Читать книгу Cuando colisionan las estrellas - Susan Elizabeth Phillips - Страница 7
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ОглавлениеLas paredes del bar estaban cubiertas del humo fosilizado de varias décadas de cigarrillos y las baldosas negras y marrones del suelo daban fe de la abusiva cantidad de amianto con que se habían fabricado. Había amarillentos carteles de rodeos hasta el techo, frente a la barra se alzaban taburetes marrones de vinilo y sobre las mesas de madera pendían falsas lámparas Tiffany Michelob.
Olivia pensó en los pantalones de yoga que llevaba y en los pies descalzos.
—Suerte que siempre viajo con antibióticos.
—Me apuesto lo que quieras a que el barman tiene por ahí escondida una botella de Boone’s Farm para animarte. Sé cuánto te gusta el vino.
—Qué considerado.
Uno de los cuatro gigantes sentados a una mesa del fondo alzó un brazo e hizo un gesto hacia él.
—¡T-Bo!
La mano de Thad se colocó en la espalda de ella para incitarla a avanzar. Los hombres se levantaron; en comparación con su altura, la mesa era para pitufos. A Thad se le ensombreció el rostro al ver al más joven, sentado al final.
—¿Qué pinta ese aquí?
El objetivo de su desprecio tendría unos veintipocos años, cara cuadrada y enorme, mandíbula firme, pelo castaño claro por los hombros y barba bien cuidada.
—No lo sé. Ha aparecido y ya. —El que hablaba era un hombre sumamente atlético con peinado degradado: rizos a lo afro en la parte superior y rapado por los lados, de manera que dejaba a la vista un tatuaje en el cuero cabelludo. Por encima del pecho al desnudo, cubierto por media docena de collares, vestía una cazadora de cuero muy colorida con numerosos bordados.
—Joder, Ritchie. Ya me toca los huevos tener que soportar a Garrett durante la temporada —gruñó Thad—. ¿Lo tengo que aguantar también aquí?
—Díselo a él —respondió el tal Ritchie.
En lugar de mirar hacia Thad, el origen de su mal humor la observaba a ella, hecho que al parecer le hizo recordar a Thad que no se había presentado en el bar solo.
—Ella es Olivia Shore. Pero vosotros llamadla Madame. Es una cantante de ópera de primer nivel que está investigando un poco sobre la vida de los deportistas del vulgo.
Que quería avergonzarla estaba más claro que el agua.
***
Thad no tuvo ningún reparo en ponerla en ridículo. Olivia se lo merecía. Aunque, de hecho, no se la veía demasiado avergonzada. Se limitó a extender su real mano como si esperara que le besaran los dedos.
—Enchantée —dijo, con un acento francés tan cerrado que Thad temía que se atragantara con esos sonidos—. Y podéis llamarme Olivia.
El niñato imbécil al que en teoría Thad debía ayudar a convertirse en una estrella del fútbol americano señaló la silla vacía que estaba a su lado.
—Ven a sentarte aquí.
—Será un placer.
«Mierda». Thad intentó recordar por qué había creído que era una buena idea pedirle que lo acompañara. Porque… Bueno, tanto daba ya. Estaba ahí con él. En lugar de aparentar incomodidad, sin embargo, cualquiera diría que la tía tenía por costumbre salir por esa clase de tugurios.
—Ya que Thad no nos presenta, soy Clint Garrett, el nuevo quarterback de los Chicago Stars. —Clint le retiró la silla—. Thad trabaja para mí.
—Qué suerte tiene —susurró impresionada.
—Clint es joven y estúpido —terció Thad—. Pasa de él. El gigante que está en la otra punta de la mesa es Junior Lotulelei. A diferencia de Clint, es un jugador de verdad. Es un durísimo placador de los San Francisco 49ers, pero los dos jugamos juntos en los Broncos. Es decir, en Denver —añadió para hacerla sentir tonta—. Liv no sabe demasiado de fútbol americano. Le gusta más el otro tipo de fútbol.
