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PROTAGONISTA EN SEGUNDO PLANO


Los años 50 marcaron el nacimiento de la primera gran generación de jugadores vascos de baloncesto. El todavía incipiente juego de la canasta se practicaba aún a la intemperie y con unos fundamentos muy rudimentarios, pero sirvió ya de aliciente a toda una promoción de chavales para los que botar el balón con la mano se convirtió en la mejor oportunidad de hacer deporte. Juanma López Iturriaga y Josean Querejeta fueron, quizá, los iconos de quienes vinieron al mundo en aquella notable década, pero hubo alguien que les precedió y despejó el camino del éxito. Aunque menos mediático, llegó antes que ellos al Real Madrid y levantó primero la anhelada Copa de Europa. Era incluso más alto y ágil, y completó un palmarés a la altura solo de los más privilegiados. Su nombre: Luis María Prada.

El baloncesto tuvo en Gipuzkoa un desarrollo inicial más lento que en los otros territorios vascos, pero encontró en el colegio capitalino de San Ignacio de Loyola un importante feudo para su expansión. Allí comenzó Prada su andadura como integrante de un equipo histórico de minibasket que se proclamó campeón de España en 1964. Al principio era solo un jugador más dentro de un equipo homogéneo que firmaba sus éxitos a base de trabajo colectivo, pero de adolescente dio un estirón que le permitió superar los dos metros de estatura y sobresalir entre sus compañeros. Año tras año, concepto a concepto, incorporó los fundamentos técnicos necesarios para triunfar en el mundo de la canasta y, aunque delgado, adquirió hechuras de tipo grande. Así fue como se convirtió en la pieza fundamental de la plantilla que seis años más tarde logró alzarse de nuevo con el título nacional, esta vez en categoría juvenil.

La final se celebró en la capital de España y la inesperada víctima fue nada menos que el Real Madrid. Los blancos recibieron un sonado repaso y el donostiarra fue nominado como mejor jugador de la categoría, lo que le sirvió de inmejorable escaparate. Su intimidación resultó decisiva bajo tableros, ya que el éxito del Loyola se basó en una esmerada zona 2-1-2 que ahogó el juego ofensivo de sus rivales. «Llevábamos muchos años depurando ese tipo de defensa, aquel día nos salió a la perfección y ellos no tuvieron su día en los lanzamientos exteriores, que fue la única opción que les dejamos», explica Prada, quien contribuyó también al ataque de su equipo con rebotes y algunas canastas desde media distancia. Pocos baloncestistas de su edad podían hacerle sombra.

Perder no entraba en la agenda del Real Madrid de la época. Sus derrotas siempre tenían consecuencias y Prada fue el precio que decidieron cobrarse por el fiasco de su equipo juvenil. Los ojeadores del club blanco no dejaron pasar la oportunidad de tender su red en San Sebastián y se adelantaron al Barcelona. Fue el propio Lolo Sainz quien se desplazó para plantear en persona una oferta de contratación a la nueva promesa. Sin alternativas tan suculentas en el baloncesto vasco de inicios de los 70, y «aprovechando que tenía un tío en Madrid», el canterano del Loyola no declinó la invitación y aceptó vestir la camiseta del que ya por entonces era el equipo más laureado de Europa.

Al igual que le había ocurrido a Emiliano Rodríguez una década atrás, la incorporación de Prada al primer equipo del Real Madrid no fue directa. Requería de un período de adaptación y progreso paulatino. El donostiarra aterrizó en la capital en 1970, pero jugó como júnior blanco antes de su debut profesional en el Vallehermoso, una especie de club convenido que se había ganado el derecho a competir en la máxima categoría. El modesto equipo no pudo certificar su permanencia, pero sirvió de trampolín para un espigado baloncestista que llamaba a la puerta de una elite sedienta de centímetros. Su estreno con la primera plantilla del Real Madrid se produjo en 1973, a las órdenes de un Pedro Ferrándiz que no cesaba de sumar nuevos títulos a su inigualada vitrina como entrenador.



El canterano del Loyola llegó al Real Madrid con apenas 20 años.


