Читать книгу Cuando colisionan las estrellas - Susan Elizabeth Phillips - Страница 8
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ОглавлениеLa mañana siguiente, cuando Thad volvió al hotel tras salir a correr, lo recibió el escándalo de los ejercicios vocales de La Diva al otro lado de la puerta cerrada de su habitación. Le costaba imaginar cómo era posible que un ser humano fuera capaz de producir unos sonidos tan extraordinarios. La noche anterior, Olivia dijo que estaba descansando la voz, pero él sospechaba que se había limitado a eludir el karaoke.
En la limusina que los llevaba al aeropuerto, le daba la sensación de que la noche en el bar no hubiera tenido lugar. Thad respondía a sus mensajes mientras La Diva y Henri parloteaban en francés. Paisley, por lo visto, intentaba dormir. Por más que le apeteciera hablar con La Diva sobre la nota que había recibido, Thad se contuvo. Por el momento, la vigilaría de cerca.
Paisley bostezó y se colocó las gafas de sol en la cabeza, encima de su larga cabellera rubia.
—Tu camisa mola un huevo. —Tenía los ojos enrojecidos y Thad intuía que se debía a haberse pasado otra noche de fiesta—. Podrías ser modelo.
—Ya lo ha sido —dijo La Diva con la sonrisa falsa que esbozaba para irritarlo.
La camisa de Thad que Paisley había alabado era de color salmón. Salmón, no rosa. En cuanto a La Diva… Debajo de su gabardina Burberry, le pareció ver que llevaba un aburrido jersey blanco y pantalones negros. Aun así, debía felicitarla por los gigantescos pendientes, que se asemejaban a unos cuadrados de papel de oro arrugado. Y cómo le gustaban los pañuelos dramáticos. Su ropa no tenía nada que ver con los vaqueros y la cazadora de cuero de Paisley.
Nada más embarcar en el avión que los llevaría a Los Ángeles para la nueva etapa de la gira, Henri le dio un golpecito en el hombro.
—Bon, Thad. Esta mañana tengo una maravillosa sorpresa para ti. He invitado a alguien para que se nos una durante el día de hoy.
—¡Sorpresa! —El muy capullo se irguió de su asiento.
—¡Clint! —La Diva corrió hacia él.
—Para que los dos podáis hablar de fútbol americano, ¿oui? —Henri le palmoteó en la espalda.
—La madre que lo parió, oui —masculló Thad.
En lugar de saludarlo a él, Garrett se centró en La Diva.
—Con esta ropa estás radiante, Livia.
—¿Qué estás haciendo aquí? —La cantante sonrió.
—A Henri le encanta el fútbol americano. Me ha invitado a pasar el día con vosotros para tener entretenido a T-Bo. —El imbécil por fin se dignó a mirar a Thad—. Ahora ya no va descalza. Al ingrato, con la punta del zapato, ¿eh?
Thad se levantó como un resorte, pero La Diva le bloqueó el paso.
—Calma, calma —le murmuró.
Clint sonrió. Thad era famoso por no perder nunca los nervios, y vio que Clint estaba orgulloso de haberlo provocado hasta tal punto. Su sonrisa le recordó nuevamente a Thad que el muy imbécil no era tan estúpido como hacía ver. Nadie llegaba a ser el quarterback titular de un equipo de la NFL siendo un estúpido.
Entre tanto, Paisley permanecía inmóvil en el pasillo con la mirada de asombro clavada en Garrett. Cuando se acomodó en su asiento habitual al fondo del avión, Thad se dio cuenta de que una vez más quedaba relegado a un segundo lugar, pero en esta ocasión nada lo hacía más feliz.
Para disgusto de Paisley, La Diva se sentó justo al lado de Clint, obligándola a ella a tomar asiento enfrente de él. Thad casi oía cómo giraba el engranaje mental de Paisley mientras intentaba pensar en su siguiente movimiento. La muchacha esperó hasta que hubieron despegado.
—¿Os importa que os eche un par de fotos para mandárselas a mis amigas?
—Claro que no —dijo La Diva.
Thad sonrió para sus adentros. Su compañera no tardaría en descubrir que era una intrusa inoportuna en la cámara del iPhone de Paisley.
Cierto que Paisley convenció a Garrett para hacerse un selfi con ella, pero La Diva parecía más divertida que ofendida. Garrett se levantó del asiento. La pobre Paisley no estaba acostumbrada a recibir un rechazo masculino y fue incapaz de esconder la decepción al verlo encaminarse hacia Thad. Paisley no comprendía que ninguna mujer del planeta lograría llamar la atención de ese zopenco cuando el fútbol ocupaba su mente.
Cuando Clint se despatarró delante de él, Thad no se molestó en esconder su irritación. Los entrenamientos no empezarían hasta julio, y Garrett sabía perfectamente que Thad se esforzaría al cien por cien con él, así que ¿por qué tenía que tocarle los cojones justo ahora? Ni que pudieran hacer touchdown en el avión.
