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Cuatro

Moore y Rizzoli transpiraban dentro del auto, con el aire caliente rugiendo desde la salida de ventilación. Hacía diez minutos que estaban atrapados en un embotellamiento, y el auto no se enfriaba.

—Los que pagan impuestos obtienen aquello por lo que pagan —dijo Rizzoli—. Y este auto es un montón de chatarra.

Moore apagó la ventilación y bajó la ventanilla. El olor del pavimento caliente y de los escapes sopló dentro del auto. Ya estaba bañado en sudor. No lograba entender cómo Rizzoli podía seguir con su chaqueta puesta; él se había quitado su saco al minuto de salir del Centro Médico Pilgrim, cuando los envolvió un pesado manto de humedad. Sabía que ella debía de sentir el calor, porque vio la transpiración brillante sobre su labio superior, un labio que probablemente nunca había conocido el lápiz labial. Rizzoli no era fea, pero mientras que otras mujeres se realzan con maquillaje o usan aretes, Rizzoli parecía determinada a opacar sus atractivos. Usaba unos lúgubres trajes oscuros que no favorecían su pequeña contextura, y su pelo era una descuidada mata de rizos negros. Ella era así, y lo aceptabas o te podías ir sencillamente al infierno. Entendía la razón por la que había adoptado esa actitud de «vete a la mierda»; probablemente la necesitaba para sobrevivir como mujer policía. Rizzoli era, por sobre todo, una sobreviviente.

Tanto como lo era Catherine Cordell. Pero la doctora Cordell había desarrollado una estrategia diferente: la retirada. La distancia. Durante la entrevista sintió que la miraba a través de un vidrio escarchado, tan distante le había parecido.

Era ese distanciamiento lo que fastidiaba a Rizzoli.

—Hay algo extraño en ella —dijo—. Falta algo en el sector de los sentimientos.

—Es una cirujana de traumatismos. Está entrenada para mantenerse fría.

—Una cosa es el frío y otra, el hielo. Hace dos años fue atada, violada, y casi destripada. Y ahora se jacta de esa maldita tranquilidad sobre el asunto. Me llama la atención.

Moore frenó ante una luz roja y se quedó observando el callejón lateral enrejado. El sudor se deslizaba en minúsculas gotas por su espalda. No funcionaba bien en el calor; lo hacía sentir torpe y estúpido. Lo hacía anhelar el fin del verano, la pureza de la primera nevada…

—¡Moore! —dijo Rizzoli—. ¿Estás escuchando?

—Su autocontrol es demasiado rígido —concedió. «Pero no se trata de hielo», pensó al recordar cómo temblaba la mano de Catherine Cordell cuando le devolvía las fotos de las dos mujeres.

De vuelta en su escritorio, sorbió un poco de Coca tibia y releyó el artículo publicado unas pocas semanas atrás en el Boston Globe: «Mujeres de cuchillos tomar». Describía a tres cirujanas en Boston; sus triunfos y sus dificultades, en particular los problemas que enfrentaba cada una en su especialidad. De las tres fotografías, la de Cordell era la más cautivante. No se trataba únicamente de su atractivo; era su mirada, tan orgullosa y directa que parecía desafiar a la cámara. La foto, como el artículo, reforzaba la impresión de que esta mujer tenía toda su vida bajo control.

Hizo a un lado el artículo y se quedó pensando en lo erradas que pueden ser las primeras impresiones. En lo fácil que el dolor puede ser enmascarado por una sonrisa, por un airado mentón apuntado hacia arriba.

Abrió otro archivo. Tomó aire, y releyó el informe policial de Savannah sobre el doctor Andrew Capra.

Capra llevó a cabo su primer asesinato conocido mientras era estudiante avanzado de medicina en la Universidad de Emory, en Atlanta. La víctima era Dora Ciccone, una graduada de veintidós años cuyo cuerpo había sido encontrado atado a la cama, en su departamento, fuera del campus universitario. Durante la autopsia, encontraron trazos de la droga típica de citas y violaciones, Rohypnol, en su aparato circulatorio. El apartamento no mostraba indicios de una entrada forzada.

La víctima había invitado al asesino a su hogar.

Una vez drogada, Dora Ciccone fue atada a la cama con cuerdas de nailon, y sus gritos fueron sofocados con tela adhesiva. El asesino primero la violó. Luego procedió a cortar.

Estaba viva durante la operación.

