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Capítulo 5

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—Contesta, contesta —grita Aaron.

—¿Qué hago? —digo. Las manos me tiemblan de los nervios.

—Contesta, venga —me insta Molly mientras coge el móvil.

—No contestes —tartamudeo mientras intento quitárselo. Ella lo mueve de un lado al otro.

—Venga, va, contesta —me apremia.

Se lo arrebato de las manos y lo observo mientras vibra.

—No voy a contestar.

Aaron me quita el teléfono y contesta por mí.

—Hola —dice, poniendo voz de chica, y me lo pasa.

—¿Qué haces? —exclamo articulando solo con los labios.

—Hola, Emily —susurra Jameson con voz de terciopelo.

Abro un montón los ojos al ver las caras de asombro de mis amigos. Aaron se santigua como si estuviera en la iglesia y hace como que reza.

—Hola.

—¿Dónde estás? —pregunta.

—En un bar.

Miro a mi alrededor mientras me tapo la otra oreja con la mano para oírlo mejor. No le voy a decir dónde estoy exactamente porque voy hecha un asco. Contengo la respiración mientras escucho.

—Quiero verte.

Me muerdo el labio inferior. Me he quedado paralizada de los nervios. Molly me da un golpe en el brazo para sacarme del trance.

—Ya te he dicho que tengo novio —insisto—. No puedo verte.

—Madre mía —le dice Aaron a Molly solo con los labios mientras se tira del pelo.

—Y yo ya te he dicho que rompas con él.

—¿Quién te has creído que eres? —tartamudeo.

Aaron y Molly escuchan con atención.

—Sal a la calle, que no te oigo bien —brama.

Salgo fuera. Todo está en silencio.

—Mucho mejor —dice.

Echo un vistazo a los taxis dispuestos en fila.

—¿Qué quieres, Jameson?

—Ya sabes lo que quiero.

—Tengo novio.

—Y ya te he dicho qué hacer al respecto.

—No es tan sencillo.

—Sí lo es. Dame su número y te ahorro el trabajo.

Sonrío por lo descarado que es.

—No me pone nada lo arrogante que eres.

Qué mentira más gorda; nada más lejos de la realidad.

—Tú, en cambio, me pones un montón. Me he pasado el día empalmado. ¿Qué tal si vienes y acabas con mi sufrimiento?

Oigo los latidos de mi corazón. ¿Esto va en serio?

Un par de borrachos pasan por mi lado tambaleándose y me tengo que apartar para que no choquen conmigo.

—Perdona —gritan.

—Mañana me voy a California —confieso.

—¿A verlo?

—Sí.

—¿No ha venido contigo?

Arrugo la frente. Mierda. ¿Para qué habré dicho nada?

—No.

—Pues cuando lo veas, quiero que hagas algo por mí.

—¿El qué?

—Pregúntale si siente que se muere si no te toca.

Frunzo el ceño.

—¿Por qué le preguntaría eso? —susurro.

—Porque otro hombre sí —dice, y cuelga.

Me quedo embobada mirando el móvil. Noto que me hormiguea todo el cuerpo.

Madre mía.

Me tapo la boca. No puedo creer que me esté pasando esto.

Vuelvo al bar a trompicones y veo a mis dos amigos dando botes en la silla mientras esperan a que vuelva.

—¿Qué ha pasado? —gritan al unísono.

Me desplomo en mi asiento y me acicalo el pelo.

—Quería pedirme que fuera a su casa y acabase con su sufrimiento.

—Jodeeeer —grita Aaron—. ¿Me firmas un autógrafo?

—¿Vas a ir? —tartamudea Molly—. Dime que vas a ir.

Niego con la cabeza.

—No —reflexiono un momento—. Me ha dicho que le pregunte a mi novio si siente que se muere si no me toca.

Fruncen el ceño mientras escuchan.

—Porque otro hombre sí.

—¡¿Qué?! —chilla Molly—. Madre mía, aquí hace falta tequila.

Se levanta y va a la barra.

—¡¿Te ha invitado a su casa?! —grita Aaron.

Asiento con la cabeza.

—¿Sabes dónde vive?

—No.

—En Park Avenue, con vistas a Central Park.

—¿Cómo lo sabes?

—Por Google. Antes vivía en el One57 Billionaire Building, pero se fue a un apartamento en Park Avenue. Su casa valdrá unos cincuenta millones.

—Cincuenta millones —digo, y ahogo un grito—. ¿En serio? ¿Cómo va a valer algo cincuenta millones de dólares? No me entra en la cabeza.

Aaron se encoge de hombros.

—A mí tampoco. Tendrá váteres de oro o algo así.

Me entra la risa tonta al imaginarme a alguien sentado en un retrete de oro.

Molly vuelve a la mesa y me pasa un chupito de tequila.

—Bébete esto y luego vas y te lo follas como si no hubiera un mañana.

—No —espeto.

—¿Y qué piensas hacer? —pregunta—. ¿Te harás la dura?

—No voy a hacer nada. Volveré a casa y mañana iré a ver a Robbie —digo, y exhalo con pesadez—. Tenemos que arreglar lo nuestro, y con suerte se vendrá conmigo.