Un curioso gemido se adueñó de la cabina. La cabeza de Thad se irguió justo a tiempo para ver cómo Olivia se llevaba una mano a los labios. Su compañera estaba observando el periódico que debía de haber cogido de los ejemplares que habían dispuesto en el avión. Se desabrochó el cinturón y corrió hacia él con el diario en las manos.
—¡Mira esto!
Thad le echó un vistazo.
Las imágenes se encontraban en la segunda página de la sección de moda del Examiner de Phoenix: una de las fotografías formales para las que La Diva y él habían posado, acompañada de una robada de un paparazzi en que Thad la sacaba en brazos del bar.
UNA CANTANTE DE ÓPERA Y UNA ESTRELLA
DE LA NFL COMPARTEN MELODÍA
Anoche, la conocida mezzosoprano Olivia Shore y Thad Owens, el quarterback suplente de los Chicago Stars, se mostraron muy cariñosos. Al parecer, la estrella de fútbol americano y la cantante de ópera han ido más allá de la promoción de una nueva línea de relojes de la conocida marca francesa Marchand. En una entrevista que ofrecieron horas antes en el hotel, la reservada pareja no sugirió que su relación trascendiera lo profesional, pero parece que se han adentrado en un territorio más personal.
—¡Es humillante! —exclamó.
—¿Humillante? —Thad contempló la fotografía—. Estás siendo un pelín dramática, ¿no crees? Ah, calla. Que eres una soprano. A ti se te permite ser…
—¡No somos pareja! —gritó—. ¿Cómo se les ocurre decir eso?
—A ver, es que te llevo en brazos. —Thad examinó la foto del paparazzi con más atención. Como siempre, él salía estupendo, pero a La Diva la habían pillado en un ángulo extraño y su culillo respingón parecía más grande de lo que era en realidad.
Olivia se desató el pañuelo de seda del cuello como si la estuviera estrangulando.
—¿Cómo ha podido pasar?
—Es un mal ángulo, nada más. Olvídalo.
Ella se lo quedó mirando, confusa, y Thad se retractó enseguida.
—Vale, admito que es bastante raro.
Recordó lo ocurrido la noche anterior. Nadie, él incluido, sabía que La Diva y él terminarían en ese bar, por lo que el fotógrafo debía de ser un transeúnte al azar. Y aun así…
—¿Hay algún problema? —Henri se les había unido. Paisley asomó la cabeza por encima del hombro de Marchand.
—¡Mira esto! —Olivia le lanzó el periódico.
—¡Putain! —Henri apretó los extremos de su pañuelo del cuello—. Pardon mi ordinariez, Olivia, Paisley.
Para tener cuarenta años, era un hombre de la vieja escuela.
—¿Es genial? —Paisley era una experta tanto en hablar con voz rota como en convertir sus afirmaciones en preguntas—. Muchísima gente lo verá. Es publicidad para la marca y tal.
—No es el tipo de publicidad que deseamos. —Henri respiró hondo y se encogió de hombros—. Pero, bueno, son cosas que pasan.
—A mí no me pasan. —Olivia se giró hacia Thad—. Es culpa tuya. No ha habido ni un solo paparazzi que me haya seguido, ni una vez en toda mi carrera. Ha sido por ti. Por ti y por tu… tu… —agitó las manos en su dirección—, por tu cara, y por tu pelo, y por tu cuerpo, y por las actrices con las que sales…
Siguió y siguió. Thad dejó que se desahogara porque supuso que, tarde o temprano, entraría en razón, por más que fuera una soprano.
Y supuso bien. Al final, Olivia se quedó sin combustible y se hundió en el asiento que quedaba al otro lado del pasillo.
—Ya sé que en realidad no es culpa tuya, pero… Es que nunca me ha ocurrido nada parecido.
—Te entiendo —respondió él con gran empatía.
Clint resopló.
Olivia se giró hacia Henri con una honda preocupación que Thad no compartía. A él le molestaba más que en el titular hubieran colocado el nombre de La Diva antes que el suyo.
—Disculpa, Henri —le dijo—. Sé que no es la imagen que queréis para Marchand. Te prometo que no volverá a pasar.
Henri se encogió de hombros de esa manera tan francesa que solo saben hacer los franceses.
—No te angusties. Phoenix está en el pasado y tenemos por delante un día entero en Los Ángeles, ¿sí?
Había que aplaudirle a Marchand que no les hubiera preguntado qué hacían anoche. En lugar de eso, le dio una serie de indicaciones a Paisley acerca del itinerario del día. Cuando la joven se retiró, solo tenía ojos para Garrett. En un momento dado, Olivia se trasladó a su asiento de la parte delantera y se puso los auriculares morados que extrajo de su bolso.
Garrett volvió a dirigirse a Thad.