Cuando completó la extirpación, y se llevó su recuerdo, le administró el coup de grace: un único corte profundo a través del cuello, de izquierda a derecha. A pesar de que la policía había obtenido ADN del asesino, no tenían más pistas. La investigación se complicó por el hecho de que Dora era conocida por ser una chica fácil que gustaba de recorrer los bares locales y que a menudo llevaba a su casa hombres que acababa de conocer. La noche que murió, el hombre que llevó a su casa era un estudiante de medicina llamado Andrew Capra. Pero el nombre de Capra no llamó la atención de la policía hasta que tres mujeres más fueron masacradas en la ciudad de Savannah, a trescientos veinte kilómetros de distancia.

Finalmente, una bochornosa noche de junio, los asesinatos terminaron.

Catherine Cordell, de treinta y un años, jefa de cirugía en el Hospital Riverland de Savannah, se sorprendió al escuchar que llamaban a su puerta. Al abrir se encontró con Andrew Capra, uno de los residentes de cirugía, de pie en el umbral. Ese mismo día, en el hospital, ella lo había reprendido por un error, y ahora la visitaba desesperado por encontrar la manera de resarcirse. ¿Podría ella ser tan amable de dejarlo pasar para hablar del tema? Tras un par de cervezas, repasaron la actuación de Capra como residente. Todos los errores que había cometido, los pacientes que podría haber perjudicado a causa de su negligencia. Ella no le endulzó la verdad: Capra estaba fallando, y no se le permitiría concluir con el programa de cirugía. En algún momento de la velada, Catherine abandonó la habitación para ir al baño, luego volvió para retomar la conversación y terminó su cerveza.

Cuando volvió en sí, se encontró desnuda y atada a la cama con cuerdas de nailon.

El informe policial describía con horrorosos detalles la pesadilla que siguió.

Las fotografías que le tomaron en el hospital revelaban a una mujer de ojos enajenados, más una mejilla golpeada y horriblemente hinchada. Todo lo que se veía en esa foto estaba resumido bajo el título genérico de «víctima».

No era una palabra que combinara bien con la extraña compostura de la mujer que había conocido hoy.

Ahora, releyendo la declaración de Cordell, podía escuchar su voz en la mente. Las palabras no pertenecían a una víctima anónima, sino a una mujer de cara conocida.

No sé cómo logré liberar mi mano. La muñeca está ahora despellejada, de modo que debo de haber forcejeado contra la cuerda. Lo siento, pero no tengo las cosas muy claras en mi cabeza. Todo lo que recuerdo es que buscaba el escalpelo, segura de que tenía que tomarlo de la bandeja. Que tenía que cortar las cuerdas, antes de que volviera Andrew…

Recuerdo haber rodado hacia un extremo de la cama. Caí al piso y me golpeé la cabeza. Luego traté de encontrar el revólver. Es el revólver de mi padre. Después de que mataran a la tercera mujer en Savannah, él insistió en que lo conservara.

Recuerdo que tanteé debajo de la cama en busca del revólver. Lo encontré. Recuerdo el sonido de los pasos. Luego… no estoy segura. Debe de haber sido entonces que le disparé. Sí, creo que eso fue lo que sucedió. Me dijeron que le di dos veces. Supongo que debe de ser así.

Moore se detuvo, reflexionando acerca de la declaración. Balística había confirmado que ambas balas fueron disparadas con la misma arma, registrada a nombre del padre de Catherine, y que fue encontrada a un costado de la cama. Los análisis de sangre del hospital confirmaron la presencia del Rohypnol, una droga amnésica, en su flujo sanguíneo, por lo que era plausible que tuviera lagunas en su memoria. Cuando Cordell fue llevada a emergencias, los médicos establecieron que estaba confundida, o bien por la droga, o bien por una posible contusión. Únicamente un pesado golpe en la cabeza podía haberle dejado la cara tan amoratada e hinchada. Ella no recordaba cómo o cuándo había recibido ese golpe.

Moore volvió a las fotos de la escena del crimen. Andrew Capra yacía muerto en el piso del dormitorio, boca arriba. Le habían disparado dos veces, una en el abdomen, otra en el ojo, ambas a corta distancia.

Estudió las fotos por un buen rato, analizando la posición del cuerpo de Capra, el diseño de las manchas de sangre.

Volvió al informe de la autopsia. Lo leyó entero dos veces.

Miró una vez más la foto de la escena del crimen.

«Aquí hay algo que no encaja», pensó. La declaración de Cordell no terminaba de cerrar.

Un informe aterrizó de repente sobre su escritorio. Levantó la vista, sorprendido, y vio a Rizzoli.

