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Tres

La doctora Catherine Cordell pasó a toda velocidad por el corredor del hospital, las suelas de sus zapatillas chillando contra el piso de linóleo, y abrió con un empujón la puerta de dos hojas de la sala de emergencias.

—¡Están en Traumatismo Dos, doctora Cordell! —exclamó una enfermera.

—Allá voy —dijo Catherine, moviéndose como un misil teledirigido hacia Traumatismo Dos.

Media docena de caras le manifestaron su alivio con la mirada mientras entraba en la sala. Con un solo vistazo apreció la situación, observó una maraña de instrumental quirúrgico brillando sobre una bandeja, las vías intravenosas con bolsas de lactato de Ringer colgando como pesados frutos de troncos de acero, gasas estriadas de sangre y envoltorios desgarrados tirados por todo el piso. Un acelerado ritmo sinusal marcaba una línea crispada sobre el monitor cardíaco; el patrón eléctrico de un corazón en carrera contra la muerte.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras el personal se hacía a un lado para dejarla pasar.

Ron Littman, residente avanzado de cirugía, le hizo un informe relámpago.

—NN masculino, peatón, golpeado por un auto que huyó. Ingresó en emergencias inconsciente. Pupilas simétricas y reactivas, pulmones despejados, pero el abdomen está distendido. No hay sonidos hidroaéreos. Presión sanguínea por debajo de sesenta. Le hice una paracentesis. Tiene una hemorragia en el abdomen. Le aplicamos una vía intravenosa con lactato de Ringer al máximo, pero no podemos mantener la presión.

—¿Sangre RH negativo y plasma fresco en camino?

—Deberían llegar en cualquier momento.

El hombre sobre la mesa estaba desnudo, con cada detalle íntimo expuesto cruelmente a su mirada. Parecía cercano a los sesenta, y ya estaba intubado y con respirador. Los flácidos músculos se plegaban en capas sobre los miembros descarnados, y las costillas sobresalían como aspas arqueadas. «Una enfermedad crónica preexistente», pensó. Cáncer era su primera apuesta. El brazo derecho y la cadera estaban escoriados y sanguinolentos a causa del raspón contra el pavimento. En el extremo derecho de su torso, un hematoma formaba un continente púrpura sobre el pergamino blanco de la piel. No había heridas profundas.

Ella se colocó el estetoscopio para verificar lo que el residente acababa de decirle. No pudo escuchar sonidos en el abdomen. Ni siquiera un gruñido. El silencio de un traumatismo intestinal. Deslizando el diafragma del estetoscopio hacia el pecho, escuchó el sonido de la respiración, y confirmó que el tubo endotraqueal estaba correctamente colocado y que ambos pulmones recibían aire. El corazón latía como un puño contra la pared del pecho. Su examen sólo fue cuestión de segundos, aunque sentía que se movía en cámara lenta y que, a su alrededor, la sala llena de personal esperaba congelada en el tiempo, a la espera de su siguiente movimiento.

—¡Apenas puedo mantener la presión sistólica en cincuenta! —exclamó una enfermera.

El tiempo corría a una velocidad temible.

—Guardapolvos y guantes —dijo Catherine—. Abran la bandeja de laparotomía.

—¿Por qué no lo llevamos al quirófano? —dijo Littman.

—Todas las salas están ocupadas. No podemos esperar. —Alguien le alcanzó una cofia descartable. A toda velocidad ató su largo pelo rojo y se ajustó el barbijo. Una enfermera ya le tendía un guardapolvos quirúrgico esterilizado. Catherine deslizó sus brazos en las mangas y encajó las manos dentro de los guantes. No tenía tiempo para lavarse, no tenía tiempo para vacilar. El desconocido estaba bajo su responsabilidad y sólo contaba con ella.

Se colocaron lienzos esterilizados sobre el pecho y la pelvis del paciente. Ella arrebató unos hemostatos de la bandeja y sujetó velozmente los lienzos en su lugar, apretando los dientes de acero con un satisfactorio sonido.

—¿Dónde está esa sangre? —exclamó.

—Estoy chequeando con el laboratorio —dijo una enfermera.

—Ron, tú serás el primer asistente —le dijo Catherine a Littman. Recorrió la sala con la vista y se detuvo en el joven pálido parado junto a la puerta. Su identificación decía: «Jeremy Barrows, Estudiante de Medicina»—. Tú —dijo—. Tú serás el segundo asistente.