Aaron, decepcionado, pone los ojos en blanco.

—¿Y no podrías al menos emocionarte con nosotros por lo de Jameson Miles?

—No, no puedo. Y recordad, ni una palabra a nadie. —Doy un trago al chupito—. Sé muy bien lo que pasará con Jameson Miles. Nos acostaremos una vez, se buscará otra víctima y se inventará una excusa para despedirme. —Fastidiada, niego con la cabeza—. Me he dejado la piel por conseguir este puesto, y os recuerdo que estamos hablando del hombre que no quiso mi número la última vez que estuvimos juntos.

Aaron hace una mueca.

—Jo, ¿por qué eres tan sensata?

—Es una mierda, lo sé —suspiro.

Suena el móvil de Molly.

—Por favor, que sea Jameson Miles buscando un plan B —dice. Resopla y pone los ojos en blanco—. Hola.

Frunce el ceño.

—Ay, hola, Margaret. Sí, sé quién eres. Eres la madre de Chanel.

Escucha con una sonrisa hasta que de pronto le cambia la cara.

—¡¿Cómo?! —exclama con los ojos muy abiertos—. ¿En serio? —Se pellizca el puente de la nariz—. Sí. —Parece que no la deje hablar—. Entiendo que estés molesta.

Entorna los ojos y menea la cabeza.

—Lo siento mucho.

Aaron y yo nos miramos con expresión interrogante.

—¿Qué ha pasado? —articulo yo con los labios.

—¿Cómo de explícitos? —pregunta Molly. Abre los ojos como platos—. Madre mía, lo siento mucho. —Escucha—. No se lo digas al director, por favor. Te agradezco que me hayas llamado a mí primero.

Escucha con los ojos cerrados.

—Mis más sinceras disculpas. Gracias. Lo arreglaré, sí. Adiós.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —pregunto.

Molly se lleva las manos a la cabeza.

—Madre mía. Era la madre de Chanel, mi hijo está coladito por ella. Pues resulta que le ha cotilleado el móvil a su hija y ha visto que se han estado enviando mensajes subidos de tono.

Me muerdo el labio para no sonreír.

—Bueno, eso es normal hoy en día, ¿no? —digo para intentar animarla—. Todos lo hacen.

—¿Qué edad tiene la chica? —pregunta Aaron.

—Quince —aúlla Molly.

Me entra la risa tonta. Madre mía, no me imagino lo que es criar a un adolescente hoy en día. Molly marca el número de su exmarido.

—Hola —dice con brusquedad—. Ve al cuarto de tu hijo, cógele el móvil y tíralo al váter. Está castigado de por vida.

Se para a escuchar.

Aaron y yo nos tronchamos de risa.

—Michael —dice, y respira hondo para calmarse—. Sé que han estado saliendo y que es probable que a ella le guste. Tiene quince años —susurra enfadada—. Como no le quites el móvil, voy yo y se lo rompo.

Cuelga sin pensar, apoya la cabeza en la mesa y finge que se la golpea una y otra vez.

Aaron y yo nos echamos a reír. Le toco la espalda a Molly.

—¿Quieres más tequila? —pregunto con cariño.

—Sí, por favor. ¡Y que sea doble! —grita enfadada.

Miro la mesa desde la barra y veo que Aaron se está tapando la boca porque no se aguanta la risa. Agacho la cabeza para que no se vea que estoy sonriendo.

Me meo… pero solo porque esto no me pasa a mí.

* * *

—Eh —saludo con una sonrisa cuando Robbie me abre la puerta.

—Eh, ¿qué pasa? —dice sonriente y me abraza—. Qué sorpresa.

—Ya. Es que te echaba de menos, así que he venido esta mañana para pasar la noche aquí.

—Adelante —me invita y me mete en su garaje adaptado.

Anoche no pegué ojo. Me preocupaban mis sentimientos, y no me quito de la cabeza al idiota de Jameson Miles. Me he levantado, he ido directa al aeropuerto y he tomado el primer vuelo. Echo un vistazo al diminuto estudio de Robbie y a las cajas de pizza vacías y a los vasos sucios que hay por ahí.

—¿Y qué has estado haciendo estos días? —pregunto.

—No mucho —contesta con una sonrisa.

Se tumba en la cama y da unos golpecitos a su lado. Me tumbo y me toca sin dejar de mirarme.

—¿Has ido a alguna entrevista esta semana? —pregunto.

—No, es que no me convencía nada.

Frunzo el ceño.

—Cualquier trabajo puede ser bueno, ¿no? —pregunto esperanzada.

—Estoy esperando a que aparezca el definitivo —dice, y me besa con ternura.

Lo miro fijamente. Noto su erección en la pierna.

—Ven conmigo a Nueva York. Hay mucho trabajo, y así podrías empezar de nuevo allí. Sería una buena oportunidad para descubrir la ciudad juntos.

Me quita la mano del pecho y se aleja de mí.

—No empieces otra vez. Ya te dije que no me voy a ir a Nueva York.

Me incorporo como un resorte.

—¿Por qué no? Aquí no tienes trabajo. ¿Qué te frena, eh? Dime.

