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VI

París, jueves 22 de octubre de 2015 –Boulevard des Arabesques nº 4

Sobre la grandísima pantalla de LCD del televisor ultra plano Toshiba de 80 pulgadas, de última generación, colocado sobre la pared del gran salón, se estaba jugando la final del 2015 del Open U.S.A. de tenis. La enésima prueba de fuerza entre el australiano Jan Friliver y el chino Shu Pen.

Ambos en solitario habían ganado ya 12 Grand Slam más una docena de finales.

Parecían Los duelistas, un viejo film de Ridley Scott centrado sobre la relación entre dos enemigos acérrimos que siempre encontraban el momento oportuno para retarse en duelo, sin resolver nunca, con la muerte de uno de ellos, su eterna disputa.

El más viejo de los tenistas, si se puede hablar de vejez a esa edad, era Friliver, que acababa de cumplir 29 años. Shu Pen, sin embargo, a pesar de poseer en su palmarés tres Roland Garros y dos Open de Australia, más tres finales en Wimblendon, perdidas ante Jan, tenía sólo 24 años.

La crónica del encuentro en el canal Sky Sport era comentada, como siempre, por aquellas viejas glorias de John McEnroe y Jimmy Connors, empeñados en pincharse por turnos con viejas anécdotas deportivas y encuentros cara a cara, ocurridos entre ellos más o menos treinta años antes. Cuando las raquetas eran de madera y el cordaje de tripa natural. Cuando las pelotas, fabricadas con un tipo de caucho mucho más suave que el actual, viajaban a una velocidad un treinta por ciento más lenta que las actuales. Cuando al acabar el encuentro los jugadores enemigos se encontraban en la discoteca, para disfrutar con la hermosa vida nocturna, comportándose de forma alocada con las muchachas que encontraban en los locales o con las fans del momento, y bebiendo champaña. Otra época.

De frente a la pantalla del Toshiba, tendido sobre un gigantesco sofá de piel blanca, un único espectador degustaba, en la penumbra, Bandol Reserve del 1965, siguiendo, casi sin ganas, las etapas centrales del encuentro que prometía ser la final más taquicárdica de los últimos quince años.

El hombre, de aproximadamente unos sesenta años, atractivo, podía decirse que estaba satisfecho de su posición social. No había tenido que empeñarse mucho para tener éxito.

Perteneciente a una familia acomodada había visto volatilizarse todo el patrimonio familiar en el espacio de una semana.

En diciembre del año 1961, su padre, un experto viticultor y descendiente de una estirpe de nobles rurales, había invertido todo su dinero en una hacienda vinícola de Lyon, productora de Bordeaux que después, en el 65, fue literalmente arruinada debido al escándalo del alcohol metílico.

El padre, efectivamente, había mezclado el vino de la última producción vinícola –quizás puesta la mira en un fácil beneficio– con una dosis exagerada de aquel compuesto químico, para aumentar la graduación de alcohol, que había resultado muy baja debido a una vendimia pobre en azucares de la uva del lugar.

A decir verdad, la ley francesa admitía la utilización de metanol, pero no más allá del límite de 0,25 ml por cada 100 ml de alcohol total en los vinos rojos. Aquel límite había sido superado con creces. A continuación, el envenenamiento de tres consumidores. Otros dos casi habían perdido la vista. La familia perdió todo: terrenos, hacienda vinícola, títulos, pero sobre todo la reputación. Su padre se había suicidado ahorcándose poco antes de que la Gendarmería Nacional de Lyon se presentase en la Hacienda de Saint Claude, con un mandato de captura emitido contra él, que lo incriminaba en un triple homicidio involuntario. Había sido justo él, el hijo mayor de un total de dos hermanos y una hermana, quien encontró el cadáver del padre.

Fueron días muy duros. La madre y los tres hijos no habían ahorrado esfuerzos para oponerse al desahucio de la propiedad.

No fue posible. La madre murió, debido a una angustia profunda provocada por todo lo que había sucedido, al año siguiente. La hermana, Caterine, se había casado con un médico de provincias, interrumpiendo drásticamente las relaciones con la familia o con lo que quedaba de ella.

Incluso de Edmond, el hermano, no tenía noticias desde al menos cinco años, aunque él sospechaba que había entrado en una vorágine de apuestas y de préstamos a intereses de locura, donde, cuando traspasas la puerta que te permite el ingreso al infierno, sabes que para ti ya no hay vuelta atrás.

Tuvo que ponerse manos a la obra, e incluso ensuciárselas hasta los codos.

Se había licenciado con mucho esfuerzo, pero de manera provechosa, en la Facultad de Derecho y, a continuación, una serie de hechos afortunados lo habían conducido hasta la filial romana de uno de los grandes estudios legales de París. Desde ese momento la capacidad de trabajo (y la suerte) habían hecho posible que, junto a dos amigos de la universidad, fundase un estudio legal en sociedad, especializado en Derecho Internacional.

