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Seis

Caminaba de un lado a otro de la sala de emergencia, con la cara pálida y tensa, su pelo cobrizo como una crin enmarañada suelta sobre sus hombros. Miró a Moore en cuanto entró en la sala de espera.

—¿Tenía razón? —dijo ella.

Él asintió.

—Posey Cinco era el apodo que usaba en Internet. Lo chequeamos en su computadora. Ahora dígame cómo sabía todo esto.

Ella echó un vistazo a la bulliciosa sala de emergencias y dijo:

—Vamos a una de las salas de guardia.

El cuarto que eligió era una pequeña cueva oscura, sin ventanas, amueblada sólo con una cama, una silla y un escritorio. Para un médico exhausto cuya única intención es dormir, ese cuarto debía de ser perfecto. Pero en cuanto la puerta se cerró, Moore fue agudamente consciente del reducido espacio con que contaban, y se preguntó si esa forzada intimidad la pondría a ella tan incómoda como a él. Ambos buscaron un lugar donde sentarse. Por fin ella se ubicó sobre la cama, y él tomó la silla.

—En realidad nunca conocí a Elena —dijo Catherine—. Ni siquiera sabía su nombre. Pertenecíamos a una misma sala de chat en Internet. ¿Sabe lo que es una sala de chat?

—Es una manera de tener una conversación en vivo en la computadora.

—Sí. Un grupo de personas que están conectadas al mismo tiempo pueden encontrarse en Internet. Éste es un chat privado, sólo para mujeres. Hay que conocer todas las contraseñas correctas para entrar. Y todo lo que se ve en la computadora son nombres para la ocasión. No se trata de nombres ni de caras reales, de modo que todos pueden conservar el anonimato. Nos permite sentirnos lo bastante seguras como para compartir nuestros secretos. —Hizo una pausa—. ¿Nunca participó en uno?

—Me temo que hablar con extraños sin rostro no me atrae demasiado.

—A veces —dijo con voz apenas audible— un extraño sin rostro es la única persona con la que uno puede hablar.

Sintió la profundidad del dolor en su frase, y no pudo pensar en nada adecuado para responderle.

Tras un momento, ella inspiró profundo y se concentró no en él, sino en sus propias manos, dobladas sobre su falda.

—Nos encontramos una vez por semana, los miércoles a las nueve de la noche. Entro conectándome, haciendo clic en el icono del chat, y escribiendo primero PTSD, y luego ayudamujer. Y ya estoy allí. Me comunico con las otras mujeres escribiendo mensajes y enviándolos a través de Internet. Nuestras palabras aparecen en pantalla, donde todas podemos verlas.

—¿PTSD? Eso significa…

—Desorden de estrés postraumático. Un hermoso término clínico para designar el sufrimiento de las mujeres de ese chat.

—¿De qué clase de trauma estamos hablando?

Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Violación.

La palabra pareció flotar entre ambos por un momento, su mismo sonido cargaba el aire. Dos sílabas brutales con la fuerza de un golpe físico.

—Y usted se mete ahí por lo de Andrew Capra —dijo con amabilidad—. Por lo que le hizo a usted.

Su mirada vaciló y luego cayó.

—Sí —susurró. Una vez más se miraba las manos. Moore la observaba, sintiendo aumentar la furia por lo que le había pasado a Catherine. Lo que Capra había arrancado a su alma. Se preguntaba cómo sería antes del ataque. ¿Más cálida, más amigable? ¿O habría sido siempre tan ajena al contacto humano, como un pimpollo quemado por la escarcha?

Ella se irguió un poco.

—Así fue, entonces, como conocí a Elena Ortiz. No sabía su nombre real, desde luego. Sólo conocí el nombre que usaba para el chat, Posey Cinco.

—¿Cuántas mujeres hay en este chat?

—Varía según las semanas. Algunas abandonan. Otros pocos nombres nuevos aparecen. En una noche puede haber entre tres y una docena de nosotras.

—¿Cómo se enteró de su existencia?

—Por una publicidad para víctimas de violación. Se les da a las mujeres en las clínicas y hospitales de la ciudad.

—¿Entonces estas mujeres del chat pertenecen todas al área de Boston?

—Sí.

—¿Y Posey Cinco participaba regularmente?

—Estaba allí, a veces sí y a veces no, en los últimos dos meses. No decía gran cosa, pero yo veía su nombre en la pantalla y sabía que estaba.

—¿Habló con ustedes sobre su violación?

—No. Sólo escuchaba. Le mandábamos saludos. Y ella agradecía esas muestras de atención. Pero no hablaba sobre ella. Era como si tuviera miedo de hacerlo. O quizá le daba demasiada vergüenza.

—Entonces no sabe si fue o no violada.

—Sé que lo fue.

—¿Cómo?

—Porque Elena Ortiz fue tratada en esta sala de emergencia.

Él la miró incrédulo.

—¿Encontró su ficha médica?

Ella asintió.

—Se me ocurrió que debía haber necesitado tratamiento médico tras el ataque. Éste es el hospital más cercano a su domicilio. Corroboré con la computadora del hospital. Posee los nombres de todos los pacientes atendidos en emergencia. Su nombre estaba allí. —Se puso de pie—. Le mostraré la ficha.