—Me gusta vivir aquí. No tengo que pagar alquiler y mi madre me prepara la comida. Esto es un chollo. ¿Por qué me iría?

—Robbie, tienes veinticinco años.

—¿Qué quieres decir con eso? —espeta.

—¿No te apetece valerte por ti mismo y vivir algo diferente?

—No. Estoy bien aquí.

—Tienes que madurar —le suelto, y los dos nos levantamos.

—Y tú tienes que bajar de las nubes. No eres el ombligo del mundo.

—Quiero vivir en Nueva York —digo, y lo tomo de la mano para que trate de entenderlo—. Tendrías que verla. Te encantaría. No me he sentido igual en ningún otro sitio.

—Nueva York es tu sueño, Emily, no el mío. No me iré a vivir ahí.

Joder. Hay un abismo entre nosotros.

—¿Y cómo vamos a estar juntos si cada uno vive en una punta del país? —pregunto en voz baja.

Se encoge de hombros.

—Eso deberías haberlo pensado antes de solicitar el trabajo de mierda ese.

—No es un trabajo de mierda —exclamo, y le digo—: ¿No quieres apoyarme para que persiga mi sueño? ¿Vendrás a visitarme, al menos?

—Ya te lo dije, no me gustan las ciudades grandes.

—O sea, que me estás diciendo que a menos que venga yo a California, no nos vamos a ver.

Se encoge de hombros, se sienta y coge el mando de la Play.

—Es broma, ¿no? —estallo, furiosa—. ¿Me estás diciendo que he cogido un vuelo para que hablemos de nuestro futuro y que tú te vas a poner a jugar al Fortnite de las narices?

Robbie pone los ojos en blanco y empieza a jugar.

—No molestes, anda.

—¿Que no te moleste? —espeto—. ¡Que no quiero vivir en el garaje de tus padres, joder!

—Pues no lo hagas.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —grito fuera de mí—. ¿Por qué quieres desperdiciar tu vida aquí? Tienes veinticinco años, Robbie. Madura.

Él pone los ojos en blanco.

—Si solo has venido a darme el coñazo, te podrías haber ahorrado el viaje.

Estoy que echo humo.

—Como salga por esa puerta hemos terminado.

Me mira a los ojos.

—Lo digo en serio —susurro—. Te quiero en mi vida, pero no voy a renunciar a mi felicidad porque seas tan vago como para no querer labrarte un futuro por ti mismo.

Tensa la mandíbula y vuelve la atención a su juego. Se pone a jugar.

Con el corazón desbocado por la rabia, rompo a llorar.

—Por favor, Robbie —susurro—. Ven conmigo.

Sin apartar los ojos de la pantalla, empieza a disparar con el mando.

—Cierra la puerta al salir.

Se pone los auriculares para no oírme.

Se me hace un nudo en la garganta cuando al fin veo lo que nuestra relación es en realidad.

Una farsa.

Miro detenidamente su cuarto mientras él juega a la consola, y sé que ha llegado el momento.

El momento de decidir qué merezco y qué quiero en la vida.

Si no quiere que lo salven, no puedo salvarlo.

Quiero a alguien dispuesto a madurar conmigo aunque ni siquiera sepa a dónde me llevará eso. Pero me niego a quedarme estancada en el garaje de sus padres.

Ya ni siquiera sé quién es él, pero sé que esta no soy yo.

La mujer que aspiro a ser vive en Nueva York y tiene el trabajo de sus sueños.

Me abruma la tristeza. Sé perfectamente lo que tengo que hacer.

Me acerco a él y le quito los auriculares.

—Me voy.

Me mira fijamente.

—Vales más que esto —susurro.

Se queda callado.

—Robbie —musito—. Eres mucho más que un as del fútbol. Créetelo. Busca ayuda. —Echo un vistazo a su cuarto—. Ya es tarde para nosotros, pero no para ti.

Baja la cabeza y mira al suelo. Lo tomo de la mano.

—Ven conmigo —susurro—. Por favor, Robbie, sal de aquí. Si no lo haces por mí, al menos hazlo por ti.

—Em, no puedo.

Se me llenan los ojos de lágrimas. Me agacho y lo beso con ternura. Le acaricio la barba incipiente y lo miro a los ojos.

—Espero que encuentres lo que te haga feliz —susurro.

—Tú también —musita con tristeza.

Me doy cuenta de que ni siquiera quiere luchar por la relación. Esbozo una sonrisa agridulce y, con las lágrimas deslizándose por mis mejillas, lo beso con ternura una última vez.

Me subo al coche de mi madre y me quedo mirando su casa un buen rato.

Ha sido mucho más fácil y mucho más duro de lo que pensaba.

Enciendo el motor y, poco a poco, me adentro en la carretera. Me seco las lágrimas con el antebrazo y la sensación de que acabo de cerrar un capítulo de mi vida.

A medida que me alejo con el coche, salgo de la vida de Robbie McIntyre.

—Adiós, Robbie —susurro—. Fue bonito mientras duró.

Lunes por la mañana

—¿Y qué cree usted que pasaría si le contara a la policía sus sospechas? —pregunto.

