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Capítulo 2

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—No te emociones tanto —dice con una sonrisita.

—Jim… —tartamudeo. A ver cómo se lo digo—. No soy la clase de chica que…

Y ahí lo dejo.

—¿Que folla en la primera cita? —acaba por mí.

—Exacto. —La crudeza de esa afirmación me da escalofríos—. No quiero que pienses…

—Lo sé. Por supuesto, ni se me ocurriría —repone—. No lo pienso.

—Vale —digo, aliviada—. Si he coqueteado contigo ha sido porque pensaba que una vez que aterrizásemos, no nos volveríamos a ver.

—Vale. —Sonríe como si algo le hiciese gracia.

—No es que no me gustes. Porque si fuese esa clase de chica, estaría como loca por ti. Follaríamos como…

Me callo mientras trato de dar con un símil.

—¿Conejos? —propone él.

—Exacto.

Levanta las manos.

—Entiendo; solo ha sido algo platónico.

Sonrío de oreja a oreja.

—Me alegro de que lo entiendas.

Siete horas después

Me estampa contra la pared mientras se esfuerza por subirme la falda y se ceba con mi cuello.

—La puerta —digo jadeando—. Abre la puerta.

Madre mía, nunca he sentido esta química con nadie. Hemos bailado, nos hemos reído y nos hemos besado en Boston, y, por alguna razón, estoy a gusto con él. Es como si hiciera estas cosas todos los días, como si fuese lo más natural del mundo. Lo raro es que parece que estemos haciendo lo correcto. Que la situación sea tan espontánea me envalentona. Este hombre es ingenioso, divertido y está más salido que el pico de una mesa, y, en mi opinión —que quizá esté afectada por el consumo de alcohol—, vale la pena correr el riesgo porque sé que jamás volveré a tener la oportunidad de estar con un hombre como él.

He muerto y he ido al cielo de las chicas malas.

Jim introduce la llave con torpeza y entramos a trompicones en mi habitación. Me tira encima de la cama.

Mi pecho sube y baja mientras nos miramos. El aire se carga de electricidad.

—No soy esa clase de chica —le recuerdo.

—Lo sé —susurra—. No quisiera corromperte.

—Pero hay una sequía… —musito—. Una sequía que ya dura mucho tiempo.

Levanta las cejas y jadeamos al unísono.

—Eso es cierto.

Lo miro un instante mientras intento que la excitación no me nuble la mente. Me palpita la entrepierna, que pide a gritos que me haga suya.

—Sería una pena que…

Y lo dejo ahí.

—Lo sé —dice, y se humedece los labios en señal de gratitud mientras me da un repaso de arriba abajo—. Una pena.

Cuando se quita la camisa, me quedo sin aire. Su pecho, de piel aceitunada, es ancho y musculoso. Un reguero de vello baja desde su ombligo y se interna en sus pantalones. Es moreno y sus ojos son de un azul reluciente, pero es la intensidad que se oculta tras ellos lo que hace que me muera de ganas de que me la meta. Su roce tiene algo que no he sentido nunca.

Es un macho dominante puro y duro. No hay duda de quién manda aquí.

Algo en él ha hecho que muestre una parte de mí que no sabía que existía. Soy consciente de que podría estar con quien quisiera.

Pero en este momento me quiere a mí.

Es innegable que tenemos química; es fuerte, verdadera y arrasa con todo. Apenas me ha tocado y ya sé que esta noche va a ser especial.

Quizá, por una vez, el destino me haya dado una buena baza.

Con sus ojos clavados en los míos, se desabrocha los pantalones a cámara lenta y se saca la polla. Es grande y la tiene dura, y mi pecho sube y baja mientras lo miro. El corazón me va a mil. No puedo creer que esté pasando esto.

Ay. Madre.

Se la acaricia poco a poco, y yo lo miro boquiabierta.

Ningún tío se ha tocado delante de mí.

Joder, me va a dar algo. Menuda envergadura.

Pone un pie en la cama y empieza a recrearse. Flexiona los brazos y los hombros mientras se la sacude con fruición. Mis entrañas se retuercen de placer al imaginar que soy yo quien se lo hace a él.

Esto es como ver porno en la vida real… solo que diez veces mejor.

¿Qué narices hago yo aquí? Soy una niña buena, y las niñas buenas no hacen cosas malas con hombres como este.

No nos juntamos con la misma gente, no vivimos en la misma ciudad, y es posible que no lo vuelva a ver jamás, pero eso me brinda una libertad que no esperaba. Puedo ser otra.

Lo que él quiera que sea.

Con los ojos fijos en los míos, tensa la mandíbula.