El pánico cruzó por los ojos del joven.

—Pero… Sólo estoy en segundo año. Yo vine para…

—¿Podemos conseguir a otro residente de cirugía?

Littman movió la cabeza.

—Todos están ocupados. Hay una lesión de cabeza en Traumatismo Uno, y una emergencia al final del pasillo.

—De acuerdo. —Se volvió hacia el estudiante—. Barrows, serás tú. Enfermera, consígale guantes y guardapolvos.

—¿Qué tengo que hacer? Yo en realidad no sé…

—Mira, ¿quieres ser médico? ¡Entonces ponte los guantes!

Intensamente sonrojado, se dio vuelta para vestirse con el guardapolvos. El muchacho estaba asustado pero, en muchos sentidos, Catherine prefería a un estudiante ansioso como Barrows a uno arrogante. Había visto a muchos pacientes muertos a causa del exceso de confianza de un médico.

Una voz carraspeó en el intercomunicador.

—Hola. ¿Traumatismo Dos? Es el laboratorio. Tenemos un hematocrito del paciente. Es de quince.

«Está desangrándose», pensó Catherine.

—¡Necesitamos el RH negativo ahora!

—Está en camino.

Catherine tomó un escalpelo. El peso de la empuñadura y el contorno del acero le resultaban cómodos al tacto. Era una extensión de su propia mano, de su propia carne. Aspiró brevemente, inhalando el olor del alcohol y del talco de los guantes. Luego presionó el filo de la hoja contra la piel y practicó una incisión en el centro exacto del abdomen.

El escalpelo trazó una brillante línea de sangre sobre la tela blanca de la piel.

—Preparen las planchas de succión y laparotomía —dijo—. Tenemos un abdomen lleno de sangre.

—La presión apenas se mantiene en cincuenta.

—¡Tenemos RH negativo y plasma fresco! Ya lo estoy colgando.

—Que alguien controle el ritmo. Manténganme informada de lo que hace —dijo Catherine.

—Taquicardia sinusal. Se mantiene en uno cincuenta.

Cortó la piel y la grasa subcutánea, ignorando la hemorragia de la pared abdominal. No perdió el tiempo con sangrados menores; la hemorragia más seria se hallaba dentro del abdomen, y debía ser detenida. El bazo o el hígado dañado eran la fuente más probable.

La membrana peritoneal surgió hinchada, tensa de sangre.

—Esto va a ensuciar mucho —advirtió con el filo listo para penetrar. A pesar de estar preparada para el chorro, la primera penetración de la membrana liberó un borbotón de sangre tan explosivo que sintió una oleada de pánico. La sangre se derramó sobre los lienzos y corrió hasta el piso. Salpicó su guardapolvos, y pudo sentir su calor de fragancia cobriza empapando las mangas. Y todavía seguía fluyendo en un río satinado.

Encajó los retractores, ampliando el agujero de la herida y exponiendo el campo. Littman insertó el catéter de succión. La sangre corría con ruidos gorgoteantes por el entubado. Un hilo rojo brillante salpicó con un chorro el recipiente de vidrio.

—¡Más planchas de laparotomía! —gritó Catherine por encima del ruido de succión. Ya había rellenado la herida con media docena de planchas absorbentes y observaba cómo se volvían rojas como por arte de magia. En cuestión de segundos estaban saturadas. Las arrebató de un tirón y colocó planchas nuevas, acomodándolas en los cuatro ángulos.

—¡Veo una contracción ventricular prematura! —dijo una enfermera.

—Mierda, ya succionamos dos litros en el recipiente —dijo Littman.

Catherine levantó la vista y vio que las bolsas de RH negativo y plasma fresco goteaban velozmente por la vía intravenosa. Era como verter agua en un colador. Entraba por las venas y salía por la herida. No podían mantener la sangre. Ella no podía cauterizar vasos sumergidos en un lago de sangre; no podía operar a ciegas.

Quitó las planchas de laparotomía, pesadas y chorreantes, y rellenó con unas nuevas. Por unos pocos y valiosos segundos trazó las marcas. La sangre se filtraba desde el hígado, pero no había ningún punto dañado a la vista. Parecía estar goteando por toda la superficie del órgano.

—¡Estoy perdiendo presión! —exclamó una enfermera.