—¿Tenías idea de esto? —preguntó.

—¿Qué es?

—El informe sobre el cabello encontrado en el borde de la herida de Elena Ortiz.

Moore lo recorrió con los ojos hasta llegar a la oración final. Y dijo:

—No tengo idea de lo que esto significa.

En 1997, las diversas ramas del Departamento de Policía de Boston se mudaron bajo un solo techo, ubicado en el flamante complejo One Schroeder Plaza, en el violento y destartalado barrio de Roxbury. Los policías se referían a su nueva ubicación como «El palacio de mármol», a causa del despliegue de granito pulido de la recepción. «Que nos den un par de años para llenarlo de basura, y nos sentiremos como en casa», era el chiste. El Schroeder Plaza tenía pocas similitudes con las mugrientas estaciones de policía de los programas de la televisión. Era un edificio elegante y moderno, realzado por amplios ventanales y claraboyas. La Unidad de Homicidios, con sus pisos alfombrados y sus gabinetes con computadoras podía pasar por una oficina corporativa. Lo que más agradecían los policías al Schroeder Plaza era la integración de las varias ramas del Departamento de Policía de Boston.

Para los detectives de homicidios, una visita al laboratorio de criminología significaba tan sólo bajar por el corredor hacia el ala sur del edificio.

En Pelos y Fibras, Moore y Rizzoli observaban cómo Erin Volchko rebuscaba entre su colección de sobres con evidencia.

—Todo lo que tengo para trabajar es este único cabello —dijo Erin—. Pero es increíble lo que un pelo puede decirte. Bien, aquí está. —Colocó el sobre junto al número de expediente de Elena Ortiz, y luego sacó una placa de vidrio para microscopio—. Sólo les mostraré cómo se ve bajo la lente. Las estadísticas numéricas figuran en el informe.

—¿Estos números? —dijo Rizzoli, recorriendo con la vista las largas series de códigos en la página.

—Correcto. Cada código describe las diversas características del cabello, desde el color y la curvatura hasta los rasgos microscópicos. Este cabello en particular es un A01, rubio oscuro. Su rizado es B01. Curvo, con un diámetro de curvatura de menos de ochenta. Casi, pero no del todo, lacio. El largo es de seis centímetros. Por desgracia, este cabello está en su fase telógena, así que no hay tejido epitelial adherido.

—Es decir que no hay ADN.

—Así es. La fase telógena es la instancia terminal del crecimiento de la raíz. Este cabello se cayó en forma natural, como parte de un proceso de renovación. En otras palabras, no fue arrancado. Si hubiera células epiteliales en la raíz, podríamos utilizar sus núcleos para un análisis de ADN. Pero este cabello no posee tales células.

Rizzoli y Moore intercambiaron miradas de desencanto.

—Pero —añadió Erin—, tenemos otra cosa que no está nada mal. No tan buena como el ADN, pero algo que podría utilizarse en la corte una vez que atrapen al sospechoso. Es una lástima que no tengamos pelos del caso Sterling para comparar. —Enfocó las lentes del microscopio, y luego se apartó—. Echen una mirada.

Como era un microscopio para enseñanza poseía doble visor, de modo que Rizzoli y Moore pudieron examinar el cabello simultáneamente. Lo que vio Moore, escrutando a través de la lente, fue un único cabello alterado por diminutos nodulos.

—¿Qué son esos abultamientos? —dijo Rizzoli—. Eso no es normal.

—No sólo es anormal, es poco usual —dijo Erin—. Es una condición llamada Trichorrhexis invaginata, mejor conocida como «pelo bambú». Pueden ver de dónde saca su apodo. Esos diminutos nódulos lo hacen verse como una caña de bambú, ¿no es verdad?

—¿Qué son los nódulos? —preguntó Moore.

—Son defectos focales en la fibra del pelo. Tramos débiles que permiten que el tronco del cabello se repliegue sobre sí mismo, formando una suerte de vaina. Esos abultamientos son los tramos débiles, en donde el tronco se replegó, formando el bulto.

—¿Cómo se produce esto?

—Puede desarrollarse ocasionalmente a causa de un abuso de procesos capilares. Tintura, permanente, ese tipo de cosas. Pero como estamos lidiando casi seguramente con un varón, y como no hay evidencia de oxigenado artificial, me inclino a pensar que no se trata de procesos capilares, sino de alguna clase de anormalidad genética.

—¿Como cuál?