—Chúpamela, Emily —murmura en tono amenazante.

Bien, sí. Pensaba que no me lo iba a pedir nunca. Desesperada por complacerlo, me arrodillo al instante.

No sé nada de este tío, pero lo que sí sé es que quiero ser el mejor polvo de su vida. Me la meto en la boca como si fuese la campeona de garganta profunda. La agarro con fuerza y paso la mano por donde he usado los labios.

Ha pasado tanto tiempo que se me contrae la entrepierna y siento que voy a tener un orgasmo solo con saborear su líquido preseminal.

—Joder, qué rico —murmuro con la boca rodeando su miembro—. Me voy a correr de lo bien que sabes.

Echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos.

—Desnuda. Quiero verte desnuda —gruñe por la necesidad.

Me baja de la cama y en menos que canta un gallo, mi falda y mis bragas están en el suelo. Me quita la camisa por encima de la cabeza y se deshace de mi sujetador.

Entonces, se queda quieto y, a cámara lenta y con las manos apretadas a los costados, me mira de arriba abajo. Me come con los ojos. Hace que me arda la piel.

Mi mundo deja de girar. Estoy plantada delante de él, desnuda y vulnerable, a la espera de recibir su aprobación.

Esto es nuevo para mí. Nunca he estado con un hombre tan dominante y autoritario. Sus ojos, su voz, cada toque me recuerdan con quién estoy y cuánto significa su placer para mí.

Quiero estar a la altura del desafío. Me invade la imperiosa necesidad de satisfacerlo.

Cuando vuelve a mirarme a los ojos, los suyos arden de deseo. Una corriente subterránea de oscuridad y ternura fluye entre nosotros. Quizá haya olvidado cómo un hombre mira a una mujer cuando cada ápice de su ser la desea. Porque juro por Dios que no he visto esa mirada en mi vida.

—Túmbate —murmura.

Mi cara se contorsiona en una mueca de terror.

Me estrecha entre sus brazos y me besa con pasión mientras me acuna el rostro con las manos.

—¿Qué pasa? —susurra.

—Hace… Hace mucho… —digo con la voz entrecortada.

—Iré con cuidado —musita con dulzura, lo que espanta mis temores.

Se apodera de mi boca y, despacio, mete la lengua y succiona lo justo.

Por poco me fallan las rodillas.

Me tumba y me separa las piernas. Sonríe con aire enigmático mientras va depositando besos por todo mi cuerpo.

Miro al techo en un intento por calmar mi respiración, que se ha vuelto irregular. Ni todo el alcohol del mundo podría haberme preparado para esto. Me levanta las piernas, se pone mis pies sobre los hombros y me separa más las rodillas.

Estoy totalmente abierta para él, que me toma sin reservas y chupa con fuerza.

Doy un respingo.

—¡Ah! —grito.

Pero en vez de apiadarse de mí, me mete tres dedos y los mueve con frenesí.

Joder, ¿no podemos ir más despacio?

Su lengua está en mi clítoris y sus dedos en mi punto G. ¿Qué narices pasa aquí? Mi cuerpo tiembla como una marioneta… Su marioneta.

Este hombre es un dios.

Se me elevan las piernas solas. Cuando el orgasmo arrasa conmigo como si fuese un tren de mercancías, me convulsiono.

Habrá tardado cinco segundos. Madre mía, qué vergüenza. Que no se te note. Él suelta una risita como si estuviese orgulloso y yo me tapo los ojos con el brazo para que no me vea la cara.

Me aparta el brazo y me sujeta del mentón para acercarme a su rostro.

—No te escondas de mí, Emily. Nunca —ordena.

Lo miro a los ojos. Este tío no se anda con chiquitas. Es demasiado intenso.

—Contéstame.

—¿Qué quieres que te diga? —susurro.

—Di que sí para que sepa que lo entiendes.

El aire cruje entre nosotros.

—Sí —musito—. Lo entiendo.

—Buena chica —susurra, y vuelve a besarme. Su lengua es suave y me acaricia a la perfección. De nuevo, las piernas se me abren solas. Se incorpora y saca cuatro condones de la cartera. Abre uno y me lo da—. Pónmelo.

Lo acepto, le beso con ternura el pene y se lo pongo.

—Qué mandón eres. —Sonrío con suficiencia.

Él sonríe de oreja a oreja. Se tumba, me pone encima de él y acerca mi rostro al suyo.

—Primero me follarás tú —murmura contra mis labios—, y cuando ya hayas entrado en calor, te follaré yo.

Sonrío.

—Yo solo follo una vez y luego me duermo, grandullón.