—Pinzas —dijo Catherine, y el instrumento fue depositado instantáneamente sobre su mano—. Voy a intentar hacer una maniobra Pringle. Barrows, ¡coloca más planchas!

Sorprendido al verse llamado a la acción, el estudiante de medicina se acercó a la bandeja y chocó contra la pila de planchas de laparotomía. Las miró con horror mientras caían.

Una enfermera abrió un paquete nuevo con un desgarrón.

—Van sobre el paciente, no en el piso —le indicó con desdén. Su mirada se cruzó con la de Catherine, y un mismo pensamiento se reflejó en los ojos de ambas mujeres.

¿Este chico quiere ser médico?

—¿Dónde las pongo? —preguntó Barrows.

—Sólo despeja el campo. ¡No puedo ver nada con toda esta sangre!

Le dio unos pocos segundos para limpiar la herida, luego ella se adelantó y desgarró el omento superficial. Guiando las pinzas desde la izquierda, identificó el pedículo hepático, atravesado por la arteria hepática y la vena porta. No era más que una solución temporaria, pero si podía detener el flujo de sangre en ese punto, podría controlar la hemorragia. Eso les daría un tiempo precioso para estabilizar la presión y bombear más sangre y plasma a su circulación. Apretó las pinzas, cerrando los vasos del pedículo.

Para su desesperación, la sangre continuaba filtrándose sin pausa.

—¿Estás segura de que cerraste el pedículo? —dijo Littman.

—Sé que lo hice. Y sé que no viene del retroperitoneo.

—¿Tal vez de la vena hepática?

Ella sacó dos planchas de laparotomía de la bandeja. Su siguiente maniobra era el último recurso. Colocando las planchas sobre la superficie del hígado, apretó el órgano con sus manos enguantadas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Barrows.

—Compresión hepática —dijo Littman—. A veces puede cerrar los bordes de laceraciones ocultas. Detiene la hemorragia.

Cada músculo de sus hombros y brazos se puso rígido mientras apretaba para mantener la presión y controlar la marea de sangre.

—Sigue sangrando —dijo Littman—. Esto no funciona.

Ella miró fijamente la herida y observó la sostenida acumulación de sangre. «¿De dónde carajo está sangrando?», se preguntó. Y de repente notó que también había sangre filtrándose desde otros lugares. No sólo del hígado, sino también de la pared abdominal, del mesenterio. De los bordes de la piel recién cortada.

Observó el brazo izquierdo del paciente, que sobresalía por debajo de los paños esterilizados. La gasa que cubría la aguja de la vía intravenosa estaba empapada de sangre.

—Quiero seis unidades de plaquetas y plasma fresco inmediatamente —ordenó—. Y comiencen una infusión de heparina. Diez mil unidades por bolsa de suero, luego mil unidades por hora.

—¿Heparina? —dijo Barrows estupefacto—. Pero si se está desangrando.

—Esto es una CID —dijo Catherine—. Necesita un anticoagulante.

—Todavía no tenemos los resultados del laboratorio. ¿Cómo sabes que es una CID? —Littman la miraba atentamente.

—Para el momento en que tengamos los estudios de coagulación, será demasiado tarde. Tenemos que movernos ya mismo. —Le hizo una indicación a la enfermera—. Adelante.

La enfermera clavó la aguja dentro del puerto de inyección de la vía intravenosa. La heparina era una tirada de dados desesperada. Si el diagnóstico de Catherine era correcto, si el paciente sufría de CID —coagulación intravascular diseminada—, entonces a través de su flujo sanguíneo se estaba formando una cantidad masiva de trombos como una microscópica tormenta de granizo, consumiendo todos sus preciosos agentes de coagulación y sus plaquetas. Un traumatismo severo, un cáncer o una infección latente podían disparar una formación descontrolada de trombos en cascada. Como la CID utiliza agentes de coagulación y plaquetas, ambos necesarios para la coagulación, el paciente comenzaría con una hemorragia. Para detener la CID tenían que administrarle heparina como anticoagulante. Era un tratamiento extrañamente paradójico. Era también una apuesta. Si el diagnóstico de Catherine estaba errado, la heparina no haría más que empeorar la hemorragia.

«Como si las cosas pudieran empeorar», pensó. La espalda le dolía y sus brazos temblaban por el esfuerzo de mantener la presión sobre el hígado. Una gota de sudor se deslizó por su mejilla y empapó su barbijo.