—Síndrome de Netherton, por ejemplo. Es una condición autosómica recesiva que afecta el desarrollo de la queratina. La queratina es una proteína dura y fibrosa que se encuentra en pelos y uñas. También en la capa superficial de nuestra piel.

—Si hay un defecto genético y la queratina no se desarrolla normalmente, ¿entonces el pelo se debilita?

Erin asintió.

—Y no es sólo el pelo lo que puede verse afectado. La gente con síndrome de Netherton puede tener también desórdenes dermatológicos. Sarpullidos y descamación.

—¿Vamos en busca de un asesino con un caso grave de caspa? —dijo Rizzoli.

—Puede ser incluso más obvio que eso. Algunos de estos pacientes padecen una forma severa conocida como ictiosis. Su piel puede secarse tanto que se ve como la piel de un cocodrilo.

Rizzoli se rió.

—¡Entonces estamos buscando al hombre reptil! Eso debería limitar nuestra pesquisa.

—No necesariamente. Es verano.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—El calor y la humedad mejoran la sequedad de la piel. Puede verse enteramente normal en esta época del año.

«Ambas víctimas fueron asesinadas en verano», pensó.

—En tanto este calor se mantenga —dijo Erin—, probablemente pase inadvertido como cualquier otro.

—Recién estamos en julio —dijo Rizzoli.

Moore asintió.

—Su temporada de caza acaba de comenzar.

El paciente desconocido ahora tenía un nombre. Las enfermeras de emergencias habían encontrado una tarjeta de identificación en su llavero. Era Hermán Gwadowski, y tenía sesenta y nueve años de edad.

Catherine se encontraba en el cubículo de terapia, controlando sistemáticamente los monitores y equipos desplegados en torno a su cama. El osciloscopio marcaba un ritmo normal de electrocardiograma. Las ondas arteriales se movían en un margen de ciento diez sobre setenta, y las lecturas de su presión sanguínea subían y bajaban como olitas en un mar picado. A juzgar por las cifras, la operación del señor Gwadowski había sido todo un éxito.

Pero no despertaba, ni siquiera cuando Catherine apuntó con su linterna médica a la pupila izquierda, y luego a la derecha. A ocho horas de la cirugía, permanecía en coma profundo.

Catherine se incorporó y observó que el pecho subía y bajaba siguiendo el ciclo del respirador. Había evitado que se desangrara hasta morir. ¿Pero qué había salvado en realidad? Un cuerpo cuyo corazón latía, pero sin un cerebro que funcionara.

Oyó unos golpes en el vidrio. Desde la ventana del cubículo vio que la saludaba su colega de cirugía, el doctor Peter Falco, con una expresión preocupada en su cara por lo general alegre.

Algunos cirujanos son conocidos por descargar sus accesos de cólera en el quirófano. Algunos se deslizan con arrogancia en su uniforme quirúrgico y se calzan los guantes como si se tratara de un atavío real. Algunos son fríos y eficaces técnicos para quienes los pacientes representan un manojo de partes mecánicas que necesitan reparación.

Y luego estaba Peter. Gracioso, extrovertido, capaz de cantar a todo pulmón canciones de Elvis en el quirófano o de organizar concursos de aviones de papel en su oficina; también estaba dispuesto a tirarse al piso a jugar con sus pacientes de pediatría. Estaba acostumbrada a ver siempre una sonrisa en la cara de Peter. Cuando lo vio serio en la ventana, salió de inmediato del cubículo de su paciente.

—¿Todo en orden? —preguntó.

—Terminando la ronda.

Peter echó un vistazo a los tubos y las máquinas que rodeaban la cama del señor Gwadowski.

—Me dijeron que fue un gran rescate. Una hemorragia de doce unidades.

—No sé si llamarlo rescate. —La mirada de Catherine volvió a su paciente—. Todo funciona menos la materia gris.

Se quedaron callados por un momento, ambos observando el movimiento del pecho del señor Gwadowski.

—Helen me dijo que hoy vinieron a verte dos policías —dijo Peter—. ¿Qué sucede?

—No era nada importante.

—¿Olvidaste pagar las facturas del estacionamiento?

Ella soltó una risa forzada.

—Exacto, y cuento contigo para pagar la fianza.

Abandonaron la sala de terapia y caminaron hacia el corredor. Peter, con toda su altura, caminaba junto a ella con su plácida forma de andar. Mientras entraban en el ascensor, él le preguntó:

—¿Estás bien, Catherine?

—¿Por qué? ¿No me veo bien?