Me obsequia con una sonrisa lenta y sexy.

Me siento a horcajadas encima de él y nos besamos con más pasión. La polla le toca la barriga. Se la agarra, me sujeta de las caderas y me baja.

Auch, escuece; es grande.

—Ay —gimoteo.

—Tranquila —susurra—. Muévete de lado a lado.

Me acaricia los pechos mientras me mira con asombro.

Le sonrío.

—¿Qué?

—Desde que te he visto subir al avión he querido tenerte así.

Me entra la risa tonta.

—¿Siempre consigues lo que quieres?

—Siempre.

Me coge de las caderas y me baja de golpe. Ahogamos un grito de placer.

Dios… Es…

—Joder, cómo te noto —masculla con los dientes apretados.

Sin dejar de mirarme a los ojos, me sube y me baja poco a poco. Noto hasta la última vena de su miembro.

Mientras me mira con los ojos entornados, me inclino hacia delante y lo beso con dulzura.

—¿Tienes idea de lo bien que encajas dentro de mí? —susurro, y le paso la lengua por la boca, que está abierta.

Pone los ojos en blanco.

—Qué buena estás, joder.

Me agarra de los huesos de la cadera y me baja hasta metérmela entera. La sensación es tan abrumadora que no puedo evitar soltar una carcajada.

—Métemela más. Dámelo todo —le ruego.

Me encanta que pierda el control. Me alucina. Entonces, como si estuviésemos en un universo paralelo, pego la boca a su cuello y succiono con fuerza mientras me muevo.

Sisea y, como si se hubiese desatado del todo, me alza y me tumba en la cama. Se pone mis piernas encima de los hombros y me la mete hasta el fondo con tanto ímpetu que me quedo sin aire.

Sonrío. Conque le gusta que le digan guarradas, ¿eh? Pues resulta que es mi especialidad.

Que empiece el juego.

Le acaricio la cara con las manos.

—Qué polla más gorda tienes. ¿Vas a hacer que chorree para mí? —susurro mientras me contraigo a su alrededor—. Noto cómo late.

Me dedica una sonrisa lenta y sexy mientras me embiste.

—Me voy a quitar el condón y me voy a correr en esa boca tan sucia que tienes.

—Sí, por favor.

Me río mientras me empotra con fuerza, y en un momento de lucidez, gira la cabeza y me besa con ternura el tobillo. Nos miramos mientras algo íntimo fluye entre nosotros. Una cercanía impropia de las circunstancias.

—Como me sigas mirando así —susurro para quitarle hierro al asunto—, te hago otro chupetón.

Abre mucho los ojos.

—Me cagaré en ti como tenga alguna marca.

Me río a carcajadas cuando veo el moretón que tiene en el cuello. Madre mía, he leído demasiadas novelas románticas de vampiros.

—¿Tu mami te va a echar la bronca? —digo para chincharlo.

Se ríe y me la clava en el punto justo. Gimo. ¡Dios! Este hombre conoce el cuerpo de una mujer.

Cada toque está perfectamente medido y magnificado. Sabe perfectamente cómo llevarme al cielo. Me levanta de la cadera y traza círculos amplios, y mi cuerpo toma la iniciativa porque tengo que correrme. Ya.

—Fóllame —le suplico—. Bendíceme con esa polla tuya. Más fuerte. ¡Más fuerte, no pares!

Cierra los ojos a causa del placer y me embiste a ritmo de pistón. Me aferro a él lo más fuerte que puedo mientras me convulsiono. Él se mantiene en mi interior y grita con la cara enterrada en mi cuello. Noto cómo se le mueve el pene cuando se corre.

Empapados en sudor y pegados el uno al otro, jadeamos. El corazón nos va a mil. Entonces sonríe contra mi mejilla como si hubiese recordado algo.

—¿Qué?

—Bienvenida al Miles High Club, Emily.

Se me escapa una risita y lo beso.

—No hay nada como volar en primera.

* * *

Jim me obsequia con una sonrisa de lo más sensual mientras estoy tumbada en la cama tal y como Dios me trajo al mundo. Él está vestido y tiene la maleta en la puerta.

—Tengo que irme.

Hago un mohín y alargo los brazos.

—No, no me dejes —le digo en broma con voz quejumbrosa.

Se ríe entre dientes y me coge en brazos por última vez. No vamos en el mismo avión a Nueva York; su vuelo sale antes que el mío. Me besa con cariño.

—Vaya noche —susurra.

Sonrío mientras entierra la cara en mi cuello y me da un mordisquito en la clavícula.