Desde el laboratorio llamaban de nuevo por el intercomunicador.

—Traumatismo Dos, tengo los resultados de coagulación del paciente.

—Adelante —dijo la enfermera.

—Plaquetas en mil. El tiempo de protrombina se eleva a treinta, y tiene elementos de degradación de fibrina. Parece que el paciente tiene un caso agudo de CID.

Catherine captó la mirada de asombro de Barrows. «Los estudiantes de medicina son tan impresionables».

—¡Taquicardia ventricular! ¡Está en taquicardia ventricular!

La mirada de Catherine se lanzó al monitor. Una línea irregular trazaba dientes filosos a través de la pantalla.

—¿Presión?

—Nada. La perdí.

—Comencemos la resucitación cardiopulmonar. Littman, estás a cargo del protocolo.

El caos se formaba como una tormenta, girando a su alrededor con una violencia vertiginosa. Un empleado irrumpió con plasma fresco y plaquetas. Catherine escuchó que Littman impartía órdenes para las drogas cardíacas, vio a una enfermera colocar sus manos sobre el esternón y comenzar a empujar contra el pecho, mientras la cabeza del paciente se bamboleaba como un muñeco. Con cada compresión cardíaca irrigaban el cerebro, manteniéndolo vivo. Así también alimentaban la hemorragia.

Catherine observó la cavidad abdominal del paciente. Todavía mantenía comprimido el hígado, deteniendo la marea de sangre. ¿Era su imaginación o la sangre, que se derramaba en cintas brillantes a través de sus dedos, comenzaba a disminuir?

—Desfibrilación —dijo Littman—. Cien joules…

—No, espera. ¡Su ritmo ha vuelto!

Catherine miró el monitor. ¡Taquicardia sinusal! El corazón latía nuevamente, pero también forzaba sangre en las arterias.

—¿Está irrigando? —exclamó—. ¿Cuál es la presión sanguínea?

—Presión… noventa sobre cuarenta. ¡Sí!

—Ritmo estable. Manteniendo la taquicardia sinusal.

Catherine miró el abdomen abierto. La hemorragia había disminuido a una filtración apenas perceptible. Se quedó acunando el hígado en sus manos, y escuchó el sonido regular del monitor. Música para sus oídos.

—Amigos —dijo—. Creo que hemos salvado una vida.

Catherine se quitó los guantes y el guardapolvos lleno de sangre, y siguió a la camilla que se llevaba al paciente desconocido de Traumatismo Dos. Los músculos de sus hombros temblaban de fatiga, pero era una buena fatiga. El cansancio de la victoria. Las enfermeras deslizaron la camilla dentro del ascensor, para llevar al paciente a la unidad quirúrgica de terapia intensiva. Catherine estaba a punto de entrar en el ascensor cuando alguien la llamó por su nombre.

Se volvió y vio a un hombre y a una mujer que se acercaban. La mujer era baja y de aspecto poco amistoso, una morena con ojos color carbón y una mirada tan directa como un láser. Estaba vestida con un austero traje azul que la hacía verse casi como un militar. El hombre tendría unos cuarenta y cinco años, y unas franjas plateadas se destacaban sobre su pelo oscuro. La madurez había dibujado unos sobrios surcos en lo que todavía resultaba una cara sorprendentemente atractiva. Fue en sus ojos en donde Catherine detuvo la mirada. Eran de un gris suave, ilegible.

—¿Doctora Cordell? —preguntó.

—Sí.

—Soy el detective Thomas Moore. Ella es la detective Rizzoli. Somos de la Unidad de Homicidios. —Levantó su placa, que bien podría haber sido de juguete. Ella apenas la miró; toda su atención estaba centrada en Moore.

—¿Podemos hablar con usted en privado? —preguntó.

Ella se volvió hacia las enfermeras que la esperaban con el paciente en el ascensor.

—Adelántense —les indicó—. El doctor Littman les dará las instrucciones por escrito.

Una vez que la puerta del ascensor se cerró, ella le dirigió la palabra al detective Moore.

—¿Es por la persona atropellada que acaba de ingresar? Porque parece que va a sobrevivir.

—No estamos aquí por un paciente.

—¿No dijeron que eran de la Unidad de Homicidios?