—Nada. Nada de nada —contesta la frágil anciana. Tendrá por lo menos noventa años. Tiene el pelo ondulado y cano y lleva un vestido de un bonito color malva—. Son unos inútiles.

Garabateo su respuesta en mi bloc de notas diligentemente. Hoy he decidido seguir mi instinto y hacer trabajo de campo. Últimamente, han pintado grafitis satánicos en las fachadas de las casas y, la de esta mujer en concreto, la han pintado tres veces. Como estaba harta de que la policía no hiciera nada, se ha puesto en contacto con Miles Media y, afortunadamente para mí, he sido yo quien ha descolgado el teléfono.

—Dígame cuándo empezó todo esto —pregunto.

—En noviembre —me explica, y hace una pausa mientras se esfuerza por recordar—. El 16 de noviembre fue la primera vez. Un mural enorme del mismísimo demonio.

—Vale —asiento, y dejo de mirar la libreta—. ¿Cómo era?

—Diabólico —murmura con la mirada perdida—. Diabólico y muy realista. Con unos colmillos enormes y sangre por todas partes.

—Debió de asustarse mucho.

—Sí. Esa noche robaron en una joyería que hace esquina, así que lo recuerdo bien.

—Vaya —digo con el ceño fruncido. Esto no lo había dicho antes—. ¿Cree que está relacionado?

Me mira sin comprender.

—Me refiero al grafiti y el robo —le aclaro.

—No lo sé. —Se calla un momento y hace una mueca de dolor—. No lo había pensado, pero ahora todo tiene sentido. La policía está metida en el ajo. —Empieza a pasearse—. Sí, sí, estoy segura —dice al tiempo que se da golpecitos en la coronilla mientras camina de un lado al otro.

Mmm… Aquí pasa algo. ¿Esta mujer está bien de la cabeza?

—¿Qué hizo cuando vio el grafiti?

—Llamé a la policía, pero me dijeron que no tenían tiempo para venir a ver un grafiti, que le hiciese una foto y la enviara por correo electrónico.

—¿Y lo hizo?

—Sí.

—¿Qué pasó luego?

—Mi hijo borró el grafiti con ácido, pero tres noches después, ahí estaba de nuevo. Solo que esta vez era el dibujo de un asesinato. Habían apuñalado a una mujer. El grafiti era tan elaborado que parecía un cuadro.

—Ajá. —La escucho y tomo notas—. ¿Y qué hizo esa vez?

—Fui a la comisaría y exigí que viniese alguien a ver mi casa. A mi vecino también le habían destrozado la suya.

—Vale —asiento mientras escribo su historia deprisa y corriendo—. ¿Cómo se llama su vecino?

—Robert Day Daniels.

Sorprendida por su nombre, dejo de mirar la libreta.

—¿Se llama Robert Day Daniels?

—¿O es Daniel Day Roberts? —dice cada vez más bajo mientras piensa—. Mmm…

La miro mientras espero a que me confirme cuál es.

—Se me ha olvidado el nombre —masculla, y se empieza a tirar del pelo como si le fuese a dar algo.

—No pasa nada. De momento, me quedo con «Robert Day Daniels» y luego podemos retomar el tema.

—Está bien —acepta con una sonrisa, feliz de que no la presione para que me diga el nombre correcto.

—¿Qué dibujaron en la casa de su vecino? —pregunto.

—Una estrella del diablo. Qué cosa más fea, por Dios.

—Entiendo. Y dígame, ¿qué hizo la policía esa vez?

—Nada. Ni siquiera se pasaron por aquí.

—Están muy ocupados —le aseguro sin dejar de escribir—. Hábleme de la última vez.

—Lo pintaron todo de rojo.

La miro sorprendida.

—¿Toda la casa?

—Toda la calle.

Empiezo a inquietarme.

—Qué raro —exclamo frunciendo el ceño.

Se acerca para que solo yo la oiga.

—¿Crees que es el demonio? —susurra.

—¿Cómo? —inquiero con una sonrisa—. No, seguro que solo son unos adolescentes haciendo de las suyas —digo para tranquilizarla—. ¿Se lo ha contado a alguien más?

—No, solo a Miles Media. Quiero que publiques la historia para que la policía tome cartas en el asunto. Me da miedo que se trate de algo más siniestro.

La tomo de la mano.

—Creo que tenemos material suficiente para seguir adelante con la historia.

—Gracias, cariño —me dice al tiempo que me aprieta la mano.

—¿Se le ocurre algo más que pueda ser relevante? —pregunto.

—Que vivo con miedo de que el demonio vuelva a atacar. Mis vecinos me han dicho que también quieren hablar contigo.

—Perfecto —respondo y le tiendo mi tarjeta—. Si se le ocurre algo más, llámeme.

—Eso haré —me asegura, y acepta la tarjeta.

Aprovecho que estoy en la zona y entrevisto a siete personas más. Todas las historias tienen relación. Definitivamente, tengo pruebas suficientes para seguir adelante. Vuelvo a la oficina, redacto el artículo y se lo entrego a Hayden. Esto huele a bombazo.

