dientes.

—Creía que a lo mejor querías decirme algo.

—No se me ocurre nada, la verdad.

—Algo en plan: «Siento en el alma haberme puesto como una loca ayer por la noche, y gracias, señor Owens, por no haberme pegado por tonta». Algo que me habría sido muy fácil hacer.

—No tengo nada que decirte. —La expresión de iceberg de ella habría hundido un centenar de barcos.

Era evidente que no debía perder el tiempo con ella, y podría haberse alejado en ese momento. Sin embargo, iban a pasar un mes juntos y Thad necesitaba aclarar las cosas.

—Me has ninguneado desde el principio, señorita. ¿Siempre tratas a la gente como si fueran una mierda o es que yo soy un caso especial? Me la pela lo que pienses de mí, que conste. Pero es que tengo curiosidad.

Las aletas de su nariz se agitaron como si fuera la heroína de una ópera a punto de ordenar una decapitación.

—Los hombres como tú… lo tenéis todo. Dinero. Atractivo. Un público que os adula sin parar. Pero todo eso no basta, ¿verdad?

—Esa es la diferencia entre tú y yo. —Ahora sí que echaba chispas—. Si yo tengo un problema con alguien, voy de frente. No me escondo detrás de comentarios mordaces.

Olivia respiró hondo y se llenó los pulmones de tal manera que lo habría impresionado de no haber estado tan enfadado.

—¿Quieres que vaya de frente? —saltó—. De acuerdo. ¿Te suena de algo el nombre de Alyssa Jackson?

—Te mentiría si te dijera que sí.

—Total, es una víctima más, ¿eh?

—¿Una víctima? —Era muy difícil lograr que perdiera los estribos, pero nadie lo había mirado jamás con tanto desprecio—. ¿De qué clase de víctima estás hablando?

Olivia se aferró a la barandilla con la mano en que llevaba uno de sus anillos de veneno.

—Alyssa y yo compartimos piso una temporada en el Bronx. Cuando tú eras el flamante nuevo quarterback de los Giants, el único que no duró dos temporadas enteras. Pero eras el donjuán de la ciudad y todas las mujeres te deseaban. Salvo unas pocas que no, como Alyssa. —Sus labios se curvaron con desdén—. Y ni siquiera te acuerdas de su nombre.

—¿Qué te parece si me refrescas la memoria? —Cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Qué se supone que le hice exactamente?

—No sé cuál es la definición legal de acoso sexual, pero lo que hiciste se le acerca bastante. Le rogué que fuera a la policía, pero se negó.

—Eso sí que me sorprende. —Thad apretó los dientes para reprimir la creciente furia.

—Podrías haber estado con cualquier mujer que quisieras, pero las conquistas fáciles no eran aquellas que se sentían atraídas por ti. No eran las que te hacían sentir un auténtico dios.

Thad era incapaz de seguir escuchando más barbaridades, así que se giró, aunque se detuvo al llegar hasta la puerta.

—No me conoces de nada, señorita, y no tienes ni puñetera idea de cómo soy. Y tampoco conoces a tu vieja amiga Alyssa tan bien como crees. Ya puedes seguir ninguneándome, porque no tenemos nada más que decirnos.

***

Thad bajó a toda prisa las escaleras de servicio en dirección a la segunda planta. Sus zapatillas de deporte golpeaban los peldaños con fuerza. Nunca había necesitado tanto ir al gimnasio.

—¡Thaddeus Walker Bowman Owens! —Tenía doce años, estaba con su madre en el coche y era un engreído. Iban hacia el entrenamiento de baloncesto cuando llamó «puta» a Mindy Garamagus.

Su madre, una mujer de carácter afable y cariñosa, estacionó el vehículo en el arcén de la carretera y lo golpeó. Una bofetada que le cruzó la cara. La primera y la única vez que lo pegó.