—Mira, te voy a contar en qué estaba pensando, T-Bo. Cuando tuve aquel esguince. En el partido contra los Giants. En el tercer y en el cuarto bloque. La defensa de los Giants esperaba un pase pantalla, y tú echaste a correr por el centro. ¿Cómo supiste que esperaban un pase pantalla? ¿Qué te puso sobre aviso?
—Lo vi en los ojos de uno de los defensas. —Thad se rindió a lo inevitable.
—Pero ¿qué hizo exactamente? ¿Qué viste?
—Siempre hay que mirar hacia el defensa del medio, idiota. Y ahora déjame en paz para que me pueda suicidar a gusto.
Clint se inclinó hacia el pasillo para darle una palmada en la pierna.
—Sabes que me quieres, T-Bo, y los dos sabemos por qué. Soy tu última y mejor oportunidad de ser inmortal.
Dicho eso, el muy hijo de puta se fue a coquetear con Paisley.
***
En Los Ángeles aparecieron más periodistas que en Phoenix, y, tras los primeros cinco segundos de la primera entrevista, Thad supo por qué.
La reportera era joven, de muy baja estofa. Se colocó la libreta sobre la rodilla de los pantalones cargo negros y formuló la primera pregunta.
—Los dos provienen de mundos muy diferentes, ¿no? Entonces, ¿cómo explican su atracción?
Thad se dio cuenta de que La Diva se moría por negarlo todo, lo cual no haría más que provocar más rumores, así que tomó la palabra antes de que dijera nada:
—Ay, solo somos amigos. —Y le lanzó un guiño conspiratorio a la periodista por diversión. En lo que a La Diva respectaba, ojos que no ven, corazón que no siente.
Henri se echó hacia delante desde la posición que ocupaba, detrás del sofá.
—Thad y Madame Shore tal vez provengan de mundos distintos, pero los dos aprecian la calidad.
Thad cumplió con su cometido. Exhibió el Victory780, y Olivia se animó lo suficiente para hablar sobre el Cavatina3. Henri ahondó en su discurso.
—En Marchand, comprendemos que los hombres y las mujeres quieren cosas distintas en sus relojes. Los roperos de los hombres son más conservadores, así que tienden a preferir relojes más ornamentados.
—A excepción de la compañía aquí presente —terció Olivia dirigiendo la mirada hacia la colorida camisa de Thad.
No le hacía ninguna gracia que Olivia no mostrara respeto alguno por su estilo personal. De todos modos, debía admitir que siempre estaba guapísima, incluso con el soso conjunto blanco y negro que llevaba en el avión. Con el reloj en una muñeca, pulseras en la otra y los pendientes de oro arrugado. No llevaba más complementos, a no ser que contaran sus brutales zapatos de tacón grises.
—El diseño más sutil del Cavatina3 —siguió Henri— encaja perfectamente con la vida de una mujer de éxito como Madame Shore. Es ideal para el día y para la noche. Para el trabajo y para el gimnasio. Es clásico y deportivo al mismo tiempo.
Cuando la periodista intentó redirigir la entrevista hacia cuestiones personales, Olivia se puso tiesa como un palo.
—A Thad y a mí nos presentaron hace dos días. Apenas nos conocemos.
Puede que La Diva fuera una estrella en el mundo de la ópera, pero no tenía ni puñetera idea de cómo lidiar con la prensa del corazón, y lo que dijo era justamente lo menos adecuado. Thad sonrió.
—Hay gente que conecta enseguida.
—Profesionalmente —añadió La Diva, tan remilgada como una anciana victoriana tomando té.
—La foto en la que salen los dos da a entender que tienen algo más que una relación profesional. —La periodista se cambió la libreta de rodilla.
La Diva apretaba los labios y Thad supo que estaba a punto de negar la mayor de nuevo, así que decidió intervenir.
—Nos lo estábamos pasando en grande, por supuesto. Liv no creía que fuera capaz de levantarla como si estuviera en el press de banca, pero le pedí a un amigo que utilizara el cronómetro de mi Victory780 para demostrarle que se equivocaba. Un minuto coma cuarenta y tres segundos. Diría que quedó claro.
La incredulidad con que lo observaba La Diva tal vez bastara para confirmarle a la periodista que el jugador de fútbol americano estaba mintiendo.
—Vale. —La reportera se echó a reír—. Mensaje captado. No hay más preguntas.
Henri acompañó a Paisley para escoltar a la periodista fuera de la habitación, como si no se fiara de que su asistente llevara a cabo la tarea solita. Thad disponía de menos de un minuto antes de que apareciera el siguiente reportero. Agarró a Olivia, la sacó del sofá y la arrastró hasta la puerta más cercana.
—¿Qué…?
—¿Te quieres relajar y dejar de comportarte como si hubiera salido a la luz un vídeo sexual nuestro? —La empujó contra el lavabo del baño de señoras.
—¿Cómo me voy a relajar? Todo el mundo se pensará que tú y yo… estamos…
—¿Juntos? ¿Y qué? Somos adultos y, que yo sepa, ninguno de los dos está casado. Tú no estás casada, ¿no? Porque yo no me lío con mujeres casadas.
