Читать книгу Leyendas del baloncesto vasco - Unai Morán - Страница 9

Оглавление

CAMINANTE, NO HAY CAMINO


Hubo un tiempo en el que no hacía falta medir dos metros para encontrar abierto el Olimpo del baloncesto. En la era del blanco y negro, a la canasta se jugaba en la calle y de manera casi amateur. Las zapatillas no valían por su marca, las camisetas eran poco más que trapos con tirantes y los balones, de goma y color naranja, se botaban sobre hormigón o asfalto en el mejor de los casos. Sin embargo, y eso no ha variado, tampoco entonces valía cualquiera para encestar. Solo los más avezados conseguían pasar la pelota por el aro y así fue como comenzó a destacar un joven bilbaíno de adopción en los patios del colegio Escolapios.

A Emiliano Rodríguez era el fútbol lo que realmente le apasionaba de joven. Disfrutaba con los partidos de Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza en el viejo San Mamés, así que se inscribió en el equipo de la escuela para tratar de emular a sus ídolos. Afirman quienes le vieron jugar que apuntaba buenas maneras en el centro de la defensa, pero nunca llegaría a tener la oportunidad de jugar en el Athletic. Había nacido en un pequeño pueblo de León, donde su padre trabajaba como jefe de estación para el ferrocarril de La Robla, y no fue hasta los ocho meses cuando se trasladó junto a su familia hasta la capital vizcaína, tras un ascenso laboral de su progenitor. Demasiado tarde, por entonces, para poder vestir de rojiblanco. Y sin esa ilusión, el balompié perdía todo su sentido para él. ¿Por qué no probar, entonces, en otros deportes?

Conocido en el mundo de la canasta más por su nombre que por su apellido, Emiliano gozó siempre de una constitución privilegiada. Con sus 187 centímetros, tenía una estatura considerable para la época y, sobre todo, una envergadura descomunal que superaba los dos metros. Sus manos encerraban aún más magia que sus habilidosos pies, así que a nadie sorprendió que, con 15 años, superara las pruebas de captación del Águilas1, un equipo de baloncesto formado por antiguos alumnos de Escolapios que tenía en los patios del colegio su centro de operaciones. El club era, ya por entonces, el máximo exponente del moderno deporte en Bilbao y no tardaría en alcanzar cotas mayores gracias, entre otros factores, a la aportación de su inesperado fichaje. Cierto es que en aquel básquet retro bastaba con correr y tener un buen salto para competir. Los lanzamientos a canasta eran poco menos que ortopédicos y los partidos se ganaban a base de garra.

En los años 50, el baloncesto era todavía algo exótico en el País Vasco. Con sus tableros de madera y unos aros aún rudimentarios, el juego apenas se practicaba en unas pocas escuelas, de manera aficionada y sin una competición del todo regulada. Dominaba con autoridad el citado Águilas, en el que militaban y llegaron a militar jugadores como Agustín Esparta, Natalio y Agustín Ibarra, Luis María Lacambra, Antón Larrauri, Javier Lería o Iñaki Sarria, entre otros precursores. Tras su paso por las categorías de formación, Emiliano se estrenó con el equipo sénior a sus 18 años. Pocos podían imaginar entonces que aquel espigado pero atlético joven llegaría a ser uno de los mejores jugadores de Europa. Junto a sus compañeros de escudo se proclamó campeón territorial en la temporada de su debut y logró el pasaporte a Primera División una campaña después. Fue solo el preludio del sonado ascenso a la Liga Nacional2 que lograrían al año siguiente, el último que afrontó la prometedora figura en Bilbao.



El alero (14) despuntó pronto con el Águilas.


La progresión de Emiliano fue espectacular. A su velocidad y envergadura sumó una facilidad para las penetraciones a canasta que le permitía dejar el balón muy cerca del aro. Después pulió su técnica individual, su dominio de la pelota, su lanzamiento exterior y, sobre todo, la mecánica de este último, dando forma a un tiro en suspensión apenas visto hasta entonces y que le convirtió casi en indefendible por parte de los rivales. Lo mismo remataba un contragolpe en bandeja que anotaba en estático desde cinco o seis metros. En el marco de un baloncesto que comenzaba a identificar las distintas posiciones dentro del campo, el bilbaíno se convirtió en el referente de las cualidades que debía reunir un buen alero. Tenía talento para triunfar, así que no es de extrañar que despertara pronto el interés de los principales equipos.