—Olivia —lo corrigió sin ambages. Al mismo tiempo, observaba a Junior con curiosidad, algo nada sorprendente teniendo en cuenta que era una mole de ciento cincuenta kilos de puro músculo, con una cabellera tan pero tan larga que prácticamente vivía en otro país.
—Junior es el mejor jugador de la historia salido de Pago Pago.
—De Samoa Americana —aclaró Junior—. Es el campo de entrenamiento favorito de la NFL.
—No tenía ni idea —dijo Olivia.
Thad siguió con las presentaciones:
—Ritchie Collins está al otro lado de la mesa. —Hoy Ritchie llevaba un único aro de oro cerca del tatuaje de la cabeza—. Es el receptor más rápido que ha fichado por los Stars desde que Bobby Tom Denton se retiró.
—Ritchie es mi socio —dijo Clint—. Él y yo vamos a dominar el mundo.
—No hasta que aprendas a controlar la presión en la bolsa de protección, pequeña. —Thad vio con satisfacción cómo Clint hacía un mohín—. El engendro que está a su lado es Bigs Russo. —Bigs a veces se ofendía si la gente pasaba por alto su jeto horroroso, y a Thad no se le ocurrió ningún motivo para arriesgarse.
Bigs se había arreglado un poco los dientes desde la última vez que Thad lo vio, pero eso no cambiaba su nariz partida, su calva y sus ojillos diminutos.
—Aunque tenga pintas de boxeador profesional en horas bajas —dijo Thad—, es el mejor liniero de toda la Liga. Un liniero es un jugador de la línea defensiva.
El hombre asintió tan tranquilo, pero a Olivia le preocupó un poco que Thad hubiera herido los sentimientos de Bigs.
—Los tipos fuertes me parecen la mar de fascinantes —lo alabó—. Mucho más interesantes que los deportistas guapitos de cara que hacen de modelos de ropa interior en su tiempo libre.
Todos rieron a carcajadas, nadie más alto que Bigs. El rencor de Thad se esfumó. Debía reconocerlo: La Diva no iba a dejarse vencer sin luchar.
—¿Estáis juntos? —les preguntó Ritchie.
—Uy, no —respondió Olivia con énfasis—. Me odia. Y en parte con razón. Me ha traído aquí para ponerme en ridículo.
—Así no se trata a una dama, T-Bo —dijo Junior.
—Me insultó —se explicó Thad.
—Lo acusé de algo que no hizo. —Por lo visto, Olivia había decidido contarlo a las claras—. Esto es su venganza.
—Ya me había dado cuenta de que no llevabas zapatos —observó Bigs.
—Es una amante de la naturaleza —dijo Thad—. La mitad de las veces camina por ahí desnuda, pero esta noche se conforma con ir descalza.
—No es verdad —protestó Olivia—. Pero es una historia muy entretenida.
—¿Por qué lo hiciste? —le preguntó Ritchie—. Lo de acusarlo.
—Me habían informado mal.
—Cosas que pasan —asintió Ritchie.
—Cosas que no hubieran pasado si hubiera pensado en quién era mi fuente de información.
A Thad le gustaba el hecho de que La Diva fuera tan sincera. Quizá no fuera tan mala, después de todo.
El camarero se acercó para apuntar lo que querían beber. Thad vio cómo la mirada de Olivia volaba desde la suciedad que la rodeaba hasta la suciedad que asimismo cubría el mandil del barman.
—Yo quiero té helado. En botella. —En cuanto el camarero se alejó de la mesa, se explicó—. Soy alérgica a la bacteria E. coli.
A sus acompañantes les pareció bien su justificación.
—Supongo que todos sois escandalosamente ricos, así que… —Hizo un gesto hacia las paredes manchadas de nicotina y hacia las luces de Navidad medio fundidas que rodeaban los cuernos de una cabeza de toro—. ¿Por qué habéis venido a ese sitio?