—No voy a poder caminar en un mes. Qué digo en un mes, en un año —mascullo en tono seco.

Doy un respingo cuando me muerde en el pezón. Entonces me mira de nuevo a los ojos. Le acuno ese rostro tan bello que tiene.

—Me lo he pasado muy bien esta noche.

Esboza una sonrisita.

—Y yo.

Le toco el chupetón que tiene en el cuello, y sus dedos van hacia él también.

—¿En qué diantres pensabas?

—No sé qué me ha dado. —Me río como una tonta—. Tu polla me ha convertido en una salvaje.

Vuelve a morderme.

—¿Cómo me subo yo ahora a un avión con esta cosa gigante en el cuello? —dice a modo de regañina—. Con la de reuniones importantes que tengo esta semana…

Nos echamos a reír, pero en cuanto me mira le cambia la cara. No estoy de broma, no quiero que se marche. Este hombre es todo lo que no estoy buscando, pero, de alguna forma, cumple con todos los requisitos.

¿Y si no vuelvo a verlo en la vida?

¿Cómo voy a seguir adelante después de esta noche? ¿Cómo voy a borrarla de mi memoria y fingir que nunca ha pasado? Enfadada conmigo misma, cierro los ojos. Por eso no tengo líos de una noche. No estoy hecha para el sexo sin compromiso; no soy así y nunca lo seré.

Pero detesto que él sí.

—Llevo una bufanda en la maleta. ¿La quieres? —pregunto.

—Sí —contesta al segundo.

Salgo de la cama y rebusco en la maleta. Aprovecha que estoy de espaldas y se planta detrás de mí. Me sujeta de las caderas y me provoca con las suyas. Me pongo de pie y me giro para mirarlo.

—Lo digo en serio, quédate esta noche también.

Me acaricia el rostro con un dedo y me levanta la barbilla sin dejar de mirarme a los ojos.

—No puedo —susurra. Es como si sus ojos quisieran decirme algo.

¿Le espera alguien en casa? ¿Por eso no me ha pedido mi número? Me embarga la inquietud. No estoy hecha para esto de los líos de una noche.

Me vuelvo, saco la bufanda y se la doy. Es de color crema, de cachemira y tiene mis iniciales.

E. F.

Las compañeras de tenis de mi madre me la regalaron cuando acabé la universidad. Me encanta…, pero bah, qué más da.

Frunce el ceño al ver las letras bordadas. Se la quito de las manos y se la pongo de manera que le tape el moretón. Sonrío con suficiencia mientras lo miro. Ni siquiera sabía hacer un chupetón. Pues sí que me habré dejado llevar.

—¿Qué significa la F? —pregunta.

—Feladora profesional —digo, y sonrío para disimular mi decepción. No quiero que sepa que me ha sentado mal lo último que ha dicho.

Se ríe entre dientes y, sin una pizca de delicadeza, me toma en brazos y vuelve a llevarme a la cama.

—Qué descripción más apropiada.

Me agarra una pierna, se la lleva a la cintura y nos recreamos con el último beso que nos damos.

—Adiós, mi hermosa conejita —susurra.

Le paso los dedos por el pelo mientras contemplo su rostro.

—Adiós, Ojos Azules.

Se acerca la bufanda a la nariz e inspira.

—Huele a ti.

—Póntela cada vez que te vayas a hacer una paja —murmuro y sonrío con dulzura—. Imagina que soy yo quien hace todo el trabajo.

Le brillan los ojos de la emoción.

—Para alguien que no se ha liado con nadie en dieciocho meses, eres una ninfómana de categoría.

Se me escapa una risita.

—Volveré a mi sequía. Se está bien ahí… y puedo caminar sin ayuda.

Se le descompone el semblante. Me da la sensación de que quiere decirme algo, pero que se está conteniendo.

—Vas a perder el vuelo —le apremio, y finjo una sonrisa.

Volvemos a besarnos y lo abrazo con fuerza. Qué pasada de hombre, Dios.

Se queda ahí plantado, y tras un último repaso a mi cuerpo desnudo, se da la vuelta y se va.

Miro la puerta por la que se acaba de ir y sonrío con tristeza.

—Sí, ten mi número —susurro al aire.

Pero no lo ha querido. Se ha ido.

Doce meses después

Exhalo y me llevo la mano al corazón mientras me planto en la acera y miro el rascacielos de cristal que tengo delante. Me suena el móvil; la pantalla se ilumina con el nombre de mi madre.

—Hola, mamá —digo, y sonrío.