* * *

Me siento en mi mesa y me quedo mirando la pantalla del ordenador. Es lunes, son las cuatro de la tarde y estoy desanimada. Me siento culpable desde que volví anoche a Nueva York. Aunque sabía que a Robbie y a mí nos quedaban dos telediarios, siento que he acelerado las cosas y no he dejado que la relación siguiera su curso. Pero luego pienso que hacía meses que la cosa no tiraba, y que si acepté este puesto sabiendo que no vendría conmigo es porque, en el fondo, sabía que lo nuestro no tenía futuro.

—Está aquí el dios —susurra Aaron.

Levanto la vista.

—¿Cuál de ellos?

—Tristan Miles —susurra.

Miro por encima de la mampara de mi mesa y veo que está hablando con Rebecca, la jefa de planta.

Lleva un traje azul marino a rayas y el pelo perfectamente ondulado. Sonríe con aire distraído mientras habla. Tiene los dientes más blancos que he visto en mi vida y unos hoyuelos gigantescos.

—Rebecca se ríe como una colegiala —dice Aaron con picardía.

—Nunca se pasa por aquí —murmura Molly.

—¿A qué creéis que habrá venido? —susurra Aaron sin quitarle el ojo a tan bello espécimen.

—Pues a hacer su trabajo —contesto tajante—. No es por nada, pero trabaja aquí.

Cuanto más lo pienso, más convencida estoy de que he idealizado mi relación con Jameson Miles. No le gusto, solo está cachondo; hay una gran diferencia. Seguro que se habrá acostado con cinco mujeres desde que hablamos el viernes por la noche. No he sabido nada de él desde entonces… Tampoco es que me apetezca hablar con él.

No he roto con Robbie porque me lo haya ordenado Jameson; he roto con Robbie porque ha dejado de esforzarse. Si Jameson se entera de que hemos roto, pensará que es porque quiero acostarme con él… Y no es así.

Para nada. Hombres…

No les voy a decir a mis compañeros que lo hemos dejado. No quiero que la cosa se complique. Quiero darme un tiempo para procesarlo todo.

Tristan Miles dice algo y Rebecca se ríe. Se mete en el ascensor y todos volvemos al trabajo.

* * *

Me peleo con mi paraguas mientras camino afanosamente por la calle. Nueva York no es tan bonita cuando llueve. Cojo un ejemplar de la Gazette mientras espero a que el semáforo se ponga en verde y me lo guardo como puedo en el bolso. Lo leeré mientras espero a que me sirvan el café. Me suena el móvil.

—Hola —digo mientras me abro paso entre la multitud.

—Hola, Emily —saluda una voz familiar.

Frunzo el ceño, pues no la ubico.

—¿Quién es?

—Soy Marjorie. Hablamos ayer.

Mierda, la señora de los grafitis.

—Ah, sí, hola, Marjorie. Es que tengo problemas con la línea, por eso no te oía —miento.

—Es Danny Rupert.

—¿Cómo? —pregunto.

—Mi vecino, que se llama Danny Rupert. Ayer no me acordaba.

Hago una mueca y me entra un escalofrío. Que no haya ido a imprenta ya, por favor. Se me ha pasado por completo. Noto retortijones en el estómago por el pánico.

Mierda.

—Creo que el artículo ya ha ido a imprenta, Marjorie. Siento mucho no haber vuelto a comprobar ese dato contigo.

—No pasa nada. No importa, tranquila. Me sentía tonta por no acordarme y me apetecía decírtelo.

Se me contrae el estómago. ¡Claro que importa! No se puede publicar un artículo con los nombres mal escritos. Llamando al 101.

Joder.

Hincho las mejillas mientras me hundo cada vez más. Mierda. Esto no es un fallito de nada; es una cagada de las gordas.

—Gracias por llamarme, Marjorie. Te avisaré cuando llegue a la oficina y se publique el artículo.

Con suerte, eso será mañana y me dará tiempo a modificarlo.

Cuelgo. Me quiero morir. «A ver, céntrate».

Entro en la cafetería que hay delante de Miles Media y pido un café. Saco el periódico del bolso y lo estampo en la mesa.

No voy a durar mucho en este trabajo si sigo haciendo estas chapuzas. Estoy muy enfadada conmigo misma.

Hojeo el periódico y algo me llama la atención.

Grafitis satánicos en Nueva York

La extraña aparición de grafitis en casas del West Village tiene en vilo a sus habitantes. Han pintado la casa de Marjorie Bishop hasta en tres ocasiones, pero la policía se niega a tomar medidas. Robert Day Daniels, vecino de Marjorie, también ha sido víctima de estos ataques.

Frunzo el ceño mientras leo el artículo. ¿Cómo es posible?

Marjorie me dijo que no se lo había contado a nadie más. Lo leo una y otra vez. Es casi lo que he escrito yo palabra por palabra. No entiendo nada.

¿Le dio a otro periodista el nombre mal? Marco su número. Responde al momento.

—Hola, Marjorie, soy Emily Foster.

—Ay, hola. ¡Qué rápida!

—Marjorie, ¿has hablado con algún otro periódico sobre la historia de los grafitis?

—No.