—Sí. —Era el tono tranquilo de su voz lo que la alarmaba. Una gentil amenaza que la preparaba para malas noticias.

—Es… ¡Oh, Dios! ¿Se trata de alguien que conozco?

—Es acerca de Andrew Capra. Y de lo que le sucedió a usted en Savannah.

Por un momento se quedó sin habla. Sus piernas de repente estaban insensibles y debió buscar el apoyo de la pared para no caerse.

—¿Doctora Cordell? —dijo con súbita alarma—. ¿Está usted bien?

—Creo… Creo que deberíamos hablar en mi oficina —susurró. Se dio vuelta abruptamente y caminó fuera de la sala de emergencia. No miró atrás para ver si los detectives la seguían; tan sólo siguió caminando, volando hacia la seguridad de su oficina, en el edificio adyacente a la clínica. Escuchaba sus pasos justo tras ella mientras navegaba por el extenso complejo del Centro Médico Pilgrim.

«Lo que le sucedió a usted en Savannah».

No quería hablar de eso. Tenía la esperanza de no volver a hablar de Savannah con nadie, nunca más. Pero éstos eran policías, y no podía evitar sus preguntas.

Finalmente llegaron a una puerta con una placa.

Peter Falco, doctor en medicina.

Catherine Cordell, doctora en medicina.

Cirugía general y vascular.

Pasó a la oficina de recepción y la recepcionista la miró con una sonrisa automática de bienvenida, que se congeló a medias en sus labios al ver la cara cenicienta de Catherine y al notar a los dos extraños que la seguían.

—¿Doctora Cordell? ¿Hay algún problema?

—Estaremos en mi oficina, Helen. Por favor, no me pases ninguna llamada.

—Su primer paciente llega a las diez. El señor Tsang, seguimiento de esplenotomía.

—Cancélalo.

—Pero viene manejando desde Newbury. Probablemente ya está en camino.

—Está bien, tendrá que esperar. Pero, por favor, no me pases ninguna llamada.

Ignorando la mirada de asombro de Helen, Catherine se encaminó directamente a su oficina, con Moore y Rizzoli detrás. Buscó de inmediato su uniforme de laboratorio. No colgaba del gancho de la puerta, donde siempre lo dejaba. Se trataba de una frustración nimia, pero agregada a la agitación que ya sentía, era casi más de lo que podía soportar. Paseó los ojos por el cuarto en busca del uniforme como si su vida dependiera de él. Lo ubicó doblado sobre el fichero, y sintió una irracional oleada de alivio al tomarlo para luego sentarse detrás de su escritorio. Allí se sentía segura, atrincherada detrás de la pulida superficie de palisandro. Segura y controlada.

El cuarto era un lugar pulcramente ordenado, del mismo modo en que todo en su vida lo era. Tenía poca tolerancia para el desorden, y sus fichas se organizaban en dos pilas bien diferenciadas sobre el escritorio. Sus libros seguían un orden alfabético por autor sobre los estantes. La computadora zumbaba tranquilamente, mientras el protector de pantalla armaba diseños geométricos en el monitor. Se deslizó dentro del uniforme de laboratorio para cubrir la pechera ensangrentada del guardapolvos. Una capa adicional de uniforme se sentía como un nuevo escudo protector, una nueva barrera contra los malignos y peligrosos avatares de la vida.

Sentada detrás del escritorio, observó a Moore y a Rizzoli estudiando el cuarto, tratando sin duda de descubrir la personalidad de su ocupante. ¿Sería eso automático en los policías, esa rápida inspección visual, la ponderación de la personalidad del individuo? Catherine se sentía expuesta y vulnerable.

—Me imagino que es un tema doloroso para usted —dijo Moore mientras se sentaba.

—No tiene idea de cuan doloroso. Fue hace dos años. ¿Por qué surge ahora?

—Es en relación con dos homicidios sin resolver, aquí en Boston. —Catherine frunció el entrecejo.

—Pero yo fui atacada en Savannah.

—Sí, lo sabemos. Existe una base de datos nacional llamada Programa de Captura de Criminales Violentos. Cuando hicimos la búsqueda en el Programa, rastreando crímenes similares a estos homicidios, surgió el nombre de Andrew Capra.

Catherine se quedó en silencio por un momento, absorbiendo la información. Se armó de coraje para plantear la siguiente pregunta con lógica. Se las arregló para hacerlo con calma.

