Читать книгу El Cirujano - Тесс Герритсен - Страница 8
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—Este individuo es el clásico punzador —dijo el doctor Lawrence Zucker—. Alguien que utiliza un cuchillo para obtener una satisfacción sexual secundaria o indirecta. El puncerismo es el acto de apuñalar o cortar; cualquier penetración repetida de la piel con un objeto punzante. El cuchillo es un símbolo fálico, una sustitución del órgano sexual masculino. En lugar de tener relaciones sexuales normales, nuestro sujeto obtiene su satisfacción sometiendo a la víctima al terror y al dolor. Es el poder lo que lo excita. El poder total sobre la vida y la muerte.
La detective Jane Rizzoli no se asustaba fácilmente, pero el doctor Zucker le producía escalofríos. Parecía un John Malkovich pálido y voluminoso, y su voz era susurrante, casi femenina. Mientras hablaba movía los dedos con serpentina elegancia. No era policía, sino psicólogo criminalista de la Northeastern University, y colaboraba con el Departamento de Policía de Boston. Rizzoli había trabajado con él una vez en un caso de homicidio, y ya entonces le había producido escalofríos. No se trataba de su aspecto, sino de la manera en que lograba introducirse en la cabeza del asesino, y el obvio placer que encontraba en ese paseo por la dimensión satánica. Disfrutaba del trayecto. Ella casi podía escuchar el timbre de excitación subliminal en su voz.
Miró alrededor de la sala de conferencias a los otros cuatro detectives, y se preguntó si alguno de ellos también se asustaría con este ser extraño, pero todo lo que vio fueron expresiones de cansancio y las sombras declinantes de las cinco de la tarde.
Todos estaban cansados. Ella misma apenas había dormido cuatro horas la noche anterior. Esta mañana se había levantado antes del amanecer, con la cabeza procesando a toda velocidad un caleidoscopio de voces e imágenes. Había absorbido tan profundamente el caso de Elena Ortiz en su inconsciente que, en sus sueños, ella y la víctima tenían una conversación, aunque sin sentido. No hubo revelaciones sobrenaturales ni pistas de ultratumba, sino meras imágenes generadas por la electricidad de las neuronas. Con todo, Rizzoli lo consideraba un sueño significativo. Le indicaba lo mucho que le importaba este caso. Ser detective en jefe en una investigación de alto perfil era como caminar por la cuerda floja sin red de protección. Si atrapaban al asesino, todos aplaudirían. Si arruinaba las cosas, el mundo entero se limitaría a ver cómo la aplastaban.
Ahora se enfrentaban a un caso de alto perfil. Dos días atrás un titular del Boston Herald había aparecido en primera plana: «El cirujano ataca de nuevo». Gracias al Boston Herald, el asesino tenía ahora su apodo, y hasta los policías lo utilizaban. El Cirujano.
Dios, estaba preparada para afrontar el acto de la cuerda floja. Estaba preparada para elevarse o hundirse en función de sus propios méritos. Una semana atrás, mientras caminaba por el departamento de Elena Ortiz como detective en jefe, supo en un instante que ése sería el caso de su carrera, y estaba ansiosa por demostrarlo.
Las cosas cambiaban rápido.
En el lapso de un día, su caso se había inflado tomando las proporciones de una investigación mucho más amplia, comandada por Marquette, el teniente de la unidad. El caso de Elena Ortiz había sido adjuntado al de Diana Sterling y el equipo se había ampliado a cinco detectives, además de Marquette: Rizzoli y su compañero Barry Frost, Moore y su corpulento colega Jerry Sleeper, más un quinto detective, Darren Crowe. Rizzoli era la única mujer en el equipo; de hecho, era la única mujer en toda la Unidad de Homicidios, y algunos hombres no iban a permitir que lo olvidara. Oh, se llevaba bien con Barry Frost, a pesar de su irritante buen talante. Jerry Sleeper era demasiado flemático como para que alguien se llevara mal con él. Y en cuanto a Moore, bueno, a pesar de sus reservas iniciales comenzaba a caerle bien y a respetarlo sinceramente por su trabajo metódico y sosegado. Más importante aún, él parecía respetarla. Cada vez que hablaba, sabía que Moore la escuchaba.
No, era con el quinto policía del equipo, con Darren Crowe, con quien tenía problemas. Graves problemas. Ahora estaba sentado frente a ella en la mesa, impresa en la cara su habitual sonrisa burlona. Ella se había criado con chicos como él. Chicos de mucho músculo, muchas novias. Mucho ego.