No sospechaba Prada que había llegado al Real Madrid para quedarse. Y no resultaba fácil en un equipo para enmarcar, plagado de referentes. A los veteranos Luyk y Brabender se habían sumado talentos como Szczerbiak, Ramos o Paniagua, y nuevas figuras de la talla de Corbalán, Cabrera o Rullán. Más que competir por un puesto en la cancha, el mero hecho de compartir vestuario con ellos resultaba ya todo un logro al alcance de muy pocos privilegiados. «Aunque ya habían contado conmigo para entrenar cuando aún era júnior, pasar a formar parte de la primera plantilla fue algo muy especial y nunca imaginé que fuera a ser por mucho tiempo. Pensaba en uno o dos años, como mucho», reconoce el donostiarra.

El éxito del interior vasco radicó, precisamente, en asumir el papel que tenía que interpretar entre semejante nómina de estrellas. Era un jugador de equipo, sacrificado. Aunque versátil, su rol se limitaba a ser un recambio de garantías para dar descanso a los titulares o cubrir sus bajas por lesión. Comprendía Prada, además, que con compañeros como los que tenía a su lado, entre los que había grandes tiradores, la responsabilidad de anotar no iba a ser suya, lo que le quitó un importante peso de encima. Meter más o menos puntos, en realidad, no le preocupaba demasiado. Su función era otra.

Jugar en un equipo como el Real Madrid y no ser titular entrañaba el riesgo de no contar con demasiados minutos sobre la cancha, habida cuenta de que en el baloncesto de la época bastaban los dedos de una mano para enumerar los cambios entre jugadores. Las rotaciones tardarían tiempo aún en llegar. Sin embargo, vestir de blanco era sinónimo, también, de éxito en lo colectivo. Así fue como Prada fue dando forma, casi desde el anonimato que le reportaba la segunda unidad, a un palmarés de leyenda que pocos igualarían después. En el ámbito doméstico ganó seis Ligas de ocho posibles, la primera de ellas invicto, y también tres títulos de Copa. Unos éxitos que, sin embargo, se daban casi por hechos y apenas servían para compensar las inesperadas derrotas que sufrían los blancos de Pascuas a Ramos. Tendrían que pasar aún muchos años para valorar en su justa medida los logros cosechados.

Marcaje y palmeo

Sin competencia real en España, los auténticos éxitos del Real Madrid llegaron en una Copa de Europa que siempre fue la verdadera prioridad. El donostiarra, que se había convertido en un especialista defensivo, consiguió levantar tres. La de 1978, celebrada en Múnich, permanece fresca aún en su recuerdo gracias al protagonismo que asumió. Saltó a la pista sin haber llegado aún al ecuador de la primera mitad y se emparejó con Bob Morse, que era el jugador franquicia del Varese italiano. El marcaje de Prada fue tal que el norteamericano no volvió a anotar en lo que restaba de partido y puso en bandeja el título a los blancos6, que no desaprovecharon la oportunidad de batir al mismo oponente al que ya habían derrotado cuatro años antes. En 1980, la víctima fue el Maccabi israelí. Los dirigidos ya por Lolo Sainz reinaban en el continente.



El donostiarra (9) fue decisivo para ganar la Copa de Europa de 1978.


En un baloncesto sin la sobrecarga de calendario actual, la Copa de Europa otorgaba el pasaporte para una prestigiosa Copa Intercontinental que permitía calibrar el nivel al otro lado del Atlántico. El Real Madrid se alzó también con tres títulos y el interior vasco fue clave para la consecución del tercero de ellos. La competición se disputaba en formato de liguilla y a la última jornada llegaron empatados los blancos y el Obras Sanitarias de Argentina. Los sudamericanos, que ejercían como locales, defendían con un punto de ventaja la jugada final del partido y Brabender falló el lanzamiento decisivo, pero Prada apareció bajo el aro para palmear el rebote y anotar la canasta que otorgaba el trofeo a su equipo (103-104).

A lo largo de sus ocho temporadas en el Real Madrid, el donostiarra tuvo en Iturriaga, Querejeta y el joven Joseba Gaztañaga a tres compañeros vascos de vestuario con los que compartió gestas. Se convirtió en un referente para el resto de la plantilla por su experiencia y supo aportar casi siempre, desde el banquillo, todo lo que su equipo necesitaba. Casi siempre, porque la historia fue injusta con él y lo señaló tras fallar unos tiros libres que hubieran otorgado a su equipo el pase a otra final europea. Sucedió en 1979. Los blancos necesitaban ganar al omnipresente Varese para acceder al partido decisivo, pero perdían por un punto (82-83) con el reloj a cero. Prada fue víctima de una falta y disponía de tres opciones para clasificar a su equipo. Era un certero lanzador, pero no acertó en ninguno de ellos y quedó señalado como culpable de la derrota y del consecuente fracaso. «Al principio me afectó mucho, pero, con el tiempo, aprendí a relativizarlo», admite.