—¿No se lo has dicho a nadie? —pregunto con el ceño fruncido.

—A nadie. Mis vecinos y yo decidimos conjuntamente que solo queríamos que se hiciese eco de la noticia Miles Media. Así la policía nos escucharía seguro.

El corazón me va a mil. ¿Qué narices pasa aquí?

—Café para Emily —me gritan desde la caja.

—Gracias.

Cojo el café y salgo a la calle hecha un lío.

* * *

Es la una, hora de almorzar. Subo al último piso y voy a recepción.

—Hola —digo con una sonrisa nerviosa—. Vengo a ver al señor Miles. Es urgente.

Llevo todo el día devanándome los sesos y la única teoría que se me ocurre no me hace ninguna gracia. Tengo que hablar con Jameson.

La recepcionista rubia sonríe.

—Un momento, por favor. ¿Su nombre?

—Emily Foster.

—Señor Miles, Emily Foster desea verle —le informa por el interfono.

—Que pase —susurra con voz dulce pero firme.

Noto retortijones por los nervios. Sigo a la recepcionista por el pasillo. Los zapatos con suela de goma, ¡mierda! Pruebo a ir de puntillas para no hacer ruido al andar.

—Llama a la puerta del fondo.

El corazón me va a tope.

—Gracias —le digo con una sonrisa forzada.

Se pierde en el horizonte y yo me planto delante de la puerta, cierro los ojos y me preparo para lo que viene ahora. «Venga, llama».

Toc, toc, toc.

—Adelante —me invita Jameson.

Cierro los ojos con fuerza. Estoy de los nervios.

Abro la puerta y ahí está él con su traje azul marino, su camisa blanca, su pelo oscuro y sus penetrantes ojos azules. Parece un regalo del cielo. Tal vez lo sea.

—Hola, Emily —susurra mientras me mira con esos ojos tan sexys.

—Hola.

Jameson se levanta y nos miramos a los ojos. Hay tensión en el ambiente.

—Siéntate.

Me desplomo en la silla, y él hace lo propio en la suya y se recuesta sin dejar de mirarme.

—Quería comentarte algo —digo mientras me fijo en el vaso de whisky que tiene al lado. No sé qué habrá tenido que hacer para necesitar un whisky, pero ¿y el mío?

No me vendría mal un trago, o diez, ahora mismo.

Se reclina y sonríe como si algo le hiciese gracia.

—Mmm… —digo, y trago saliva. Tengo la boca seca—. Ha pasado algo que me va a meter en un buen lío seguro, pero siento que tienes que saberlo —suelto de carrerilla.

—¿Y es?

—He escrito mal un nombre en un artículo.

Jameson me mira a los ojos sin inmutarse.

—Pero lo más raro de todo —tartamudeo— es que justo hoy la Gazette ha publicado mi artículo con mi error.

—¿Cómo? —inquiere con el ceño fruncido.

—Yo qué sé, a lo mejor me equivoco, ni siquiera sé por qué te estoy diciendo esto, pero creo…

—¿Crees qué? —insiste.

—Estoy segura de que la Gazette no ha conseguido la historia por medios propios, y no es posible que cometiesen el mismo error que yo. La anciana del artículo se puso en contacto conmigo directamente porque solo quería hablar con Miles Media.

Le planto la Gazette delante. Lee el artículo y me mira como si estuviese asimilando mis palabras.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Me he equivocado de nombre. —Se lo señalo—. Aquí.

Jameson, sumido en sus pensamientos, se acaricia el labio inferior mientras mira el periódico.

—Gracias. Hablaré de esto con Tristan. Ya te diré algo.

—Vale. —Me pongo en pie—. Lamento el error. No ha sido profesional por mi parte. No volverá a ocurrir.

Miro a Jameson y espero a que diga algo. ¿Eso es todo?

—Adiós, Emily —dice sin emoción en la voz.

Me está echando.

—Adiós.

Abatida, me giro y vuelvo a mi planta. No sé si habré hecho bien contándole mi teoría. Quizá solo me perjudique.

* * *

Son las cuatro. Me estoy tomando el café de la tarde cuando suena el teléfono. Lo cojo.

—Hola.

—Hola, Emily, soy Sammia. El señor Miles desea que subas a su despacho.

—¿Ahora? —pregunto, frunciendo el ceño.

—Si eres tan amable, sí.

—Vale, voy.

Diez minutos después, estoy llamando a su puerta.

—Adelante —dice.

Entro y lo veo sentado detrás de su mesa. Se le dibuja una sonrisa sexy nada más mirarme a los ojos.

—Hola.

Noto mariposas en el estómago.

—Hola.

—¿Qué tal el día? ¿Bien? —pregunta, y veo a cámara lenta cómo se humedece el labio inferior. Está distinto, más juguetón.

—¿Querías verme? —pregunto.

—Sí, he estado hablando con Tristan y nos gustaría proponerte un proyecto muy especial —dice mientras se recuesta en su silla.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Queremos que publiques un artículo.

Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta.

—Vale —accedo y me encojo de hombros—. ¿De qué se trata?

Jameson entorna los ojos con aire pensativo.

—Tal vez algo relacionado con los mordiscos.