Ella y Crowe se despreciaban mutuamente.
Una pila de papeles circuló por la mesa. Rizzoli tomó una copia y leyó el perfil criminal que el doctor Zucker acababa de ofrecerles.
—Sé que para muchos de ustedes mi trabajo es esotérico —dijo Zucker—. Así que permítanme explicarles mi razonamiento. Él entra en la casa de la víctima por una ventana abierta. Lo hace en las primeras horas de la madrugada, entre la medianoche y las dos de la mañana. Sorprende a la víctima en su cama. La inmoviliza atándola a la cama con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. Refuerza esto con ataduras en los muslos y el pecho. Finalmente le tapa la boca. Lo que consigue es el control total. Cuando poco después la víctima se despierta, no puede moverse, no puede gritar. Es como si estuviera paralizada, aunque despierta y consciente de todo lo que sucede después. Y lo que sucede después es la peor pesadilla de cualquiera.
La voz de Zucker se había vuelto monocorde. Cuanto más grotescos los detalles, más suave su voz, y todos se inclinaban hacia delante, pendientes de sus palabras.
—El asesino comienza a cortar —dijo Zucker—. De acuerdo con el informe de la autopsia, se toma su tiempo. Es meticuloso. Corta en el bajo vientre, capa por capa. Primero la piel, luego la capa subcutánea, luego la grasa, luego el músculo. Usa sutura para controlar la hemorragia, identifica y extrae únicamente el órgano que busca. Nada más. Y lo que busca es la matriz.
Zucker recorrió la mesa con la vista, tomando nota de sus reacciones. Su mirada se detuvo en Rizzoli, el único policía en la sala que poseía el órgano del que hablaba. Ella le devolvió la mirada, resentida de que su género fuera el causante de esa mirada.
—¿Qué nos indica eso, detective Rizzoli? —preguntó.
—Odia a las mujeres —dijo ella—. Les extirpa lo único que las hace mujeres.
Zucker asintió, y su sonrisa la hizo temblar.
—Es lo que Jack el Destripador hizo con Annie Chapman. Al tomar la matriz, le quita la femineidad a la víctima. Le roba su poder. Ignora las joyas, el dinero. Sólo quiere una cosa, y una vez que ha obtenido lo que quiere, puede dedicarse al final. Pero se produce una pausa antes de la emoción final. La autopsia en ambas víctimas indica que se detiene en ese punto. Tal vez transcurre una hora, mientras la víctima continúa sangrando lentamente. Un charco de sangre se acumula en su herida. ¿Qué hace durante ese lapso?
—Disfruta —dijo Moore suavemente.
—¿Quieres decir que se manosea? —dijo Darren Crowe planteando la pregunta con su acostumbrada crudeza.
—No hubo rastros de eyaculación en ninguna de las escenas —señaló Rizzoli.
Crowe le lanzó una mirada de eres muy lista.
—La ausencia de e-ya-cu-la-ción —dijo enfatizando sarcásticamente cada sílaba— no deja afuera la posibilidad de que se manosee.
—No creo que se estuviera masturbando —dijo Zucker—. Este individuo en particular no podría perder el control en un entorno poco familiar. Creo que espera a estar en un lugar seguro para alcanzar su satisfacción sexual. Todo en esta escena del crimen indica a gritos que hay control. Cuando procede al acto final, lo hace con confianza y autoridad. Corta la garganta de la víctima con un único corte profundo. Y luego ejecuta un último acto ritual. —Zucker tomó su maletín y sacó dos fotos de la escena, que depositó sobre la mesa. Una era del dormitorio de Diana Sterling, la otra de Elena Ortiz—. Dobla meticulosamente sus camisones y los ubica cerca del cuerpo. Sabemos que dobló la ropa después del asesinato, porque se encontraron manchas de sangre entre los pliegues.
—¿Por qué lo hace? —preguntó Frost—. ¿Cuál es el simbolismo de eso?
—Una vez más: el control —dijo Rizzoli.
Zucker asintió.
—Seguramente forma parte de lo mismo. Mediante este ritual demuestra tener el control de la escena. Pero al mismo tiempo el ritual lo controla a él. Es un impulso que probablemente no pueda resistir.