Los tiros libres contra el Varese marcaron la etapa final de Prada en el Real Madrid. El interior aguantó en la capital hasta 1981, una temporada que acabó en blanco y que resultó decisiva para que optara por cambiar de aires. En realidad, tenía una campaña más de contrato, pero no contaba para Lolo Sainz. Muchos fueron los equipos interesados en su incorporación. No en vano, había pasado casi una década como recambio de escasos minutos y, pese a su veteranía, tenía aún baloncesto de muchos kilates por explotar. En el mercado de fichajes emergía como una especie de diamante en bruto por descubrir. Finalmente, el donostiarra se decantó por el Caja de Ronda malagueño tras descartar como opciones a Joventut o Estudiantes7, donde pronto destacaría otro interior guipuzcoano: Ion Rementería.

El conjunto andaluz no pudo más que luchar por evitar el descenso, y la parte baja de la clasificación no era el hábitat natural de Prada, así que buscó refugio en el Inmobanco, heredero del antiguo Vallehermoso, en el que había debutado como profesional. El equipo madrileño peleó por la zona noble de la clasificación, pero desapareció al final de la temporada y obligó al donostiarra a buscarse un nuevo destino, que encontró en Tenerife, donde coincidió con tres antiguos compañeros del Real Madrid que le hicieron sentir como en casa: Cabrera, Szczerbiak y Meister. Con el Canarias disputó sus dos últimas temporadas en la elite, que fueron también las primeras de la recién creada ACB. Promedió más de 12 puntos y cinco rebotes en 31 minutos de juego, números nada desdeñables para un treintañero que solventaba con agilidad y buena mano su falta de kilos en la pintura.

El espigado interior seguía siendo un jugador de valía, pero en un baloncesto de creciente exigencia física tenía los días contados, así que optó por retirarse en el Collado Villalba de Primera B. Con los madrileños jugó sus dos últimas campañas y abandonó las pistas en 1987, a los 34 años. Había competido década y media entre los mejores y disputado 18 partidos como internacional, llegando a representar a España en el Eurobasket de 1977. Demasiado bagaje como para resumirlo en tres tiros libres fallados.


BIOLOGÍA Y MEDIO AMBIENTE


Luis María Prada recurrió a su altura y condición física para abrirse un hueco en el mundo del baloncesto, pero siempre tuvo claro que el deporte no le iba a garantizar el sustento de por vida. El cerebro siempre estuvo al mando y supo compatibilizar su etapa de jugador con los estudios de Ciencias Biológicas, algo que no resultaba sencillo en un equipo que aspiraba a lo máximo en dos frentes: la Liga y la Copa de Europa. Su incorporación al mercado laboral, de hecho, fue una de las preocupaciones que pudo bloquear su salida del Real Madrid en 1981, ya que el donostiarra exigía un equipo que le pudiera garantizar también un puesto de trabajo en su sector.

Tras su retirada, Prada progresó en su carrera laboral y accedió a un puesto de técnico en la consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, donde se jubiló a finales de 2019. El baloncesto profesional que tantas satisfacciones le reportó quedó en un segundo plano, pero el que tuvo, retuvo, y no han sido pocas las veces que el guipuzcoano se ha vuelto a vestir de corto para jugar junto a sus compañeros con la asociación de veteranos del Real Madrid. «Los valores en los que incide este club se te van quedando dentro y marcan tu vida, incluso cuando ya no formas parte de él», asegura, blanco de corazón.


EL AVAL

CAMPEÓN CONTINENTAL E INTERCONTINENTAL

POR PARTIDA TRIPLE



NOTAS

6. El Real Madrid ganó por 75-67 al Varese. Morse acabó con los 12 puntos que había anotado antes de que saliera Prada. El donostiarra, uno de los tres únicos jugadores blancos que saltaron a la cancha desde el banquillo, se permitió el lujo incluso de anotar una canasta en ataque.

7. La irrupción de un joven Fernando Martín y su incorporación al Real Madrid dejó sin hueco a Prada. El conjunto blanco trató de ceder al donostiarra al Estudiantes como moneda de cambio, pero el jugador lo rechazó por considerarlo una imposición. El club le negó la carta de libertad, lo que frustró su fichaje por el Joventut, y el Caja de Ronda se presentó como mejor alternativa posible para solucionar el entuerto.

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