—¡Claro que no estoy casada! —escupió.
—Pues ya está.
—No, no está, y no estamos liados. Parece que…, da igual. Nos conocimos hace dos días.
—Ya lo entiendo. No quieres que Rupert piense que eres una mujer fácil.
—¡No soy una mujer fácil!
—Que me lo digan a mí. Haz el favor de tranquilizarte. Relájate y sonríe. —Cuando Thad la giró hacia la puerta del baño, sonrió para sus adentros. Echarle una bronca a una mujer no era propio de él, pero La Diva era una rival tan digna que no pudo resistirse.
Salieron juntos del baño y se toparon de bruces con el siguiente periodista.
Para sorpresa de Thad, La Diva esbozó una sonrisa.
—De nada, Thad. —Acto seguido, se dirigió al reportero—. No me creía cuando le he dicho que tenía media cena entre los dientes. Es una pena que un bocadillo de jamón eche a perder esa capa blanca resplandeciente. Seguro que le habrá costado una fortuna.
Sus dientes eran suyos del primero al último, pero en fin. La Diva le había arrebatado el balón y había echado a correr hacia la zona de anotación.
***
Aquella noche, después de la obligatoria cena con clientes, Thad quedó con algunos de sus amigos de Los Ángeles en la azotea del hotel para tomar algo. No le propuso a La Diva que fuera con ellos, aunque la zona del bar, cubierta de hiedra, y las espléndidas vistas eran más del estilo de Olivia que el antro de la noche anterior.
Hacía varios meses que Thad no veía a sus colegas, y debería habérselo pasado muy bien, sobre todo teniendo en cuenta que Garrett no apareció por allí. Después de la noche pasada en aquel bar mugriento, sin embargo, la velada se le antojó decepcionante, y se metió en la cama a las dos de la madrugada.
***
Cuando al día siguiente Rachel Cullen, la mejor amiga de Olivia, y su marido Dennis se sentaron bajo una sombrilla azul en la terraza del restaurante del hotel y se cogieron de la mano, Olivia los observó con melancolía.
—Dais un poco de asco.
—Estás taaan celosa. —Rachel le apretó la mano a su marido.
—Por decirlo finamente —respondió Olivia—. Encontraste al único hombre del planeta que nació para casarse con una cantante de ópera. —Si fuera capaz de encontrar al clon de Dennis, tal vez Olivia lograría tener una relación estable y duradera.
—Es el mejor trabajo del mundo —dijo el aludido.
—Te odio. —Olivia fulminó a su amiga con la mirada.
—Ya lo sé. —Rachel le lanzó una sonrisa engreída.
Con su cabellera de un sedoso rubio platino, sus curvas generosas y sus rasgos de una mujer del montón, Rachel habría pasado por la madre del futbolista más guapo del barrio, mientras que el pelo castaño y rebelde, la nariz grande y la constitución nervuda de Dennis hacían que el músico pareciera él y no su mujer, a pesar de que encadenaba contratos temporales en empresas informáticas.
Olivia y Rachel se conocieron diez años atrás en el Centro Ryan de Ópera, el prestigioso programa de desarrollo artístico de la Ópera Lírica de Chicago. En otros tiempos de rivalidad operística, dos mezzos que peleaban por los mismos papeles jamás habrían sido amigas íntimas, pero en ese centro no solo se fomentaba el apoyo y la colaboración entre alumnos, sino que incluso era lo esperado. Formaron un tándem muy unido que se ayudó y se compadeció mutuamente conforme avanzaban codo con codo en el repertorio de una mezzosoprano. Olivia era la cantante e intérprete de mayor talento, pero Rachel, en lugar de sentir celos, se convirtió en la animadora más entusiasta de Olivia.
A medida que pasaban los años, la carrera de Olivia subía como la espuma, mientras que Rachel adquirió un nivel de respetabilidad, pero esa diferencia no interfirió en su amistad. Olivia seguía recomendando a Rachel para algunos papeles. Reían y lloraban juntas. Olivia estuvo al lado de Rachel cuando murió su madre y Rachel cogió a Olivia de la mano durante el terrible y desgarrador funeral de Adam, algo que ninguna de las dos olvidaría jamás. Mientras estudiaba el menú, Olivia fingió no reparar en la mirada de preocupación de su amiga. Rachel era muy intuitiva y sabía que los problemas de Olivia iban más allá de lo que decía.
De pronto, apareció el camarero. Dennis pidió una ensalada thai para Rachel y buñuelos de cangrejo para él.
—Si es que hasta pide por ti —comentó Olivia cuando se marchó el camarero.
—Sabe lo que me gusta mejor que yo.
Olivia tuvo un flashback que la llevó hasta Adam, quien solía pedirle a Olivia que escogiera por él porque era incapaz de decidirse. Estar junto a Dennis tal vez resultara doloroso. La dedicación que mostraba hacia la carrera de Rachel suponía lo contrario al resentimiento que Adam se esforzó tantísimo por reprimir. Dennis era el marido ideal de cualquier cantante de ópera.