—Lo eligió Bigs. —Ritchie acarició con los dedos la rosa bordada de su cazadora.
—Es importante tener los pies en el suelo —respondió el aludido.
—Pues menudo suelo nos ha tocado pisar. —Ritchie se echó hacia atrás en la silla.
A La Diva no pareció importarle que la conversación acabara derivando en una charla sobre fútbol americano. Tratándose de alguien que se dedicaba a ser el centro de atención en un escenario, su disposición a quedar en un segundo plano sorprendió a Thad. A medida que sus compañeros de mesa desgranaban sus opiniones acerca de los locutores deportivos y los propietarios de los equipos, y hablaban de cuestiones generales, Olivia pasó del té helado y los escuchó con paciencia.
Clint, para sorpresa de nadie, intentó que la cantante se marchara con él.
—No llevo zapatos —dijo.
—Ya te compraré unos Manolo Blahnik por el camino.
Olivia se echó a reír.
Thad seguía sin saber por qué el niñato se había presentado en Phoenix, pero el hecho de que a La Diva pareciera caerle bien ese idiota dejaba su juicio en muy mal lugar. Aun así, su opinión sobre ella había cambiado. Él también había cometido unos cuantos errores y, a pesar de que le hubiera dicho lo contrario, Olivia le había pedido perdón de una forma estupenda.
La soprano le dio una palmada a Clint en el hombro y se levantó de la mesa.
—Si me disculpáis…
***
Cruzar las piernas ya no era una opción. Por más espantosa que fuera la idea de utilizar el lavabo de ese antro, necesitaba desesperadamente hacer pis. Atravesó el local de puntillas hacia el pasillo que había en el fondo, para que sus pies desnudos tocaran el mínimo suelo posible. Detrás de ella, oyó decir a Bigs:
—Tendrías que haberle traído unos zapatos, T-Bo.
«T-Bo». Por lo visto, era el apodo de jugador de Thad Owens. Si se lo hubieran propuesto a ella, Olivia lo habría apodado Tonto del Culo.
La puerta del lavabo de mujeres lucía una tímida sirena, mientras que en el de hombres había una dramática imagen de Neptuno. Una absoluta discriminación de género. Se cubrió la mano con la manga de la camiseta blanca y giró el pomo.
Era horrible. Peor que horrible. El agrietado cemento del suelo estaba mojado en algunas zonas y de un desagüe medio atascado surgía una cinta de papel higiénico empapado. Y apestaba. De ninguna de las maneras podría entrar descalza en ese basurero.
Pero es que, si no entraba, se mearía encima. Y ya se imaginaba cuánto se reiría Thad Owens de ello.
Con los pies sobre las baldosas del pasillo, sujetó el marco de la puerta con una mano y, estirándose todo lo que le permitía el cuerpo, llegó al oxidado dispensador de papel higiénico con la mano contraria. Extrajo una, dos…, seis toallitas de papel. Dividió el total por la mitad, se colocó tres debajo de un pie y tres debajo del otro, y procedió a entrar.
Los retretes dejaban mucho que desear y resultaban asquerosos. Cuando hubo terminado, se limpió dos veces las manos en el lavabo de porcelana descascarillada y arrastró los pies hacia la puerta. Las toallitas de papel se habían humedecido por el suelo mugriento y habían empezado a romperse en pedazos. Al abrir la puerta, vio que Thad se encontraba en el pasillo.
—Menuda porquería —comentó él al echar un vistazo al interior.
—Te odio. —Olivia se estremeció.
—No dirás lo mismo cuando veas qué le he comprado al cocinero. —Le mostró un par de Crocs blancas cochambrosas.
Después de deshacerse de las toallitas de papel, agarró las Crocs y, con un nuevo estremecimiento, metió los pies. Eran lo bastante grandes para su cuarenta y dos.
—No pienso comer aquí.
—Chica sensata —contestó Thad.