Fue durante la gira de un entrenador estadounidense3 por España cuando Emiliano tuvo la oportunidad de participar en las sesiones de trabajo que se organizaron en Bilbao. El norteamericano, que había llegado para difundir aspectos técnicos del baloncesto, quedó gratamente impresionado por las facultades del joven jugador y no dudó en difundirlas entre los principales técnicos del país. Así fue como el alero llegó a oídos de Eduardo Kucharski y Pedro Ferrándiz; así fue como se fraguó su salto al Real Madrid y al básquet profesional, Aismalíbar mediante. Incapaz de retener a su perla, el Águilas se conformó con cerrar sendos acuerdos de colaboración con ambos equipos para los años siguientes. «Se portaron muy bien conmigo. Entendieron que tenía que marchar y no pusieron ningún inconveniente», agradece todavía hoy Emiliano.

El plan estaba perfilado. La promesa bilbaína abandonó el Águilas en 1958 para perfeccionar su juego durante dos temporadas en el Aismalíbar de Montcada, al frente del cual estaba Kucharski. El equipo catalán era uno de los punteros en la máxima categoría y figuraba en el camino de Emiliano como el paso previo a su salto al Real Madrid. Bajo las directrices de un cuerpo técnico profesional, el alero adquirió fundamentos que antes ni siquiera había imaginado y se fogueó con los mejores jugadores del país, enfrentándose incluso a los «amigos» que había dejado atrás en su club de origen. Estaba preparado. Ferrándiz lo esperaba en la capital de España, aunque antes hubo que atar una serie de flecos, ya que el jugador estaba a punto de terminar su carrera como ingeniero técnico y se disponía a formar una familia. Al fin y al cabo, el baloncesto siempre fue para él «un medio y nunca un fin en sí mismo».

Hubo determinados «expertos», según el propio protagonista, que llegaron incluso a vaticinar el fracaso deportivo de Emiliano debido a que no superponía el baloncesto sobre otras cuestiones de su vida, como la familia o los estudios. Entendían que su carrera había tocado techo, pero se equivocaban. No en vano, el alero desembarcó en el Real Madrid para formar parte de un equipo sin rival en la competición doméstica y que comenzaba a sentar las bases de la que iba a ser la mejor plantilla de Europa en los años siguientes. Allí compartió vestuario con ilustres de la canasta de la talla de Lolo Sainz, Luyk, Brabender o incluso otro vasco de adopción como Moncho Monsalve. Un grupo de leyenda que supo enganchar a los aficionados con un juego alegre y basado en cierta improvisación, lejos aún del rigor defensivo y táctico que imperaría en décadas posteriores.

Sin competencia

Pese a su juventud, Emiliano no tardó en hacerse indiscutible sobre la pista del frontón Jai Alai, cancha de aquel histórico Real Madrid a comienzos de los años 60. Fue solo el inicio de una gran trayectoria en la que acumuló estadísticas sin par y numerosas distinciones personales, además de títulos por doquier. Hasta su llegada a la capital, solo contaba en su palmarés con los ascensos del Águilas y un subcampeonato de Copa con el Aismalíbar. A las órdenes de Ferrándiz, en cambio, se aprovechó de la escasa competencia de aquel baloncesto en vías de desarrollo para conformar la vitrina más ostentosa que jamás ha cosechado un jugador nacido o formado en Euskadi. De blanco, el alero disputó un total de 13 temporadas, en las que ganó nada menos que 12 Ligas, 9 Copas y 4 Copas de Europa, siendo estas últimas las que realmente lo encumbraron. En la final a doble vuelta de 1964 le hizo 59 puntos al Spartak de Brno, un año después le endosó 24 al CSKA de Moscú y la temporada siguiente le encestó 29 al Olimpia de Milán, siempre como máximo anotador.