—Cuéntame la historia de cómo os conocisteis Dennis y tú. —Rachel desdobló la servilleta.
—¿Otra vez? —se extrañó Olivia—. Te la he contado un montón de veces.
—Nunca me canso de oírla.
—Es como una niña —le dijo Olivia a Dennis. A continuación, se dirigió a Rachel—: ¿Empiezo antes o después de que me tirara los tejos?
Dennis gruñó.
—Antes —gorjeó Rachel.
—Veamos. —Olivia se acomodó en la silla—. Me acababa de venir la regla y tenía unos dolores menstruales horribles…
—Y antojo de azúcar —añadió Rachel.
—Es mi historia —protestó Olivia—. Pues eso, que decidí darme un capricho con un frappuccino red velvet de Starbucks.
Rachel, cuya pasión por lo dulce seguía engordando sus curvas, asintió.
—La mar de razonable.
—Estoy en la cola y este tío con pinta de músico intenta entablar una conversación conmigo.
—Le estabas tirando los tejos descaradamente. —Rachel le dio un codazo a su marido.
—Yo no estaba de humor para charlar, pero era muy insistente. —Olivia sonrió y prosiguió con la innecesaria historia—. Y bastante mono.
—Y no era cantante —terció Rachel—. No te olvides de la mejor parte.
—Era informático, como me enteré antes incluso de que el camarero acabara de preparar mi frappucino.
—Al que muy amablemente te invitó.
—Y por eso me vi obligada a hablar con él. Lo demás ya es historia.
—Te estás saltando lo mejor de todo. La parte en que le diste mi número de teléfono sin ni siquiera pedirme permiso. Mira que si hubiera sido un asesino en serie…
—Pero no lo era.
—Pero lo podría haber sido —dijo Dennis.
—Me cayó bien. —Olivia sonrió—. Por desgracia, no podía quedármelo, porque yo seguía bajo el hechizo de Adam. —El ambiente se enfrió y volvió a aparecer la mirada de preocupación de Rachel. Olivia esbozó una exagerada sonrisa—. En resumidas cuentas: que me encantó ser la dama de honor de vuestra boda el año pasado.
—Y cantaste la mejor versión de «Voi che sapete» que nadie haya oído jamás —asintió Rachel.
En ese momento, llegó la comida. Rachel estaba en la ciudad para presentarse al casting de un papel del invierno siguiente en la Ópera de Los Ángeles y comenzaron a contarse chismes operísticos: un tenor con demasiada voz de cabeza y un director que se negaba a dejar espacio para respirar en una obra de Rossini. Hablaron de la increíble acústica de la Filarmónica del Elba de Hamburgo y de una nueva biografía de Maria Callas.
Olivia envidiaba el orgullo que sentía Dennis por los éxitos de su mujer. La carrera de Rachel siempre era lo primero, y él acomodaba su trabajo al horario de ella. Qué diferente de su vida con Adam. Ahora se daba cuenta de que él había padecido una depresión. Le costaba mucho memorizar un nuevo libretto y sus períodos de insomnio se alternaban con noches en que dormía doce o trece horas. Sin embargo, en lugar de llevarlo al médico, rompió con él. Y ahora era el turno de la venganza de Adam.
ES CULPA TUYA. QUE TE DEN.
—¿Oíste a la tal Ricci cantando Carmen en Praga? —Rachel hizo una mueca—. La odio.
—Odiar es demasiado fuerte. —Olivia se concentró de nuevo en el presente.
Sophia Ricci era, de hecho, una persona encantadora, aunque Olivia había pasado una breve temporada molesta con ella porque había salido con Adam. Ese no era el motivo de la queja de Rachel, no obstante. Sophia era una soprano lírica, y siempre que una lírica se hacía con uno de los pocos papeles escritos para una mezzo, ese hecho despertaba rencores.
—A lo mejor pilla laringitis —comentó Olivia, pero enseguida se retractó—. Qué mala soy. Sophia tiene muchísimo talento y deseo que le vaya bien.
—Pero tampoco superbién. —Rachel apartó un anacardo de su ensalada—. Lo suficiente para que los críticos escriban algo en plan: «La “Habanera” de Sophia Ricci ha estado bien, pero no puede competir con la imponente sensualidad de la maravillosa “Carmen” de Olivia Shore».
Olivia sonrió con cariño a su generosa amiga. Ella comprendía mejor que nadie cuánto le gustaría a Rachel actuar en Carmen en un escenario de primer nivel como el de la Ópera Municipal, pero a ella nunca le llegaban esas propuestas.
—Me voy a encargar de las redes sociales de Rachel —le contó Dennis—. La visibilidad lo es todo. Fíjate en las mezzos de la música pop, como Beyoncé, Adele o Lady Gaga. Esas mujeres sí que saben utilizar las redes sociales.
