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Introducción ¿Cómo se puede justificar una opinión o una acción?

1. Bienvenidos a esta comunidad de personas razonadoras

Parece sencillo. ¡Si desde que tenemos «uso de razón» –¿desde los ocho, diez, doce años…?– la estamos utilizando y desarrollando! Es el consejo y mandato que todos los profesores nos dan cuando no sabemos cómo resolver un problema: párate, piensa, razona. Seguro que tenéis una hermanita o un primo de cuatro o cinco años que no para de hacer preguntas a la vez tan sencillas y complicadas que son como el aguijón de un insecto que pica breve pero incesantemente. Recuerdo que hace algunos años mi cuñada me telefoneó a las once de la noche para que le respondiera a su hijo, que por aquella época tendría unos diez años, la pregunta que acababa de hacerle a ella con urgencia; pido que me pase la comunicación con mi sobrino, pensando que se trataría de alguna pregunta de historia o de lengua, cuando oigo al otro lado de la línea: «Tío, que qué es el infinito y qué es la eternidad». Sin comentarios. No me preguntéis qué le dije, porque ya no me acuerdo. Lo que sí sé que no hice es colgarle el teléfono, como tantas veces se hace al ignorar las preguntas de las personas que nos rodean o incluso al reprimir con el ruido y la prisa las que nosotros mismos nos hacemos. O como cuando algún profesor corta una cuestión porque considera que no tiene relación con el programa de su asignatura. Lo que posiblemente tampoco hice es darle una respuesta cerrada que, a modo de receta, le dictase lo que tenía que pensar y lo disuadiese de seguir haciéndolo. Yo no sé qué es la eternidad ni el infinito como puedo saber cómo se halla la hipotenusa de un triángulo rectángulo conociendo la longitud de sus catetos, o quién fue el autor de Cañas y barro. Y es que hay preguntas cuyas respuestas no se pueden encontrar en ninguna enciclopedia, pero que no por ello dejamos de hacérnoslas, porque vivir como seres humanos exige que continuamente nos hagamos preguntas sobre el sentido de lo que sabemos y hacemos y porque la pregunta supone ya un pensamiento crítico que sospecha que las cosas pueden ser de distinto modo que como aparecen o como nos las cuentan. No sé, pues, qué es la eternidad, pero me puedo embarcar en diálogo filosófico con el otro, en este caso con mi sobrino, para entre los dos aclarar algo más el sentido de la pregunta y, de acuerdo con la edad del interlocutor, descubrir los diferentes usos de esa palabra. Algo así era lo que hacía el filósofo griego Sócrates, quien consideraba que la labor del maestro era dialogar con el alumno para ayudarle a descubrir él mismo las respuestas a sus preguntas; y cuando el alumno creía que había llegado ya a un puerto seguro en el mar del conocimiento, entonces Sócrates le respondía con otra pregunta que lo despertaba del letargo al que se llega cuando se cree que se sabe algo de manera definitiva.

Supongo que, con lo listos que sois, ya os estáis dando cuenta de que os estoy proponiendo implicaros en una actividad en la que el arte de hacer preguntas va a ser muy importante. Podríamos decir que vamos a practicar el juego del preguntarse, que no es un simple juego de preguntas y respuestas, sino la tarea de preguntarnos a nosotros mismos sobre el sentido de nuestra propia experiencia, que vamos adquiriendo en el esfuerzo que todos hacemos por constituirnos como humanos y vivir como tales. Y los humanos somos seres que construimos discursos y conocimientos para explicar los fenómenos naturales y sociales que nos rodean, organizamos sociedades y formas de convivencia porque no podemos vivir si no es en grupo, transformamos el medio natural y social para hacerlo más habitable –o no– y procuramos vivir en un mundo bello y justo –aunque muchos se esfuerzan en lo contrario–. Y para realizar todo esto necesitamos de la luz de las ideas, de las teorías, de los pensamientos, sin los cuales no podemos orientar nuestra acción. Y para que se enciendan estas luces necesitamos los interruptores de las preguntas, pero no solo de aquellas que pueden ser respondidas por las ciencias de la naturaleza o sociales, sino de las preguntas que van más allá de lo que el método científico puede responder, pero que no podemos dejar de hacérnoslas porque tienen que ver con las cuestiones que más nos afectan como seres humanos, pues son las que ponen en tela de juicio el sentido y los límites de lo que sabemos y hacemos. Estas son las preguntas filosóficas. Y si la ciencia se construye en comunidades de investigadores, estas preguntas deben plantearse y tratarse en el marco de comunidades de razonadores, donde los participantes se comprometen a intercambiar sus distintos puntos de vista con la intención de llegar a conclusiones razonables, en la medida de lo posible, o a enriquecer la propia visión de un problema en tanto que las opiniones de los demás merezcan ser tenidas en cuenta atendiendo a las razones presentadas.