Ahora podía, por méritos propios, considerarse entre los abogados más famosos, admirado y temido –y debido a esto, envidiado– de la ciudad.

En su familia jamás había habido un abogado, por lo menos que él recordase.

Su padre había sido un apreciado profesor de Historia Medieval y, su abuelo un estimado diputado de la Asamblea Nacional cuando el gobierno había sido presidido por Patrice de Mac-Mahon.

Del padre había heredado la pasión por el arte de la viticultura y por la historia medieval, de la cual era un estudioso apasionado.

Ya había llovido mucho desde el año 1965. Y aquel número que, por tantos años había sido un Moloch23 maldito, ahora se había convertido en el símbolo de su revancha.

El Bandol Reserve, que ahora degustaba complacido mientras estaba tendido sobre el sofá en su ático parisino, con una envidiable vista sobre el río Sena, formaba parte de una partida de ciento cincuenta y una mil botellas, justo de este año 1965.

Prácticamente la totalidad de la preciada añada de Bandol Reserve estaba en sus manos, cómodamente dispuesta sobre estantes botelleros de roble numerados, dispuestos ordenadamente en cubas en el convento medieval de Saint Remy, comprado por él y reconvertido en resort y hacienda vinícola.

Aquel vino afrutado, con una sensación al paladar de mora y jazmín, envasado en botellas de color verde esmeralda, tenía un valor aproximado de veintidós millones y medio de euros, al precio de mercado de ciento cincuenta euros por botella.

A lo que se debían añadir los viñedos del convento. Más o menos otros treinta y ocho millones de euros. Por no hablar de los latifundios experimentales de Florianópolis en Brasil y de Algaveros en Chile, donde, desde hacía dos años, en sus límites, era cultivada una vid de Merlot de gran calidad que, según había proyectado, podría convertirse en el Chateaux Lafite de América del Sur. Era el dulce sabor de su triunfo. De todas maneras, habría cambiado encantado el inmenso patrimonio que estaba acumulando por aquello que era el objeto de su obsesiva búsqueda desde hacía tanto tiempo y que ahora, nadie en el mundo, podría impedir.

Mientras estaba inmerso en estos pensamientos y consideraciones el teléfono móvil comenzó a vibrar al tiempo que emitía un débil sonido rítmico.

“Dentro de poco la encontraremos” dijo sin preámbulos una voz al otro lado del teléfono”.

“¿Cómo puedes estar seguro?”

“¿Te he dado alguna vez razones para dudar de mis capacidades?”

“Dime lo que has descubierto”.

“¿Has leído los periódicos italianos sobre el caso del hombre muerto en el Gemelli?”

“Sí, incluso aquí se habla sobre ello. Entonces, es verdad, ahora todo encaja”.

“Adivina a quién le han encargado la investigación”.

“Conozco también esto. Debemos movernos rápido”.

“Sabes que para mí este negocio es prioritario. Debemos vernos en persona y hablar, no me fío del teléfono”

“De acuerdo, pero tú pégate como una lapa a la fiscal y no despiertes sospechas”.

Sin despedirse siquiera interrumpieron la llamada telefónica.

Mientras tanto, a más o menos seis mil kilómetros, Jan Friliver había obtenido el último punto del partido del año con un golpe hacia la línea lateral del campo, de escalofrío, que había roto la desesperada caída a red del tenista chino en la tentativa de anular el punto de partido. Lo había conseguido. El australiano, finalizado el ritual de lanzamiento de las muñequeras sudadas hacia el graderío, alzaría por tercera vez consecutiva el pesado trofeo de plata, delante de chiquillos implorantes que le pedían un autógrafo, armados de bolígrafos y libretas, y una multitud de fotógrafos que comenzaban a amontonarse en los bordes del campo de tenis. Pero estas imágenes, en este momento, pasaban delante de los ojos del hombre que estaba sentado en el sofá como carentes de significado, que, mientras repasaba mentalmente la conversación telefónica, se servía otra copa de Bandol Reserve.

Había conseguido todo de la vida, el poder, el dinero, el éxito. Sólo le faltaba una cosa: el Tiempo. Estaba dispuesto a todo para obtenerlo, en poco tiempo lo podría dominar y se convertiría en su señor y dueño absoluto.

Aquellas fotografías, difuminadas desde hacía decenios, que mostraban dos misteriosas páginas antiguas, escritas en latín y en lengua vulgar, que él custodiaba en la caja fuerte, dentro de nada serían sustituidas por las correspondientes originales. Sonreía mientras le iluminaba la luz de la pantalla LCD, de manera maliciosa y diabólica.

Dios creó el mundo, el Diablo el tiempo. Decía Boris Ostanin.

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