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E4: ¿ES CORRECTO MENTIR PARA AYUDAR A UN AMIGO? LOS SIMPSON Y LA ÉTICA DE HOMERO: ENTRE MARGE, FLANDERS Y MOE

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Hasta hace algunos pocos años, bastaba con decir “Homero” para hacer referencia al poeta griego al que se le adjudican La Ilíada y La Odisea. Hoy, sin embargo, el nombre remite de inmediato a Homero Simpson, el patriarca de la familia amarilla que creó el artista estadounidense Matt Groening hace tres décadas y que se convirtió en la primera y única serie realmente transgeneracional y transmediática, que sigue vigente y activa incluso cuando muchos dejaron de ver los nuevos episodios y prefieren ser espectadores en loop de episodios que tienen varios años. Revisitada hasta el cansancio como meme, Los Simpson se volvió incluso una suerte de oráculo gracias a casi 700 episodios que abarcan casi cualquier ámbito de la vida cotidiana.

En el capítulo “El bueno, la mala y el feo” (“Dumbbell Indemnity”) de la novena temporada, el malhumorado dueño de la taberna más famosa de la ciudad de Springfield, Moe, conoce a una mujer de la que se enamora y quien, para su sorpresa, acepta su invitación a tener una cita. Sin experiencia previa en vínculos románticos y con un largo historial de decepciones, el cantinero cree que la mejor estrategia para conquistarla es llenarla de regalos y atenciones materiales, lo que termina generándole cuantiosos gastos. Cuando se excede del límite de su tarjeta de crédito, cree que todas sus chances en el amor están en riesgo y decide pedirle un favor desesperado a Homero Simpson: que robe su auto y lo destruya para poder cobrar los cinco mil dólares del seguro del vehículo. Esto pone a su cliente y amigo en un aprieto: ¿es correcto ayudar a un amigo si lo que nos pide es cometer un fraude? Homero cree que sí.

La pregunta de si existen ocasiones en las que es correcto mentir o engañar acompaña a hombres y a mujeres desde siempre y seguramente seguirá acechando a las generaciones que vendrán. Sin ninguna respuesta definitiva, su consideración generó amplios debates y por eso la encontramos en el centro de la trama de muchas ficciones a lo largo de la historia, desde tragedias griegas hasta fábulas y cuentos infantiles, pasando por discusiones con amigos a videos de influencers de YouTube. Para evaluar si una acción es buena o mala es necesario contar con un marco que nos permita hacer estos juicios. Podemos pensar que eso es la ética, la discusión de si algo es moralmente bueno o malo. Aunque en ocasiones “ética” y “moral” se usan como sinónimos, no lo son. Podemos considerar la moral como una de las dimensiones de nuestra vida cotidiana —compuesta de juicios, valoraciones, actitudes, normas y costumbres que orientan o regulan el hacer humano— y la ética como la disciplina filosófica que lleva a cabo el análisis de esta esfera y que elabora teorías para dar cuenta de la validez o no de los enunciados morales. En este sentido, la ética es una disciplina de la filosofía, como es la metafísica o la epistemología, y lo moral es su objeto de estudio.

¿Consideramos que es moralmente bueno que Homero cumpla el deseo de su amigo, robe su auto y lo destruya para poder así estafar a la compañía de seguros? La respuesta parece sencilla: claro que no lo es. Lo que Moe le propone a Homero es un delito y todos estamos de acuerdo en que los delitos siempre son acciones malas, ¿no? Bueno, no es tan sencillo: las leyes no son necesariamente indican lo que es moralmente bueno ni prohíben lo que está mal moralmente. De hecho, no es nada inusual que discutamos tanto en la mesa familiar como en las redes sociales acerca de la justicia. Los debates se dan tanto acerca de si la aplicación de la ley a una situación es justa como si la ley misma es justa. Esto no debería asustarnos sino que es muy sano: las sociedades cambian y no es deseable que las normas que las rigen sean rígidas. El dinamismo jurídico es una de las características de los tiempos en los que vivimos y son la oportunidad perfecta para perfeccionar el ámbito legal y, si se da el raro caso en el que las normas se adelantan a las problemáticas que vendrán o extienden derechos, incluso perfeccionar la sociedad.

Si las leyes no nos sirven para justificar por qué está mal mentir y estafar para ayudar a un amigo que quiere salir con una chica, ¿a qué puedo echar mano? La ética me ofrece distintos marcos para evaluar moralmente a las acciones, algunos de los cuales me servirán incluso para entender por qué Homero actuó de esa manera o por qué lo hizo así Moe. Estas herramientas éticas son numerosas y algunas existen desde hace siglos, aunque ninguna es estática, siempre están mutando y siendo discutidas.