Pienso en mi preciosa madre. Tiene una melena rubia perfecta, ni una arruga, y siempre va impecablemente vestida. Si cuando tenga su edad estoy la mitad de bien que ella, habré triunfado en la vida. Ya la echo de menos.

—Hola, cielo. Llamaba para desearte suerte.

—Gracias. —Doy golpecitos con la punta de los pies, incapaz de estarme quieta—. Estoy tan nerviosa que he vomitado esta mañana.

—Te van a coger, tranquila.

—Jo, eso espero —exhalo con pesadez—. He tenido que pasar seis entrevistas para conseguir este trabajo, y recorrer medio país.

Pongo cara de asustada.

—¿He hecho lo correcto, mamá?

—Claro. Es el trabajo de tus sueños. Y así te alejas de Robbie. Te vendrá bien poner tierra de por medio.

Pongo los ojos en blanco.

—No metas a Robbie en esto.

—Estás saliendo con un hombre que no tiene trabajo y vive en el garaje de sus padres. No entiendo qué ves en él.

—Es que no le sale nada —suspiro.

—Pues si no le sale nada, ¿por qué no se va contigo a Nueva York?

—No le gusta Nueva York. Es demasiado bulliciosa para él.

—Por Dios, Emily, ¿oyes cómo lo justificas? Si te quisiera, iría allí y te animaría a cumplir tu sueño, dado que él no tiene ninguno.

Exhalo con fatiga. Yo misma he pensado eso mismo, pero no lo reconocería ni harta de vino.

—¿Me has llamado para estresarme por lo de Robbie o para desearme suerte? —pregunto, cortante.

—Para desearte suerte. Suerte, cariño. Demuéstrales de qué pasta estás hecha.

Me muevo nerviosa mientras miro el imponente edificio que se cierne sobre mí.

—Gracias.

—Esta noche te llamo para que me hagas un informe completo.

—Vale —accedo y sonrío—. Entro ya.

—A por ellos, tigresa —me anima, y cuelga.

Miro el edificio y las elegantes letras doradas que hay encima de las enormes puertas dobles de la entrada.

MILES MEDIA

Exhalo y relajo los hombros.

—Vale, tú puedes.

Es la oportunidad de las oportunidades. Miles Media es el mayor imperio de medios de comunicación de Estados Unidos y uno de los más grandes del mundo, con más de dos mil empleados solo en Nueva York. Mi fascinación por el periodismo empezó cuando estaba en octavo y presencié un accidente de tráfico mientras volvía del instituto. Como era la única testigo, tuve que dar parte a la policía, y cuando más tarde se descubrió que el coche era robado, el periódico local vino a entrevistarme. Ese día me sentí como una estrella de rock. En ese momento, se prendió una chispa en mí que nunca se apagó. Me saqué la carrera de Periodismo e hice prácticas en las mejores empresas del país. Pero siempre tuve la mira puesta en Miles Media. Sus historias superan con creces las de los demás; ningún otro medio las publicaría. Me he postulado para todas las vacantes que ha habido en los últimos tres años y nunca me habían contestado hasta hace nada. Y aun así he tenido que pasar por seis entrevistas para que me ofreciesen el puesto, así que por tu madre no la cagues.

Me cuelgo la tarjeta de identificación y miro el móvil.

No hay llamadas perdidas. Robbie ni siquiera me ha escrito para desearme suerte. Hombres…

Me dirijo a recepción. El guardia de seguridad de la entrada comprueba mi identificación y me da un código para que pueda subir a mi planta. El corazón me va a mil cuando me meto en el ascensor con todos los pijos. Pulso el número cuarenta. Me miro en el reflejo de las puertas. Llevo una falda de tubo negra que me llega por la pantorrilla, medias negras transparentes, tacones de charol y una blusa de seda de manga larga color crema. Mi intención era parecer profesional y elegante. No sé si lo habré conseguido; ojalá que sí. Me paso la mano por la coleta conforme el ascensor sube. Miro de reojo a mis acompañantes. Los hombres van con trajes caros y las mujeres parecen megaprofesionales y van pintadas hasta las cejas.

Mierda, tendría que haberme puesto un pintalabios fuerte. Me compraré uno en el descanso para comer. Cuando se abren las puertas en mi planta, salgo como si me fuera a comer el mundo.

Fingir seguridad en mí misma es mi superpoder, y hoy no pienso parar hasta que lo borde.

Eso o moriré en el intento.

—Hola —digo, y sonrío a la mujer de aspecto amable que aguarda en recepción—. Me llamo Emily Foster. Empiezo hoy.

Ella sonríe de oreja a oreja.

—Hola, Emily, me llamo Frances. Soy jefa de planta —me estrecha la mano—. Encantada de conocerte.