—¿Y qué sucedería si se le impide hacerlo? —preguntó Frost—. Digamos que se lo interrumpe y no puede completar el acto.
—Lo dejaría frustrado y furioso. Se sentiría impelido a comenzar una cacería de inmediato en busca de su próxima víctima. Pero hasta ahora se las arregló siempre para completar el ritual. Y cada asesinato fue lo bastante satisfactorio como para mantenerlo inactivo por largos períodos de tiempo. —Zucker paseó la vista por la sala—. Ésta es la peor clase de asesino con la que podemos enfrentarnos. Pasó un año entero entre ambos ataques. Es extremadamente raro. Significa que pueden pasar meses entre una y otra cacería. Podríamos rasgarnos las vestiduras tratando de encontrarlo, mientras él espera con paciencia el siguiente asesinato. Es meticuloso. Es organizado. Dejará pocas pistas a su paso, si es que deja alguna. —Miró a Moore en busca de confirmación.
—No tenemos huellas digitales, ni tenemos ADN en ninguna de las escenas —dijo Moore—. Todo lo que hay es un cabello recogido de la herida de Ortiz. Y un par de fibras de poliéster halladas en el marco de la ventana.
—Me imagino que tampoco hubo testigos.
—Hicimos ciento treinta interrogatorios en el caso de Sterling. Ciento ochenta entrevistas hasta el momento para el caso de Ortiz. Nadie vio al intruso. Nadie advirtió la presencia de un merodeador.
—Pero tenemos tres confesiones —dijo Crowe—. Todos venían de la calle. Les tomamos declaración y los mandamos de vuelta. —Se rió—. Chiflados.
—Este asesino no está loco —dijo Zucker—. Me atrevería a decir que parece perfectamente normal. Supongo que es un hombre blanco entre veintiocho y treinta y dos años. Prolijamente vestido, y con una inteligencia superior a la media. Es casi seguro que se graduó en la secundaria y tal vez posee un título terciario o universitario. Las escenas del crimen están separadas por casi dos kilómetros de distancia, y los asesinatos fueron cometidos a una hora del día en la que hay poco transporte público. Así que maneja un auto. Debe de estar limpio y bien mantenido. Es probable que no tenga historia clínica de enfermedades mentales, pero puede tener antecedentes juveniles por robo o voyeurismo. Si trabaja, debe de hacerlo en algo que requiere atención y meticulosidad. Sabemos que lo planifica todo, como lo demuestra la evidencia de que lleva encima un equipo para asesinar: escalpelo, sutura, tela adhesiva, cloroformo. Más algún recipiente de alguna clase en el que se lleva el recuerdo a su casa. Puede ser algo tan sencillo como una bolsa transparente con cierre hermético. Trabaja en un campo que requiere atención al detalle. Como desde luego tiene conocimientos de anatomía, y habilidades quirúrgicas, podemos estar enfrentándonos a un médico profesional.
Rizzoli se encontró con la mirada de Moore; a ambos los asaltó un mismo pensamiento: probablemente había más médicos en la ciudad de Boston que en todo el resto del mundo.
—Como es inteligente —dijo Zucker—, sabe que vigilamos las escenas del crimen. Y se resistirá a la tentación de volver. Pero la tentación está ahí, de modo que vale la pena seguir vigilando la casa de Ortiz, al menos en un futuro cercano. También es lo bastante inteligente como para evitar elegir víctimas de su vecindario. Es lo que llamamos un «viajante» más que un «merodeador». Sale de su barrio para cazar. Hasta que no tengamos más elementos con los que trabajar, no puedo elaborar un perfil geográfico. No puedo señalar las áreas en las que deberían concentrarse.
—¿Cuántos elementos más necesita? —preguntó Rizzoli.
—Como mínimo cinco.
—¿Quiere decir que necesitamos cinco asesinatos?
—El programa de ubicación geográfica de criminales que utilizo requiere cinco para tener validez. He utilizado este programa por lo menos con cuatro elementos, y a veces se puede obtener una predicción sobre el domicilio del criminal, pero no es certero. Necesitamos saber más acerca de sus movimientos. Cuál es su esfera de actividad, cuáles son sus puntos de anclaje. Todo asesino se mueve en una zona de preferencia. Son como depredadores en plena cacería. Tienen su territorio, sus agujeros de pesca, donde encuentran a la presa. —Zucker paseó la vista alrededor de la mesa notando las caras poco impresionadas de los detectives—. No sabemos lo suficiente sobre este individuo como para hacer predicciones. Por lo tanto, tenemos que concentrarnos en las víctimas. Quiénes son y por qué las elige.