—¡Nunca vuelvas a decir eso de una mujer! ¿Cómo llega una chica a convertirse en una puta? Pregúntatelo. ¿Crees que lo hace ella solita? —Se le llenaron los ojos de lágrimas al verla mirarlo como si su hijo fuera un gusano repugnante—. Los únicos hombres que utilizan esa palabra para insultar a una mujer son los hombres débiles que se sienten impotentes. No juzgues lo que no conoces. ¡No tienes ni idea de quién es!

Su madre llevaba razón. Hasta él sabía que el único problema que había con Mindy Garamagus era que hacía que se sintiera como el chaval inmaduro de doce años que era.

Esa noche, recibió una lección parecida de su padre. Fue antes de que la palabra consentimiento entrara a formar parte del espíritu de la época, pero el mensaje fue alto y claro.

Aun sin las lecciones de sus padres, no se imaginaba aprovechándose de una mujer. ¿Cómo iba a ser divertido el sexo si uno de los dos implicados no tenía ganas?

Había vuelto a olvidarse el móvil, pero de ninguna de las maneras pensaba subir a por él.

***

Por más dinero que le hubieran ofrecido los de Marchand, Olivia jamás habría firmado el contrato de haber sabido que viajaría con Owens y no con Cooper Graham, como le habían dicho en un principio. Graham estaba casado, tenía hijos y contaba con una reputación intachable. Viajar con él habría sido una agradable distracción, algo que nunca había necesitado tanto como en ese momento de su vida.

El tenso dolor de cabeza que llevaba días al acecho había regresado. Se cambió el vestido blanco por unos pantalones negros de yoga y una camiseta blanca larga, se tumbó en la cama y cogió los auriculares con los que siempre viajaba. Al cabo de unos instantes, oyó la tranquilizadora música de «Peace Piece», de Bill Evans.

Intentó relajarse, pero ni siquiera las inspiradoras melodías del que había sido uno de los mejores pianistas de jazz de la historia lograban apaciguarla. Había algo en la forma impávida en que Owens la había mirado que la ponía nerviosa. Más que nerviosa. «No me conoces de nada, señorita, y no tienes ni puñetera idea de cómo soy». ¡Claro que sabía cómo era!

¿O no?

La incertidumbre la sobrepasaba. Apagó la música y fue a por el móvil. Alyssa respondió al segundo tono.

En el pasado, las dos fueron amigas muy íntimas, pero ahora que su antigua compañera de piso había sido madre, se habían distanciado, y hacía por lo menos un año que no hablaban.

—¡Ey, famosilla! —exclamó Alyssa—. Te he echado de menos. Hunter, ¡baja de ahí! Jesús… Este niño… En serio, Olivia, no tengas hijos. Solo este mes he tenido que ir dos veces a urgencias con él. No te imaginas la de cosas que un niño de tres años es capaz de meterse en la nariz.

A medida que Alyssa detallaba con precisión los objetos que Hunter se había introducido en la cavidad nasal, Olivia recordó cómo la hacía reír el sentido del humor irreverente de su amiga.

—¿Qué me cuentas? —le preguntó Alyssa—. ¿Dispuesta a enfrentarte a Tosca?

La voz de mezzosoprano de Olivia no era adecuada para ese papel, pero Alyssa nunca había tenido más que unos conocimientos muy básicos de ópera.

—Estoy en una gira de varias semanas —le dijo Olivia—. Me han contratado para promocionar los relojes Marchand.

—¡¿Los Marchand?! Dime que te van a regalar unos cuantos.

—Por desgracia, no. Además… —Agarró el móvil con más fuerza—. Somos dos los que viajamos juntos para promocionar la marca. Voy con Thad Owens.

—¿El jugador de fútbol americano? Qué locura.

—¿Locura? —Un témpano de hielo le recorrió la columna a Olivia.

—La soprano y el quarterback. Menuda combinación, ¿no? ¿Sigue estando bueno? Ese tío estaba tremendo.

Olivia se puso de pie con el estómago revuelto por el temor.

—Alyssa, te hablo de Thad Owens. El jugador de fútbol que intentó violarte.

—Dios, Olivia. —Alyssa se echó a reír—. Ya sabías que era mentira. ¿No te acuerdas? Te lo conté todo.

