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IV

Monteverdi Marittimo, miércoles 22 de octubre de 2015

Viola había metido en una bolsa de deportes unos pantalones vaqueros, dos camisetas y su maletín de maquillaje. Después de llenar el depósito de su 500 Sport había salido a primera hora de la tarde en aquel su primer día de vacaciones, con tranquilidad, hacia Monteverdi Marittimo, un antiguo y pequeño pueblo medieval de la marisma toscana, en donde tenía una casa de su propiedad.

Durante el viaje había sintonizado el canal de una conocida cadena radiofónica nacional, de FM, con el objetivo de distraerse un poco mientras escuchaba canciones del último hit-parade.

De este modo había conseguido liberarse de las preocupaciones concernientes a las investigaciones de la “Operación San Genaro” que la habían absorbido y dejado completamente exhausta.

Liberada de estos pensamientos había comenzado a evocar antiguos hechos relacionados con ella y su familia; no eran, a decir verdad, recuerdos muy edificantes, sobre todo los más recientes.

Viola había sido una de las licenciadas más jóvenes en Derecho de la Universidad de Santa Anna de Pisa, una de las más severas y prestigiosas universidades italianas.

Se había licenciado con 23 años con una tesina sobre Derecho Penal del Trabajo, obteniendo la máxima puntuación. Después había conseguido el doctorado en Criminología y Antropología Criminal, quemando todas las etapas que una joven letrada con muchas esperanzas, aunque con un futuro incierto, debe afrontar en la dura lucha por hacerse sitio en el mundo del Derecho.

Había desenvuelto con provecho la práctica forense en el estudio legal de su padre, y había superado con brillantez las pruebas de acceso para poder ejercer. Después, debido a su irreductible anticonformismo, había decidido no continuar con la carrera forense, algo que por el contrario deseaba su padre, y se había inscrito a las oposiciones de Magistratura17.

Incluso en esto había obtenido en todos los exámenes orales y escritos la máxima puntuación y el nombramiento como auditor judiciario; el primer paso para convertirse en fiscal. Terminadas las prácticas judiciales en la sección laboral del Tribunal de Perugia, de manera muy meritoria, había recibido el encargo de actuar temporalmente como Fiscal Sustituto de la República en el Tribunal de Roma.

¡Habían sido unos meses gloriosos, llenos de expectativas y proyectos (fundados) para su futuro! Después, llegó la ruina.

La participación del padre, Cosimo Borroni, y de sus dos socios Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, titulares de uno de los más famosos estudios legales de Roma, en un intrincado negocio de recepción y ocultación de obras de arte provenientes del Museo de Tarquinia.

Sucedió que, ironías del destino, fuese justo Viola la encargada, en calidad de Fiscal, del desarrollo de la primera fase de la investigación, cuando todavía la identidad de las personas implicadas en el delito era desconocida. Y justo ella, a consecuencia de un soplo, se había enterado de la participación de su padre, en cuyo automóvil se había descubierto una parte de los objetos robados. Se había quedado de piedra.

No había podido hacer otra cosa que pedir ser recusada del encargo y ser sustituida por evidente incompatibilidad. El enjuiciamiento de Cosimo Borroni, vistas las pruebas irrefutables de su culpabilidad, había sido conseguido fácilmente por un colega de la joven fiscal, al cual el Fiscal General había confiado el caso. La implicación de los otros dos investigados, Lorenzo Putignani y Jean Baptiste Oleaux, había resultado mínima y su participación en los hechos no pudo ser verificada de manera objetiva. Tanto fue así que se había pedido archivar las investigaciones de los dos socios del estudio legal ya que no habían cometido delito alguno.

Sólo Dios podía saber el drama interior que había vivido Viola durante estos malditos días. Cuando había pedido al Fiscal General, Sergio Ansani, que la sustituyese, por un evidente conflicto de intereses, tuvo que entregar también a Giorgio Bassi, capitán de la Guardia di Finanza18, en calidad de Policía Judicial todo el expediente que contenía las pruebas en contra de su padre.