—¿De qué similitudes estamos hablando?

—La manera en que las mujeres fueron inmovilizadas y controladas. El tipo de instrumento cortante utilizado. La… —Moore hizo una pausa, en un esfuerzo por armar su frase con la mayor delicadeza posible—. La elección de la mutilación. —Terminó la frase con cuidado.

Catherine se aferró al escritorio con ambas manos, luchando por contener un súbito acceso de náusea. Su mirada voló a la pila de fichas prolijamente alineadas frente a ella. Ubicó una mancha de tinta azul en la manga de su uniforme. «No importa cuánto trates de mantener el orden en tu vida, no importa cuan cuidadosa seas para prevenir los errores, las imperfecciones, siempre habrá algún manchón, alguna equivocación, acechando fuera de tu alcance. Esperando para sorprenderte».

—Cuéntenme sobre esas mujeres —dijo—. Esas dos mujeres.

—No estamos autorizados para revelar mucho más.

—¿Qué pueden decirme entonces?

—No más de lo que se publicó en el Globe dominical.

Le tomó unos pocos segundos procesar lo que él acababa de decirle. Se puso tensa en su desconfianza.

—Estos asesinatos en Boston… ¿son recientes?

—El último fue el viernes pasado.

—Entonces esto no tiene nada que ver con Andrew Capra. No tiene nada que ver conmigo.

—Hay coincidencias sorprendentes.

—Pero son puramente casuales. Tienen que serlo. Pensé que me hablaban de crímenes cometidos hace tiempo. Algo que Capra hizo años atrás. No la semana pasada. —Se reclinó abruptamente sobre el respaldo de su silla—. No veo en qué pueda ayudarlos.

—Doctora Cordell, este asesino conoce detalles que nunca fueron revelados al público. Posee información sobre los ataques de Capra que nadie además de los investigadores de Savannah conoce.

—Entonces tal vez deberían ir a ver a esa gente. A los que lo conocieron.

—Usted es una de esas personas, doctora Cordell.

—Por si lo olvidaron, yo fui una víctima.

—¿Habló en detalle sobre su caso con alguien?

—Sólo con la policía de Savannah.

—¿No lo discutió en profundidad con algún amigo?

—No.

—¿Parientes?

—Tampoco.

—Debe de haber alguien en quien usted confíe.

—No hablo de eso. Nunca hablo de eso.

Moore le dirigió una mirada de desconfianza.

—¿Nunca?

Ella apartó sus ojos.

—Nunca —susurró.

Hubo un largo silencio. Luego Moore, con amabilidad, preguntó:

—¿Alguna vez escuchó el nombre de Elena Ortiz?

—No.

—¿Diana Sterling?

—No. ¿Son las mujeres que…?

—Sí. Ellas son las víctimas.

Catherine tragó saliva.

—No conozco esos nombres.

—¿No sabía nada de los asesinatos?

—Es importante para mí no leer cosas trágicas. No puedo lidiar con eso. —Dejó escapar un suspiro de cansancio—. Tienen que entender; veo tantas cosas terribles en la sala de emergencia… Cuando llego a casa, al final del día, quiero paz. Quiero sentirme segura. No necesito leer nada de lo que sucede en el mundo ni de toda su violencia.

Moore buscó en su saco y deslizó dos fotografías por encima del escritorio.

—¿Reconoce a alguna de estas dos mujeres?

Catherine miró con atención las caras. La de la izquierda tenía ojos oscuros y una sonrisa en los labios; el viento jugaba con su pelo. La otra era una rubia etérea, de mirada soñadora y distante.

—La de pelo oscuro es Elena Ortiz —dijo Moore—. La otra es Diana Sterling. Diana fue asesinada hace un año. ¿Estas caras no le resultan para nada familiares?

Ella sacudió la cabeza.

—Diana Sterling vivía en Back Bay, sólo a media cuadra de su casa. El departamento de Elena Ortiz está a tan sólo dos cuadras al sur de su hospital. Es probable que las haya visto. ¿Está absolutamente segura de que no reconoce a ninguna de las dos?