Zucker volvió a tomar su maletín y sacó dos carpetas, una rotulada Sterling, la otra, Ortiz. Extrajo una docena de fotografías que desplegó sobre la mesa. Imágenes de las dos mujeres cuando vivían, algunas incluso de la infancia.
—No han visto algunas de estas fotos. Les pedí a los familiares que me las facilitaran, para tener una idea sobre la historia de estas mujeres. Miren sus caras. Estudien quiénes eran como personas. ¿Por qué el asesino las eligió a ellas? ¿Dónde las vio? ¿Qué había en ellas que le llamó la atención? ¿Una risa? ¿Una sonrisa? ¿La forma en que caminaban por una calle de la ciudad?
Comenzó a leer de una hoja mecanografiada.
—Diana Sterling, treinta años de edad. Pelo rubio, ojos azules. Un metro setenta de estatura, cincuenta y seis kilos. Ocupación: agente de viajes. Lugar de trabajo: calle Newbury. Domicilio: calle Marlborough, en Back Bay. Graduada en el Smith College. Sus padres son abogados y viven en una casa de dos millones de dólares en Connecticut. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.
Dejó la hoja sobre la mesa y tomó la siguiente.
—Elena Ortiz, veintidós años de edad. Latina. Pelo negro, ojos castaños. Un metro cincuenta y ocho, cuarenta y siete kilos. Ocupación: empleada en el negocio de flores de la familia, en el South End. Domicilio: un departamento en el South End. Educación: bachiller. Vivió toda su vida en Boston. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.
Levantó la vista.
—Dos mujeres que vivían en la misma ciudad, pero que se movían en universos distintos. Compraban en negocios distintos, comían en restaurantes distintos, y no tenían amigos en común. ¿Cómo las encontró nuestro asesino? ¿Dónde las encontró? No sólo son distintas entre sí, sino que no corresponden a la clásica víctima de crimen sexual. La mayoría de los asesinos atacan a los miembros vulnerables de la sociedad. Prostitutas, mujeres que hacen dedo. Como cualquier cazador carnívoro, rondan al animal que está en los extremos del rebaño. ¿Entonces por qué eligió a estas dos mujeres? —Zucker sacudió la cabeza—. No lo sé.
Rizzoli miró las fotos sobre la mesa, y una imagen de Diana Sterling captó su atención. Mostraba a una resplandeciente joven, la flamante graduada del Smith College con su toga y su birrete. La niña mimada. «¿Qué se sentirá ser una niña mimada?», se preguntaba Rizzoli. No tenía idea. Había crecido como la desdeñada hermana de dos atractivos varones, como la desesperada varonera que sólo quería ser parte de la banda. Seguramente Diana Sterling, con sus pómulos aristocráticos y su cuello de cisne, nunca supo lo que significaba quedar afuera, excluida. Nunca supo lo que significaba ser ignorada.
La mirada de Rizzoli se detuvo en una cadena dorada que colgaba del cuello de Diana. Levantó la foto y le echó una mirada más de cerca. Con el pulso acelerándose, miró alrededor de la sala para comprobar si algún otro policía había registrado lo que ella acababa de notar, pero nadie la miraba ni a ella ni a las fotos; estaban pendientes del doctor Zucker.
Éste había desenrollado un mapa de Boston. Por encima de la franja de calles de la cuidad había dos áreas sombreadas, una señalando Back Bay, y la otra limitada por el South End.
—Éstos son los espacios conocidos de actividad de nuestras dos víctimas. Los barrios en los que vivían y trabajaban. Todos nosotros tendemos a manejar nuestras vidas cotidianas en áreas familiares. Hay un dicho entre los investigadores geográficos: «El lugar al que vamos depende de lo que sabemos, y lo que sabemos depende de hacia dónde vamos». Esto es verdad tanto para las víctimas como para los asesinos. Pueden ver en este mapa los mundos separados en que vivían estas dos mujeres. No hay yuxtaposición. No hay un punto de anclaje en común ni un cruce en el que intersecaran sus vidas. Esto es lo que más me desconcierta. Es la clave de la investigación. ¿Cuál es el eslabón entre Sterling y Ortiz?