Él la siguió fuera del cuarto de guardia, de vuelta hacia la sala de emergencias. Era viernes por la noche, y los heridos entraban en hordas por la puerta. El empleado que se emborracha los fines de semana, torpe todavía por los efectos del alcohol, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su cara golpeada. El adolescente impaciente que perdió su carrera contra la luz amarilla. El ensangrentado y amoratado ejército nocturno de los viernes, abriéndose paso a tropezones desde la noche. El Centro Médico Pilgrim era uno de los servicios de emergencias más atareados de Boston, y Moore sintió que caminaba por el corazón del caos mientras esquivaba enfermeras y saltaba por encima de charcos de sangre recientes.

Catherine lo guió hasta el archivo de emergencias, un espacio del tamaño de un armario con dos estantes de pared a pared llenos de biblioratos de tres anillos.

—Aquí es donde se almacenan temporariamente los formularios de las consultas —dijo Catherine. Sacó uno de los biblioratos rotulado 7 de mayo-14 de mayo.— Cada vez que se atiende un paciente en emergencias, se llena un formulario. Por lo general son de una página, y contienen una nota del médico, más las instrucciones para el tratamiento.

—¿No se hace una carpeta para cada paciente?

—Si se trata de una sola visita a emergencias, entonces no se adjunta a ninguna carpeta. El único documento es el formulario de la consulta. Esto se traslada más tarde a la sección de archivos médicos del hospital, donde se escanean y se almacenan en un disco. —Abrió el bibliorato del 7 al 14 de mayo—. Aquí está.

Él se paró detrás de Catherine y leyó sobre su hombro. La fragancia de su pelo lo distrajo por un momento, y tuvo que obligarse a prestar atención a la página. La visita estaba fechada el 9 de mayo a la una de la mañana. El nombre, la dirección y la factura de la paciente estaban mecanografiados en el borde superior de la página; el resto había sido manuscrito en tinta. «Caligrafía médica», pensó, mientras se esforzaba por descifrar las palabras, de las que sólo pudo entender el primer párrafo, que había sido escrito por la enfermera.

Mujer latina de veintidós años, atacada sexualmente dos horas atrás. No es alérgica, no toma medicamentos. Presión sanguínea: 105/70, peso: 47 kg.

El resto de la página era indescifrable.

—Tendrá que traducirlo para mí —dijo él.

Ella lo miró por encima del hombro, y sus caras estaban de repente tan cerca que Moore sintió que se le cortaba el aliento.

—¿No puede leerlo? —le preguntó.

—Puedo leer las huellas de llantas de un auto. Esto no lo puedo leer.

—Es la letra de Ken Kimball. Reconozco su firma.

—Yo ni siquiera lo reconozco como inglés.

—Para otro médico es perfectamente legible. Sólo tiene que conocer el código.

—¿Y eso se lo enseñan en la facultad de medicina?

—Junto con la letra movida y las instrucciones para decodificarla.

Era extraño intercambiar bromas sobre un asunto tan sombrío; más extraño aún escuchar que algo cómico pudiera provenir de labios de la doctora Cordell. Era su primer atisbo de la mujer tras el caparazón. La mujer que había sido antes de que Andrew Capra le inflingiera el daño.

—El primer párrafo es el examen físico —le explicó—. Usa abreviaturas médicas, coong significa cabeza, oídos, ojos, nariz y garganta. Tenía un hematoma en la mejilla izquierda. Los pulmones estaban despejados, y el corazón sin murmullos ni galope.

—¿O sea?

—Normal.

—¿Y un médico no puede escribir simplemente «el corazón late normal»?

—¿Por qué los policías dicen «vehículo» en lugar de «auto»?

Él asintió.

—Ha lugar.

—El abdomen estaba liso, suave, sin organomegalia. En otras palabras…

—Normal.

—Veo que está aprendiendo. Lo siguiente que describe es… el examen pélvico. Donde las cosas ya no son normales. —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja, exenta de todo humor. Respiró hondo, como armándose de valor para continuar—. Había sangre en el introito. Rasguños y hematomas en ambos muslos. Un desgarro vaginal en la posición de las cuatro, lo que indica que no fue un acto consensuado. En este punto el doctor Kimball dice que detuvo el examen.

Moore se concentró en el párrafo final, que le resultaba legible. No estaba escrito con caligrafía médica.

La paciente se agitó. Rehusó colaborar con los exámenes por violación. Rehusó cooperar con cualquier intervención ulterior. Tras el examen de VIH de rutina y el trazado de VDRL, se vistió y partió antes de que se llamara a las autoridades.

—De modo que la violación nunca fue denunciada —dijo él—. No hubo ducha vaginal. No hubo recolección de ADN.

Catherine lo escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos aferradas al bibliorato.

—¿Doctora Cordell? —dijo, y le tocó el hombro. Ella dio un respingo, como si la hubieran quemado, y él retiró rápidamente su mano. Ella lo miró, y vio la furia en sus ojos. En ese momento irradiaba una ferocidad tal que por un instante se igualaron en el odio.