Cuando regresaron a la mesa, Bigs estaba en un rincón junto a una viejísima máquina de karaoke.
—Y la diversión de verdad empieza ahora —dijo Thad—. Te daré un consejo. Bigs no da ni una nota, pero no se lo digas.
—En serio —asintió Ritchie con un movimiento de cabeza.
Mientras Bigs valoraba sus opciones musicales, Clint Garrett intentó llevar aparte a Thad para hablar sobre una bolsa de protección —ella no sabía a qué se referían—, pero Owens se negó a cooperar.
—Me odia —le confesó Clint a Olivia con alegría cuando Thad se fue a la barra a pedir otra bebida—. Pero tiene una de las mejores mentes de toda la Liga y es un gran entrenador. —Al verla con expresión confundida, añadió—: Los mejores quarterbacks suplentes hacen lo imposible por que el titular sea mejor de lo que es.
—No parece que te esté ayudando demasiado.
—Me ayudará en cuanto empiece el entrenamiento. Y se pondrá a tope. Me sacará de la cama a las seis de la mañana para ponerme jugadas en la tele. Nadie arma una defensa como Thad Owens.
—Entonces… —Olivia jugueteó con la botella de té helado, que aún no había abierto—. Perdona que te lo pregunte: si es tan bueno, ¿por qué no es él el quarterback titular?
—Es complicado. —Clint se acarició la barba—. Debería haber sido uno de los mejores, pero tiene un problemilla con la visión periférica. En cualquier otro trabajo no sería importante. Pero en el nuestro sí.
Las canciones eran tan cursis como la máquina de karaoke, y empezó a sonar «Achy Breaky Heart», de Billy Ray Cyrus. Bigs cogió el micrófono y Olivia hizo un mohín al oírlo arrancarse con una versión ferozmente desafinada. A continuación, torturó «Part-Time Lover», de Stevie Wonder. Después, se tomó una pausa para beber un poco de cerveza y se acercó a Olivia.
—T-Bo dice que eres una cantante de ópera espectacular. Queremos oírte.
—Estoy descansando la voz.
—Esta mañana te he oído haciendo unos cuantos ejercicios de canto —dijo Thad con poco ánimo de ayudar.
—Eso es distinto.
Bigs se encogió de hombros y volvió a apoderarse del micro. Su «Build Me Up Buttercup» no sonó tan mal como «Part-Time Lover», pero su interpretación de «I Want to Know What Love Is» fue tan mala que hasta el resto de los clientes del bar protestaron.
—¡Cierra la puta boca!
—¡Apaga eso de una vez!
—¡Siéntate, capullo!
—Y ahora es cuando empieza —murmuró Thad con una mueca.
Bigs apretó los puños gigantescos y siguió cantando con el rostro colorado por la rabia.
—Si no le quitas el micro, T-Bo, el equipo tendrá que prescindir de él antes incluso de que comience la temporada —se preocupó Junior.
—Yo no pienso cantar —respondió Thad—. Canta tú.
—Ni de coña.
—A mí no me miréis —terció Ritchie—. Canto peor que él.
Clint había desaparecido, la muchedumbre se enfurecía cada vez más y los tres hombres se la quedaron mirando.
—Que estoy descansando la voz —repitió.
Los tres se levantaron al mismo tiempo. Thad le agarró un brazo, Ritchie se encargó del otro y la alzaron de la silla. Junior les abrió paso y la llevaron hasta el micrófono justo cuando aumentaban los gritos de los clientes y comenzaba a sonar «Friends in Low Places».
Thad le arrebató el micro a Bigs con suavidad.
—Liv ha cambiado de opinión. Es su canción favorita y le apetece cantarla.
—Olivia —siseó ella.
Para su consternación, Bigs aceptó que lo relevara.