—¡No me contaste nada de eso! —protestó Olivia—. Me dijiste que te siguió hasta el dormitorio. Que te obligó. Volviste a casa llorando. Y te pasaste semanas enteras hablando de eso.

—Solo me puse a llorar porque Kent nos pilló, y solo hablaba de ello cuando él estaba cerca. No olvides lo desconfiado que era. Me cuesta creer que no te acuerdes. —Se apartó el móvil de la cara—. ¡Hunter, basta ya! ¡Dame eso! —Volvió al teléfono—. Veamos… Conocí a Thad en una fiesta justo cuando Kent y yo empezábamos a ir en serio. Kent se fue a la piscina o algo, y Thad y yo nos pusimos a charlar. Una cosa llevó a la otra y nos liamos. Y entonces Kent nos pilló y tuve que inventarme una excusa deprisa. Te lo conté.

—¡No me dijiste nada de eso! —A Olivia le iba a dar algo—. Intenté que fueras a la policía.

—Ah, sí… Ahora me acuerdo. Me daba miedo decirte la verdad por si ibas con el cuento a Kent. Siempre fuiste la más honrada de las dos. —De fondo se oía el fluir del agua—. Toma, Hunter. Bebe un vaso. —El agua se detuvo—. ¿Te puedes creer que me alejara de la posibilidad de mantener una relación con Thad Owens porque no quería que un idiota como Kent me dejara?

Olivia se sentó en el borde de la cama y hundió la mano en el colchón.

—La única idiota eres tú, Alyssa.

—¿Por qué te pones así? Nunca lo acusé de nada.

—Sí que lo acusaste. Conmigo.

—¿Le has dicho algo?

—Pues sí. Le he dicho demasiadas cosas.

—Mierda.

—Exacto, mierda. —En su precipitación para juzgar a Thad Owens y condenarlo, Olivia había olvidado que Alyssa era tan egocéntrica como manipuladora. Por eso precisamente nunca le cayó bien a Rachel. Olivia debería haberse fiado de la opinión de su mejor amiga. Se llevó una mano a la barriga—. Las acusaciones falsas tienen consecuencias, Alyssa. Justo por eso, las víctimas reales de violación tienen miedo de contarlo, porque no creen que nadie las vaya a creer.

—Cálmate, ¿quieres? No te pongas así.

—Lo que está mal está mal. —A Olivia le temblaba la voz—. Y mentir como me mentiste tú supone traicionar a todas las mujeres que han sido víctimas de abusos.

—Por el amor de Dios, Olivia. Estás haciendo de un grano una montaña de arena. Siempre te creíste mejor que el resto.

—Adiós, Alyssa. Y borra mi número.

—Oye, que has sido tú la que me ha llamado.

—No volverá a suceder.

***

Olivia estaba furiosa consigo misma. Llevaba varios días con la mente un tanto apagada, pero eso no era excusa para la manera en que lo atacó. En menuda superheroína se había convertido. ¿En una defensora de la justicia? Más bien en una repartidora de injusticia. Sabía que no debía fiarse siempre de Alyssa, y aun estando borracha no debería haber atacado a alguien sin antes verificar los hechos. Adam apareció de nuevo en su conciencia, y no necesitaba otra falta que sumar a su lista de fechorías. Tenía que disculparse inmediatamente.

Caminó de un lado a otro de la sala de estar, a la espera de que Thad regresara del gimnasio. Al final, la puerta se abrió. Intentó elegir las palabras adecuadas, pero antes de que pronunciara la primera, el tío pasó corriendo por su lado como si no existiera y se metió en su habitación.

Olivia empezó a caminar de un lado a otro de nuevo. Era una tortura. Apoyó la cabeza en la puerta de él y oyó cómo se detenía el agua de la ducha. Corrió a sentarse en el sofá más cercano, se quitó las manoletinas con un par de patadas y cogió una revista.

A nadie le gustaba admitir que se había equivocado, pero es que su error era de una magnitud colosal y debía ponerle remedio. En cuanto todo terminara, tan solo le quedaba rezar por que Thad no le guardara ningún rencor.