En suma, os estoy invitando a convertir el aula en que os encontráis en una comunidad de razonadores que se ejercitan para construir comunitariamente un pensamiento riguroso sobre cuestiones que tienen que ver con vuestras experiencias como seres humanos. Repitiendo el lema ilustrado de Kant, os exhorto a que tengáis el coraje de pensar críticamente, de pensar por vosotros mismos, y a que vuestros juicios sean pasados por el crisol del análisis riguroso y no sean meras repeticiones de lo que se emite continuamente por los altavoces de los medios de comunicación. Pero para pensar críticamente es necesario someter nuestras opiniones a los puntos de vista razonados de los que tienen algo que decir al respecto. Por eso, es conveniente que en este curso de filosofía que os propongo os ejercitéis en la escucha de las razones de vuestros compañeros y compañeras y os esforcéis por justificar vuestras propias opiniones con buenas razones y valorar las de los demás con criterios rigurosos. Para ello es muy importante que todos vosotros os esforcéis para que la clase se convierta en un espacio que os ayude a pensar, en donde todos podáis expresar libremente vuestras opiniones y, lo que es más importante, todos os ejercitéis en apoyarlas con las mejores razones. Más que lo que pensáis, interesa saber cómo justificáis vuestros puntos de vista.

No existen reglas que nos permitan saber de un modo automático si una razón es buena o mala. Esto es algo que se debe ir consiguiendo mediante la práctica y en contextos de diálogo donde las diferentes razones que se exponen para apoyar una opinión son discutidas y evaluadas. Pero de un modo general, y siguiendo a M. Lipman, podemos decir que las buenas razones a) se basan en los hechos y, por ello, las razones que presenta un meteorólogo para predecir el tiempo son más plausibles que las de un astrólogo que predice lo que nos va a ocurrir dependiendo de nuestro signo del zodiaco; b) son relevantes para aquello que se quiere justificar o fundamentar, por lo tanto, parece más razonable votar a un candidato para delegado de curso en función de su programa de acción que por su belleza física, y c) tratan de hacer más plausible aquello que defendemos o que hemos hecho, así, seguro que el profesor considerará razonable vuestra falta de puntualidad a su clase si esta se debe a que habéis tenido que socorrer a un accidentado de camino al instituto.

Resumiendo, el objetivo más importante de este curso es que el aula se convierta en un laboratorio de racionalidad, donde todos nos esforcemos por buscar cooperativamente las creencias mejor justificadas en un ambiente de sinceridad, donde las pretensiones de validez de nuestras emisiones se apoyen en buenas razones y no en relaciones de poder. Si nos queremos educar como ciudadanos capaces de participar crítica y activamente en una sociedad democrática, no delegando las cuestiones políticas fundamentales en manos de expertos gestores, es necesario que todos nos esforcemos para que la escuela y el aula se conviertan en una comunidad de razonadores en la que la tolerancia, la comprensión del punto de vista de los demás y la responsabilidad solidaria por ejercitar y buscar los hábitos y criterios de reflexión sean llevados a la práctica. Si estáis de acuerdo con este planteamiento, bienvenido a nuestra comunidad de razonadores, que, como veis, no es algo cuyo logro dependa solo del esfuerzo de vuestro profesor; depende principalmente no solo de que vayáis desarrollando la capacidad de escuchar las opiniones de los demás, sino también de someter a juicio las razones que los participantes en el diálogo utilizan para defender sus puntos de vista.

