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E1: ¿PARA QUÉ SIRVE PROTESTAR? BEVERLY HILLS 90210: DONNA MARTIN, LA DESOBEDIENCIA CIVIL Y LAS PROTESTAS SOCIALES
Оглавление¿Qué pasa cuando dos adolescentes de una ciudad tranquila del interior de los Estados Unidos se enfrentan al lujo y la superficialidad de uno de los sitios más ricos del mundo? En eso pensaron Darren Star y Aaron Spelling cuando imaginaron Beverly Hills 90210, una serie juvenil que debutó sin pena ni gloria en octubre de 1990. La historia de los mellizos Brandon y Brenda Walsh —quienes se mudaron junto con su familia de Minneapolis, Minnesota, a Beverly Hills, California— fue el puntapié inicial para una de las series juveniles más exitosas de la historia. Brandon y Brenda personificaban la inocencia y el candor de la clase media de la presidencia de George H. W. Bush que se enfrentaba a una élite millonaria y, aparentemente, superficial. Así, en el colegio conocieron a la egocéntrica Kelly Taylor, al melancólico Dylan McKay, al caprichoso Steve Sanders, a la inteligente Andrea Zuckerman y a la aniñada Donna Martin, entre otros. Tras una primera temporada para el olvido, Beverly Hills 90210 despegó cuando el canal de televisión Fox decidió que continuara al aire con nuevos capítulos en el verano estadounidense, atrayendo con sus romances cruzados e historias adolescentes a una audiencia que fue creciendo a pasos agigantados dentro y fuera de su país.
Así, durante la década del 90 fueron millones las adolescentes que morían de amor por Dylan y Brandon, quienes representaban dos tipos diferentes de galán, mientras que otros espectadores suspiraban por Brenda y Kelly. Los estilos de las dos jóvenes no podían ser más diferentes: la primera, morocha y rebelde; mientras que su amiga era rubia y refinada. Los conflictos dentro y fuera de la pantalla mantuvieron entretenida a una generación que me incluye y que veía los episodios doblados al español por Canal 13. Con el tiempo, la trama, que inicialmente solo se centraba en triángulos amorosos, fue incluyendo temas relevantes para la audiencia de esa edad como el sexo no consentido, el alcoholismo y el consumo problemático de drogas, la violencia doméstica, los trastornos alimentarios, los embarazos no deseados y el suicidio adolescente. En muchos sentidos, Beverly Hills 90210 se volvió el estándar para las telenovelas juveniles en todo el mundo.
En uno de los últimos episodios de la tercera temporada de la serie, “Something in the Air”, nuestros protagonistas estaban listos para, finalmente, graduarse de West Beverly High School. Sin embargo, pocos días antes Donna Martin es encontrada borracha al terminar el baile de fin de curso, violando la política muy estricta con respecto al consumo de alcohol y drogas que tenía la escuela. Cuando el hecho se volvió público y se enteraron los padres de sus compañeros, las autoridades del establecimiento elevaron un pedido a la junta escolar exigiendo un castigo ejemplar para la joven, impidiéndole que se gradúe hasta que no complete un programa contra las adicciones que duraría todo el verano.
La amenaza de no poder graduarse junto con sus compañeros de colegio destrozó a Donna, quien era una buena alumna, y puso en peligro su ingreso a la universidad. Sus amigos decidieron entonces ayudar y, usando como referencia las protestas que el padre de Brandon y Brenda había protagonizado durante la guerra de Vietnam décadas atrás, organizaron una manifestación: convocaron a los alumnos de su curso a no presentarse a los exámenes finales y marchar desde las aulas hasta la junta escolar durante la audiencia de apelación de Donna. El plan sonaba bien pero era muy arriesgado: incluso sus más grandes amigos sintieron temor frente a las consecuencias de esta desobediencia. Dylan, por ejemplo, dependía de los resultados de esos exámenes para recibir una beca universitaria sin la cual no podría acceder a ese nivel de estudios porque su familia no contaba con suficientes recursos y Steve ya tenía antecedentes por mala conducta y estaba al borde de la expulsión. Todos arriesgaban mucho con esta protesta. Sin embargo, la tenacidad de Andrea logró reunir a más personas sumando otros reclamos, como los de aquellos que querían terminar con el código de vestimenta de la institución, sumando entonces más aliados. Así, reunieron a 300 alumnos, quienes protestaron al grito de “¡Donna Martin se gradúa! ¡Donna Martin se gradúa!”.
Al ver el tamaño de la protesta, las autoridades de la junta escolar amenazaron con llamar a la Policía y obligar al desalojo y detención de los estudiantes. Esto creó tensión y nerviosismo, pero todos sintieron que la causa era justa y decidieron no dimitir. Incapaces de continuar su reunión y sorprendidos por la cantidad de protestantes, los miembros de la junta escolar tuvieron que tomar en cuenta esos reclamos y tenerlos en consideración. En votación muy reñida, tres votos a favor y dos en contra, le permitieron a Donna graduarse en tiempo y forma con sus amigos si aceptaba hacer el curso contra las adicciones ese verano y el código de vestimenta quedó cancelado.