Y ahí estaba ella, La Belle Tornade, la estrella de la Ópera Metropolitana, la joya de La Scala, el orgullo del Teatro Real de la Ópera, en un local atestado de borrachos con un micrófono pegajoso en una mano y una melodía de Garth Brooks repiqueteando en los oídos. No se esmeró en absoluto. No desafinó, pero cantó muy bajito. Nada de vocales abiertas ni redondas. Nada de notas altas ni graves potentes. Ni siquiera un poco de vibrato. Cantó lo más plano que pudo.
—¡Quítate la ropa! —chilló un hombretón del fondo del bar cuando terminó de cantar el último estribillo.
—¡A ver qué llevas debajo! —gritó otro.
Antes de que Olivia se diera cuenta, todo el bar, a excepción de los jugadores de fútbol americano, entonaba la misma palabra:
—¡Quítatela! ¡Quítatela!
El mal genio que la llevó a hacer una peineta a los odiosos loggionisti de La Scala sacó lo mejor de sí misma. Se quitó una de las Crocs, se la lanzó al gritón que tenía más cerca y después arrojó la segunda hacia el que la había interrumpido primero.
Thad apareció de la nada, la cogió por los hombros y la giró hacia la puerta.
—Y ahora nos largamos de aquí.
Al parecer, en opinión de Thad no avanzaba lo suficientemente rápido, porque levantó en brazos el casi metro ochenta y los sesenta y tres kilos de ella. La llevó en volandas hasta la calle sin que se golpeara la cabeza con la puerta.
—¡Suéltame!
La dejó en el suelo, tiró de ella para cruzar la calle y volvió a alzarla para guiarla hacia un callejón.
—¿Qué…?
—Ratas.
—¡No! —Se aferró al cuello de él.
—Nos quedaremos un rato aquí hasta que se calme la situación.
—¡Me dan asco los roedores! —Olivia lo agarró con más fuerza. El callejón era estrecho; a los lados de los edificios de ladrillo había escaleras de incendios metálicas y varios contenedores que montaban guardia—. No me molestan los insectos y tuve una serpiente de mascota cuando era pequeña, pero nada de ratas.
—A mí no me gustan demasiado las serpientes. —Olivia lo notó estremecerse.
—Vale. Tú te ocupas de los roedores y yo me encargo de los reptiles.
—Trato hecho.
Olivia se quedó rígida con una mano en el pecho de él. Deseaba y no deseaba apoyar la cabeza en la americana azul marino de Thad mientras escudriñaba el suelo en busca de ratas.
—Peso demasiado.
—En el press de banca, levanto casi ciento cincuenta kilos. Tú pesas por lo menos setenta kilos menos.
Para cuando Olivia hizo la resta, Thad ya le sonreía. Lo fulminó con su mirada más gélida.
—¿Podemos irnos ya?
—Unos minutos más.
Thad se apoyó en la pared de ladrillos soportando en los brazos el peso de ella sin problemas. Olivia giró la cabeza. Su mejilla rozó el suave algodón de la camiseta de él. Olía bien. A limpio, a aftershave y un poco a cerveza. Se miró los pies sucios. Tenía algo asqueroso pegado en el empeine.
—Tengo que admitir que cantando me has decepcionado un pelín —le confesó Thad—. Sonabas bien, no me malinterpretes, pero no me has parecido una cantante de ópera de primer nivel.
—Ya te lo he dicho. Estoy descansando la voz.
—Si tú lo dices. Pero ha sido un chasco después de oír esos ejercicios tan impresionantes que haces.
Olivia le respondió el «Mmm» más evasivo del mundo y rastreó de nuevo en busca de roedores.
—Mete la mano en mi bolsillo trasero —le dijo él— y saca mi móvil para que pueda llamar a un Uber.
Olivia se giró, el pecho apretado contra el de él, y alargó la mano más allá de la cadera de Thad. Con sumo cuidado, su mano se posó sobre la curva del que era, como ya se imaginaba, un trasero bien firme.
Estaba despatarrada en sus brazos con una mano en el culo de él, mientras que el suyo volaba por los aires.