—Violada en mayo, carneada en julio —dijo ella—. Lindo mundo para las mujeres, ¿no le parece?

—Hemos hablado con todos los miembros de su familia. Nadie mencionó una violación.

—Entonces ella no contó nada.

«¿Cuántas mujeres mantienen el secreto?, —se preguntó Moore—. ¿Cuántos secretos tan dolorosos que no pueden compartirse con los seres queridos?». Observando a Catherine, pensó en el hecho de que ella también había buscado alivio en la compañía de extraños.

Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.

—¿Qué me puede decir del doctor Kimball? —dijo él—. El que examinó a Elena Ortiz.

—Es un excelente médico.

—¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?

—Sí.

—¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?

Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.

—¿Usted cree en verdad que…?

—Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.

Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.

—Andrew Capra era médico —dijo ella con un hilo de voz—. No pensará que otro médico…

—Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.

Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.

—En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.

—La banalidad del mal.

—Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… —y en voz aún más baja añadió—: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.

Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.

Miró hacia el hospital. Podía ver la brillante luz roja de emergencias resplandeciente como un abalorio. El símbolo de la esperanza y la curación.

«¿Es éste tu coto de caza? ¿El mismo lugar al que acuden las mujeres para ser curadas?».

Una ambulancia se deslizó desde la oscuridad con sus luces relampagueando. Pensó en toda la gente que debería pasar por una sala de emergencia en el lapso de un día. Médicos de ambulancias, cirujanos, ordenanzas, porteros.

«Y policías». Era una posibilidad que nunca quería considerar, pero que sin embargo debía tener en cuenta. La profesión del que aplica la ley tiene una extraña atracción para aquellos que cazan a otros seres humanos. El revólver, la placa, son símbolos de dominación por antonomasia. ¿Y qué mayor control podía uno ejercer que el poder de atormentar y de matar? Para semejante cazador, el mundo es una vasta planicie hormigueante de presas.

Todo lo que hay que hacer es elegir.

Había niños por todas partes. Rizzoli estaba de pie en la cocina que olía a leche cortada y talco mientras esperaba que Anna García terminara de limpiar una mancha de manzana rallada del piso. Uno de los pequeños, que gateaba, estaba colgado de la pierna de Anna; el segundo sacudía tapas de cacerolas que había sacado de un aparador y las hacía sonar como címbalos. Otro niño estaba atrapado en una silla alta, y sonreía detrás de una máscara de espinacas a la crema. Y en el suelo, un bebé con un caso grave de curiosidad se arrastraba alrededor en una búsqueda del tesoro para ver qué podía llevar a su ávida boquita. A Rizzoli no le interesaban los niños, y se ponía nerviosa con tantos alrededor. Se sentía como Indiana Jones en un pozo de serpientes.

—No son todos míos —se apresuró a explicarle Anna mientras se inclinaba sobre la pileta con el niño colgado de su pierna como un grillete. Retorció la esponja sucia y se secó las manos—. Sólo éste es mío. —Señaló al bebé que colgaba de su pierna—. El de las cacerolas y el de la silla son de mi hermana Lupe. Y al que gatea se lo cuido a mi prima. Ya que tengo que estar en casa con el mío, se me ocurrió que podía cuidar sin problemas a algunos más.

«Sí, qué le hace una raya más al tigre», pensó Rizzoli. Pero lo gracioso era que Anna no se veía infeliz. De hecho, apenas parecía notar el escándalo de las tapas golpeando contra el suelo. En una situación que a Rizzoli le hubiera producido un ataque de nervios, Anna tenía la serena presencia de una mujer que está exactamente en el lugar que quiere estar. Rizzoli se preguntaba si Elena Ortiz hubiera sido así algún día, de haber vivido. Una madre en su cocina, limpiando alegremente baba y papilla. Anna era muy parecida a las fotos de su hermana menor, sólo que un poco más regordeta. Y cuando se volvió hacia Rizzoli, con la luz de la cocina apuntando directamente a su frente, Rizzoli tuvo la ominosa sensación de estar mirando la misma cara que había visto en la mesa de autopsias.

—Con todos estos niños alrededor, me lleva una eternidad hacer las cosas más insignificantes —dijo Anna. Tomó al chico que se agarraba de su pierna y lo calzó diestramente en su cintura—. Ahora, déjeme ver. Usted vino por la cadena. Déjeme ver el joyero. —Salió de la cocina, y Rizzoli tuvo un momento de pánico, sola con tres bebés. Una manito pegajosa aterrizó sobre su tobillo y al bajar la vista vio que uno de ellos mordisqueaba la bocamanga de su pantalón. Lo sacudió y a toda velocidad se puso a una distancia prudente de esa boca gomosa.

—Aquí está —dijo Anna de regreso con la caja, que colocó sobre la mesa de la cocina—. No queríamos dejarla en su apartamento, no al menos mientras estuvieran esos extraños entrando y saliendo para limpiar el lugar. Así que mis hermanos pensaron que era mejor que me quedara con la caja hasta que la familia decidiera qué hacer con esas joyas.

El Cirujano

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