En la terraza del restaurante apareció un rostro demasiado familiar para Olivia. Thad la vio y se dirigió hacia su mesa. Cuando Olivia los presentó, se dio cuenta de que Rachel mostraba la expresión medio deslumbrada que tantas mujeres parecían adoptar siempre que Thad Owens se cruzaba con ellas.
—Por favor. —Rachel le hizo un gesto hacia el asiento libre de la mesa—. Ya casi hemos terminado, pero pide lo que quieras.
—Acabo de cenar. —Thad miró a Olivia—. Con un par de periodistas deportivos.
Olivia sintió una punzada de culpa al saber que él trabajaba más que ella.
Dennis y Thad mantuvieron una charla superficial sobre fútbol americano antes de que la conversación volviera a girar en torno a la ópera.
—Lena Hodiak me contó que te cubrirá en Aida —dijo Rachel—. Te caerá bien. El año pasado en San Diego hizo de Gertrude en Hansel y Gretel, y es encantadora.
Thad le lanzó una mirada interrogativa.
—Significa que Lena es su sustituta —se explicó Rachel—. Cubrir a Olivia es un trabajo muy ingrato, como enseguida descubrirá Lena. Olivia nunca se pone enferma.
—Habladme del contrato que tenéis con Marchand —intervino Dennis—. ¿Cómo os ficharon para la gira?
—Yo fui por lo menos la tercera opción —confesó Thad sin ápice de rencor.
—A mí me llamó mi agente el pasado mes de septiembre —dijo Olivia—. Tenía un hueco en mi calendario y ofrecían muchísimo dinero. Además, creía que viajaría con Cooper Graham, el exquarterback de los Stars.
—Pero al final tuviste suerte —la pinchó Thad.
Olivia sonrió y echó un vistazo a su reloj.
—Ojalá pudiéramos hablar más rato, pero en breve nos toca sesión de fotos, y Thad necesita tiempo para asegurarse de que está bien peinado.
—Está celosa porque soy más fotogénico que ella. —Thad se levantó de la silla.
Rachel frunció el ceño, dispuesta a saltar en defensa de su amiga, pero Olivia se encogió de hombros.
—Triste, pero cierto.
Thad se echó a reír. Denis también se levantó y sacó el móvil.
—Dejad que primero os haga un par de fotos para las redes sociales de Rachel. Os etiquetaré a los dos.
Olivia sospechaba que a Thad le interesaba tan poco como a ella que lo etiquetaran, pero le encantaba el entusiasmo de Dennis. ¿Cómo no iba a estar celosa?
***
Al abrir la puerta de la suite, vieron que Henri estaba enfrascado en una acalorada conversación con una mujer elegante que debía de tener más o menos su edad, quizá unos cuarenta y pocos. Muy arreglada y ataviada a la europea: un vestido ajustado totalmente negro con numerosas vueltas de un collar de perlas en el cuello. La melena escalada le llegaba justo hasta la mandíbula. A su lado, una intimidada Paisley parpadeaba muy rápido, como si intentara no llorar. Olivia dedujo que la mujer no iba a ignorar la incompetencia de Paisley como Henri. Para ser justos, a pesar de que Paisley era una chica consentida, desorganizada y extremadamente inmadura, Olivia había visto las fotos de su iPhone y debía admitir que la joven sabía sacarle el mejor partido al culo de Thad Owens.
Henri interrumpió la conversación nada más reparar en ellos.
—Mariel, mira quién acaba de llegar. Olivia, Thad, os presento a mi prima Mariel.
Mariel les dedicó una sonrisa muy francesa, cordial pero contenida, y les estrechó la mano con seriedad.
—Mariel Marchand. Es un placer.
Era más atractiva que guapa; tenía una frente muy ancha, nariz aguileña y ojos pequeños que procuraba agrandar con un maquillaje muy atrevido.
—Mariel es nuestra directora financiera —los informó—. Ha venido a ver qué tal va todo.
Olivia había llevado a cabo una breve investigación y sabía que Lucien Marchand, el propietario de la marca, tenía más de setenta años y ningún descendiente. Mariel y Henri, sus sobrinos, eran sus únicos familiares de sangre, y uno de ellos se encargaría de la empresa familiar. Era fácil deducir que Mariel le llevaba ventaja al simpático de Henri.
—Confío en que mi primo no os esté haciendo trabajar demasiado —respondió Mariel con un acento un poco menos marcado que el de Henri.
—Solo a Thad —contestó Olivia con sinceridad—. A mí me aprieta menos.
—Asistí hace un par de años a una representación de Electra en la Ópera Bastille, en la que interpretabas a Clitemnestra. Incroyable. —Acto seguido, dirigió su atención hacia Thad sin esperar a que Olivia agradeciera el cumplido—. Vas a tener que explicarme cómo funciona ese deporte que practicas —le dijo.
—No hay mucho que explicar. Corres un poco, pasas el balón y procuras que los malos no te lo quiten.
—Qué interesante.
