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INTRODUCCIÓN

Hasta hace poco tiempo, han sido los aspectos descriptivos del arte holandés los que llamaron la atención de sus espectadores. Para bien o para mal, hasta el siglo XX los escritores vieron y juzgaron el arte holandés del siglo XVII como una descripción de la tierra y la vida holandesas. Sir Joshua Reynolds, un antagonista, y Eugène Fromentin, un ferviente partidario, estuvieron de acuerdo en que los holandeses produjeron un retrato de sí mismos y de su país: sus vacas, sus paisajes, nubes, ciudades, iglesias, sus casas ricas y sus casas pobres, su comida y su bebida. Qué podía decirse, cómo podía expresarse la naturaleza de tal arte descriptivo era una cuestión que parecía apremiante. En su Journey to Flanders and Holland, de 1781, Reynolds apenas alcanza a confeccionar una lista comentada de artistas y temas holandeses. Reconoce que constituye un “estéril entretenimiento”, en contraste con el extenso análisis que puede ofrecer del arte flamenco. He aquí algunos extractos:

Ganado y un pastor, por Albert Cuyp, lo mejor que he visto nunca de su mano. La figura es asimismo mejor de lo habitual; pero la ocupación que ha dado al pastor en su soledad no es muy poética: ha de reconocerse, eso sí, que es muy auténtica y natural; está atrapando moscas o algo peor.

Una vista de una iglesia por Van der Heyden, la mejor de las suyas; dos frailes negros subiendo la escalera. Pese a que la obra está acabada, como de costumbre, con gran minucia, no ha olvidado conservar, al mismo tiempo, una gran franja de luz. Sus pinturas tienen un efecto muy parecido al de la realidad vista en una cámara oscura.

Una mujer leyendo una carta; la lechera que la trae se entretiene descorriendo una cortina un poco por un lado para ver el cuadro que tapa, que parece ser una marina.

Dos hermosas pinturas de Ter Borch; el raso blanco notablemente bien pintado. Rara vez dejó de incluir alguna tela de raso blanco en sus cuadros.

Cisnes muertos de Weenix, de lo mejor que se encuentra. Creo que no he debido de ver menos de veinte cuadros de cisnes muertos de este pintor. (1)

La vulgaridad de los temas incomoda a Reynolds, pero él sigue concentrando su atención en lo que se ofrece a su vista: desde raso blanco hasta cisnes blancos. El interés de los pintores por lo que Reynolds llama la “naturalidad de la representación”, combinado con su carácter reiterativo (el inevitable raso blanco de Ter Borch o los incontables cisnes muertos de Jan Weenix), resultan en una descripción verbal aburrida, incluso inconexa. O como el propio Reynolds explica:

La relación dada hasta ahora de las pinturas holandesas es, confieso, un entretenimiento más estéril de lo que yo pensaba. Uno desearía poder comunicarle al lector una idea de esa excelencia cuya visión tanto placer ha proporcionado; pero dado que su mérito consiste a menudo únicamente en la veracidad de la representación, por mucho elogio que merezcan y por mucho placer que proporcionen cuando se las tiene ante la vista, resultan muy pobres en la descripción. Es únicamente a los ojos a lo que se dirigen las obras de esta escuela; no es de extrañar, pues, que lo que fue concebido exclusivamente para la gratificación de un sentido haga un mal papel cuando se aplica a otro. (2)

A nosotros, herederos del arte del siglo XIX, nos cuesta trabajo retroceder a la mentalidad que hacía a Reynolds menospreciar este arte descriptivo. Después de todo, estamos convencidos –lo que no le ocurría a él– de que puede hacerse una gran pintura, por ejemplo, como hizo Cézanne, de dos hombres jugando a las cartas o un frutero y una botella o, como hizo Monet, de un pedazo de estanque con nenúfares. Pero el mismo trabajo nos cuesta hoy en día apreciar el arte holandés por las razones que daba un ferviente admirador decimonónico como Fromentin. En un párrafo muy citado, de 1876, este aduce, refiriéndose a la tregua de 1609 con España y a la fundación del nuevo Estado, que “la pintura holandesa no fue y no pudo ser otra cosa que el retrato de Holanda, su imagen externa, fiel, exacta, completa, veraz, sin adornos”. (3) Resumió la clave de su argumento en un punto: “¿Qué motivo tenía un pintor holandés para hacer un cuadro? Ninguno”. (4) El afán de los estudios especializados sobre el arte holandés en nuestro tiempo ha sido calar más hondo que el ingenuo visitante de museos que se extasía ante el brillo de los rasos de Ter Borch o ante la atmósfera clara y serena de un interior de iglesia de Saenredam, que se divierte quizás ante la vaca tendida al sol de Cuyp, rival en tamaño de la lejana torre de una iglesia, o que finalmente se detiene reverente ante la belleza y la compostura de una dama de Vermeer, en un rincón de su cuarto, con su rostro espejado en el cristal de la ventana.

Fromentin se esforzó por hallar la distinción entre el arte como tal y el mundo del que era imitación:

Percibimos una nobleza y bondad de corazón, un apego a la verdad, un amor a lo real, que dan a sus obras un valor que las cosas mismas no parecen poseer. (5)

Pero siempre está al borde de negar lo que separa al arte de la vida y que lo hace distinto de ella.

Habitamos el cuadro, circulamos por él, miramos hacia su fondo, nos sentimos tentados de alzar nuestras cabezas para medir su cielo. (6)

Y Fromentin compara concretamente, desde esta perspectiva, la pintura holandesa con la “actual escuela” (francesa), heredera académica de los italianos.