Frunzo el ceño, confundida.

—¿Los mordiscos?

Intenta aparentar que está serio, pero en realidad se está riendo.

—Los mordiscos del amor.

Me quedo mirándolo hecha un lío. No entiendo nada.

Ay, madre. Está hablando del chupetón que le hice. ¡Cómo se atreve! ¡Mira que sacar ese tema!

Alzo la barbilla con gesto desafiante.

—Creo que estoy más preparada para escribir un artículo sobre la eyaculación precoz. Así podrías echarme una mano —replico con una sonrisa encantadora.

Le brillan los ojos. Disfruta con esto.

—Ah, ¿sí?

—Sí —contesto, seria—. Las noticias son mucho mejores cuando hay pruebas que las respaldan.

Pone cara de que le hace gracia mientras da un sorbo a su whisky. No sé qué estará maquinando esa cabecita suya esta tarde. Demasiados whiskies, quizá. Nos miramos fijamente. Me entran ganas de soltarle un «¿piensas en mí?», pero no puedo porque estamos trabajando y estoy fingiendo que no me interesa. No, corrijo: no estoy interesada, solo ligeramente fascinada. Hay una gran diferencia.

—¿Qué tal el fin de semana? —pregunta.

—Bien.

—¿Solo bien? —insiste arqueando una ceja.

Asiento con la cabeza.

—Sí.

No quiero decirle que he roto con Robbie, pero tampoco quiero mentirle.

—¿Volviste el domingo por la noche?

—Sí.

Me mira a los ojos. Noto que quiere preguntarme por Robbie y por mí, pero se está conteniendo.

—¿Qué tal el tuyo? —pregunto.

—Muy bien —contesta y me mira a los labios—. Me lo he pasado muy bien este fin de semana.

Frunzo el ceño. ¿«Muy bien» es «muy bien» y ya está o significa «me he pasado todo el fin de semana cepillándome a una diosa»?

Para.

—Lamento interrumpir —dice Tristan mientras entra como si nada. Sonríe amablemente y me estrecha la mano—. Soy Tristan.

Es algo más joven que Jameson. Su pelo es ondulado, castaño claro, y tiene los ojos grandes y marrones. Es muy diferente a Jameson, pero, a la vez, emana la misma fuerza.

—Yo soy Emily.

Me mira a los ojos.

—Hola, Emily.

Jameson y él se miran, y es entonces cuando comprendo que Tristan sabe lo que pasó entre Jameson y yo. Nerviosa, trago el nudo que se me ha formado en la garganta.

¿Por qué le habrá hablado de mí a su hermano?

Tristan mira el whisky de Jameson.

—¿Qué hora es? ¿Ya ha empezado la happy hour?

—Las cuatro y media. Y sí —contesta Jameson.

Tristan va a la barra y se sirve una copa de líquido ambarino. Me la enseña.

—¿Quieres?

—No, gracias. Estoy trabajando —contesto, nerviosa.

Jameson pone cara de que le hace gracia mientras se lleva el vaso a los labios.

A ver, ¿esa cara qué es? ¿Una sonrisilla condescendiente o casi una sonrisa? Este hombre es un enigma para mí.

Jameson se pone derecho y me mira fijamente a los ojos. Hay tensión en el ambiente.

—¿Querías verme? —insisto. No sé qué clase de reunión incluye whisky. A lo mejor debería tomarme una copa. «No, por Dios, no. Recuerda lo que hiciste la última vez que te emborrachaste con este hombre. Intentaste chuparle toda la sangre».

—Como te comentaba, nos gustaría que colaborases en un proyecto muy especial —dice Jameson.

Asiento mientras miro a uno y a otro.

—Bien. En vista a lo que me has contado esta mañana, queremos que escribas un artículo para que lo publiquemos.

Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta.

—Vale —digo mirando a uno y a otro—. ¿De qué se trata?

—Proponlo tú —dice, y cuando se pasa la lengua por el labio inferior, me siento como si me lamiese de arriba abajo—. Estamos preparando un proyecto secreto, y quiero que colabores en él, pero necesito saber si puedes informar sobre algún tema.

—Sabes que sí. He trabajado cinco años en periódicos regionales.

—Esto es confidencial —explica Tristan—. Es fundamental que no se lo digas a nadie.

—No lo haré —aseguro mientras miro a uno y a otro.

—Llevamos tiempo pensando que alguien de tu planta está vendiendo nuestros artículos a la competencia para que ellos tengan la exclusiva. Lo que me has dicho esta mañana casi lo confirma.

—¿Cómo lo sabéis? —pregunto con curiosidad.

—Créeme, lo sabemos —contesta Jameson—. Nuestras acciones están bajando a la misma velocidad que nuestra credibilidad. Esto tiene que acabarse.

Frunzo el ceño mientras escucho.

—Queremos que te inventes una noticia y que la mandes como siempre. A ver si sale en los periódicos de la competencia.

Lo miro fijamente mientras me esfuerzo por no perder el hilo.

—¿Y sobre qué escribo?

—Sobre algo que vaya a vender. No tiene que ser verdad. Cuanto más falso, mejor, así será más fácil de identificar.