—¿Honestamente? —Estudió su cara, los ojos azules tan directos que ella se sintió invadida—. Tienes el aspecto de necesitar una copa de vino y una linda comida afuera. ¿Qué tal si vienes conmigo?

—Una invitación tentadora.

—¿Pero?

—Pero creo que esta noche me quedaré en casa.

Peter se llevó la mano al pecho, como mortalmente herido.

—¡Una vez más rechazado! ¿Hay alguna frase que funcione contigo?

Ella sonrió.

—Eso te corresponde averiguarlo a ti.

—¿Qué tal esto? Un pajarito me contó que el sábado es tu cumpleaños. Déjame llevarte en mi avioneta.

—No puedo. Ese día estoy de guardia.

—Puedes cambiarla con Ames. Hablaré con él.

—Oh, Peter. Sabes que no me gusta volar.

—¿Vas a decirme que tienes fobia a los aviones?

—No soy buena cuando tengo que delegar el control.

Él asintió con un gesto grave.

—Típica personalidad de cirujano.

—Es una linda manera de decir que soy rígida.

—De modo que rechazas mi invitación a volar. ¿No hay forma de hacerte cambiar de opinión?

—No lo creo.

Peter suspiró.

—Bien, se me acabaron las frases. Ya agoté todo mi repertorio.

—Lo sé. Comenzabas a reciclarlas.

—Eso dice Helen.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Helen te está dando consejos de cómo invitarme a salir?

—Dice que no puede soportar el patético espectáculo de un hombre golpeando su cabeza contra un muro inexpugnable.

Ambos rieron mientras salían del ascensor y caminaban hacia la oficina. Se trataba de la risa desahogada de dos colegas que sabían que este juego no era para tomarlo en serio. Mantenerlo en ese nivel significaba que no había sentimientos heridos, ni emociones en peligro. Una pequeña coquetería segura los mantenía a ambos alejados de la posibilidad de involucrarse seriamente. Juguetonamente él la invitaba a salir; y del mismo modo ella rechazaba la invitación, y toda la oficina participaba de la broma.

Eran cerca de las cinco y media y el equipo ya había partido por ese día. Peter se metió en su oficina y ella fue al suyo para colgar el uniforme y tomar la cartera. Mientras colgaba el guardapolvos del gancho de la puerta, la asaltó un pensamiento.

Cruzó el pasillo y asomó la cabeza en la oficina de Peter. Estaba revisando planillas, con los anteojos en la mitad del puente de la nariz. A diferencia de su prolija oficina, la de Peter se veía como una central del caos. El cesto estaba lleno de aviones de papel. Los libros y las revistas de cirugía formaban pilas sobre las sillas. Una pared estaba casi invadida por un filodendro fuera de control. Enterrados bajo esa jungla de hojas colgaban los diplomas de Peter: su grado académico en la escuela de ingeniería aeronáutica, y el doctorado en medicina de la Facultad de Medicina de Harvard.

—¿Peter? Ésta es una pregunta estúpida…

Él la miró por encima de los anteojos.

—Entonces viniste a ver a la persona indicada.

—¿Has estado en mi oficina?

—¿Puedo llamar a mi abogado antes de contestarte?

—Vamos. Es en serio.

Peter se irguió y su mirada se volvió más aguda.

—No, no estuve en tu oficina. ¿Por qué?

—No importa. No es gran cosa. —Se dio vuelta para irse y oyó el rechinar de la silla de Peter, que se había levantado. La siguió hasta su oficina.

—¿Por qué no es gran cosa? —preguntó.

—Estoy algo obsesiva, compulsiva. Eso es todo. Me irrita que las cosas no estén donde tienen que estar.

—¿Cosas como qué?

—Mi uniforme de laboratorio. Siempre lo dejo colgado de la puerta, y por algún motivo termina sobre el fichero, o sobre una silla. Sé que no es Helen ni las otras secretarias. Les pregunté.

—Tal vez lo movió la señora que limpia.

—Y también me volví loca buscando el estetoscopio.

—¿Todavía no apareció?

—Tuve que pedírselo prestado a la jefa de enfermeras.

Peter frunció el entrecejo y miró alrededor del cuarto.

—Bueno, allí está. Sobre el estante de la biblioteca. —Cruzó la habitación hacia el estante, donde el estetoscopio yacía enrollado en el extremo de una fila de libros.

Ella lo tomó en silencio, mirándolo como algo extraño. Una serpiente negra enroscada sobre su palma.

—¿Qué sucede, Catherine?

Respiró profundo.