Aquí encontraréis fórmulas, una ciencia que se puede poseer, un conocimiento adquirido que ayuda al examen y lo sustituiría en caso necesario y, por así decirlo, le dice a la vista lo que tiene que ver y al espíritu lo que debe sentir. Allí, nada de esto: un arte que se adapta a la naturaleza de las cosas, un conocimiento que queda olvidado ante los pormenores de la vida, nada preconcebido, nada que preceda a la simple, intensa y sensible observación de lo que hay. (7)

Es muy significativo, y sumamente acertado, como veremos, que Fromentin vuelva a un tema que también había anunciado Reynolds: que la relación de este arte con la realidad es igual que la de la propia vista.

En nuestro tiempo, los historiadores del arte han desarrollado una terminología y han entrenado su vista y su sensibilidad para que reaccionen sobre todo a los rasgos estilísticos que componen el arte: la altura del horizonte en el cuadro, la colocación de un árbol o una vaca, la luz. De todos esos rasgos se habla como aspectos del arte tanto o más que como observaciones de la realidad vista. Cada artista tiene su propia evolución estilística relativamente clara y nos es posible reconocer la influencia de unos artistas en otros. En esto, como en la interpretación de su temática, el estudio del arte holandés ha adoptado instrumentos analíticos en principio desarrollados para tratar el arte italiano. Al espectador que admira el brillo de un vestido de Ter Borch se le dice ahora que la mujer del lustroso traje es una prostituta, requerida o comprada ante nuestros ojos; que las apesadumbradas muchachas que tan a menudo vemos vacilantes al borde de una cama o una silla mientras las atiende el médico han quedado embarazadas antes de casarse y que las que se miran en un espejo son pecadoras vanidosas. La señora que en un cuadro de Vermeer lee una carta junto a la ventana anda metida en alguna aventura extra o prematrimonial. Los alegres bebedores son glotones, haraganes o, más probablemente, víctimas de los placeres del sentido del gusto, como los músicos son víctimas de los placeres del oído. El despliegue de relojes o de flores exóticas que se marchitan son ejercicios sobre la vanidad humana. Los iconógrafos han sentado el principio de que en la pintura holandesa del siglo XVII, el realismo encubre bajo su superficie descriptiva un significado oculto.

Pero esta moda de apelar a la comprensión de sus entrañas literarias ha costado muy cara a la experiencia visual. El propio arte holandés se resiste a dejarse ver así. La cuestión dista mucho de ser nueva. Su origen tiene raíces profundas en la tradición del arte occidental.

En grado considerable, el estudio del arte y de su historia ha estado dominado por el arte de Italia y por su estudio. Esta es una verdad que los historiadores del arte, en la actual fiebre especializadora de sus temas y sus estudios, corren el riesgo de ignorar. El arte italiano y la retórica para hablar de él no solo se han impuesto en la práctica de los artistas dentro del tronco principal de la tradición occidental; también han definido el estudio de sus obras. Al referirme a la idea del arte en el Renacimiento italiano, estoy pensando en la definición del cuadro formulada por Alberti: una superficie o tabla enmarcada situada a cierta distancia del espectador a través de la cual contempla un segundo mundo, sustituto del real. En el Renacimiento, este mundo era un escenario en el que las figuras humanas representaban acciones significativas basadas en los textos de los poetas. Es un arte narrativo. Y la omnipresente doctrina del ut pictura poesis se invocaba para explicar y legitimar las imágenes por su relación con previos y sacrosantos textos. A pesar del hecho, bien conocido, de que fueron pocas las pinturas italianas realizadas exactamente según las prescripciones de la perspectiva albertiana, creo que es justo decir que esta definición general del cuadro que he expuesto resumidamente fue la que los artistas asimilaron y la que finalmente instalaron en el programa de la Academia. Por “albertiana”, pues, no entiendo un tipo particular de pintura del siglo XV, sino más bien un modelo genérico y permanente. Fue la base de esa tradición que los pintores se sintieron obligados a emular (o a refutar) hasta bien entrado el siglo XIX. Fue la tradición, además, que produjo a Giorgio Vasari, el primer historiador del arte y el primer escritor que formuló una historia del arte autónoma. Muchas generaciones de artistas en Occidente y toda una corriente central de literatura artística se comprenden con estos parámetros italianos. Desde la institucionalización de la historia del arte como disciplina académica, las principales estrategias analíticas con que se nos ha enseñado a ver e interpretar imágenes –el estilo, como propuso Heinrich Wölfflin, y la iconografía, como propuso Erwin Panofsky– fueron desarrolladas en relación con la tradición italiana. (8)

El puesto definitivo que el arte italiano ocupa tanto en nuestra tradición artística como en nuestra tradición crítica demuestra lo difícil que ha sido encontrar un lenguaje apropiado para tratar tipos de imágenes que no encajen en ese modelo. De hecho, del propio reconocimiento de esa dificultad han surgido algunas obras y escritos innovadores sobre el tema de la imagen. Se han hecho a propósito de tipos de imágenes que podríamos llamar no clásicas, no renacentistas y que de otra forma habría habido que considerar desde la perspectiva de las cotas italianas. Me estoy refiriendo a los escritos como los de Alois Riegl sobre los tejidos antiguos, el arte tardoantiguo, el arte italiano posrenacentista o los retratos de grupo holandeses; los de Otto Pächt sobre arte nórdico en general; de Laurence Gowing sobre Vermeer o, más recientemente, de Michael Baxandall acerca de la escultura alemana en madera de tilo y de Michael Fried sobre la pintura francesa “absorbente” o antiteatral (léase antialbertiana). (9) Aunque difieren en muchos aspectos, cada uno de estos autores sintió la necesidad de encontrar una nueva manera de considerar ciertos tipos de imágenes, al menos en parte por la conciencia de su diferencia con respecto a las normas ofrecidas por el arte italiano. En esta corriente, si se me permite llamarla así, quisiera situar mi trabajo sobre el arte holandés. Y si en las páginas que siguen me adentro en este arte en parte a través de su diferencia con el arte de Italia, no es por sostener únicamente una polaridad entre el norte y el sur, entre Holanda e Italia, sino por poner de relieve cuál es la condición, a mi parecer, de nuestro estudio sobre cualquier tipo no albertiano de imágenes.