Uno de los enfoques clásicos pone el acento en las consecuencias de nuestras acciones: si las consecuencias son buenas, el acto es correcto; si las consecuencias son malas, el acto es incorrecto. Esto es un marco consecuencialista, en el que la moralidad de una acción depende de los efectos que genera. Visto así, las consecuencias de las acciones de Homero son positivas: defrauda a una empresa de seguros, a la que, considera, perder cinco mil dólares no le resultará un gran perjuicio, pero logra que su amigo pueda tener dinero para seguir agasajando a su amada.

Ahora bien, ¿estoy considerando todas las consecuencias de las acciones de Homero? Porque además de darle cinco mil dólares a Moe, está ayudando a que el posible noviazgo con esa chica se funde en mentiras, seguramente también le mienta a su familia sobre el robo del auto, no sabe si la pérdida económica para la compañía de seguro no redunde en que deba despedir personal, por ejemplo, y se está exponiendo a terminar en la cárcel por cometer un delito, por solo nombrar algunas de los posibles factores a tener en cuenta. ¿En qué sentido, entonces, puedo decir que la acción es moralmente buena si tuvo una consecuencia positiva pero también otras negativas? Aquí el marco ético se complejiza. Si decido solo tener en cuenta las consecuencias que una acción tuvo para mí, soy un egoísta moral. Aunque quizá no nos agrade tanto el mote (nadie niega que el egoísmo tiene mala prensa y que nadie lo pondría como un rasgo destacado de su personalidad en el perfil de su app de citas), es una posición absolutamente válida desde lo ético, con mucho escrito y analizado por grandes especialistas. Un egoísta moral sostiene que las acciones son moralmente correctas si, y solo si, se maximiza su propio interés. Hay varias maneras de sostener esto pero en su base está el convencimiento de que la única obligación de una persona es la de promover su mejor interés, aunque dejando espacio para ciertas conductas altruistas porque, en última instancia, ayudar a que la comunidad en la que vivo esté bien también me beneficia.

Si, en cambio, quiero considerar las consecuencias de las acciones más allá de mi persona, me acerco a una variante muy popular y estudiada del consecuencialismo, el utilitarismo. Dicho en pocas palabras, el utilitarismo pondera como la acción moralmente correcta a aquella que produce el mayor bien. No se trata, claro, de una máxima tan sencilla como parece, ya que su generalidad permite diferentes interpretaciones, lo que explica que haya más de una manera de ser utilitarista. Se suele considerar a Jeremy Bentham y John Stuart Mill como los primeros filósofos utilitaristas aunque es claro que antes de ellos hubo muchos otros pensadores y pensadoras que también intuyeron que maximizar el bien era una buena brújula para evaluar nuestro actuar. Para este utilitarismo clásico el bien es lo mismo que la felicidad, ya que la felicidad es entendida como la ausencia o lo contrario del dolor, que es algo intrínsecamente malo. Aunque no siempre son términos que hagan referencia a las mismas definiciones que usamos en nuestra vida cotidiana, además de la felicidad, para los utilitaristas clásicos el bien también está identificado con el placer, la satisfacción del deseo o el bienestar.

Pero tal vez ninguna de estas dos opciones nos satisfaga y queramos evaluar la moralidad de una acción más allá de sus consecuencias. Las teorías no consecuencialistas proponen tener en cuenta otros elementos, como por ejemplo, ciertas reglas. Dentro de estos marcos de reflexión, están los que prefieren reglas divinas (o instauradas por un ente que no es humano, como los Diez Mandamientos que aparecen en el Antiguo Testamento o instrucciones de un texto sagrado) o los que se inclinan por alguna regla puntual, como el imperativo categórico de Immanuel Kant. Si te interesa esto último, te sugiero que al terminar este capítulo leas el de Los simuladores, en donde te invito a pensar cómo cumplir una norma que parece tan sólida y buena cuando hay circunstancias en las que puede ser moralmente bueno mentir.

Para muchos, sin embargo, tanto el enfoque consecuencialista como el que sigue principios son insatisfactorios para resolver la mayoría de los problemas éticos, ya que nos deja encerrados en callejones sin salida cuando nos chocamos con otra persona que evalúa de manera distinta las consecuencias de una acción u obedece reglas diferentes de las nuestras. El debate no parece ser muy productivo porque no es posible encontrar un término medio o una forma racional de asegurar un acuerdo moral con aquellos que no piensan como yo.

Existe otra manera de evaluar moralmente las acciones, un enfoque que deja de lado las consecuencias y los principios para centrarse en los rasgos de nuestra personalidad que debemos cultivar para ser buenas personas, características que nos van a permitir tomar en el futuro buenas decisiones frente a decisiones como las que enfrentó Homero. Estas características han sido conocidas a lo largo de la historia como “virtudes” y mucho se ha escrito sobre ellas. Una definición posible de virtud es aquel rasgo de la personalidad que es deseable, como la honestidad, el coraje, la compasión o la generosidad. Para los que apoyan una ética de la virtud, en lugar de tratar de descubrir reglas universales para la conducta o calcular el beneficio de sus consecuencias. La idea es que la ética no debería enfocarse tanto en el hacer sino en el ser, es decir, solo concentrarse en cómo estamos obligados a actuar sino también en la clase de persona que queremos ser. Este enfoque no es para nada novedoso, Aristóteles en el siglo IV antes de Cristo ya lo planteó y de hecho fue la piedra angular de muchas ideas.