Vamos a empezar el trabajo colectivo discutiendo sobre todas las preguntas que se presentan a continuación, como un ejercicio de precalentamiento y de abrir boca. Se trata de establecer un primer diálogo para romper el hielo y para que os vayáis acostumbrando a dar razones para justificar vuestras respuestas. No os recomiendo que los temas de este cuestionario se discutan hasta el agotamiento, pues volverán a surgir a lo largo del curso.

2. El juego de la argumentación

¿Quién tiene razón?

Cuando un estudiante viene a mi despacho a revisar un examen, espera que yo le indique sus errores y aciertos y le exponga los criterios que he utilizado para calificarlo. Cuando un hijo pregunta a sus padres el porqué de una norma que debe cumplir, les está pidiendo las razones que hacen que esa norma sea razonable o justa. Cuando un juez dicta una sentencia, la ha de apoyar en unas razones, las cuales constituyen su fundamento. Cuando el médico emite un diagnóstico, lo ha de hacer basándose en unas pruebas que se han de interpretar teniendo en cuenta los conocimientos científicos del momento. Pero imaginemos, por un instante, que los seres humanos, tanto en nuestra vida cotidiana como en el ejercicio profesional, mantuviéramos opiniones y actuáramos sin criterio alguno: viviríamos, entonces, en medio del caos. ¿Qué pasaría si los profesores pusiéramos las notas aleatoriamente, si los padres y las madres propusieran normas de funcionamiento familiar de un modo arbitrario, si los jueces emitieran sus sentencias en virtud tan solo del humor con que se hubieran levantado aquella mañana, si las opiniones de la gente se basaran no en razones, sino en caprichos y gustos particulares? En un mundo así no podríamos orientarnos, pues la conducta de sus habitantes sería impredecible y, por lo tanto, no sabríamos nunca a qué atenernos. Supongo que todos hemos tenido la experiencia de conocer a alguien que se dejaba llevar en su relación con los demás más por las fluctuaciones de sus caprichos que por decisiones basadas en la razón.

Los seres humanos necesitamos, pues, razones para vivir, pues son ellas las que ponen orden en nuestro mundo y lo convierten en un cosmos (totalidad ordenada conforme a leyes y reglas y, por ello, bella), es decir, en un hogar habitable por el ser humano. A diferencia del resto de animales, nos hemos de «buscar la vida», pues esta capacidad no nos viene dada genéticamente; nuestra constitución biológica no nos proporciona pautas fijas de acción para resolver el problema de la vivienda, para saber cómo educar a los hijos, para organizar nuestras sociedades, ni para adaptarnos a un medio determinado. No nacemos ajustados biológicamente a un medio, pero somos capaces de ensayar y de elegir entre diferentes formas de ajustamiento. Y si podemos elegir, hemos de responder de nuestras elecciones. En esto consiste precisamente la responsabilidad, que no es sino la capacidad y necesidad que tiene el hombre de poder dar cuenta y razón –responder– de sus decisiones. Y el conjunto de razones que se entrelazan para justificar una opinión o una acción se denomina argumento. Por eso, dice Aristóteles, la naturaleza ha dado al ser humano el don de la palabra (logos, lenguaje, razón), para poder buscar, junto con el resto de hombres y mujeres, conocimientos basados en la verdad y para poder elegir en la asamblea normas justas que posibiliten la convivencia en la ciudad.

Pero la razón no es como un objeto que puede ser poseído en exclusividad por su dueño. El logos, es decir, la razón-lenguaje, tiene una naturaleza volátil y polimorfa. Se parece más bien al aire que respiramos, que, sin ser de nadie, puede ser compartido por todos. Y es que la razón humana es una razón lingüística, y es mediante la palabra como los seres humanos podemos buscar razones para dotar de sentido nuestra vida. Pero esas razones se construyen colectivamente, mediante el diálogo. Nadie puede creerse el portador único de la razón, pues esta trasciende a cada uno de nosotros y, cuando la queremos asir para «poseerla», se nos escapa entre los dedos, como el aire, pues es en la apertura al otro mediante el diálogo como únicamente podemos encontrarnos con ella. Y estos encuentros siempre son provisionales, nunca definitivos, pues el diálogo, donde la razón reside, y donde se va formando a lo largo de la historia, es un juego siempre abierto de intercambio de razones en el que debe participar cualquier persona que tenga algo que decir argumentativamente.