Hay, sin embargo, una distinción pictórica y una situación histórica a las que prestaré especial atención. Uno de los temas principales de este libro es que los aspectos fundamentales del arte holandés del siglo XVII –y de hecho de toda la tradición nórdica a que pertenece– se entienden mejor como un arte de descripción y, en cuanto tal, distinto del arte narrativo de Italia. Esta distinción no es absoluta. Pueden encontrarse numerosas variantes, incluso excepciones. Y, en cuanto a las fronteras geográficas, la distinción ha de ser flexible: algunas obras francesas o españolas, incluso algunas italianas, pueden considerarse provechosamente partícipes de la manera descriptiva, mientras que las obras de Rubens, un nórdico iniciado en el arte de Italia, pueden considerarse según la manera que él adopta en cada caso. El valor de esta distinción está en lo que pueda ayudarnos a ver. La relación entre estas dos maneras dentro del propio arte europeo tiene su historia. En el siglo XVII, y luego en el XIX otra vez, los mejores y más innovadores artistas de Europa –Caravaggio, Velázquez y Vermeer, después de Courbet y Manet– practicaron una manera de representación pictórica esencialmente descriptiva. “Descriptivo” es, en efecto, el adjetivo que puede caracterizar muchas de las obras a las que solemos referirnos vagamente como realistas, entre las que se incluye, como apunto en mi texto en varias ocasiones, la manera de representación de los fotógrafos. En la Crucifixión de San Pedro de Caravaggio, El aguador de Velázquez, la Dama pesando perlas de Vermeer y el Déjéuner sur l’herbe de Manet, las figuras están suspendidas en la acción que se ha de representar. La cualidad instantánea, detenida, de estas obras es un síntoma de cierta tensión entre los supuestos narrativos del arte y la atención a la presentación descriptiva. Parece haber una proporción inversa entre la descripción atenta y la acción: la atención a la superficie de la realidad descrita se logra a expensas de la representación de la acción narrativa. Panofsky lo expresó con especial acierto a propósito de Jan van Eyck, otro artista que trabajó en la manera descriptiva:

El ojo de Jan van Eyck opera a la vez como un microscopio y como un telescopio… De forma que el espectador se ve obligado a oscilar entre una posición razonablemente distante de la pintura y muchas otras muy cercana… Sin embargo, tal perfección tenía un precio. Ni el microscopio ni el telescopio son buenos instrumentos para observar la emoción humana… El acento se pone en la pasiva existencia más que en la acción. Para los criterios normales, el mundo del Jan van Eyck maduro es un mundo estático. (10)

Lo que Panofsky dice de Jan van Eyck es bastante cierto. Pero los “criterios normales” a que se refiere no son otros que las expectativas de acción narrativa creadas por el arte italiano. Aunque podría parecer que la pintura por su propia naturaleza es descriptiva –un arte del espacio, no del tiempo, uno de cuyos temas básicos es la naturaleza muerta–, la estética renacentista tuvo como uno de sus principios fundamentales el que las facultades imitativas se aplicaran a fines narrativos. La istoria, como escribía Alberti, conmoverá el ánimo del espectador cuando cada uno de los hombres representados en ella muestre claramente el movimiento de su alma. La historia bíblica de la matanza de los inocentes, con sus muchedumbres de enfurecidos soldados, niños moribundos y madres desconsoladas, era el compendio de lo que, según este punto de vista, debía ser la narración pictórica y por lo tanto la pintura. A causa de este punto de vista, existe una larga tradición de menosprecio por las obras descriptivas. Se las ha considerado carentes de significado (ya que no narran texto alguno) o inferiores por naturaleza. Esta visión estética tiene una base social y cultural. Una y otra vez se esgrime la superioridad del intelecto sobre los sentidos y del espectador culto sobre el ignorante, para redondear la defensa del arte narrativo con la condena de que solo deleita la vista. El arte narrativo tiene sus defensores y sus exégetas; pero el problema sigue siendo cómo defender y definir el arte descriptivo. (11)

Las pinturas holandesas son ricas y variadas en su observación de la realidad, deslumbrantes en su ostentación de maestría, domésticas y domesticadoras en sus asuntos. Los retratos, bodegones, paisajes y la presentación de la vida cotidiana representan placeres escogidos en un mundo lleno de placeres: los placeres de los vínculos familiares, los placeres de la posesión, el placer de las ciudades, de las iglesias, de la tierra. En esas imágenes, el siglo XVII parece un largo domingo, como lo ha expresado recientemente un escritor holandés, después de las tribulaciones del siglo anterior. (12) El arte holandés es una fiesta para los ojos y, como tal, parece exigir menos de nosotros que el arte de Italia.

Desde el punto de vista de su consumo, el arte tal como lo entendemos en nuestro tiempo empezó en muchos aspectos con el arte holandés. Su papel social no era muy distinto del que tiene hoy: una inversión líquida como la plata, los tapices u otros objetos de valor; los cuadros se compraban al artista en su taller o en el mercado libre como bienes y se colgaban, suponemos, para llenar espacio y para decorar las paredes de la casa. Tenemos pocos documentos referentes a encargos y pocos indicios sobre las demandas de los compradores. Para un espectador moderno, el problema está en cómo distanciarse de este arte, cómo ver lo que tiene de especial un arte que nos hace sentir tan cómodos y cuyos placeres parecen tan obvios.