—No puedo… —Notó el bulto del móvil en el bolsillo. Notó otro bulto. Enseguida apartó la mano—. No lo consigo.
—Estás consiguiendo otra cosa.
La estaba provocando otra vez. Olivia se giró para incorporarse un poco, sin el móvil.
—Necesitamos un nuevo plan. —Recordó las ratas—. Pero pobre de ti como me dejes en el suelo.
La depositó encima de la tapa del contenedor más cercano. Olivia enseguida se dio cuenta de que podría haberlo hecho desde el principio.
—No salgas corriendo —le dijo Thad.
Como si fuera a atreverse.
Al cabo de unos minutos, la llevaba desde el callejón hasta el Uber que los esperaba.
Durante el trayecto de regreso al hotel, ninguno de los dos pareció tener nada que decir. Thad miraba hacia delante con media sonrisa en la cara. Olivia giró la cabeza hacia la ventanilla y percibió la media sonrisa que amagaba con dibujarse en su propio rostro. A pesar de la suciedad, los borrachos, la amenaza de las ratas; a pesar del mismísimo Thad Owens, era la primera vez que se divertía en muchas semanas.
Su sonrisa desapareció al recordar a Adam, cuyos días de diversión se habían terminado para siempre.
***
La Diva soportó la caminata a través del vestíbulo resplandeciente del hotel con la barbilla levantada y expresión arrogante, retando a cualquiera que se atreviera a comentar que llevaba los pies descalzos y sucios. En cuanto llegaron al ascensor, un recepcionista corrió hacia ella.
—Mientras estaba fuera han traído unas flores para usted, señorita Shore. Se las hemos dejado en la suite. Y tiene un mensaje.
Olivia aceptó con un elegante asentimiento el sobre que le entregó el muchacho, pero ya en el ascensor lo arrugó en la mano.
Thad abrió la puerta de la suite y entró tras ella. Los envolvió el agobiante aroma de demasiadas flores. Encima del piano había jarrones llenos con una docena de variedades diferentes.
—Otra vez Rupert —suspiró La Diva.
—¿Otra vez? ¿Es una costumbre?
—Flores, cajas de carísimos bombones, champán. He intentado disuadirlo, pero no ha funcionado, como ves. —Extrajo una tarjeta de floristería de uno de los arreglos florales, le echó un vistazo y la dejó sobre el piano.
—¿Rupert es uno de tus amantes?
—Uno de tantos.
—¿En serio?
—¡Pues claro que no! Tiene por lo menos setenta años.
—¿Soy el único que piensa que esto da un poco de miedo? —Thad observó la cantidad de flores.
—Debes entender a los amantes de la ópera. Creen que están en peligro de extinción, y eso los vuelve demasiado apasionados con sus cantantes preferidos.
—¿Los demás son como Rupert?
—Rupert es mi fan más entregado. Los demás… Depende del espectáculo. Los aficionados a Carmen me han mandado mantones, cajas de rioja y hasta jamón ibérico. Y cigarros, cómo no.
—¿Por qué cigarros?
—Carmen trabaja en una fábrica de tabaco.
—Ya lo sabía. —No lo sabía—. ¿Qué otros regalos extraños te han mandado tus perversos superseguidores?
—Son apasionados, no perversos, y me encantan todos y cada uno de ellos. Me mandaron tijeras de plata por Sansón y Dalila.
—No te acerques a mi pelo.
—Un montón de joyas egipcias, como pendientes en forma de escarabajo y pulseras, porque hice de Amneris en Aida. Es la villana, pero sus motivos tiene; es un amor no correspondido, ya sabes. Hasta me enviaron una cachimba de plata. —Al cabo de unos segundos, añadió—: Aida está ambientada en Egipto.
—Ya lo sabía. —Eso sí.
—Los amantes de Mozart me han mandado más querubines de los que puedo contar.
—¿Y eso?
—Por Cherubino. A las mezzosopranos nos conocen por nuestros papeles con calzones.