Parece maja.

—Te acompañaré a tu mesa.

Echa a andar. Me fijo en lo grande que es la oficina. Las mesas se dividen en grupos de cuatro o seis y están separadas por tabiques.

—Como sabes, cada planta pertenece a una sección de la empresa —explica mientras camina—. De la uno a la veinte están internacional y revistas. De la treinta a la cuarenta, actualidad, y más arriba están los de la tele.

Asiento, nerviosa.

—En las dos últimas plantas solo están los jefes, por lo que no podrás acceder allí con tu tarjeta. Tenemos la costumbre de hacer una visita guiada por el edificio a los nuevos empleados, y Lindsey, de recursos humanos, vendrá y te acompañará a las dos en punto de esta tarde.

—Vale, genial. —Sonrío cuando siento que la seguridad en mí misma se queda en la moqueta.

Madre mía, qué profesional es esto.

—La mayoría empiezan en la planta cuatro y van subiendo, así que felicidades por empezar en la cuarenta. Es asombroso —me dice con una gran sonrisa.

—Gracias —digo, nerviosa.

Me conduce a un grupo de cuatro escritorios que hay junto a la ventana y saca una silla.

—Tu mesa.

—Vaya.

Me quedo blanca. Quien mucho abarca poco aprieta. Nada más sentarme, noto cómo el pánico empieza a apoderarse de mí.

—Hola, me llamo Aaron —dice un hombre mientras toma asiento a mi lado. Me estrecha la mano con una gran sonrisa—. Tú debes de ser Emily.

—Hola, Aaron —musito.

Me siento una inepta total.

—Te dejo con Aaron. Estarás bien —me indica Frances, y sonríe.

—Gracias.

—Que tengas un buen día —se despide, y vuelve a su mesa.

Miro el ordenador mientras el corazón me late desbocado.

—¿Estás emocionada? —pregunta Aaron.

—Estoy muerta de miedo —susurro mientras me vuelvo hacia él—. Nunca he estado en un puesto así. Normalmente, encuentro las historias con mis colegas.

Me sonríe con cariño.

—No te preocupes, todos estamos igual el primer día. No te habrían dado el puesto si no confiasen en ti.

Esbozo una sonrisa torcida.

—No quiero decepcionar a nadie.

Me cubre la mano con la suya.

—Eso no va a pasar. Este equipo es muy bueno y nos ayudamos mucho los unos a los otros.

Miro su mano.

—Uy. —Se da cuenta de que estoy incómoda y la aparta—. Soy gay y me encanta tocar a la gente. Si ves que invado tu espacio, me lo dices, que yo no me corto un pelo.

Sonrío. Agradezco su sinceridad.

—Vale —digo, y veo que la gente llega—. ¿Cuánto llevas aquí?

—Cuatro años. Me encanta —exclama moviendo los hombros para darle énfasis—. Es el mejor trabajo que he tenido en mi vida. Me mudé de San Francisco por él.

—Yo de California —digo, y sonrío orgullosa.

—¿Has venido sola? —pregunta.

—Sí —respondo y me encojo de hombros—. He alquilado un pisito de un solo dormitorio. Llegué el viernes.

—¿Y qué has hecho este finde? —pregunta.

—Flipar por lo de hoy.

Se ríe.

—No te preocupes. Todos hemos pasado por lo mismo.

Miro a las dos sillas vacías.

—¿Con quién más trabajamos?

—Con Molly. —Señala la silla que tengo delante—. Ella ficha a las nueve y media. Es madre soltera y tiene que llevar a los niños al cole.

Sonrío. Me parece bien.

—Y con Ava, que seguro que salió anoche y por eso llega tarde.

Sonrío y pongo los ojos en blanco.

—Se pasa el día de fiesta y nunca está en su mesa; siempre se las ingenia para estar en otro sitio.

—Hola —saluda una chica. Llega corriendo por el pasillo y se sienta en su silla. Para cuando me extiende la mano, está jadeando—. Me llamo Ava.

Le estrecho la mano y sonrío.

—Yo soy Emily.

Ava es más joven que yo. Es muy guapa, lleva el pelo corto en tono miel y su maquillaje es espectacular. Es muy moderna, muy neoyorquina.

—Enciende el ordenador y te enseñaré qué programas usamos —me dice Aaron.

—Vale —acepto, y me concentro en mi tarea.

Bua, Aaron —exclama Ava—. Anoche conocí al tío más sexy del mundo.

—Y vuelta la burra al trigo —suspira Aaron—. Conoces al tío más sexy del mundo todas las noches.