El problema consiste en que, a diferencia del italiano, el arte nórdico no ofrece un fácil acceso verbal. No produjo su propio estilo de crítica. Se diferencia tanto del arte del Renacimiento italiano, con sus manuales y tratados, como de los realismos del siglo XIX, que fueron objeto de extensos comentarios periodísticos y de frecuentes manifiestos. Es cierto que, a las alturas del siglo XVII, la terminología y los textos italianos habían permeado el norte de Europa e incluso habían sido adoptados por algunos artistas y escritores. Pero esto produjo un desdoblamiento entre el carácter del arte que se producía en el norte (en su mayor parte por artesanos que seguían perteneciendo a gremios) y los enunciados verbales de los tratados con respecto a lo que era el arte y cómo tenía que hacerse. Un desdoblamiento, en suma, entre la práctica nórdica y los ideales italianos.

Tenemos pocos indicios significativos de la tensión que pudo producirles a los artistas holandeses vivir en una tradición pictórica originaria mientras admiraban, o mientras se les decía que debían admirar, ideales extranjeros. Tenemos a los artistas que empezaron sus carreras haciendo pintura de historia (el pintor de arquitecturas Emanuel de Witte, los discípulos de Rembrandt, incluso Vermeer) pero que luego se dedicaron (con resultados más positivos) a lo que se llama genéricamente pintura de género. Sabemos del papel que hizo el grupo de artistas holandeses establecido en Roma. (13) Se llamaban a sí mismos Bentvueghels (‘pájaros de una bandada’), adoptaban nombres cómicos y se dedicaban a hacer ceremonias de iniciación báquica en que a la vez se mofaban de la Antigüedad y de la Iglesia. Se negaban a someterse a las regulaciones de los pintores italianos y acostumbraban dejar señal de su presencia en forma de ingeniosos grafitis en las paredes convenientes. Esta forma de entretenimiento para sí mismos y de diversión para la sociedad que los rodeaba era acaso una reflexión, podemos suponer, sobre el hecho de su diferencia. Con sus carnavaladas pretendían un efímero triunfo sobre su sentimiento de inferioridad. En un sentido muy distinto, podemos identificar esa tensión en la naturaleza misma del arte de Rembrandt. Aunque cabe pensar que no congeniara con las pretensiones pictóricas de sus compatriotas, tampoco podía, sin más, adoptar la manera italiana. Rembrandt extrajo sus maravillosas aunque extrañas imágenes en parte de este mismo conflicto. Este fructífero intercambio entre los ideales extranjeros y la tradición nativa fue infrecuente. Algunos artistas de Utrecht, como Honthorst y Hendrick ter Brugghen, son a menudo clasificados como seguidores de Caravaggio. Pero lo que hicieron fue responder a un artista italiano que, a su vez, se sentía poderosamente atraído por la tradición del norte de Europa: Caravaggio, podríamos decir, los devolvió a sus propias raíces nórdicas.

Una parte importante de esa diferencia que se veía entre el arte italiano y el nórdico era el sentimiento de la superioridad de Italia y la inferioridad de los Países Bajos. La convicción de los italianos con respecto a la autoridad racional y la soberanía de su arte queda perfectamente clara en una famosa crítica del arte flamenco que Francisco de Holanda atribuye nada menos que al propio Miguel Ángel:

La pintura de Flandes… gustará… a cualquier devoto más que ninguna de Italia… Parecerá bien a las mujeres, principalmente a las muy viejas o a las muy jóvenes, y asimismo a frailes y a monjas y a algunos caballeros sin sentido de la verdadera armonía. Pintan en Flandes propiamente para engañar a la vista o cosas que los alegren y de las que no se pueda hablar mal, así como santos y profetas. Su pintura se compone de telas, construcciones, verdes hierbas de campos, sombras de árboles y ríos y puentes, que ellos llaman paisajes, y muchas figuras por allí y muchas por acá. Y todo esto, aunque parezca bien a algunos ojos, está hecho sin razón ni arte, sin simetría ni proporción, sin criterio ni audacia y, finalmente, sin sustancia ni fuerza. (14)

El párrafo que sigue inmediatamente a este (y que, como es lógico, no se cita en los estudios dedicados al arte nórdico) remata con un nuevo argumento el severo juicio de Miguel Ángel: “Prácticamente la única pintura que podemos llamar buena es la que hacen en Italia y por eso llamamos italiana a la buena pintura”. Volveremos a servirnos del testimonio de Miguel Ángel, que no tiene desperdicio. Por ahora quiero señalar que mientras se ponen en el haber de Italia la razón y el arte y la dificultad que implica copiar las perfecciones de Dios, a la pintura nórdica solo se le concede el paisaje, la exactitud exterior y el intento de hacer muchas cosas bien. Lo que marca el contraste es la fundamental y definitiva dedicación de los italianos a la representación del cuerpo humano (a la que Miguel Ángel se refiere cuando habla de la difficultà del arte) y la dedicación de los nórdicos para representar todo cuanto existe en la naturaleza con exactitud y sin distinción. Los pintores flamencos, por su parte, no discrepan mucho en realidad de esta opinión. De manera característica, en las raras ocasiones en que los nórdicos han tratado de definir la peculiaridad de su arte, han coincidido con la distinción establecida por los italianos, apelando a la naturaleza, y no al arte, como fuente de su producción artística. (15)