Reconvertido en líder indiscutible del equipo más laureado de Europa, Emiliano fue, incluso, el primer jugador de baloncesto que rebasó los límites de la cancha para erigirse en un auténtico ídolo de masas. Rompió moldes al derribar el muro que mantenía como inalcanzables a los equipos de la órbita soviética y estuvo a punto de cruzar el charco para probar fortuna en Estados Unidos. Definido por no pocas voces autorizadas como el Gasol de su época, el alero transformó el austero 10 de su espalda en el dorsal preferido por la mayoría de los niños que se iniciaban en el juego de la canasta y fue pieza clave en la promoción de un deporte que empezó a ganar adeptos sin remisión.



Su gran envergadura hacía casi indefendible al bilbaíno.


El éxito y la fama, sin embargo, no cegaron a un jugador para el que cada partido de blanco en Bilbao suponía una fiesta y un reencuentro con sus antiguos compañeros del Águilas. Aquellos choques llegaron a reunir a cerca de 3000 personas en las gradas de la antigua Feria de Muestras, cuando esta se ubicaba todavía en la capital y servía de escenario al básquet del más alto nivel. La expectación que generaban el alero y su Real Madrid, para el que perder se había convertido en algo así como la excepción que confirmaba la regla de un equipo casi inexpugnable, sirvió también para dar un empujón al baloncesto en Bizkaia. No en vano, aquellos encuentros pasaron a convertirse en una especie de evento social. «Se me acogía con mucho calor y cariño», confiesa Emiliano, quien no ha perdido la costumbre de visitar su «querido» Bilbao siempre que ha tenido ocasión.

Más allá del club al que dedicó la mayor parte de su carrera, el alero fue un fijo también en la selección española de la época, al igual que fueron habituales otros vascos de renombre como Ignacio Pinedo, Gonzalo Urquiza, Juan Bautista Urberuaga o Luis Carlos de Santiago Zabaleta. De hecho, Emiliano hizo honor a su condición de estrella y disputó todos los partidos del combinado entre 1958 y 1971, cuando decidió retirarse de la competición internacional porque se le hacían ya «cuesta arriba» las concentraciones de dos meses que exigían los torneos de verano. Su única espinita clavada fue la falta de grandes títulos con España, si bien ganó sendas platas en dos ediciones de los Juegos del Mediterráneo y aún hoy se confiesa «orgulloso» de haber contribuido a éxitos posteriores. «Fuimos la base que permitió conseguir medallas años después», considera.

Designado Mejor Jugador del Eurobasket de 19634 y máximo anotador del de 1965, el bilbaíno era una figura que superaba fronteras y fue convocado hasta en seis ocasiones por la selección de Europa, que, por entonces, daba lustre a partidos conmemorativos o de promoción. Tomó parte en las Olimpiadas de Roma (1960) y también en las de México (1968), en cuya fase de clasificación vivió una anécdota que bien ejemplifica la distancia entre el salario de los profesionales de aquellos años y los actuales. «Llevamos mucha bisutería porque nos dijeron que con su venta podíamos sacar 2000 ó 3000 pesetas al cambio, que por entonces era dinero, pero nos falló la persona que nos iba a hacer de enlace y tuvimos que montar una especie de tenderete en la villa olímpica para dar salida a todo», recuerda. Y es que hacían falta argucias para sacarse un sobresueldo «necesario».

Consciente de que el físico apretaba, de que el baloncesto evolucionaba hacia jugadores de más talento y calidad cada vez, y después de anotar más de 20 000 puntos en su carrera, pese a que los triples aún no existían, Emiliano optó por retirarse de las canchas en 19735. Lo hizo con el mismo club con el que había llegado a ser grande: su Real Madrid de toda la vida, de cuya sección de baloncesto es presidente de honor. «Hubo un momento en el que aquello tenía que pasar a un segundo plano y, simplemente, decidí dejar de jugar», justifica. Para los anales del deporte de la canasta en Euskadi será siempre el precursor. El pionero. Aquel que por primera vez logró reconocimiento lejos de su tierra y despejó el camino para el triunfo de otros muchos jugadores que llegarían después.