Rizzoli volvió a mirar la foto. La cadena dorada colgando del cuello de Diana. «Podría equivocarme. No puedo decir nada, no hasta estar segura, o será una cosa más que Darren Crowe utilizará para ridiculizarme».
—¿Está enterado de que hay otra vuelta de tuerca en este caso? —dijo Moore—. La doctora Catherine Cordell.
Zucker asintió.
—La víctima sobreviviente de Savannah.
—Algunos detalles sobre los asesinatos de Andrew Capra nunca fueron revelados al público. El uso de sutura catgut. Los camisones doblados de las víctimas. Y nuestro asesino está reproduciendo esos mismos detalles.
—Los asesinos se comunican entre ellos. Es una cofradía retorcida.
—Capra murió hace dos años. No se puede comunicar con nadie.
—Pero mientras vivía pudo haber compartido todos los detalles morbosos con nuestro asesino. Espero que ésa sea la explicación. Porque la otra alternativa es mucho más perturbadora.
—Que nuestro asesino haya tenido acceso a los informes policiales de Savannah —dijo Moore.
Zucker asintió.
—Lo que significaría que se trata de alguien de la fuerza policial.
La sala quedó en silencio. Rizzoli no pudo evitar mirar a sus colegas, todos ellos hombres. Pensó en la clase de hombre que se siente atraído hacia el trabajo de policía. La clase de hombre que ama el poder y la autoridad, el revólver y la placa. La posibilidad de controlar a los demás. «Precisamente lo que busca nuestro asesino».
Cuando la reunión se disolvió, Rizzoli esperó a que el resto de los detectives saliera de la sala de conferencias antes de acercarse a Zucker.
—¿Puedo quedarme con esta foto? —preguntó.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Una corazonada.
Zucker le dedicó una de sus siniestras sonrisas al estilo John Malkovich.
—¿La compartirás conmigo?
—No comparto mis corazonadas.
—¿Es mala suerte?
—Protejo mi terreno.
—Ésta es una investigación de equipo.
—El concepto de equipo me causa gracia. Cada vez que comparto mis corazonadas, es otro el que se lleva los méritos. —Con la foto en la mano, salió de la sala y se arrepintió inmediatamente de su último comentario. Pero había estado todo el día irritada a causa de sus colegas masculinos, con sus pequeñas observaciones y desaires, que se sumaban a un patrón general de desprecio. La gota que rebasó el vaso fue la entrevista que ella y Darren Crowe mantuvieron con la vecina de Elena Ortiz. Crowe interrumpía sistemáticamente las preguntas de Rizzoli para hacer las suyas. Cuando ella lo sacó del cuarto y lo amonestó por su comportamiento, él le devolvió el clásico insulto masculino:
—Supongo que es esa época del mes.
No, ella se guardaría todas sus corazonadas. Si no se comprobaban, nadie la ridiculizaría. Y si resultaban fructíferas, reclamaría legítimamente su crédito.
Regresó a su cubículo y se sentó para echar una mirada más detenida a la fotografía de graduación de Diana Sterling. Mientras buscaba la lupa, su vista se cruzó de repente con la botella de agua mineral que siempre mantenía en el escritorio, y su temperatura subió al descubrir lo que habían metido dentro.
«No reacciones, —pensó—. No les dejes ver que caíste en la trampa».
Ignorando la botella de agua y el asqueroso objeto que contenía, apuntó la lupa hacia el cuello de Diana Sterling. El lugar parecía inusualmente silencioso. Casi podía sentir la mirada de Darren Crowe, a la espera de su reacción explosiva.
«Eso no sucederá, imbécil. Esta vez me voy a mantener calma».
Se concentró en la cadena de Diana. Casi había pasado por alto ese detalle, porque era la cara lo que inicialmente había llamado su atención, esos pómulos estupendos, el delicado arco de las cejas. Ahora estudiaba los dos dijes que colgaban de la fina cadena. Uno de los dijes tenía la forma de una cerradura, y el otro era una diminuta llave.
«La llave de mi corazón», pensó Rizzoli.
Revisando entre las fichas de su escritorio encontró las fotos de la escena del crimen de Elena Ortiz. Con la lupa estudió un primer plano del pecho de la víctima. A través de la capa de sangre seca coagulada a la altura del cuello apenas pudo distinguir la fina línea de una cadena dorada; los dos dijes estaban oscurecidos.
Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina del médico forense.
—El doctor Tierney estará afuera toda la tarde —dijo su secretaria—. ¿Puedo ayudarla?