Olivia puso los ojos en blanco mentalmente y se disculpó con los presentes.
Esa noche, Mariel los acompañó durante la cena con los clientes. Imprimió un toque de elegancia francesa a la velada y halagó a Thad de manera excesiva.
—Hay que estar fuerte para practicar ese deporte. Y ser ágil.
—Y tonto —masculló Olivia, porque… ¿cómo iba a resistirse?
Thad la oyó y se inclinó en la silla.
—Algunos de nosotros nacemos para ganar. —Le lanzó a Olivia una vaga sonrisa—. Otros se limitan a morir trabajando.
No le faltaba razón. Olivia había perdido la cuenta de las veces que la habían apuñalado en Carmen o había muerto aplastada como Dalila. En Dido y Eneas, fallecía por el peso de la pena que acarreaba y en El trovador a duras penas escapaba de las feroces llamas de una pira. Por no hablar de las incontables personas a las que había matado ella.
Al parecer, Thad no sabía gran cosa de ópera, así que Olivia no estaba segura de que estuviera al corriente de los papeles sangrientos que había interpretado, pero sospechaba que Google había intervenido. Ella también lo buscó a él y descubrió que casi todos los artículos acerca de Thaddeus Walker Bowman Owens mencionaban no solo sus habilidades físicas y su vida sentimental, sino también el respeto que le profesaban sus compañeros de equipo.
Olivia empezaba a comprender por qué, y las cuatro semanas que iban a pasar juntos ya no le parecían tan largas.
***
—No hacía falta que vinieras conmigo, ¿eh? —dijo Olivia en tanto subían el camino que llevaba hasta el observatorio Griffith, cerca del lugar donde los había dejado el Uber. Apenas eran las seis de la mañana y el aire olía a rocío y a salvia—. De haber sabido que ibas a ser tan cascarrabias, no te habría invitado.
—No me invitaste, ¿recuerdas? En la cena de anoche te oí decir que esta mañana ibas a hacer una caminata hasta aquí. —Thad bostezó—. No habría sido justo que me quedara en la cama mientras tú trabajas hasta la extenuación.
—No soy la única que lo da todo. Siempre que tenemos algo de tiempo libre, te veo con el móvil o con el ordenador. ¿Y eso?
—Soy un adicto a los videojuegos.
Olivia no lo creyó, aunque sí se había fijado en que nunca dejaba abierto el portátil.
—Dentro de un par de horas nos marchamos a San Francisco. —Observó el cartel de Hollywood que se alzaba delante de ellos—. Este era el único momento que tenía para hacer un poco de ejercicio.
—Podrías haberte quedado en la cama.
—Para ti es fácil decirlo. Tú has entrenado en el gimnasio, mientras que yo no he hecho más que comer.
—Y beber —añadió él innecesariamente.
—Eso también. Por desgracia, la época de las cantantes de ópera obesas terminó. —Rodeó una montaña de excrementos de caballo—. En otros tiempos, lo único que había que hacer era subirse al centro del escenario y cantar. Ahora, tienes que parecer al menos un poco creíble. A no ser que aparezcas en el ciclo de El anillo del nibelungo. Si contara con la voz y el aguante para hacer de Brunilda, podría comer lo que se me antojara. Seamos claros. Es imposible cantar el grito de guerra de Brunilda si eres una sílfide.
—Me fío de tu palabra.
Olivia deseó ser capaz de entonar el célebre «¡Hojotoho!» de Brunilda allí mismo, en plena colina, para ver si así lograba sacar de sus casillas a T-Bo, pero no lo era.
Ascendían cada vez más y a un ritmo lo bastante rápido para que Olivia tuviera que mirar dónde ponía los pies. Recordó haber hecho esa ruta con Rachel unos años atrás. Siempre que se enfrentaban a una cuesta inclinada, Rachel, que estaba menos en forma, le formulaba una pregunta cuya respuesta era tan elaborada que Olivia tenía que pasarse todo el ascenso hablando, mientras que ella guardaba sus fuerzas. Olivia tardó una eternidad en darse cuenta de las tretas de Rachel.
—Ya basta de hablar de mí. —Le sonrió de oreja a oreja—. Cuéntame cosas de tu vida.
Thad mordió el anzuelo sin dejar de andar.
—Una infancia estupenda. Unos padres estupendos. Una carrera casi estupenda.
Comenzó a caminar más deprisa. Olivia le siguió el ritmo y, al mismo tiempo, se mantuvo a cierta distancia del barranco que quedaba a su izquierda.
—Quiero detalles.
—Soy hijo único. Mimado y consentido. Mi madre es asistente social jubilada y mi padre, contable.
—Y tú, cómo no, fuiste un estudiante de primera, el quarterback del equipo de fútbol americano del instituto y el rey de las reuniones de antiguos alumnos.
—Me robaron el título. Le dieron la corona a Larry Quivers porque acababa de romper con su novia y todo el mundo sentía lástima por él.
—Es el tipo de tragedia que forja el carácter.