Caigo en la cuenta de que estoy sonriendo al escucharlos.

—No, esta vez es en serio, lo juro.

Miro a Aaron, que sonríe con suficiencia y pone los ojos en blanco como si ya hubiese oído eso antes.

Ava se pone a trabajar y Aaron me explica cómo van los programas mientras yo tomo notas.

—A las diez nos llegan las historias.

Escucho con atención.

—Nosotros, como periodistas, tenemos que leerlas, decidir si se les puede sacar chicha o no y si vamos a documentarnos al respecto.

Frunzo el ceño.

—¿Y cómo tomáis esa decisión?

—Apostamos por lo que nos interesa —interviene Ava—. A ver, es obvio que las noticias de última hora son importantes, pero no nos pagan por eso.

Lee un correo.

—Por ejemplo, tres cafeterías a dos manzanas de distancia han cerrado esta semana. —Pone los ojos en blanco—. En serio, ¿a quién le importa? Esto no es noticia.

Se me escapa una risita.

—Tengo una —dice Aaron, que procede a leerla—: «Un conductor que viajaba a doscientos cincuenta kilómetros por hora se ha saltado un control policial. La persecución acabó cuando…

Ava asiente.

—¿Ves? Esto sí.

—Esta me la guardo.

Escribe algo y guarda el archivo en una carpeta.

—Entonces, ¿esto cómo va? —pregunto.

—A ver, nosotros recopilamos historias, hablamos de lo que ha encontrado cada uno y hacemos una lista. Investigas tus historias, y para las cuatro o así ya tienes que haber preparado unas cuantas para que salgan en las noticias del día siguiente. Se las enviamos a Hayden, que a su vez se las envía a redacción. Obviamente, si nos llega una buena, esa tendrá prioridad sobre el resto y saldrá en las noticias al momento.

Frunzo el ceño a medida que voy escuchando.

—Entonces, ¿cada uno recibe sus historias con su encabezado?

—Sí. Otros compañeros de esta planta nos las envían al correo.

Echo un vistazo a los demás empleados.

—Estamos al tanto de lo que vende y de lo que de verdad es noticia —añade Ava—. Es el trabajo más chulo del mundo.

Sonrío. Quizá sí pueda hacerlo.

—Abre tu bandeja de entrada —me indica Aaron, que abre algo en mi ordenador que no deja de pitar mientras yo observo.

—¿Todo eso son posibles historias? —pregunto con el ceño fruncido.

—Sí —dice, y me guiña el ojo con aire juguetón—. Espabila, que no paran.

Sonrío emocionada.

—Pero asegúrate de que todos los datos estén bien. Nada cabrea más a los de arriba que encontrar algo mal. Te meterás en un buen lío.

—Entendido.

* * *

Justo cuando vuelvo de almorzar, me suena el teléfono.

—Hola, Emily, soy Lindsey, de recursos humanos. Te recojo en cinco minutos —dice una voz muy amable.

Me estremezco. ¡Ostras, es verdad, la visita guiada!

—Vale, gracias.

Cuelgo.

—Tengo que hacer la visita guiada —les susurro a mis compañeros.

—No pasa nada —dice Aaron sin dejar de leer el correo.

—Tengo muchos encabezados —tartamudeo—. No puedo seguiros el ritmo.

—No te preocupes, no pasa nada —me dice a modo de consuelo.

—¿Y si se me escapa un bombazo?

—No te va a pasar eso, tranquila. Echaré un vistazo a tus correos mientras no estés.

—¿En serio?

—Pues claro. No se espera que lo sepas todo el primer día.

—Tienes que ir arriba —indica Ava, que hace una mueca.

—¿Qué hay arriba? —pregunto.

—Los despachos de los altos cargos.

—¿Y son majos?

—No, son más malos que la hostia, y es muy probable que te despidan ahí mismo.

—¿Cómo?

—Bah, chorradas —exclama Aaron, que pone los ojos en blanco—. Lo que pasa es que no… —Se le descompone el gesto mientras elige sus palabras—. No se andan con chiquitas. Si te tienen que decir algo, te lo van a decir alto y claro. No están para aguantar tonterías.

—¿Y quiénes son? —susurro.

—Bueno, el señor Miles no estará. Nunca está. Creo que está en Londres.

—¿El señor Miles? —pregunto con los nervios a flor de piel.

—El jefazo.

—Sí, sé quién es. Como todo el mundo, creo. Aunque nunca lo he visto. Son él y sus hermanos, ¿no?

—Sí, la familia Miles dirige el cotarro. Él y sus tres hermanos.