—Es acerca de una autopsia que hizo el viernes pasado. Elena Ortiz.
—¿Sí?
—Esta víctima llevaba una joya cuando fue ingresada en la morgue. ¿Todavía lo tiene?
—Déjeme chequear.
Rizzoli esperó, dando golpecitos con su lápiz sobre el escritorio. La botella de agua estaba justo frente a ella, pero la ignoraba con todas sus fuerzas. Su furia había dado lugar a la excitación. A la felicidad de la cacería.
—¿Detective Rizzoli?
—Aquí estoy.
—Los efectos personales fueron reclamados por la familia. Un par de aros de oro, una cadena y un anillo.
—¿Quién firmó por ellos?
—Anna García, la hermana de la víctima.
—Gracias. —Rizzoli colgó y miró su reloj. Anna García vivía fuera de la ciudad, en Danvers. Eso significaba un viaje en plena hora pico…
—¿Sabes dónde está Frost? —dijo Moore.
Rizzoli levantó la mirada, sorprendida al verlo parado junto a su escritorio.
—No, no lo vi.
—¿No lo has visto por aquí?
—No lo llevo atado con correa.
Hubo una pausa. Luego él preguntó:
—¿Qué es esto?
—Las fotos de la escena del crimen de Ortiz.
—No. Esa cosa en la botella.
Ella miró de nuevo, y vio el entrecejo fruncido de Moore.
—¿Qué te parece que es? Es un maldito tampón. Alguien aquí tiene un sentido del humor verdaderamente sofisticado. —Ella clavó sus ojos en Darren Crowe, que reprimió una risotada y se dio vuelta.
—Yo me ocuparé de esto —dijo Moore tomando la botella.
—Bueno, bueno —interrumpió ella—. Maldición, Moore, olvídalo.
Moore se acercó a la oficina del teniente Marquette. A través del tabique de vidrio vio a Moore depositar la botella con el tampón sobre el escritorio de Marquette, que se dio vuelta y miró en dirección a Rizzoli.
«Aquí vamos de nuevo. Ahora dirán que la bruja no tolera una broma».
Tomó su cartera, recogió las fotos y caminó fuera de la oficina.
Ya estaba frente a los ascensores cuando Moore la llamó.
—¿Rizzoli?
—No pelees mis batallas por mí, ¿está claro? —dijo con sequedad.
—No estabas peleando. Estabas sentada ahí con esa… cosa sobre tu escritorio.
—Tampón. ¿No puedes repetir esa palabra en voz alta y clara?
—¿Por qué estás enojada conmigo? Trato de estar de tu lado.
—Mira, Santo Tomás, así es como funciona el mundo real para las mujeres. Si elevo una queja, soy yo la que termina perjudicada. Queda una nota en mi expediente. No se desenvuelve bien con los muchachos. Si vuelvo a quejarme, mi reputación está sellada. Rizzoli la quisquillosa. Rizzoli la histérica.
—Si no te quejas dejas que ellos ganen.
—Ya intenté tu método. No funciona. Así que no me hagas más favores, ¿puede ser? —Colgó con energía la cartera de su hombro y dio un paso hacia el ascensor.
En el momento en que la puerta se cerró entre ellos, quiso retirar sus últimas palabras. Moore no se merecía semejante contestación. Siempre había sido amable, siempre un caballero, y ella, en su furia, le había arrojado en la cara el apodo con el que se lo conocía en la unidad. Santo Tomás. El policía que nunca se pasaba de la raya, el que nunca decía malas palabras, el que nunca perdía la calma.
Y luego venían las tristes circunstancias de su vida personal. Dos años atrás su esposa Mary había sido abatida por una hemorragia cerebral. Por seis meses estuvo suspendida en la dimensión desconocida de un coma, pero hasta el día en que finalmente murió, Moore se negó a rechazar la esperanza de una recuperación. Incluso ahora, a un año y medio de la muerte de Mary, él no parecía aceptarla. Seguía llevando la sortija de casamiento, seguía conservando su foto en el escritorio. Rizzoli había observado la desintegración de muchos otros matrimonios de policías, había observado la galería cambiante de fotos de mujeres sobre los escritorios de sus colegas. En el de Moore, la imagen de Mary permanecía con su sonrisa como un atributo permanente.
«¿Santo Tomás?». Rizzoli sacudió la cabeza con cinismo. Si existían los santos verdaderos en el mundo, seguramente no eran policías.