—El de Larry, será.
Olivia se rio. El camino seguía ascendiendo, la ciudad quedaba debajo de ellos y, de nuevo, Thad incrementó el ritmo.
—¿Qué más? —le preguntó.
—Durante los veranos trabajé en una empresa de paisajismo. Jugué en el equipo de la universidad de Kentucky y me licencié en Economía.
—Impresionante.
—Me reclutaron los Giants y me ficharon. También jugué con los Broncos y con los Cowboys antes de mudarme a Chicago.
—¿Por qué tienes dos segundos nombres? ¿Walker Bowman?
—Mi madre quería honrar a su padre. Mi padre quería que el honor fuera a parar a su abuelo. Echaron a suertes para saber qué nombre iría primero y ganó mi madre.
Casi estaban trotando, y Olivia se regañó por la tarta de trufa de chocolate de varias capas que pidió de postre la noche anterior. Eso era lo que pasaba cuando salías de caminata con un deportista competitivo. Un tranquilo ascenso matutino se convertía en un concurso de resistencia. Uno que ella no pensaba perder.
Ni que decir tiene que el que estaba más fuerte de los dos era él. A Olivia empezaban a arderle los muslos y le estaba saliendo una ampolla en el dedo pequeño del pie, aunque Thad ya respiraba de forma más entrecortada que ella. En breve iba a enterarse del gran control de respiración que poseía una cantante de ópera tras años de entrenamiento y trabajo.
—¿Casado? ¿Divorciado? —le preguntó.
—Ni lo uno ni lo otro.
—Porque no has conocido a nadie tan guapo como tú, ¿verdad?
—No es culpa mía tener este físico, ¿vale?
Sonó molesto de verdad. Fascinante. Olivia iba a guardarse esa información como munición para el futuro cuando de pronto se detuvo.
—Mira eso. —De reojo, había visto un agujerito en el suelo, debajo de un arbusto. Y justo encima del agujero…
Un brazo le rodeó el pecho y tiró de ella hacia atrás.
—¡Eh! —protestó.
—¡Es una tarántula! —exclamó Thad.
—Ya sé que es una tarántula. —Olivia se liberó de su agarre—. Es una preciosidad.
—¡Es una tarántula! —Thad se horrorizó.
—Y no le hace daño a nadie. Ampliemos nuestro pacto. Yo me encargo de los insectos y de las serpientes. Tú, de los roedores.
La tarántula se adentró en su hoyo. Thad empujó a Olivia para que ambos se alejaran del nido.
—¡Muévete!
—Gallina. —Cuando era pequeña, quiso tener una tarántula como mascota, pero sus padres, formales y conservadores, se negaron. La tuvieron a una edad bastante avanzada, dos músicos entregados que evitaron todo lo posible que les pusieran la vida patas arriba. Aun así, la amaron y Olivia los echaba de menos. Murieron con pocos meses de diferencia.
—Seguro que no sabías que las tarántulas hembra pueden llegar a vivir veinticinco años —dijo—, pero que el macho, cuando madura, tan solo vive unos cuantos meses.
—Y las mujeres os quejáis.
De repente, sonó el móvil de Olivia. No sabía de quién se trataba, probablemente fuera una llamada comercial, pero sus piernas necesitaban una pausa y descolgó.
—¿Diga?
—Che gelida manina… —Al oír esa música que conocía tan bien, se le cayó el teléfono de los dedos.
Thad, con sus reflejos de deportista, lo atrapó antes de que se estampara contra el suelo. Se lo llevó al oído y escuchó. Olivia oyó la débil música que salía de su móvil. Se lo arrebató de las manos, lo apagó y se lo guardó en el bolsillo.
—¿Me vas a contar qué ha sido eso? —le preguntó Thad.
—No. —Aún no habían llegado a la cima, pero dio media vuelta y comenzó a desandar el camino. Y entonces, porque no debía mantener contacto visual con él, se explicó—: Es la canción de amor que le dedica Rodolfo a Mimì en La bohème.
—¿Y…?
—Che gelida manina… significa «qué manita tan fría». —Olivia se estremeció—. Le dije que no la cantara.
—¿A quién?
El sol se estaba alzando, igual que la temperatura. Olivia clavó la mirada en el horizonte, en el observatorio. No tenía por qué responder. Podría cerrar el pico. Sin embargo, Thad era insistente y firme, y deseó contárselo.
—Es una pieza famosa en los castings de tenores, pero Adam era incapaz de controlar la nota C alta. Tenía que bajarla medio tono y la C alta pasaba a ser una B. Y eso lo único que muestra es debilidad. Intenté convencerlo de que no se presentara a los castings de esa canción, pero no me hacía caso.
—¿Adam?
—Adam Wheeler. Mi exprometido.
—Y ¿así es como te trata el muy capullo? ¿Te llama como un chalado cualquiera y…?
—No lo entiendes. —Olivia respiró hondo, nerviosa—. Adam está muerto.