PALMARÉS ETERNO


Emiliano Rodríguez ha sido siempre una de esas personas capaces de llevar con éxito varios proyectos vitales a la vez. En realidad, nunca tuvo para el baloncesto una dedicación única y exclusiva, lo que no fue óbice para que se convirtiera en el jugador más mediático de los años 60. Una vez retirado, su filosofía de vida no cambió. Familia y negocios continuaron siendo sus prioridades, pero tampoco perdió nunca la vinculación con el deporte que lo llevó al estrellato y a cuyo desarrollo ha contribuido también fuera de la cancha, desde distintos prismas y con más o menos éxito.

Atraído por la comunicación, Emiliano estudió dos años de Periodismo tras abandonar la práctica deportiva. Se convirtió en columnista de periódicos y comentarista de partidos para la televisión, lo que le abrió las puertas de los banquillos. Relevó a Mario Pesquera como entrenador del Valladolid en noviembre de 1983, pero los malos resultados truncaron su aventura y le forzaron a dimitir tan solo mes y medio después. No lo volvió a intentar. Después buscó refugio en el Real Madrid, se implicó de lleno en la carrera electoral de Florentino Pérez y aprovechó la llegada de este a la presidencia para acceder a distintos puestos representativos del club, con la designación de presidente honorífico de la sección de baloncesto como hito.

Emiliano hizo también camino al margen del básquet. Se introdujo en la política en los albores de la democracia, cuando asumió diferentes cargos de la extinta UCD (Unión de Centro Democrático) en la Comunidad de Madrid. Su mayor implicación, sin embargo, la enfocó hacia el mundo de los negocios. Se especializó en la labor de relaciones públicas y montó su propia empresa de representación, cuya cartera se integra, todavía hoy, por firmas vascas en su gran mayoría. «Aún presto atención personalizada a determinados clientes cuando me lo solicitan», asegura el protagonista.

Octogenario desde 2017, Emiliano no ha dejado de lograr reconocimientos y galardones por lo que fue. Entre otros, en 2001 recibió el premio Leyenda en la Gala del Deporte de Bizkaia, así como la Medalla de Oro de la Real Orden del Mérito Deportivo otorgada por el Consejo Superior de Deportes. Fueron la antesala a su inclusión en el denominado Salón de la Fama de la FIBA en 2007, una concesión de la Federación Internacional de Baloncesto por su contribución a la popularidad del deporte de la canasta. Y mientras su eterno palmarés crece, el bilbaíno se afana en difundir la cultura del básquet y del madridismo allá por donde va. Según justifica, es algo que aún le «ilusiona».


EL AVAL

PIONERO DEL BALONCESTO VASCO…

Y FIGURA EUROPEA EN LOS AÑOS 60



NOTAS

1. Fundado en 1950 por un grupo de estudiantes que habían conocido el baloncesto en Filipinas, el Águilas fue el primer equipo de Bilbao que llegó a la máxima competición. Lo logró en 1958 y se mantuvo en ella, aunque no de forma ininterrumpida, hasta su descenso definitivo en 1976. Además del propio Emiliano y otros jugadores vascos, por sus filas pasaron el norteamericano Miles Aiken o Antonio Díaz Miguel.

2. La Liga Nacional de baloncesto nació en 1957, aunque sus dos primeras ediciones las disputaron solo equipos de Madrid y Barcelona. No fue hasta la tercera temporada cuando ganaron su acceso clubes de otras provincias, entre los que el Águilas fue pionero.

3. El neoyorquino Dayton M. Spaulding llegó a Bilbao en 1957. Estaba considerado uno de los mejores entrenadores de baloncesto del mundo y ofreció conferencias en distintos colegios de la capital (Santiago Apóstol, Escolapios e Indautxu), además de sesiones prácticas en el frontón del Club Deportivo.

4. El jugador fue designado con los votos de los periodistas desplazados al Eurobasket. Recibió como premio un modesto juego de café de porcelana polaca. Años después, el propio Emiliano reconoció que hubiera preferido el coche con el que obsequiaron al máximo anotador del campeonato, el yugoslavo Radivoj Korac.

5. El Real Madrid le brindó un partido de homenaje entre sus compañeros de equipo y una potente selección de Europa con Cosic, Tardic, Edesko, Jelovac, Massini y su gran amigo Nino Buscató. Ganaron los blancos (98-95) con una gran actuación de Emiliano.

Leyendas del baloncesto vasco

Подняться наверх