La parcialidad italiana sigue siendo manifiesta en los escritos de esos historiadores del arte que se desviven por demostrar que el arte holandés es como el italiano, que también tuvo su importancia. La historia del arte ha presenciado esforzados intentos de remodelar el arte nórdico a imagen y semejanza del meridional. Creo justo decir que este impulso se ha debido en parte a los estudios de Panofsky, quien concedió mayor importancia a las aspiraciones italianizantes de Durero que a su herencia nórdica. En su retrato, el Durero que representaba la figura desnuda y se afanaba con la perspectiva queda más favorecido que el artista descriptivo de La gran mata de hierba. Pero ni aun en sus ejercicios sobre el desnudo o en sus arquitecturas, de una complejidad a menudo enrevesada, muestra Durero un sentido de la figuración verdaderamente meridional. Y sus grabados –incluyendo la meditabunda Melancolía en la que Panofsky, leyó el temperamento del genio renacentista– hacen gala de la observación minuciosa y las superficies descriptivas características del norte. Basándose en un modelo de interpretación iconográfica en principio utilizado para tratar del arte italiano, Panofsky, en su Early Netherlands Painting, vio las imágenes de los primitivos flamencos como fachadas de un simbolismo encubierto: es decir, como una superficie realista bajo la cual se ocultaba un significado determinado. A pesar de su parcialidad italiana, los análisis de Panofsky suelen lograr el equilibrio entre la importancia concedida a la representación epidérmica y la del contenido profundo. Este delicado equilibrio se vio perturbado por la fiebre de interpretaciones emblemáticas del arte holandés.

Muchos estudiosos del arte holandés ven hoy en día la noción misma del realismo holandés como un invento del siglo XIX. A raíz del redescubrimiento de la relación que mantienen algunos motivos de la pintura holandesa con ciertos grabados acompañados de lemas y textos que figuraban en los populares libros de emblemas de la época, los iconógrafos han llegado a la conclusión de que el realismo holandés no es más que un realismo aparente o schijn. Lejos de representar el mundo “real”, prosigue su argumentación, esos cuadros son abstracciones reificadas que imparten lecciones morales escondiéndolas bajo agradables superficies. (16) “No te fíes de las apariencias” es, según ellos, el mensaje de la pintura holandesa. Pero esa “visión transparente del arte”, por decirlo en palabras de Richard Wolheim, seguramente no tenga aplicación menos adecuada que aquí. Pues, como explicaré más adelante, las imágenes de la pintura nórdica no disfrazan ni encubren significados bajo las superficies; más bien muestran que el significado, por su propia naturaleza, reside en lo que la vista puede captar: por engañoso que ello sea. (17)

¿Cómo tenemos que ver, entonces, el arte holandés? Mi conclusión es: tenemos que verlo en su circunstancia. Esta estrategia ha llegado a hacerse habitual en el estudio del arte y la literatura. Por considerar las circunstancias no entiendo únicamente ver el arte como una manifestación social, sino también lograr acceso a las imágenes mediante la ponderación de su ubicación, papel y presencia en el marco cultural general. Empiezo con el ejemplo de la vida y algunas de las obras de Constantijn Huygens, secretario del estatúder, copioso escritor y epistológrafo, e importante figura cultural en los Países Bajos. Su temprano descubrimiento de Rembrandt y su dedicación a las artes han suscitado desde tiempo atrás el interés de los historiadores del arte y la literatura. En el fragmento autobiográfico sobre su juventud, el arte figura como parte de una educación humanística, reinstrumentada para él por su padre. Pero al repasar su educación científica, tecnológica o (como él dirá) filosófica, llevada a cabo como una digresión del programa fijado por su padre, Huygens vincula las imágenes a la vista y la visión, específicamente a la nueva información que se hace visible gracias a la reciente tecnología confiable de las lentes. Huygens atestigua, y la sociedad que lo rodea lo confirma, que las imágenes eran parte de una cultura específicamente visual, en contraste con la textual. Los escritos de Michel Foucault echaron luz sobre la distinción entre la primacía de la vista y la representación propias del siglo XVII y el énfasis renacentista en la lectura e interpretación. (18) Este fue un fenómeno europeo general. Pero en Holanda esta manera de entender el mundo se materializó de forma plena y creativa en la producción de imágenes.

Los holandeses presentan su pintura como descripción de la realidad visible más que como imitación de acciones humanas significativas. Tradiciones pictóricas y artesanales ya establecidas, ampliamente apoyadas por una nueva ciencia experimental y una nueva tecnología, confirmaron el papel de las imágenes como el vehículo para un nuevo y seguro conocimiento del mundo. Algunas características de sus imágenes parecen depender de esto: la frecuente ausencia de un punto de vista fijo, como si la realidad tuviera prioridad sobre el espectador (cuál es nuestra posición como espectadores es una pregunta que nos costaría responder ante un paisaje panorámico de Ruisdael); el juego con grandes contrastes de escala (donde no aparece el hombre para dar la medida, un gran toro o una vaca pueden contraponerse con desenfado a la diminuta torre de una iglesia lejana); la falta de un marco previo (la realidad representada en las pinturas holandesas a menudo parece cortada por los bordes de la obra o, a la inversa, parece extenderse más allá de sus límites, como si el marco fuera un retoque final y no un recurso previo de la composición); un poderosísimo sentido del cuadro como superficie (como un espejo o un mapa, pero no una ventana) sobre la cual pueden imitarse o escribirse palabras junto con los objetos; una insistencia en el artificio de la representación (ostentada con derroche por un Kalf, que reiteradamente reelabora en pintura la porcelana, la plata o el vidrio del artesano junto a los limones de la naturaleza). Por último, en la obra de los artistas holandeses resulta difícil trazar una evolución estilística, como acostumbramos llamarla. Hasta el espectador menos avisado puede percibir la gran continuidad que existe en el arte nórdico desde Van Eyck a Vermeer, y en muchas ocasiones volveré la vista desde el siglo XVII hacia fenómenos similares en obras anteriores del arte nórdico. Pero no se ha escrito ninguna historia sobre él según el modelo evolutivo de Vasari, ni creo que sea posible. Eso se debe a que el arte no se constituyó como una tradición progresiva. No hizo historia en el sentido en el que la hizo el arte italiano. Para el arte, tener una historia en este sentido italiano es la excepción, no la regla. La mayor parte de las tradiciones artísticas indican lo que persiste en la cultura y lo que la sustenta, no lo que cambia en ella. Lo que me propongo estudiar, pues, no es la historia del arte holandés, sino la cultura visual holandesa, utilizando un término que le debo a Michael Baxandall.