Se estiró los pantalones de yoga a la altura de la rodilla y pasó una página de la revista sin ni siquiera haber leído una palabra. La puerta de él se abrió al fin.

Cuando solamente lo veía como a un depredador sexual, su físico fuera de serie era un insulto. Pero ahora… Llevaba una americana azul marino y una camiseta gris; tal vez fuera el hombre más atractivo que había conocido. Un pelo espeso y oscuro, unos ojos verdes resplandecientes acompañados de cejas oscuras y pestañas largas, y unos pómulos que se encontraban en el punto ideal entre demasiado marcados y demasiado planos. Sus labios eran perfectos. Si ella hubiera nacido con el físico de él y no con los rasgos duros que le habían tocado en suerte, puede que los hubiera aprovechado mejor. Tanta perfección era un desperdicio en un hombre que se dedicaba a lanzar balones de fútbol americano.

Olivia había perdido unos segundos muy valiosos cavilando sobre lo que nadie podría cambiar, y Thad ya casi estaba junto a la puerta. Se levantó del sofá de un salto.

—Necesito hablar contigo.

Fue como si él no la hubiera oído.

—¡Espera!

La puerta de la habitación de hotel se cerró tras de sí. Olivia atravesó la sala a la carrera y salió al pasillo.

—¡Señor Owens! ¡Thad! ¡Espera!

Él siguió caminando hacia el ascensor.

—¡Thad!

Las puertas se abrieron y él entró en el habitáculo. Olivia consiguió meterse dentro antes de que se cerraran.

Thad apretó el botón de la recepción sin mirar en su dirección. El ascensor comenzó a descender.

—Thad, quiero disculparme. Yo…

El ascensor se detuvo y entró una pareja mayor. Les dedicaron una sonrisa automática y la mujer se quedó mirando a Olivia con atención.

«Por favor, no».

—¡Olivia Shore! ¡Madre de Dios! ¿Es usted de verdad? El año pasado en Boston la oímos interpretar a la princesa de Éboli en Don Carlos. ¡Estuvo maravillosa!

—Gracias.

—«O don fatale» —intervino el marido. La nota era un alto si bemol—. ¡Inolvidable!

—¡No me puedo creer que la hayamos conocido en persona! —La mujer se ruborizó—. ¿Va a actuar aquí?

—No, no.

El ascensor se detuvo junto a la recepción del hotel. Thad echó a caminar con largas zancadas y dejó atrás a la pareja. Olivia era consciente de que se morían por mantener con ella una larga conversación. Se excusó a toda prisa y corrió detrás de él.

Cuando las baldosas frías del suelo del vestíbulo recibieron las pisadas de sus pies descalzos, recordó las manoletinas que descansaban junto al sofá de la suite. Era obvio que Owens no quería hablar con ella y que Olivia debería volver a la habitación, pero la idea de cargar más tiempo con ese peso era peor que la vergüenza que estaba sintiendo por perseguirlo.

Thad salió por la puerta central de la entrada. Los huéspedes se giraron para observar cómo ella atravesaba descalza el vestíbulo como alma que lleva el diablo. Ya en la calle, el primer taxi en la fila tenía la puerta abierta y Owens habló con el conductor al subirse. Olivia abandonó la poca dignidad que le quedaba, corrió hacia el coche, abrió la puerta, se abalanzó…

Y cayó justo encima de él.

Fue como aterrizar sobre un saco de cemento.

El portero del hotel no había visto el rarísimo salto de Olivia. Cerró la puerta del coche y le hizo un gesto al taxista para que se fuera y cediera su sitio al siguiente vehículo. El conductor los miró por el espejo retrovisor con unos ojos que indicaban que lo había visto todo, se encogió de hombros y arrancó.

Olivia salió de encima de Thad. Mientras se recolocaba en el asiento contiguo, él la miró como si fuera una cucaracha, antes de apoyarse en el respaldo y sacar el móvil. Empezó a deslizar el dedo por la pantalla como si ella no estuviera allí.