Uno quería que viviera, la otra quería que muriera, y ambos pretendían amarlo más que el otro. El hijo y la hija de Herman Gwadowski se miraban a través de la cama donde yacía su padre, y ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.
—No eras tú el que se ocupaba de papá —dijo Marilyn—. Yo le hacía la comida. Yo limpiaba la casa. Yo lo llevaba al médico todos los meses. ¿Cuándo viniste a visitarlo? Siempre tenías cosas más importantes que hacer.
—Vivo en Los Ángeles, por el amor de Dios —retrucó Ivan—. Tengo un negocio.
—Podrías haber volado una vez por año. ¿Era tan difícil?
—Bueno, ahora estoy aquí.
—Ah, sí. El señor Magnánimo irrumpe y salva el día. Antes no te molestabas en venir a visitarlo. Pero ahora quieres que todo se haga según tu criterio.
—No puedo creer que lo quieras dejar ir sin más.
—No quiero que siga sufriendo.
—O tal vez quieres impedir que siga vaciando su cuenta bancaria.
Cada músculo en la cara de Marilyn se puso rígido.
—¡Bastardo!
Catherine no podía seguir escuchando.
—Éste no es el lugar para discutirlo —interrumpió—. ¿Podrían salir los dos de la habitación, por favor?
Por un momento, los hermanos se miraron en un silencio hostil como si el acto de salir primero significara una derrota. Luego Ivan tomó la delantera con su intimidante figura trajeada. Su hermana, Marilyn, cuyos rasgos delataban el ama de casa agobiada que era, apretó la mano de su padre y siguió luego a su hermano.
En el corredor, Catherine se explayó sobre los sombríos hechos.
—Su padre ha estado en coma desde el accidente. Sus riñones están fallando. A causa de una diabetes de larga data ya funcionaban irregularmente, y el traumatismo empeoró las cosas.
—¿Cuánto de eso se debe a la cirugía? —preguntó Ivan—. ¿A los anestésicos que le administraron?
Catherine sofocó su cólera en aumento y dijo con tranquilidad:
—Estaba inconsciente cuando ingresó. La anestesia no fue un problema. Pero el tejido dañado perjudica los ríñones, y ahora están dejando de funcionar. Además tiene un diagnóstico de cáncer de próstata con metástasis en los huesos. Aunque recuperara la conciencia, todos esos problemas subsistirían.
—Usted quiere que nos demos por vencidos, ¿no es así? —preguntó Ivan.
—Solamente quiero que piensen en su estado. Si su corazón se detuviera, no tendríamos que resucitarlo. Podríamos dejarlo ir pacíficamente.
—Quiere decir, dejarlo morir.
—Sí.
Ivan bufó.
—Déjeme decirle algo sobre mi padre. Él no es un perdedor. Y yo tampoco lo soy.
—Por amor de Dios, Ivan, no se trata de ganar o de perder —dijo Marilyn—. Se trata de cuándo dejarlo ir.
—Y tú estás ansiosa por hacerlo, ¿cierto? —dijo él volviéndose para enfrentarla—. Al primer indicio de dificultad, la pequeña Marilyn siempre abandona y deja que papi le solucione el problema. Bien, él nunca me solucionó un problema.
Las lágrimas brillaban en los ojos de Marilyn.
—El problema no es papá, ¿no? Se trata de que ganes.
—No, se trata de darle una oportunidad para luchar. —Ivan miró a Catherine—. Quiero que se haga todo lo posible por mi padre. Espero que quede absolutamente claro.
Marilyn se secó las lágrimas de la cara y observó a su hermano alejarse.
—¿Cómo puede decir que lo ama cuando nunca vino a visitarlo? —Miró a Catherine—. No quiero que se le haga resucitación a mi padre. ¿Puede poner eso en la planilla?
Era la clase de dilema ético que todo médico temía. A pesar de que Catherine compartía la postura de Marilyn, las últimas palabras del hermano conllevaban una amenaza definitiva.
—No puedo cambiar la orden hasta que usted y su hermano se pongan de acuerdo.
—Nunca estará de acuerdo. Ya lo escuchó.
—Entonces tendrá que volver a hablar con él. Tendrá que convencerlo.
—Teme que la denuncie, ¿no es así? Es por eso que no cambiará la orden.
—Sé que está enojado.