En Holanda, la cultura visual era fundamental para la vida de la sociedad. Podríamos decir que la vista fue un medio primordial de autorrepresentación, y la cultura visual, una forma primordial de autoconciencia. Si el teatro fue el ámbito en que la Inglaterra isabelina se representó más completamente a sí misma, en Holanda fueron las imágenes las que cumplieron ese papel. Esta diferencia entre las formas adoptadas para cumplir esa función es muy reveladora de la diferencia entre ambas sociedades. En Holanda, si miramos más allá de lo que normalmente se consideran obras artísticas, encontraremos que las imágenes proliferan por doquier. Están impresas en libros, tejidas en los tapices y en los manteles, pintadas en azulejos y, naturalmente, enmarcadas en las paredes. Y se representa todo: desde los insectos y las flores hasta los nativos del Brasil en tamaño natural o los enseres domésticos de los habitantes de Ámsterdam. Los mapas impresos en Holanda describen el mundo y Europa para ella misma. El atlas es una forma decisiva de conocimiento histórico a través de la imagen cuya extensa difusión en la época se debe a los holandeses. El formato del atlas holandés fue ampliado por Blaeu en el siglo XVII a doce volúmenes impresos en folio y luego en el siglo XIX pasó a denominar colecciones enteras de imágenes impresas. Esto implica cuestiones tanto de formas de representación pictórica como de función social. Mientras que en otros países una batalla sería relatada en una gran pintura de historia preparada para el rey y su corte, los holandeses harían un popular mapa de noticias. Estas distintas maneras de representación implican también diferentes conceptos de la historia. Uno va ligado al sentido heroico de la pintura italiana y da trato preferente a los acontecimientos excepcionales, lo que no ocurre con el otro.

Después de decir tanto sobre lo que este libro va a tratar, quizá debería mencionar algunas cuestiones de las que no va a ocuparse. Sobre el tema de la religión este libro no tiene, directamente, mucho que decir. Sin embargo, nada de lo que digo acerca de la cultura visual holandesa es inconsecuente con las ideas religiosas de los holandeses y, de hecho, creo que podría utilizarse para desviar hacia la práctica social la atención normalmente concedida a la religión. Hasta ahora, el arte se ha puesto en relación con el dogma o con las normas morales. Yo lo pondré, en cambio, en relación con ideas sobre el conocimiento y el mundo que se encuentran implícitas en un sentido religioso del orden.

Aunque florecieron en un Estado protestante, los fenómenos figurativos que estudio en Holanda son anteriores a la Reforma. Ni el cambio de confesión ni las diferencias confesionales que existieron entre la gente en la Holanda del siglo XVII parecen ayudarnos mucho a comprender el carácter de su arte. Al argumento de que los temas profanos y los contenidos morales emblemáticos delatan la influencia calvinista, podríamos contestar que la propia importancia de las imágenes y su confianza en ellas parecen oponerse a uno de los puntos básicos del calvinismo: la fe en la Palabra. En apoyo de esta opinión podríamos aducir que, en cambio, las imágenes brillan por su ausencia tanto en la Escocia presbiteriana como en la Nueva Inglaterra calvinista. Considerar la religión como una influencia moral que tiñe la visión que la sociedad tiene de sí misma y en general del mundo natural parece un camino más provechoso que seguir cotejando el arte con los principios de la fe. Necesitamos desesperadamente una historia social de la religión holandesa (y de la sociedad holandesa). A este respecto, convendría tener en cuenta algunos hechos como la extraordinaria falta de prejuicios o intransigencias religiosas en Holanda (después del único estallido del Sínodo de Dordrecht en 1618) en comparación con el resto de Europa. Las discordias, acusaciones, incluso ejecuciones, que se produjeron en Inglaterra por artículos de fe o de moral fueron notables por su escasez en Holanda. Y cuando se dieron, no repercutieron provocando enérgicas reacciones entre los artistas o escritores. Pareciera que los holandeses no vieron una amenaza tan grave, como pareció a otros europeos, en que existieran opiniones opuestas acerca de la sociedad y de Dios. Un estudio reciente sitúa acertadamente el reflejo de esta actitud en el arte al señalar el carácter ecuménico de los interiores eclesiásticos de Saenredam: modifica algunos arcos para homogeneizar distintos estilos arquitectónicos y así borrar las diferencias históricas o confesionales. (19)

La tolerancia tiene su lado práctico. Como la insistencia de los comerciantes en mantener los tratos con el enemigo durante los incesantes conflictos con España, la tolerancia garantiza la normal continuidad de los negocios. El manual ilustrado de conducta del padre Cats, inmensamente popular, que ha llamado la atención de los historiadores del arte y otros estudiosos como prueba de la fijación de los holandeses por las cuestiones morales del comportamiento, se comprende mejor bajo esta luz. Cats se define mejor como taxonomista de los usos sociales que como el moralista dogmático por quien lo han tomado. Es la misma actitud que afecta al arte holandés. Las imágenes documentan o representan los comportamientos. No son prescriptivas, sino descriptivas. Se percibe un constante afán por establecer distinciones, por retratar cada cosa –sea una persona, una flor o un tipo de conducta–para darla a conocer. Pero junto a esta manía de definir se da cierta laxitud en la cuestión de los límites. Es notorio que el arte holandés tiende a confundirse con la vida. Y esas barreras culturales y sociales tan fundamentales para la definición del Occidente urbano, que distinguen la ciudad del campo o la prostituta de la esposa, pueden resultar curiosamente borrosas.