—¿Mujeres que hacen de hombres?
—Sí. Como Cherubino, de Las bodas de Fígaro. Es un sátiro. Sesto, de La clemencia de Tito. Hansel, de Hansel y Gretel. Mi amiga Rachel interpreta a este último como nadie.
—Me cuesta imaginarte haciendo de tío.
—Son papeles de los que me siento muy orgullosa.
Thad sonrió. La pasión que mostraba Olivia por su trabajo y su lealtad para con sus seguidores eran inconfundibles. La pasión era lo que lo atraía a él: el entusiasmo de los demás hacia su trabajo o hacia sus aficiones, aquello que daba alegría y sentido a sus vidas, ya fuera elaborar una estupenda salsa marinera, coleccionar bates de béisbol de la marca Louisville Sluggers o cantar ópera. Nada lo aburría más que la gente insulsa. La vida era demasiado emocionante como para conformarse con una existencia anodina.
Olivia se rascó la pantorrilla con los dedos de uno de sus sucios pies.
—Seguro que a ti te hacen regalos.
—Conseguí un buen trato por un Maserati.
—Tendré que comentárselo a Rupert. ¿Algo más?
—El préstamo de una casa de vacaciones, además de más alcohol del que podré llegar a beber y demasiadas comidas gratis en muchos restaurantes. Es irónico cómo a menudo la gente que no necesita dinero es afortunada, mientras que esos a los que les iría genial una ayuda terminan con las manos vacías.
—No es precisamente el punto de vista que esperaría de un jugador privilegiado. —Olivia lo observó, pensativa.
—La genética tiene mucho que ver con la habilidad atlética. —Thad se encogió de hombros—. Tuve suerte.
Se lo quedó mirando unos segundos más de lo necesario antes de contemplarse los pies.
—Tengo que ir a la ducha. Nos vemos por la mañana.
Parecía el final de una cita estupenda y Thad sintió la loca urgencia de besarla. Un impulso que ella obviamente no compartía, porque ya se dirigía hacia su habitación.
Abrió las puertas de la terraza y salió. Estaba preocupado, nervioso. En su opinión, La Diva era demasiado indulgente con todos esos regalos. Él también había tenido que lidiar con un par de seguidoras apasionadas como Rupert, y una de ellas acabó siendo una acosadora. Dio golpecitos a la barandilla de la terraza antes de volver adentro y acercarse al piano. La nota que acompañaba las flores yacía boca arriba.
La Belle Tornade,
eres el regalo que me han hecho los dioses.
Rupert P. Glass
Thad hizo una mueca. Junto a la tarjeta de la floristería estaba el sobre arrugado que el recepcionista le había entregado a Olivia cuando regresaron al hotel. Debía de haberse olvidado que lo había dejado ahí.
El sobre tenía el matasellos de Reno, Nevada. Thad no era propenso a abrir las cartas de los demás, pero su instinto le dijo que hiciera una excepción.
Sacó una única hoja de papel impresa con letras mayúsculas.
ES CULPA TUYA. QUE TE DEN.
—¿Qué haces? —La puerta de la habitación de La Diva acababa de abrirse.
—Abrir tu correo. —Thad levantó la nota—. ¿A qué viene esto?
—El mundo de la ópera está lleno de drama. —Olivia observó la hoja y se la arrebató—. No metas las narices en mi correo.
—Esta nota va más allá del drama —comentó.
—Es personal. —Alzó la barbilla, pero Thad vio que le temblaba la mano.
—No me digas.
—No es de tu incumbencia. —Se giró hacia su habitación.
—Ahora sí. —Thad le cerró el paso—. Si te relacionas con locos, necesito saberlo por si en las próximas cuatro semanas nos cruzamos con alguno.
—No te preocupes. —La fuerte mandíbula de ella se apretó de tal manera que él supo que no iba a añadir nada más. Olivia rasgó la nota por la mitad, la tiró a la basura y se dirigió a su habitación.