Marilyn asintió con tristeza.
—Así es como gana. Así es como siempre gana.
«Puedo coser un cuerpo y reconstituirlo, —pensó Catherine—. Pero no puedo arreglar una familia hecha pedazos».
El dolor y la hostilidad de esa reunión todavía pesaban sobre ella al salir del hospital, media hora más tarde. Era viernes por la noche y tenía todo un fin de semana por delante, aunque mientras salía del estacionamiento del centro médico no tuvo ninguna sensación de liberación. Hoy hacía más calor que ayer, cerca de treinta y tres grados, y sólo ansiaba la frescura de su departamento, sentarse con un té helado y entretenerse con el Discovery Channel.
Mientras esperaba en la primera intersección a que la luz se pusiera en verde, su mirada se desvió al nombre de la calle perpendicular. Worcester.
Era la calle en donde vivía Elena Ortiz. La dirección de la víctima había sido mencionada en el artículo del Boston Globe que Catherine finalmente se había sentido impelida a leer.
La luz cambió. Por puro impulso, dobló por la calle Worcester. Nunca antes había tenido una razón para manejar de ese modo, pero algo la obligaba a seguir adelante. La morbosa necesidad de ver dónde había atacado el asesino, de conocer el edificio en el que su propia pesadilla personal había cobrado vida para otra mujer. Sus manos estaban húmedas, y podía sentir la aceleración de su pulso mientras corroboraba el avance de la numeración de los edificios.
Se acercó al cordón de la acera frente a la dirección de Elena Ortiz.
No había nada distintivo en el edificio, nada que le hablara de terror y de muerte. Sólo vio otro edificio de tres pisos y ladrillos rojos.
Bajó del auto y miró las ventanas de los pisos superiores. ¿Cuál sería el departamento de Elena? ¿El de las cortinas a rayas? ¿O aquél con la jungla de plantas colgantes? Se acercó a la entrada principal y miró los nombres de los inquilinos. Había seis apartamentos; el nombre del inquilino del 2° A estaba en blanco. Elena ya había sido borrada; la víctima había sido purgada de la lista de los vivos. Nadie quería que le recordaran la muerte.
Según el Globe, el asesino había tenido acceso al departamento a través de la escalera de incendios. Volviendo a la acera, Catherine descubrió una verja de hierro que serpenteaba junto al edificio por el callejón. Caminó unos pocos pasos en las tinieblas del callejón y luego abruptamente se detuvo. Sentía un hormigueo en la nuca. Se dio vuelta para mirar hacia la calle y vio pasar una camioneta, luego a una mujer corriendo. Una pareja se metió dentro de un auto. Nada que la hiciera sentirse amenazada, si bien no podía ignorar los mudos gritos de pánico.
Volvió a su auto, trabó las puertas, y destrabó el freno de mano, repitiéndose: «Todo está bien. Todo está bien». Mientras el aire frío surgía desde la ventilación, sintió que su pulso gradualmente disminuía su ritmo. Por fin, con un suspiro, se reclinó sobre el asiento.
Su mirada volvió, una vez más, hacia el departamento de Elena Ortiz.
Sólo entonces le llamó la atención el auto estacionado en el callejón.
La placa que llevaba el paragolpes.
Posey5.
Al instante revolvió su cartera en busca de la tarjeta del detective. Con manos temblorosas marcó su número desde el teléfono del auto.
La atendió una voz con tono expeditivo.
—Detective Moore.
—Habla Catherine Cordell —dijo ella—. Usted vino a verme un par de días atrás.
—Sí, la doctora Cordell.
—¿Elena Ortiz manejaba un Honda verde?
—¿Perdón?
—Necesito saber su número de placa.
—Temo que no entiendo su…
—¡Sólo dígamelo! —Su brusca orden lo sorprendió. Se produjo un largo silencio en la línea.
—Déjeme buscarlo —dijo él. Detrás ella escuchó voces de hombres, teléfonos que sonaban. Moore volvió al teléfono—. Es una placa personalizada —dijo—. Supongo que tiene que ver con los asuntos del negocio familiar.
—Posey Cinco —murmuró ella.
Una pausa.
—Sí —dijo él, con la voz extrañamente calma. Alerta.
—Cuando hablamos el otro día, me preguntó si conocía a Elena Ortiz.
—Y usted dijo que no.
Catherine dejó escapar un suspiro entrecortado.
—Estaba equivocada.