Después del primer capítulo sobre Constantijn Huygens, el libro continúa de esta forma: el capítulo 2 trata el problema de la idea de la imagen en Holanda mediante el estudio de los conceptos de vista y visión vigentes en la época, con especial referencia al modelo de imagen establecido por Kepler en su análisis del ojo; el capítulo 3 se ocupa del papel cultural de las imágenes, en particular del tipo de autoridad que se atribuía tanto a su producción como a su contemplación. Aquí aludiré a nociones sobre la educación, el conocimiento y la técnica que se encuentran en los escritos de Comenio y Bacon y en los programas de la English Royal Society. En estos textos encontramos a menudo en palabras lo que los holandeses expresaron con la pintura. El impulso cartográfico, tema del capítulo 4, aplica los resultados de los capítulos anteriores a tipos específicos del género paisajístico holandés y, dándole un giro a la idea de una cultura principalmente definida como visual, el capítulo 5 examina el papel de las palabras en las imágenes holandesas.

Por último, dos observaciones con que espero en lo posible evitar malentendidos. A los que protesten porque la representación del arte italiano no es completa o porque exagero las diferencias dentro del arte europeo minimizando los continuos intercambios entre el arte de los distintos países, les diría que están equivocando mis intenciones. Lo que yo pretendo no es multiplicar las patrioterías, ni erigir y mantener nuevas fronteras, sino llamar la atención sobre la naturaleza heterogénea del arte. Tomar en consideración la manera descriptiva del arte nórdico contraría la inveterada tendencia de nuestra especialidad a someter toda actividad artística al mismo tamiz general deducido del estudio del arte del Renacimiento italiano.

Este libro no pretende ser una historia general del arte holandés del siglo XVII. Ciertos artistas y determinados tipos de imagen recibirán mayor atención que otros, algunos tendrán poco o ningún comentario. Me he concentrado en los artistas y en las obras en que me parecen más manifiestos ciertos aspectos fundamentales del arte holandés. Aunque creo que la insistencia en el arte de describir no es de una importancia exclusiva, resulta esencial para la comprensión del arte holandés. Y creo que cualquier futuro estudio que se haga sobre, por ejemplo, Jan Steen o el retrato de grupo, por citar un artista y un género importantes de los que aquí no me ocupo, hará bien en tener esto en cuenta. Para dejar mejor situada y fundamentada esta visión del arte holandés, me referiré brevemente, como conclusión, a los dos artistas más grandes de esa época: Vermeer, que tan profundamente encarnó el arte holandés de la descripción, y Rembrandt, que entró en conflicto con él.

1. Joshua Reynolds, The Works… containing his Discourses… [and] A Journey to Flanders and Holland… , 4.ª ed., 3 vols. (Londres, 1809), 2: 359, 360, 361-62, 363-64.

2. Ibid., p. 369.

3. Eugène Fromentin, Les maîtres d’autrefois (reed., París, 1965), p. 173. [Existen varias versiones españolas.]

4. Ibid., p. 204.

5. Ibid., p. 179.

6. Ibid., p. 183.

7. Ibid., p. 228.

8. Este punto se trata extensamente en Svetlana Alpers, “Style is What You Make lt: The Visual Arts Once Again”, en The Concept of Style, coord. Berel Lang (University of Pennsylvania Press, 1979), pp. 95-117.

9. Véase Alois Riegl, Stilfragen (Berlín 1893; en español, Problemas de estilo, Barcelona, 1980); Spätrömische Kunstindustrie (Viena, 1901; hay una versión italiana, Arte Tardorromana, Turín, 1959); Das holländische Gruppenporträt (Viena, 1931; l.ª ed., 1902), y Die Entstehung der Barockkunst in Rom (Viena, 1908), publicado póstumamente; Otto Pächt, Methodisches zur kunsthistorischen Praxis: Ausgewählte Schriften (Múnich, Prestel-Verlag, 1977); Laurence Gowing, Vermeer (Londres, Faber and Faber, 1952, trad. al español, Buenos Aires-Barcelona, Emecé, 1968); Michael Baxandall, The Limewood Sculptors of Renaissance Germany (New Haven, Yale University Press, 1980); Michael Fried, Absorption and Theatricality: Painting and Beholder in the Age of Diderot (Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1980).