—Lo siento. Quiero pedirte perdón. —Dobló los dedos de los pies contra la alfombrilla áspera del taxi—. He cometido un error tremendo.

—No me digas —respondió Thad con total indiferencia, sus ojos clavados en la pantalla.

—He hablado con mi amiga. Con mi examiga. —Olivia apretó los dedos aún más contra la alfombrilla—. Me ha confesado que lo que me contó era mentira. Su novio os pilló a los dos y… Los detalles ahora dan igual. La cuestión es que lo siento.

—Ajá. —Se llevó el móvil al oído y empezó a hablar—. Oye, Piper. Parece que no hay manera de contactar contigo. He recibido tu mensaje y creo que ya habré vuelto a la ciudad para entonces. No te olvides de avisarme cuando estés dispuesta a engañar a tu marido. —Y colgó.

Olivia se quedó mirándolo. Thad se giró hacia ella.

—¿Hay algo que me quieras decir?

Ya lo había hecho, pero su venganza era más que merecida.

—Lo siento de verdad, pero…

—Pero qué. —Una de las cejas perfectas y oscuras de él se arqueó.

—¿Qué habrías hecho tú si pensaras que vas a pasar cuatro semanas con un depredador sexual? —Su estado de ánimo sacó lo mejor de sí.

—Tienes una curiosa idea de lo que significa una disculpa.

—Lo siento —repitió Olivia antes de añadir—: ¡No! No lo siento. O sea, sí que lo siento, pero… Teniendo en cuenta lo que creía, debía enfrentarme a ti.

—Puede que seas una gran cantante, pero eres pésima pidiendo perdón.

—Soy soprano. —Pensaba arrastrarse lo justo y necesario—. Las sopranos normalmente no pedimos perdón.

Thad soltó una carcajada.

—¿Una tregua? —le preguntó Olivia. Aunque no se la mereciera, cruzó los dedos.

—Me lo pensaré.

El taxi viró hacia una calle de un único sentido y se detuvo delante de un bareto de mala muerte con un neón en forma de cactus que brillaba en la ventana.

—Mientras te lo piensas —le dijo—, ¿te importaría dejarme dinero para volver al hotel en taxi?

—Quizá —contestó Thad—. O… tengo una idea mejor. Ven conmigo. Dudo de que mis amigos hayan conocido a alguna cantante de ópera.

—¿Pretendes que entre en ese espantoso garito?

—No es a lo que estás acostumbrada, estoy seguro, pero a lo mejor te iría bien mezclarte con la plebe.

—Otro día.

—¿En serio? —Thad entrecerró los ojos—. ¿Crees que basta con decir «lo siento» un par de veces para compensar el haber intentado destruir mi reputación? Las palabras se las lleva el viento.

—Es tu revancha, ¿verdad?

—Pues sí.

—Estoy descalza —remarcó con un evidente grado de desesperación.

—De lo contrario, no se me habría ocurrido proponértelo. —Se la quedó mirando con una ligera hostilidad—. Si hay muchos cristales rotos por el suelo, te llevaré en brazos.

—¿Tanto deseas vengarte de mí?

—Oye, que he dicho que te llevaría, ¿o no? Pero qué más da. Sé que no tienes agallas.

Olivia se rio en su cara. Un «¡Ja!» sonoro y teatral que salió directo de su diafragma.

—¿Crees que no tengo agallas? ¡Me abuchearon en La Scala de Milán!

—¿Te abuchearon?

—Tarde o temprano le ocurre a cualquiera que canta allí. A Callas, a Fleming, a Pavarotti. —Agarró la manecilla de la puerta, plantó los pies sobre el sucio asfalto y se giró para fulminarlo con la mirada—. Les hice la peineta y terminé la actuación.

—Ahora que lo pienso mejor… —Thad no se movió.

—¿Te da miedo que te vean conmigo?

—Me das miedo tú en general.

—No eres el primero. —Dicho esto, se encaminó hacia el potente cactus de neón.

Cuando colisionan las estrellas

Подняться наверх