—¿Y están todos arriba? —susurro mientras me retoco con el pintalabios que me he comprado durante la pausa del almuerzo. Un poco de valentía no me vendrá mal.

—Tú no digas tonterías y ya está —me aconseja Ava.

Abro los ojos como platos.

—¿Por ejemplo? ¿Qué es una tontería para ellos?

Me estoy empezando a asustar de verdad.

—Tú no abras la boca, haz la visita y no le cuentes nada a la de recursos humanos.

—¿Por?

—Porque tienen contacto directo con los de arriba. Lo de la visita es solo una pantomima para evaluar tu personalidad en las dos horas que te tendrá dando vueltas.

—Ay, madre.

Suspiro.

—Hola. Emily, ¿no? Soy Lindsey.

Me giro para ver a una mujer rubia muy guapa. Al instante me pongo de pie y extiendo la mano.

—Hola.

Sonríe a mis compañeros.

—En marcha. Empezaremos por la planta uno e iremos subiendo.

Me despido de mis colegas con gesto nervioso y la sigo hasta el ascensor.

Allá vamos.

Hora y media después

—Y este es el gimnasio del que disfruta nuestro personal.

Echo un vistazo a la sala. Es grande, estilosa y está en la planta sesenta.

—Caray.

—Está abierto desde las seis de la mañana hasta las seis y media de la tarde. Obviamente, está más concurrido antes de que empiece la jornada laboral, pero también puedes venir a la hora de almorzar. Muchos adelantan o retrasan su almuerzo para que no haya tanta gente cuando vengan.

Este sitio es una pasada. Una cafetería en el segundo piso que ocupa toda la planta, un cine, un gimnasio, una oficina de correos, una planta para frikis. Lo han pensado todo al detalle.

—Vale, sigamos —dice Lindsey con una sonrisa—. A continuación, vamos a subir a los despachos de los altos cargos.

Me entran retortijones mientras volvemos al ascensor.

Lindsey entra y mira los botones.

—Anda, mira, estás de suerte.

Frunzo el ceño con aire inquisitivo.

—El señor Miles está aquí.

Finjo una sonrisa.

—Te lo presentaré primero.

Ay, madre.

«No hables ni digas tonterías», me recuerdo. Nerviosa, retuerzo los dedos delante de mí mientras subimos a la última planta. Se abren las puertas, salgo del ascensor y me paro en seco.

¡Vaya!

Mármol blanco hasta donde alcanza la vista, ventanales hasta el techo y lujosos muebles de cuero blanco.

—Hola, Sammia —saluda Lindsey con una sonrisa mientras yo miro a mi alrededor con cara de pasmo.

Este lugar es alucinante.

La mujer de recepción deja de mirar la pantalla y sonríe amablemente.

—Hola, Lindsey.

—Te presento a Emily. Es nueva y ha empezado hoy en la planta cuarenta.

Sammia me estrecha la mano.

—Encantada de conocerte, Emily.

—¿El señor Miles acepta visitas? —pregunta Lindsey.

—Sí —sonríe—. Le diré que estás aquí.

Le va a decir que estoy aquí. Socorro.

Lindsey encorva los hombros como si también estuviera nerviosa.

Sammia levanta el auricular.

—Señor Miles, tenemos a un nuevo miembro del personal deseando conocerle en recepción. —Calla un momento y sonríe—. Sí, señor.

Cuelga.

—Ya puedes pasar.

—Por aquí.

Lindsey me hace pasar por una sala de juntas. Hago ruido al caminar. ¿Por qué no hacen ruido los zapatos de Lindsey?

Mañana mismo me compro unos zapatos con suela de goma.

Cruzamos la sala y vamos por otro pasillo acompañadas por el repiqueteo constante de mis tacones. Me molesta hasta a mí. Parezco un caballo. Me dan ganas de quitármelos y tirarlos a la basura. Tranquilízate e intenta aparentar profesionalidad.

Llegamos ante unas puertas dobles de color negro. Lindsey llama. Se me va a salir el corazón del pecho.

Tú no digas ninguna tontería y ya está.

—Adelante —dice una voz grave.

Lindsey abre las puertas y entro al despacho.

Unos ojos azules que me resultan familiares me miran tras un escritorio de caoba. Me detengo en seco.

¿Qué?

—Emily Foster, te presento al señor Miles —dice Lindsey.

Lo miro. No puedo hablar. Me he quedado sin aire.

Enarca las cejas y se recuesta en su silla con una sonrisa.

—Hola, Emily.

No deja de mirarme con esos ojos enormes; los mismos ojos azul oscuro que me hipnotizaron hace doce meses.

Es él.

La escala

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