10. Erwin Panofsky, Early Netherlandish Painting, 2 vols. (Cambridge, Harvard University Press, 1953), 1: 182.

11. “Todavía seguimos operando fundamentalmente dentro del concepto aristotélico de acción, que implica que la descripción debe considerarse secundaria y puramente funcional o meramente decorativa.” Esta frase de la introducción de un número reciente de Yale French Studies, subtitulado “Towards a Theory of Description” (1981, n.º 61), revela una conciencia general del problema. He expuesto con mayor amplitud la importancia de la distinción entre descripción y narración para la pintura renacentista en general y para la del siglo XVII en particular en mi “Describe or Narrate?: A Problem in Realistic Representation”, New Literary History 8 (1976-1977): 15-41. En el estudio de los textos literarios, obras recientes han distinguido entre modo descriptivo y modo narrativo, sugiriendo que su mutua relación es parte esencial de (nuestra) cultura. Ya se lo defina como utópico (Louis Marin), “l’effet de réel” (Roland Barthes) o violencia desplazada (Leo Bersani), el efecto placentero de la suspensión de la acción narrativa en beneficio del gusto por la presentación figurativa se considera frecuentemente un atributo esencial de la imagen. Pero la naturaleza y el valor de las imágenes son una cuestión algo más complicada que lo que implica ese punto de vista, como un estudio detallado del arte holandés del siglo XVII podrá demostrar. En primer lugar, porque es posible hacer una distinción semejante entre descripción y narración dentro de la tradición figurativa occidental y, en segundo término, porque las imágenes descriptivas, lejos de ser la interrupción ideal de un modo narrativo continuo, fueron un medio fundamental para la comprensión activa de la realidad por parte de la sociedad.

12. J. Q. van Regteren Altena, “The Drawings by Pieter Saenredam”, en Catalogue Raisonné of the Works of Pieter Jansz Saenredam (Utrecht, Centraal Museum, 1961), p. 18. Aunque su referencia al domingo puede deberse a Hegel, el breve ensayo de Regteren Altena contiene algunas de las páginas más originales y agudas que se hayan escrito nunca sobre el carácter del arte holandés. Sobre el calificativo de “Domingo de la vida” en Hegel, véase G. W. F. Hegel, Aesthetics: Lectures on Fine Art, trad. inglesa de T. M. Knox (Oxford, Clarendon Press, 1975), l: 887.

13. La obra clásica es G. J. Hoogewerff, De Bentvueghels (La Haya, Martinus Nijhoff, 1952), y algunos otros ejemplos de sus procedimientos satíricos nos los da Thomas Kren, “Chi non vuol Baccho: Roeland van Laer’s Burlesque Painting about Dutch Artists in Rome”, Simiolus 11 (1980), 63-80.

14. Francisco de Holanda, Da pintura antiga (Lisboa, 1983; texto en portugués con introducción y notas en español por Ángel González García), p. 235. (Existe una versión española antigua de Manuel Denis, 1563, reeditada por E. Tormo y F. J. Sánchez Cantón en 1921.)

15. El famoso epitafio escrito por Abraham Ortelius para su amigo Pieter Brueghel se refiere a “picturas ego minime artificiosas, at naturales appellare soleam” (‘pinturas de las que yo decía que casi no eran obra de arte, sino de la naturaleza’). Véase ed. de Wolfgang Stechow, Northern Renaissance Art, 1400-1600, Sources and Documents in the History of Art (Englewood Cliffs, N. J., Prentice Hall, 1966), p. 37.

16. E. de Jongh ha sido el iniciador del estudio de las relaciones entre las imágenes holandesas y los libros de emblemas de la época. Véase su “Realisme en schijnrealisme in de hollandse schilderkunst van de zeventiende eeuw”, en Rembrandt en zijn tijd (Bruselas, Paleis voor Schone Kunsten, 1971), pp. 143-194, donde se hace una exposición sucinta de esta posición interpretativa. El catálogo y el ensayo de De Jongh existen también en edición francesa.

17. Cuestiono aquí la noción básica artístico-histórica de significado. Su piedra angular es la iconografía (así llamada por Erwin Panofsky, que fue su padre fundador en nuestro tiempo). Su gran aporte fue demostrar que las pinturas figurativas no están destinadas únicamente a la percepción, sino que en ellas puede leerse un segundo nivel significativo, más profundo. ¿Qué hacemos entonces con la superficie pictórica? En su trascendental ensayo sobre iconografía e iconología, Panofsky claramente elude la cuestión. Introduce su tema con el sencillo ejemplo del encuentro en la calle con un amigo, que se levanta el sombrero en señal de saludo. La nebulosa de formas y colores que se identifican como un hombre y la impresión percibida de su estado de ánimo es lo que Panofsky llama contenido primario o natural, pero que quitarse el sombrero se entienda como un saludo es un contenido secundario, convencional o iconográfico. Hasta aquí estamos tratando únicamente de la vida real. La estrategia de Panofsky es entonces simplemente recomendar que se transfieran los resultados de este análisis de un hecho cotidiano a la obra de arte. Tenemos ahora una representación de un hombre que se quita el sombrero. Panofsky decide ignorar que, en la obra de arte, el hombre no está presente, sino representado. ¿De qué forma, bajo qué condiciones queda el hombre representado en pintura sobre la superficie del lienzo? Lo que hace falta, y lo que los historiadores del arte no tienen, es un concepto de representación. Véase la incisiva crítica de Richard Wollheim al importante libro de Anthony Blunt sobre Poussin, en The Listener 80, n.º 2056, 22 de agosto de 1968, pp. 246-247; Erwin Panofsky, “Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento”, en El significado en las artes visuales (Madrid, Alianza, 1979), p. 45 y ss. Un anterior intento mío de ocuparme de este punto, véase en “Seeing as Knowing: A Dutch Connection”, Humanities in Society 1 (1978), 147-173.

18. Véase en particular Michel Foucault, Las palabras y las cosas (México, Siglo XXI, 1968).

19. E. Jane Connell, “The Romanization of the Gothic Arch in Some Paintings by Peter Saenredam: Catholic and Protestant lmplications”, The Rutgers Art Review 1 (1980), 17-35. El hecho de que fueran artistas católicos (los llamados prerrembrandtianos) quienes fundaron lo que se considera un tipo protestante de pintura narrativa bíblica es un ejemplo más de la fluidez de las fronteras y de la dificultad de sostener categorías confesionales en la interpretación del arte holandés.

El arte de describir

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