—Creo que es sólo cansancio. —Puso el estetoscopio en el bolsillo izquierdo de su uniforme; el mismo lugar en donde lo dejaba siempre.

—¿Estás segura de que eso es todo? ¿No hay nada más?

—Necesito volver a casa. —Salió de la oficina y él la siguió hasta la recepción.

—¿Tiene algo que ver con esos policías? Mira, si estás en algún problema… Puedo ayudarte a…

—No necesito ayuda, gracias. —Su respuesta fue más fría de lo que en realidad sentía, y en el acto se arrepintió de lo que había dicho. Peter no se merecía algo así.

—Sabes, no me molestaría que me pidieras un favor de tanto en tanto —dijo con suavidad—. Es parte de trabajar juntos. De ser colegas. ¿No te parece?

Ella no contestó.

Él volvió a su oficina.

—Te veo mañana.

—¿Peter?

—¿Sí?

—Con respecto a esos dos policías, y la razón por la que vinieron a verme…

—No es necesario que me cuentes.

—No, debo contarte. Te quedarás con la duda si no lo hago. Vinieron a preguntarme acerca de un caso de homicidio. Una mujer fue asesinada el jueves pasado por la noche. Pensaron que tal vez la conocía.

—¿Y era así?

—No. Fue un error. —Suspiró—. Fue sólo un error.

Catherine corrió el cerrojo y luego deslizó el pasador, sintiendo el satisfactorio roce de la cadena de metal al llegar a su fin. Una línea de defensa más contra los horrores sin nombre que acechaban detrás de las paredes. Atrincherada en la seguridad de su departamento, se quitó los zapatos, colocó su cartera y las llaves del auto sobre la mesa de madera de cerezo de la recepción y caminó con las medias puestas a través de la gruesa alfombra de su living. El apartamento estaba agradablemente templado, gracias al milagro del aire acondicionado central. Afuera hacía treinta grados, pero allí dentro la temperatura nunca variaba de los veintidós grados en verano ni bajaba de los veinte en invierno. Era tan poco lo que se podía determinar o calcular por adelantado en la vida, que ella se esforzaba por mantener el orden dentro de lo que podía manejar en los acotados límites de su vida. Había elegido este condominio de doce apartamentos sobre la avenida Commonwealth porque era a estrenar y poseía un estacionamiento seguro. Aunque no tan pintoresco como las antiguas residencias de ladrillo rojo de Back Bay, no estaba plagado de las incertidumbres eléctricas o de plomería que venían con esos viejos edificios. La incertidumbre era algo que Catherine no toleraba. Su departamento se mantenía intachable, y a excepción de unos pocos toques llamativos de color, había elegido amoblarlo de blanco casi en su totalidad. Sillón blanco, alfombras blancas, mosaicos blancos. El color de la pureza. Inmaculado, virginal.

En su dormitorio, se desvistió, colgó la pollera y separó la blusa para mandarla a la tintorería. Se vistió con unos pantalones holgados y una blusa de seda sin mangas. Cuando entró descalza en la cocina ya se sentía más tranquila, más controlada.

No se había sentido así durante el día. La visita de esos dos detectives la había dejado temblando, y durante toda la tarde se había descubierto cometiendo errores inadmisibles. Buscando un informe de laboratorio equivocado, escribiendo la fecha incorrecta en la planilla médica. Errores menores, pero que funcionaban como las pequeñas olas que estropean la superficie de aguas agitadas en lo profundo. En los dos últimos años se las había arreglado para reprimir todo pensamiento de lo sucedido en Savannah. Cada tanto, sin advertencia, una imagen recordada podía asaltarla, aguda como el filo de un cuchillo, pero ella se alejaba pronto de ella, cambiando diestramente de pensamiento. Hoy no podía evitar esos recuerdos. Hoy no podía pretender que lo de Savannah nunca había sucedido.

Sintió las baldosas de la cocina frías bajo sus pies descalzos. Se preparó un destornillador con poco vodka, y bebió un sorbo mientras rallaba queso parmesano y cortaba tomates, cebollas y hierbas aromáticas. No había comido nada desde el desayuno, y el alcohol iba directo a su sangre. El zumbido del vodka era agradable y anestesiante. Disfrutaba con los golpecitos sostenidos que daba el cuchillo contra la tabla, la fragancia del ajo y de la albahaca frescos. Cocinar como terapia.