La argumentación es, pues, un juego de lenguaje en el que los participantes buscan colectivamente y mediante el diálogo llegar a acuerdos válidos intersubjetivamente. Esta validez intersubjetiva se apoya en la fuerza de las razones ofrecidas. Los que argumentan se comprometen a usar la razón como único medio para buscar y justificar la verdad de los conocimientos adquiridos o la rectitud de las normas propuestas para regular una conducta. No quiero decir con esto que, a veces, no haya que dejarse llevar por los sentimientos para fundamentar nuestras creencias y decisiones; quizá no siempre sea necesario tener buenas razones para mantener una creencia o iniciar una acción; posiblemente, en ocasiones, un sentimiento pueda resultar una buena razón para comprometerme con alguien. Pero el mundo de los sentimientos debe estar transido de racionalidad y esta debe haber sido fertilizada y enriquecida por aquellos. Es simplemente cuestión de prudencia, es decir, de inteligencia práctica, que ha de tener en cuenta la complejidad de los contextos en que vivimos y en los que se producen nuestras acciones. Todos valoramos muy positivamente la capacidad de sintonizar con el sufrimiento del otro, y consideramos plausible un comportamiento solidario que se apoya en este sentimiento; pero, sin embargo, no desearíamos ser operados por un cirujano cuyos sentimientos se vieran tan alterados por nuestro dolor que afectaran negativamente a su eficacia profesional. Nadie te puede obligar a participar en el juego de la argumentación, pero en el momento en que pretendes explicar o justificar tu posición ante ti mismo o ante los demás, no tienes más remedio que seguir las reglas del juego, es decir, las leyes de la lógica del diálogo, que constituyen los criterios razonables para evaluar los argumentos. Quizá en una ocasión determinada sea prudente que tú sigas la «corazonada» que acabas de tener, pero no puedes pretender convencer a los demás de que hacer lo mismo que tú es razonable por el hecho de haber tenido tú tal corazonada.

Una ola de misología nos invade

Nunca se ha escrito y hablado tanto como en nuestros días sobre el diálogo y la argumentación. Pero creo que, paradójicamente, vivimos en una época de misología, es decir, de odio a la razón y a los razonamientos. Basta con abrir el periódico para observar que aún sigue siendo la guerra el medio utilizado por muchos pueblos para resolver sus conflictos; que el terror es el instrumento que bastantes grupos emplean para intentar imponer sus ideas y sus proyectos; que el genocidio sigue siendo la herramienta utilizada para eliminar al otro, al diferente; que las alianzas militares y las campañas bélicas son presentadas como cruzadas que tienen por objeto conseguir una justicia infinita o una libertad duradera; que las mujeres continúan siendo víctimas de la violencia de género; que el llamado (des)orden internacional, asentado en la racionalidad de la civilización liberal de mercado, está produciendo el hambre, la pobreza y la exclusión de millones de víctimas. Por otro lado, es cada vez más frecuente el espectáculo de muchos de nuestros representantes públicos que, en vez de buscar con argumentos lo que conviene al bien común, se dedican a insultarse, a descalificarse mutuamente, a actuar solo pensando en la rentabilidad partidista, y a oponerse a cualquier proyecto que provenga de otro grupo por el simple hecho de no haber sido propuesto por ellos. Incluso en mis clases del instituto cada vez cuesta más que los estudiantes respeten disciplinadamente las reglas del diálogo argumentativo: razonar supone un esfuerzo riguroso que pocos están dispuestos a hacer. Y junto a esto, la extendida creencia de que en cuestión de opiniones cada uno tiene la suya y que todas merecen ser respetadas: «Es mi opinión, y merece respeto» es una expresión que se repite con frecuencia, sobre todo cuando le pides a alguien que justifique por qué piensa de determinada manera sobre un tema. Pero si fuera verdad que todas las opiniones valen lo mismo, entonces no tendría sentido dialogar, ni buscar buenos argumentos para descubrir y apoyar las mejores. La persona que se implica en un diálogo argumentativo parte del supuesto de que merece la pena esforzarse por conseguir conocimientos verdaderos o verosímiles y por establecer normas de convivencia que puedan ser calificadas como correctas o justas, aunque, por supuesto, siempre de un modo provisional. Los que consideran que no se puede llegar a conocimientos verdaderos o los que creen que la verdad solo está de su parte no pueden participar en un diálogo argumentativo sincero. Todas las personas merecen respeto por el hecho de serlo, pero no es verdad que todas las opiniones merezcan el mismo respeto: las que niegan a otros el derecho de pensar y de expresarse, las opiniones sexistas, xenófobas, racistas, fascistas, y, en definitiva, las que no reconocen a otros individuos su condición de personas no pueden ser respetadas, pues cierran las puertas del diálogo a determinados grupos. No se puede justificar argumentativamente la postura de aquel que impide que otras personas participen en el diálogo. Tampoco son respetables los discursos que sirven para justificar y apoyar la dominación del hombre por el hombre.