El golpe psicológico la había dejado deshecha, como si le hubiese estallado una granada entre las manos, y las relaciones entre padre e hija se habían casi interrumpido después del arresto. Cosimo Borroni había sido condenado a tres años y siete meses de reclusión, pero no habiendo sido nunca condenado con anterioridad, había podido disfrutar después del proceso, de la suspensión cautelar de la condena.

El choque había sido demoledor.

El hombre se había recobrado, si bien parcialmente, sólo después de una larga terapia a base de antidepresivos.

Hay quien dice que estos medicamentos conducen a una dependencia que es muy difícil abandonar. La verdad es que Cosimo, quizás a causa de los medicamentos, quizás por el tremendo sufrimiento debido al escándalo, había decidido cambiar radicalmente de vida. Un día, inesperadamente, decidió tomar los hábitos y retirarse a Umbría, al convento de los frailes menores franciscanos de Montesanto, en el ayuntamiento de Todi.

En aquel lugar de paz y de meditación, la vida monástica, la renuncia a las cosas materiales y mundanas, que constituían parte de su anterior existencia, el profundizar en el estudio de los textos religiosos, habían conducido al hombre a un renacimiento espiritual y moral con el nuevo nombre de hermano Tommaso.

Viola, mientras conducía, absorta en estas meditaciones, había recordado con dolor la rápida disolución de su familia. Con el padre todavía se hablaba de vez en cuando sólo para hablar de Giada, la hermana de Viola, dos años más joven que ella, que después de un período de desorientación había encontrado un compañero quince años mayor que ella, y se había mudado a Urbino, donde había abierto un salón de belleza en una pequeña casa rural que pertenecía a la madre, Beatrice Della Scala.

No se veía con Giada desde hacía casi un año. Los únicos contactos que mantenían las dos hermanas eran telefónicos o por medio de esporádicos mensajes de texto con el móvil.

Pero el dolor más acuciante y la nostalgia de una familia ahora ya disgregada estaba ligada a la madre que, después de la retirada al convento del marido, se había vuelto a casar con Jean Baptiste Oelaux, ex socio, además de un rico terrateniente francés.

Los dos, después de la boda, se habían retirado al latifundio vitivinícola de Reims.

Viola lo había soportado todo pero no la decisión de su madre de abandonar al marido en un momento de necesidad y volver a casarse con aquel hombre. No podía perdonarla.

Eran estas sensaciones físicas las que –todavía después de dos años– le bloqueaban la boca del estómago, dejándola en un estado de larvada impotencia que la empujaba hacia un estado de melancolía. ¿Tendría que haberse empeñado más en ayudar al padre? ¿Haberle advertido de las investigaciones de las que era objeto? Sin embargo, justo había sido su padre el que desde que era una niña le había enseñado las normas de la honestidad y de la rectitud moral.

Recordando estos hechos todavía ahora no encontraba una razón a esta manera de proceder.

Absorta en tales pensamientos, la joven no se dio cuenta que había llegado a la meta, después de tres horas de viaje.

Monteverdi Marittimo era un pueblo medieval de Toscana, incrustado entre las provincias de Siena, Pisa y Livorno, que ahora, al atardecer de una límpida jornada de otoño, se coloreaba con aquellos amarillos cálidos y naranjas que en el pasado habían dominado las paletas cromáticas de célebres pintores.

En el centro del pueblo estaba su casa. Era de piedra como todas aquellas del centró histórico La casa se encontraba en el denominado “Callejón oscuro19” a causa de la construcción con forma curva que, introduciéndose en la calle Ricasoli, limitaba la iluminación natural del lugar. Un típico callejón medieval, estrecho y en cuesta. Aquel era su refugio secreto, donde se podía retirar a la paz del campo y de los montes, para darse un respiro, alejada del estrés cotidiano.