Por la ventana de la cocina podía ver que la ciudad de Boston era un caldero recalentado de autos atrapados en embotellamientos y temperaturas llameantes, pero allí dentro, sellada tras el vidrio, ella salteaba tranquilamente los tomates en aceite de oliva, se servía una copa de Chianti y calentaba una olla con agua para sus cabellos de ángel. El aire frío siseaba desde la salida de la ventilación.

Se sentó con su pasta, su ensalada y su vino, y comió con los acordes de Debussy como fondo. A pesar de su apetito y de la concienzuda preparación de su comida, todo le parecía soso. Se obligó a comer, pero sentía la garganta obturada, como si hubiera tragado algo grande y espeso. Ni siquiera con la segunda copa pudo bajar esa masa de su garganta. Dejó el tenedor y miró su plato a medio comer. La música se inflaba y se deshacía sobre ella en rompientes olas.

Dejó caer su cara entre las manos. Al principio no hubo ningún sonido. Era como si su dolor hubiera estado envasado por tanto tiempo que la tapa ya ni siquiera se abría. Luego un lamento agudo escapó de su garganta como un trazo ínfimo de sonido. Tomó aire en forma entrecortada y el llanto explotó como si los dos años de sufrimiento brotaran al instante. La violencia de sus emociones la asustaba, pues no podía contenerla, no podía sondear lo profundo de su dolor, y tampoco sabía dónde terminaba. Lloró hasta sentir que le dolía la garganta, hasta que sus pulmones tartamudearon en espasmos, con el sonido de sus sollozos atrapados en el departamento herméticamente sellado.

Por fin, drenada de todas las lágrimas, se recostó sobre el sillón y cayó de pronto en un sueño profundo y exhausto.

Se despertó totalmente lúcida para encontrar que estaba a oscuras. Su corazón latía fuerte, la blusa estaba empapada de sudor. ¿Había escuchado un ruido? ¿El crujido de un vidrio, el sonido de unos pasos? ¿Era eso lo que la había arrancado de un sueño tan profundo? No se atrevió a mover un músculo, por temor a perder el sonido delator de un intruso.

Unas luces fluctuaban desde la ventana, las luces de algún auto que pasaba. El living apenas se iluminó, para volver pronto a la oscuridad. Oyó el siseo del aire acondicionado y el zumbido de la heladera en la cocina. Nada extraño. Nada que pudiera inspirarle una aplastante sensación de temor.

Se incorporó y tomó coraje para encender la lámpara. Los horrores imaginarios pronto se desvanecieron bajo el cálido resplandor de la luz. Se levantó del sillón, pasó deliberadamente por cada cuarto, encendió luces y revisó los armarios. En el plano racional sabía que no había ningún intruso, que su casa, con un sofisticado sistema de alarmas y pasadores y cerraduras, así como las ventanas firmemente cerradas, era lo más seguro que podía esperarse. Pero no descansó hasta concluir con el ritual y revisar cada rincón oscuro de la casa. Sólo cuando estuvo satisfecha de que la seguridad no había sido burlada, se permitió respirar tranquila de nuevo.

Eran las diez y media. Del miércoles. «Necesito hablar con alguien. Esta noche no puedo manejarlo sola».

Se sentó frente al escritorio, encendió la computadora y esperó a que apareciera la pantalla de inicio. Esa maraña de cables y plástico era su cable a tierra, su terapia, el único lugar seguro en el que podía descargar su dolor.

Escribió su alias, Ccord, lo envió por Internet, y con unos pocos clics del mouse y algunas palabras escritas en el teclado, navegaba rumbo a una sesión de chat privada llamada simplemente «ayudamujer».

Media docena de nombres familiares ya estaban allí. Mujeres sin rostro y sin nombre, todas ellas atraídas por este reino seguro y anónimo del ciberespacio. Esperó unos instantes, mientras los mensajes bajaban por la pantalla de la computadora. Escuchaba en su mente las voces heridas de estas mujeres, desconocidas para ella más allá de esta sesión virtual.

Laurie45: ¿Y entonces qué hiciste?

Votive: Le dije que no estaba preparada. Todavía tengo recuerdos. Le dije que si yo le importaba algo tenía que esperar.

Hbreaker: Un punto para ti.

Winky98: No dejes que te apure.

Laurie45: ¿Cómo reaccionó?

Votive: Dijo que tenía que superarlo. Como si fuera una estúpida o peor.

Winky98: ¡Los hombres deberían ser violados!

Hbreaker: Me llevó dos años antes de estar preparada.

Laurie45: A mí uno.