Este episodio de Beverly Hills 90210 nos muestra el poder de una protesta y su capacidad para llamar la atención sobre situaciones injustas y, con suerte, rectificarlas. Vivimos tiempos en los que hay numerosos movimientos sociales que buscan cambiar nuestra realidad. Los activismos vinculados con el ambientalismo, la crueldad animal o el feminismo y las disidencias, por ejemplo, convocan a muchas personas y están logrando cambiar la mentalidad de aquellos que quizá no sabían que eran cómplices de estas inequidades. Sin embargo, las protestas sociales plantean un desafío para la filosofía política porque en ocasiones sus métodos chocan con las normas y reglas establecidas. Cuando los estudiantes de la West Beverly High School forzaron las puertas de la junta escolar y tomaron el lugar, se arriesgaron a quedar detenidos, pues sus actos eran, estrictamente hablando, ilegales. Lo mismo sucede cuando se corta sin autorización una calle para protestar o se realiza alguna acción sorpresiva en un sitio de extracción de petróleo, por ejemplo, para denunciar los peligros de los combustibles fósiles. Son situaciones en las que la autoridad democrática se enfrenta con el uso de los poderes coercitivos del Estado. En estos casos, ¿cuál es la mejor manera en la que un Estado democrático debe manejar las muestras de descontento de su población? ¿Existen acaso buenas protestas sociales y malas protestas sociales?
Nos enfrentamos a un problema muy serio porque el Estado está habilitado a castigar e imponer penas, incluyendo multas y hasta el encarcelamiento, pero solo en las ocasiones en las que las leyes se lo permiten. Como vivimos en sociedades profundamente desiguales, en las que muchas personas se sienten con razón injustamente relegadas, hay que poder entender en qué circunstancias romper estas reglas, como impedir la circulación en una calle, deben ser toleradas porque redundan en un beneficio mayor. Se trata de poder dar espacio a las quejas y señalamientos de los sectores oprimidos, quienes no siempre encuentran eco en los canales institucionalmente creados para tal fin. A la vez, como sociedad debemos ejercer un cuidado muy especial para controlar que los poderes coercitivos estén siempre sujetos a una estricta regulación democrática, pues todo nuestro continente tiene un negro historial vinculado a la violencia estatal.
Una de las formas más populares de la protesta es la desobediencia civil, un tema analizado por numerosos filósofos y filósofas del derecho y que puede remontarse hasta Antígona, la tragedia de Sófocles en la que la hija de Edipo se enfrenta a Creonte, actual rey de Tebas, porque la ley le impide hacer ritos fúnebres al cuerpo de su hermano Polinices. El estadounidense John Rawls define la desobediencia civil como acto público no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno. Se trata de violar una regla o una ley mediante una acción pública para que llame la atención de la ciudadanía y, en última instancia, a la clase política y a cualquier autoridad que pueda efectivamente realizar un cambio. El objetivo de la acción es llevar luz sobre una circunstancia crítica y volverla un tema de debate y discusión.
Existen desobediencias civiles que no están directamente ligadas a la causa que las motiva, como el corte de calles, y otras que sí, como las organizaciones de derechos humanos que acogen a inmigrantes sin documentación a pesar de que la ley indica que hay que denunciar esta situación. ¿Cómo podríamos justificar romper las reglas para construir un escenario mejor para todos si esas reglas, se supone, deberían tener ese objetivo? Es claro que las cosas no son tan fáciles. Existen quienes, como Ronald Dworkin, sostienen que desobedecer una ley es un derecho de todas las personas, siempre y cuando esa ley limite o invada su vida de una manera perniciosa. Para él la desobediencia civil se sostiene en tres columnas: la libertad de conciencia, la libertad de expresión y la participación política.
Si lo pensamos así, cuando protestamos y violamos alguna ley, ejercemos nuestra libertad de conciencia porque no aceptamos que lo moralmente preferible sea necesariamente lo que indica la autoridad, sino que nos permitimos pensar por nuestra cuenta; a la vez que transmitimos un mensaje a la sociedad amparados por nuestro derecho a la libertad de expresión y es parte del sano ejercicio de la participación política, porque iniciamos un diálogo y reflexión acerca de los asuntos públicos.
El peligro de la desobediencia civil, claro, es que sea usada en cualquier circunstancia. Sus detractores suelen señalar que en todas las sociedades democráticas existen vías para anular leyes injustas y que deberían usarse esos mecanismos y no la violación de una ley. Pero, como señaló el escritor estadounidense Henry Thoreau en uno de los textos más claros y clásicos sobre el tema, los mecanismos judiciales suelen requerir demasiado tiempo y esfuerzo, además de exigir un abogado que nos represente. Son condiciones que parecen un lujo cuando somos testigos de una situación que entendemos que es inaceptable. Thoreau lo vivió en carne propia cuando, a mediados del siglo XIX, el gobierno estadounidense creó un impuesto para financiar la invasión bélica a México. Él decidió no pagarlo y fue encarcelado por eso. No se trata de un acto meramente guiado por el afán de cuidar el dinero, sino que él cuestionaba la legalidad profunda de un impuesto estatal creado para combatir una batalla que consideraba injusta. Aunque solo pasó una noche en el calabozo, ya que sus amigos pagaron la fianza, pronunció una máxima que se volvió muy popular: “En un gobierno que encarcela injustamente, el lugar que debe ocupar el justo es también la prisión”. Sus ideas aún parecen actuales: un pedido de inconstitucionalidad de una norma, por ejemplo, puede llevar hasta una década de discusión… ¿Quién puede soportar todo ese tiempo y ese desgaste?