Después de haber abierto las ventanas del piso y haber tomado una ducha caliente y revitalizante, Viola se acordó que eran ya las ocho de la tarde. Decidió concederse –como hacía todas las veces que regresaba a Monteverdi –una cena en el “Gallo Rosso”, el único mesón que había en el pueblo.

Giovanna, la propietaria del negocio, conocía a Viola y cuando la vio entrar le propuso enseguida un suculento menú de carne de jabalí con setas, que la muchacha rechazó para decidirse por un plato de queso y jamón. Un remedio delicioso después de un mes de dieta macrobiótica.

En el mesón entraron distintas personas, un poco después dos jóvenes extranjeros. Ella, sobre los veinticinco años, de belleza sencilla, con ropa deportiva. Él, de tipo atlético, algún año mayor, de hermoso aspecto y con una característica muy particular en sus ojos. Tenía el iris de distinto color, uno verde y el otro azul. Los dos rubios y de piel clara. Viola se paró un momento a observarlos intentando adivinar la nacionalidad a la que pertenecían. No fue capaz de descubrirla y volvió a sus meditaciones.

Y allí estaba, cenando sola, delante de una buena botella de vino en medio de mesas llenas de parejas de enamorados.

No desperdició el tiempo en recordar pensamientos dolorosos sobre la vida que tenía en la actualidad, sobre como había sucedido todo de manera distinta a como había decidido más o menos cinco años antes, mientras estudiaba para convertirse en abogado. En la universidad se había prometido que sí, se convertiría en una afamada abogada romana, pero cultivaría también su vida social, tendría una familia, hijos.

En cambio la repentina desviación profesional de su vida, desde abogado a letrada del Ministerio Público, y sobre todo el haber tenido que interrumpir de manera brusca su vida sentimental con Guido, un joven abogado civilista de su misma edad y compañero de bufete, con el cual había tenido una larga relación, la alcanzaban ahora en medio de un camino hecho de tristes recuerdos y de nostalgia, en un mesón y cenando sola.

Nada más triste, se sorprendió pensando, mientras leía con desgana la etiqueta de la botella de vino blanco EST!, EST!, EST!!! que estaba sobre su mesa. Realmente en la botella había dos etiquetas. En la primera se podía leer el nombre del vino, la proveniencia y la denominación de origen. En la otra, en la parte de atrás de la botella, se relataba en cambio la historia de aquel nombre tan inusual. La tradición decía que un noble caballero de origen alemán, quizás un duque, otros decían que un prelado con funciones de obispo, viajó hasta Italia en los primeros años del siglo XI junto al séquito de Enrico V, el futuro emperador del Sacro Romano Imperio, para acompañarlo a Roma a visitar al Papa Pasquale II. Su nombre era Johannes De Fugger, o Defuk, o Deuc. Gran amante del vino, había enviado a un mensajero, su siervo Martino, en avanzadilla para encontrar en los pueblos de Italia cantinas y tabernas que vendiesen vinos de calidad. Cuando este siervo encontraba una, ponía sobre la puerta del local un sello de reconocimiento para el uso exclusivo de su señor, es decir la palabra latina EST (que significa: hay), para indicar que allí, en aquella posada o taberna había encontrado un vino de calidad.

Muchos EST habían sido escritos, a veces incluso dos EST pero, al llegar al pueblo de Montefiascone, la leyenda decía que el siervo de confianza dejó escrito el famoso dicho: EST! EST! EST!!!, por haber quedado fascinado por la bondad del vino montefiasconese.

Leyendo la historia que había en la etiqueta en letras minúsculas Viola dejó de lado sus melancólicas reflexiones y pensó en cambio en los tiempos antiguos, llenos de romanticismo y de aventuras.

A la mañana siguiente se despertó muy temprano debido a los repiques de la campana de la iglesia que había en la Plaza del Convento.

Ya en pié decidió hacer una excursión para visitar los restos arqueológicos de la antigua abadía que se decía había sido fundada por San Wilfredo.