—Nunca las vi en mi vida. —Le devolvió las fotos a Moore, y de repente vio que su mano temblaba. Seguramente él lo notó cuando las recibía y rozaba sus dedos con los de ella. Catherine pensó que él debía de advertir a menudo ese tipo de cosas; un policía debía hacerlo. Había estado tan concentrada en su agitación que apenas registró a este hombre. Era tranquilo y amable con ella, y no la hacía sentirse amenazada en absoluto. Sólo ahora advertía que la había estado estudiando de cerca, a la espera de un atisbo de la Catherine Cordell interior. No la experimentada cirujana en traumatismos, tampoco la gélida y elegante pelirroja, sino la mujer bajo la superficie.

La detective Rizzoli habló ahora, y a diferencia de Moore, no hizo esfuerzo alguno para suavizar sus preguntas. Únicamente quería respuestas, y no perdió tiempo en conseguirlas.

—¿Cuándo se mudó aquí, doctora Cordell?

—Dejé Savannah al mes del ataque —dijo Catherine, adaptándose al tono expeditivo de Rizzoli.

—¿Por qué eligió Boston?

—¿Por qué no?

—Es un largo camino desde el sur.

—Mi madre se crió en Massachusetts. Nos traía a Nueva Inglaterra todos los veranos. Sentí que… estaba volviendo a casa.

—De modo que está aquí desde hace dos años.

—Sí.

—¿Haciendo qué?

Catherine se puso seria, perpleja ante la pregunta.

—Trabajando aquí en Pilgrim, con el doctor Falco. En el servicio de traumatismos.

—Supongo que entonces el Globe se equivocó.

—¿Perdón?

—Leí el artículo sobre usted hace un par de semanas. El de las mujeres cirujanas. Muy buena foto suya, dicho sea de paso. Dice que usted trabaja aquí en Pilgrim desde hace sólo un año.

Catherine hizo una pausa.

—El artículo no se equivocó. Después de Savannah me tomé un tiempo para… —Se aclaró la garganta—. No me uní al equipo del doctor Falco hasta junio pasado.

—¿Y qué hay de su primer año en Boston?

—No trabajé.

—¿Qué hizo?

—Nada. —Esa única maldita respuesta, tan directa y terminante, era todo lo que pensaba decirles. No iba a revelar la humillante verdad de lo que había sido ese primer año. Los días, alargados en semanas, en los que tenía miedo de salir de su apartamento. Las noches en que el sonido más apagado podía dejarla temblando de pánico. El lento y doloroso trayecto de vuelta al mundo, cuando tan sólo subir a un ascensor o caminar en la noche hasta su auto eran actos de absoluta valentía. Se había sentido avergonzada de su vulnerabilidad; todavía lo estaba, y su orgullo nunca le permitiría revelarlo.

Miró su reloj.

—Los pacientes me esperan. En realidad, no tengo nada que agregar.

—Déjeme repasar los hechos. —Rizzoli abrió un pequeño cuaderno de espiral—. Hace poco más de dos años, en la noche del 15 de junio, usted fue atacada en su domicilio por el doctor Andrew Capra. Un hombre que conocía. Un residente con el que usted trabajaba en el hospital. —Levantó la vista hacia Catherine.

—Usted ya conoce la respuesta.

—La drogó, la desnudó. La ató a su cama. La aterrorizó.

—No veo el sentido de…

—La violó. —Las palabras, aunque pronunciadas con suavidad, tuvieron el impacto brutal de una cachetada.

Catherine no dijo nada.

—Y eso no es todo lo que planeaba hacer —continuó Rizzoli.

«Dios santo, haz que se detenga».

—Iba a mutilarla de la peor manera posible. Tal como mutiló a otras cuatro mujeres de Georgia. Las abrió. Destruyó precisamente lo que las hacía mujeres.

—Es suficiente —dijo Moore.

Pero Rizzoli era implacable.

—Podría haberle sucedido a usted, doctora Cordell.

Catherine sacudió la cabeza.

—¿Por qué hace esto?

—Doctora Cordell, no hay nada que desee más que atrapar a ese hombre, y se me ocurrió que podría ayudarnos. Que querría evitar que sucediera lo mismo con otras mujeres.

—¡Esto no tiene nada que ver conmigo! Andrew Capra está muerto. Está muerto desde hace dos años.

—Sí. Leí el informe de su autopsia.

—Bien, yo puedo garantizarle que está muerto —respondió Catherine—. Porque fui yo la que maté a tiros a ese hijo de puta.

El Cirujano

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