A pesar de esto, algunos creen que es necesario imponer criterios para ejercer la desobediencia civil. Una opción es plantear que su uso solo debe ser tolerado cuando una norma aprobada de manera legítima vulnera los derechos humanos. Sin embargo, no parece ser la mejor opción, no solo porque limita su alcance sino porque vuelve su legitimidad materia de discusión, ya que son borrosos los límites en que se podría aplicar ese criterio. No existe una lista finita de a qué hacen referencia los derechos humanos, cuáles son o en qué circunstancias se dan. No parecen haber buenas formas de limitar la aplicación de la desobediencia civil y su eventual abuso en determinados casos hipotéticos parece ser un precio bajo para pagar con tal de defender esta facultad.
Protestar, ejercer la desobediencia civil y exigir un cambio en el statu quo eventualmente conducen a la resistencia y rechazo por aquellos sectores conservadores que no quieren el cambio. Esto, en muchas ocasiones, termina en represión o en distintas formas de violencia, tanto ejercida por el Estado como por otros ciudadanos. La forma en que un individuo o un movimiento social responde a la represión habla mucho de sí y puede determinar su impacto a mediano y largo plazo en la sociedad. Nombres como los de Mahatma Gandhi y Martin Luther King, por ejemplo, han quedado en la historia por sus protestas pacíficas y su desobediencia a la ley. No hay dudas de que enfrentar a la represión con un plan común y pensado de antemano puede hacer toda la diferencia, pero una respuesta no violenta a la violencia es una circunstancia que requiere coordinación, capacitación, preparación y un liderazgo claro y sano. Sin embargo, esto no siempre es posible porque poder responder de manera pacífica se trata, finalmente, de un privilegio y no una opción disponible a todos.
Las quejas que solemos oír en los medios de comunicación o en las redes sociales porque en una manifestación determinada hubo pintadas y grafitis en paredes, o porque había personas marchando con el rostro cubierto o su cuerpo parcialmente desnudo, suelen correr el foco de lo que motivó esa protesta o qué se estaba reclamando. Por supuesto que es deseable una forma de protesta que no implique dañar mobiliario público o interrumpir el tránsito, pero ¿no es acaso estas molestias ocasionadas la manera en la que aquellos que se sienten desprotegidos o víctimas de una injusticia buscan llamar la atención? ¿No es cruel de nuestra parte reclamarle tranquilidad y el cumplimiento de normas sobre vestimenta a personas que fueron oprimidas o dejadas de lado por una sociedad que ahora les toca bocinazos desde sus autos o se horroriza por ver a mujeres con los senos descubiertos pero no repara en que los muestran para señalar un sistema represivo que las violenta?
La clave parece estar, entonces, en que el Estado se comporte de forma justa con todos y tome decisiones que sean equitativas, es decir, que brinde las mismas oportunidades a los ciudadanos sin dejar de atender a los más débiles o afectados. Por supuesto, esto es más fácil de decir que de cumplir. ¿Cómo sería una buena decisión pública? Aquí podemos seguir al filósofo alemán Jürgen Habermas, quien en su enfoque comunicativo postulaba que la decisión pública justificada requiere el acuerdo deliberado de “todos aquellos que potencialmente pudieran verse afectados”. Así, las leyes, normas y regulaciones estatales deberían surgir de un debate público, colectivo e inclusivo con todas las partes interesadas. Esto excluye cualquier decisión tomada por supuestos expertos o sabios a escondidas o sin consultas. Poder tener la participación de todas las voces, especialmente los más afectados por el crimen y el castigo, en un debate en el que no estén excluidos los conocimientos o la formación teórica pero que no deje de lado las experiencias y vivencias individuales, en un diálogo que pueda servir como aprendizaje individual y colectivo. Los filósofos y las filósofas del derecho son las personas ideales para reflexionar sobre posibles modelos de participación para que en la relación entre la teoría democrática y el derecho penal exista espacio para cualquier expresión democrática, incluso las que son incómodas.
El episodio de Beverly Hills 902010 de la graduación de Donna Martin fue grabado en 1993 y, además de los protagonistas, se convocó a casi un centenar de extras. Pero, de acuerdo con las leyes que regulan su trabajo en Hollywood, si un extra habla, debe cobrar un sueldo como actor. Así que si prestan atención, nadie en la marcha está gritando aunque se escucha una multitud: es el sonido multiplicado de las voces de los protagonistas.