Cogió la mochila y unos pequeños prismáticos, puso en marcha el coche y se dirigió hacia la pequeña loma desde donde, a través de un estrecho callejón se llegaba hasta las ruinas. El ambiente era radiante; un cielo límpido, de un azul intenso, hacía que el paisaje semejase uno de aquellos representados en los cuadros renacentistas de Simone Martini y Flippino Lippi. Viola descendió del coche y se puso en marcha.

Pero no estaba sola. A poca distancia, completamente cubierto por un grupo de pinos, estaba aparcado un Jeep Renegade último modelo, de color negro con los cristales tintados y matrícula alemana.

La muchacha, ignorante de lo que sucedía a su alrededor, era ahora el blanco de un teleobjetivo zoom de 1000 milímetros de la cámara fotográfica del hombre que estaba al volante del Renegade.

A mitad de la cuesta el teléfono móvil de Viola, el cual, por razones obvias en Monteverdi Marittimo no tenía suficiente cobertura, comenzó a sonar avisándola de una serie de llamadas perdidas y dos mensajes de texto.

Las llamadas eran de la Procura de Roma que había intentando contactar con ella un montón de veces, y de un número totalmente desconocido, con un prefijo que no era de la zona sino de un distrito del centro de Italia.

Quedó muy sorprendida cuando leyó los mensajes, el primero de los cuales era de su padre, que le escribía: “Hola, soy papá. He descubierto algo increíble, te llamaré en cuanto pueda”.

Era extraño que el padre la llamase, y todavía más raro que le mandase un sms, dado que en el último período de su vida no debió usar con mucha frecuencia los teléfonos móviles.

En el segundo sms la secretaria de la Procura de Roma le pedía que se pusiese en contacto con la oficina a la mayor brevedad posible.

No perdió un minuto. Escuchó al instante lo que le tenía que decir la secretaria del Procurador jefe, y de esta manera supo que le habían asignado un caso sobre un desconocido muerto algunos días antes en el Policlínico Gemelli, en circunstancias no muy claras. Debía volver a Roma enseguida para recoger el expediente que le daría el médico legal y comenzar con las investigaciones.

A Viola no le entusiamó realmente la noticia, pacientemente intentó comprender quién era la otra persona que la buscaba. Había recibido una llamada de un número que no conocía. Se sintió obligada a devolver la llamada.

Después de escuchar por tres veces el sonido del teléfono le respondió la voz tranquila de un hombre, seguramente ya mayor.

“He recibido ayer una llamada desde este número, no me he dado cuenta hasta ahora”

“¿Es Viola Borroni? ¿La hija de Cosimo, nuestro hermano Tommaso?”

“Sí, ¿con quién hablo?”

“Querida hija, soy el hermano Ludovico, el prior del convento de Montesanto. Necesitaría saber si tu padre ha ido a buscarte. Si está contigo ahora”.

“No sé nada de eso, Padre. No está conmigo”.

“Hace dos días Tommaso desapareció del convento y pensamos que habría ido a Roma”.

Viola, preocupada, le preguntó si Cosimo había dejado alguna nota a sus hermanos, si en su habitación estaban todavía sus cosas, si en los últimos tiempos había manifestado el deseo de alejarse temporalmente del convento.

“Las circunstancias son realmente extrañas” aclaró el fraile. “Cosimo no habría hecho nada sin avisarme. Y no ha dejado ninguna nota”.

Viola dijo al hombre que, en cuanto concluyese con un asunto que tenía que resolver en Roma, se desplazaría a Montesanto para hablar con él en persona.

La muchacha dio la vuelta y descendió hacia el auto aparcado al inicio de la pendiente. Mientras tanto, desde la ventanilla del acompañante del jeep negro, una mano femenina retiraba del habitáculo una pequeña antena parabólica con micrófono direccional para la intercepción a distancia. El coche dio marcha atrás silenciosamente y abandonó el puesto, así que, cuando Viola llegó al llano quedaba sólo su 500 sport y una extensión de terreno verde sin nada más.

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