Winky98: En lo único que piensan estos tipos es en sus pitos. Todo pasa por ahí. Sólo quieren que su COSA esté satisfecha.

Laurie45: Bueno, me parece que esta noche estás de mal humor, Wink.

Winky98: Tal vez. A veces pienso que Lorena Bobbitt hizo lo correcto.

Hbreaker: ¡Wink va a sacar su cuchilla!

Votive: No creo que tenga intenciones de esperar. Creo que ya pasó a otra cosa.

Winky98: Tú mereces que te espere. Lo mereces.

Pasaron unos segundos con la casilla de mensajes vacía. Luego:

Laurie45: Hola, Ccord. Es bueno tenerte de vuelta.

Catherine escribió.

Ccord: Veo que están hablando de hombres nuevamente.

Laurie45: Sí. ¿Cómo es posible que nunca nos cansemos de ese tema?

Votive: Porque ellos nos han hecho daño.

Se produjo otra larga pausa. Catherine aspiró profundo y escribió:

Ccord: Tuve un mal día.

Laurie45: Cuéntanos. ¿Qué te pasó?

Catherine casi podía escuchar el arrullo de las voces femeninas, los amables murmullos tranquilizadores a través del éter.

Ccord: Hoy tuve un ataque de pánico. Estoy aquí, encerrada en mi casa, donde nadie puede tocarme, y todavía me siento mal.

Winky98: No dejes que él gane. No dejes que te convierta en su prisionera.

Ccord: Es demasiado tarde. Soy una prisionera. Porque esta noche me di cuenta de algo terrible.

Winky98: ¿De qué?

Ccord: El mal no muere. Nunca muere. Sólo adopta nuevos rostros, nuevos nombres. Sólo porque fuimos tocadas una vez por él no quiere decir que seamos inmunes a una nueva herida. Un rayo puede caer dos veces en el mismo lugar.

Nadie escribió. Nadie respondía.

«No importa cuan cuidadosas que seamos, el mal sabe dónde vivimos —pensó—. Sabe cómo encontrarnos».

Una gota de sudor bajó por su espalda.

«Y puedo sentirlo ahora. Acercándose».

Nina Peyton no sale, no ve a nadie. No ha ido a su trabajo en semanas. Hoy llamé a su oficina en Brookline, donde trabaja como gerente de ventas, y su compañera me dijo que no sabía cuándo volvería. Es como una bestia herida, arrinconada en su guarida, demasiado aterrorizada como para dar un paso en la noche. Sabe lo que la noche le tiene preparado, porque ha sido tocada por el mal, y ahora incluso puede sentirlo filtrándose por las paredes de su casa como vapor. Las cortinas están bien corridas, pero la tela es delgada, y puedo verla moviéndose en el interior. Su silueta está comprimida, los brazos cruzados sobre el pecho, como si su cuerpo quisiera replegarse sobre sí mismo. Sus movimientos son bruscos y mecánicos mientras se pasea de un lado al otro.

Ahora controla los cerrojos de las puertas, las perillas de las ventanas, con la ilusión de dejar fuera la oscuridad.

Debe de estar sofocante dentro de esa casita. La noche es como un vapor, y allí no se ven aparatos de aire acondicionado en ninguna ventana. Ha permanecido dentro toda la tarde, con las ventanas cerradas a pesar del calor. La imagino brillante de sudor, después de sufrir el calor durante todo el día para internarse en el calor de la noche, desesperada por dejar entrar aire fresco, pero temerosa de que lo que entre sea otra cosa.

Pasa una vez más por la ventana. Se detiene. Ahora se inclina, enmarcada por un rectángulo de luz. De repente las cortinas se abren y ella extiende el brazo para destrabar la ventana. La abre. Parada allí, toma hambrientas bocanadas de aire fresco. Finalmente se ha rendido al calor.

No hay nada tan excitante para un cazador como el olor de la presa herida. Casi puedo olerlo flotando hacia mí, el aroma de la bestia ensangrentada, de la carne profanada.

Así como ella aspira el aire nocturno, yo también aspiro su olor. Su miedo.

Mi corazón late más rápido. Meto la mano en mi bolso para acariciar los instrumentos. Incluso el acero es cálido a mi tacto.

Ella cierra la ventana con fuerza. Unas pocas bocanadas de aire fueron todo lo que se permitió, y ahora vuelve a la miseria de su sofocante casita.

Tras unos momentos, acepto la desilusión y me alejo, dejándola transpirar toda la noche en ese horno.

Mañana, dicen, hará más calor.

El Cirujano

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