Ahora que conocemos estos marcos de pensamiento, ¿cómo podemos repensar todo lo que sucede con nuestros vecinos de Springfield? Supongo que estaremos de acuerdo en que Moe actuó siguiendo los principios del egoísmo moral: evaluó en cuánto lo beneficiaba las consecuencias de sus propias acciones y decidió pedirle a Homero que cometa un crimen para poder tener así el dinero para conquistar a la mujer que le gustaba. El razonamiento de Moe está centrado en su propio bien. Y se profundiza con el correr del capítulo: como era de esperar, el plan del fraude a la compañía de seguros sale mal y Homero es descubierto in fraganti por la Policía mientras destruye el auto. En la prisión, le pide a Moe que use el dinero que recibió de la compañía aseguradora para pagar su fianza y devolverle su libertad, pero cuando estaba a punto de hacerlo su flamante novia le pide que la lleve de vacaciones a Hawái y el dueño de la taberna decide entonces complacer a su amor y deja a su amigo en la cárcel. Una vez más, piensa en sí mismo.

Homero, por su parte, parece responder a un cálculo utilitarista: consideró que si cometía un fraude, maximizaba la felicidad en el mundo pues Moe podría tener lo necesario para conquistar a su chica y la compañía de seguros no tendría un gran perjuicio al perder lo que, para un tipo de corporación así, es poco dinero. Alguien podría creer que estamos siendo demasiados benévolos con la capacidad de razonamiento de la persona que más problemas le trajo a Springfield en su historia, pero creo que si uno pudiese dialogar con él sobre los motivos de por qué tomó esta decisión, podría descubrir toscas intuiciones utilitaristas. Esto, claro, no basta para ser un utilitarista hecho y derecho pero sí muestra las limitaciones a la que se han enfrentado sus defensores a lo largo de los siglos. Si la idea es respetar la máxima de que una acción moralmente correcta es aquella que produce el mayor bien, su generalidad permite diferentes interpretaciones y da lugar al fenómeno que ya comentamos, que haya más de una manera de ser utilitarista.

¿Hay alguien que represente en esta historia al enfoque no consecuencialista? No aparece en el capítulo, pero podemos imaginarnos quién rechazaría de plano una propuesta como la de Moe: Ned Flanders, el particular vecino de la familia Simpson en la calle Siempreviva. El dueño de la tienda de objetos para personas zurdas decide si las acciones que toma son moralmente buenas o no de acuerdo con lo que dice la Biblia. Es una persona muy religiosa que, incluso cuando se da cuenta de que Homero abusa de él o lo perjudica con sus acciones, decide no impedírselo porque centra su conducta bajo las premisas de lo que “debe ser un buen vecino”. Una ética deontológica se basa, justamente, en cumplir con normas.

Para finalizar, habíamos dicho que el enfoque de la ética de la virtud es el marco del pensamiento que se interesa por la persona y sus virtudes. Esto no significa que no haya interés en las acciones o las normas, sino que lo central para este punto de vista no descansa allí. Del mismo modo, esto tampoco implica que para los primeros modelos vistos las virtudes no interesen: simplemente no es lo más importante. ¿Qué tienen de especial las virtudes? Algunos creen que son disposiciones de carácter que se pueden obtener mediante la habituación, que están arraigadas en el sujeto y que, de algún modo, lo constituyen. Alguien es honesto no cuando no engaña porque cree que puede ser atrapado y teme una condena, sino cuando cree que engañar es algo deshonesto. Las razones por las cuales una persona honesta actúa reflejan sus puntos de vista sobre la honestidad, la verdad y la mentira, por ejemplo. Por eso no basta con hacer acciones honestas para ser honesto, sino que se necesita ejercitar estas acciones para lograr un hábito. A lo largo de más de treinta temporadas, Marge le ha explicado a Bart, Lisa y Maggie cuáles son los principios por los que deben actuar. Y ella misma se esfuerza por ejercitarlos, incluso cuando en ocasiones cometa errores o ceda a las tentaciones, como cuando quiso ser policía. Con su peculiar peinado azul, Marge es un buen ejemplo de alguien que se apoya en las virtudes y es seguro que jamás hubiese aceptado una propuesta como la de Moe.

Los vecinos de Springfield, como vemos, tienen mucho para discutir y pensar acerca de qué es moralmente bueno y qué no lo es.


Las voces originales de Moe y de su novia son de Hank Azaria y Helen Hunt, quienes estaban de novios en 1998 cuando se realizó este episodio. Un año más tarde se casaron, pero a los pocos meses ya estaban divorciados: casi el mismo destino que sus personajes animados.

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