—¿Quién creéis que es? —pregunto, emocionada. Es mi oportunidad. Si lo hago bien, demostraré que soy una trabajadora valiosa. Ya no os digo si encima resuelvo el caso.

Me muerdo el labio inferior para que no se me escape una sonrisa. Tengo que fingir que me pasan cosas así de emocionantes todos los días.

—Ni idea, pero sabemos que no eres tú.

—¿Cómo estáis tan seguros?

—Porque empezó antes de que te incorporaras a la empresa —dice Jameson mientras se dirige a la barra.

—Vale. —Reflexiono un momento—. Lo haré. —Los miro alternativamente—. ¿Para cuándo lo queréis?

—Para mañana por la tarde, si no es mucho pedir.

—Sin problema.

—Tristan, Londres por la dos —se oye una voz por el interfono.

Se levanta y pulsa el botón.

—Espera, que voy a mi despacho.

—De acuerdo —responde la recepcionista.

—Lo siento, pero tengo que atender la llamada. Vamos a adquirir una nueva empresa. Mañana por la tarde seguimos hablando.

—Vale —digo con una sonrisa.

Me cae bien. Es más amable que su hermano.

Me estrecha la mano.

—Recuerda, ni una palabra a nadie. No me gustaría tener que despedirte —me dice con un guiño juguetón, pero tengo el presentimiento de que no bromea.

Frunzo el ceño. ¡Qué diantres!

—Claro.

—Me muero de ganas de leer tu artículo —añade.

Se va y cierra la puerta.

Me vuelvo hacia Jameson, que tiene los ojos más oscuros y un whisky en la mano. Se lo toma lentamente, y yo sonrío nerviosa mientras el corazón me late desbocado.

Arquea una ceja y da otro trago. El aire se carga de electricidad.

—Volveré a mi mesa —susurro.

Me mira como si quisiera decirme algo, pero, en vez de eso, guarda silencio.

—¿Desea algo más, señor? —susurro mientras me pongo de pie.

Deja el vaso en la mesa y se acerca a mí.

—Sí, la verdad es que sí.

Se detiene a escasos centímetros de mi cara. Lo miro fijamente.

Su cercanía me deja sin aire y, como si de una ola se tratase, la excitación nos ahoga.

—¿Lo notas? —musita.

Asiento porque es innegable.

—Me pones tanto que no me aguanto —susurra—. Desde que te vi en el avión.

Lo miro y me lo imagino tumbándome en su enorme escritorio.

Me acaricia con el índice. Primero la cara, luego el escote, la barriga y, por último, el pubis, y me agarra de la cadera.

—Tengo una petición.

—Dime —susurro, y cierro los ojos; siento que me derrito.

Acerca los labios a mi oreja sin llegar a tocarla. Su aliento me hace cosquillas y me pone el vello de la espalda de punta.

—Quiero que mañana te pongas la falda gris, la de la raja.

Frunzo el ceño mientras escucho.

—La blusa de seda blanca y el sujetador de encaje que llevas debajo.

Joder.

—Sin medias.

Mueve la mano sobre mi cadera y siento cómo se contrae mi sexo.

Me chupa la oreja.

—Quiero que te hagas una coleta para que pueda enrollármela y tirar de ella.

Me lo imagino tirándome del pelo y casi exploto.

Este hombre es un dios.

Lo miro fijamente.

—¿Algo más? —musito.

—Sí. —Se le oscurecen los ojos y me acaricia el labio inferior con el índice—. Quiero que esta noche cojas tu vibrador —añade con un susurro grave que me remueve las entrañas como no habría imaginado nunca.

Me separa los labios con el dedo y yo abro mucho los ojos. Me lo mete en la boca y, antes de que me dé cuenta, se lo estoy chupando. Se le ensombrecen los ojos mientras me mira, y esboza una sonrisa lenta y sexy.

—Quiero que te masturbes. Que te lo metas hasta el fondo…, despacio.

Madre del amor hermoso.

—¿Por qué haría eso? —musito.

—Porque sé que cuando te corras verás mi cara.

Me lame el cuello y me muerde la oreja; por poco me fallan las rodillas.

—Si haces tu trabajo, tendrás tu recompensa —me susurra al oído.

Entonces, se lanza a por mi cuello.

Soy como masilla en sus manos. Ni siquiera voy a fingir que quiero luchar contra esto… Sea lo que sea esto.

Me roza los labios con los suyos, pero entonces recula y doy un respingo. Jadeo mientras lo miro fijamente.

—Haz tu trabajo, Emily. Hasta mañana.

Me quedo mirándolo. Me está echando.

Frunzo el ceño cuando se gira y vuelve a sentarse como si no hubiese pasado nada.

Da un sorbo a su whisky sin dejar de mirarme a los ojos. Deja una llave de seguridad en el escritorio.

—Con esto podrás venir aquí.

¿Eh?

¿Y esto?

Cojo la llave y, con la cabeza hecha un lío, salgo de su despacho. Entro en el ascensor con el corazón latiendo a toda prisa.

Madre mía. Necesito autocontrol, y lo necesito ya.

Porque él va sobrado.

La escala

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