En medio de esta ola de misología que nos invade, la pretensión de este material es fomentar la filología, es decir, el amor por los razonamientos, por las palabras que tejen argumentos. El filólogo, tal y como aquí lo entendemos, es el hombre y la mujer que ha tomado la decisión de usar la palabra, las razones, como instrumentos de investigación y de solución de problemas, una palabra que sabe que no le pertenece en exclusividad y que le lleva necesariamente a abrirse al otro mediante el diálogo. Pero no hay que entender el diálogo como un instrumento mediante el cual los diferentes discursos se reducen al final a uno solo. Pensamos que el diálogo ha de potenciar y respetar también la polifonía, donde diferentes voces tienen cabida y donde la belleza se logra precisamente al permitirle a cada una mantener su especificidad dentro de un conjunto armónico. No entendemos el diálogo argumentativo como una guerra en la que al final una parte queda vencedora, al ser derrotada la otra. Preferimos la metáfora que nos lo presenta como el esfuerzo interpersonal o intercomunitario por generar y posibilitar el entendimiento entre distintos puntos de vista, que se enriquecen mutuamente sin que necesariamente tengan que disolverse en un único discurso. Dicho en términos culturales, no se trata de que una cultura se integre en otra y desaparezca, sino de ser capaces de mantener un auténtico diálogo intercultural para crear un espacio en el que sea posible la pluralidad, pero también la justicia.

Entiendo el filosofar como el ejercicio de un tipo de racionalidad que nos permita pensar la complejidad, para lo cual ha de facilitar el diálogo entre las diferentes disciplinas que tienen como objetivo entender la realidad, y ha de integrar los distintos puntos de vista desde los que esta es interpretada. El pensamiento filosófico se ejercita en las fronteras que artificialmente se establecen entre los distintos sistemas de conocimiento y tiene como misión ensanchar los límites de estos y ampliar, de este modo, nuestro horizonte de comprensión. La misión de la filosofía es la de urgir y viabilizar un pensamiento complejo, en un proceso que no tiene final, ya que la realidad cambia constantemente. La tarea filosófica consiste en posibilitar una manera de mirar y contemplar la realidad que nos permita una comprensión profunda de esta (theoria) y nos descubra también todas las posibilidades de transformación que ella encierra. Solo un pensamiento de este tipo será capaz de orientar una acción (praxis) liberadora de las cadenas que nos mantienen a los prisioneros actuales amarrados ante las sombras. La filosofía ha de tejer con el mayor número posible de filamentos la red que debemos utilizar para intentar comprender la realidad en su integridad, una realidad que es polimórfica y que no puede ser entendida si solo se la mira desde una única perspectiva. La filosofía es la voz que continuamente nos despierta del sueño placentero que nos invade cuando creemos dogmáticamente que ya hemos llegado al final del camino, recordándonos que siempre cabe otra forma de pensar y que siempre podemos ensayar otras formas de relacionarnos, porque el que tenemos no es nunca el único mundo posible.

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