Читать книгу Peces y dragones - Undinė Radzevičiūtė - Страница 10
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Оглавление¿Qué lleva a un ciudadano a desear vivir en el casco antiguo de su ciudad?
Desde luego, no será que desde allí el camino a la iglesia es más corto. Nadie en estos tiempos se acerca hasta la iglesia aunque, durante los primeros meses, la imagen de las torres doradas de la iglesia levanta el ánimo de todos sin excepción.
Consuela incluso a aquellos que padecen de estaurofobia. Me refiero a esos a quienes les falla la respiración en cuanto ven una cruz.
A mucha gente le gusta vivir en el casco antiguo y la razón no es solo que le basta con bajar las escaleras para ver japoneses por la calle.
La gente tampoco vive en el casco antiguo por la música.
La gente odia las cafeterías y la música y no pierde la más mínima oportunidad de expresar sus quejas bien razonadas ante las autoridades.
A la gente le gusta vivir en el casco antiguo incluso sin prestar atención al hecho innegable de que, a lo largo de los últimos doscientos años, más de quince personas habrán muerto bajo su mismo techo.
Muchos de muerte violenta.
No. La gente ama los apartamentos del casco antiguo por su singularidad.
En especial, la gente tiembla de gozo cuando solo es posible acceder a su apartamento desde el balcón.
O atravesando un puente de cemento que brota de las propias escaleras del edificio.
O siguiendo la ruta de unos escalones de metal oxidado, fijados a la parte trasera de la casa.
Los escalones se hielan en invierno y una mañana, al abrir la puerta de su casa, el habitante del casco antiguo descubre que los escalones han desaparecido, porque siempre existe alguien que los necesita más que uno.
A los habitantes del caso antiguo les encanta sobre todo el parqué ennegrecido ya para la eternidad por una estufa que humea desde hace doscientos años.
Les gustan los nichos a través de los que se oye lo que hacen los vecinos en sus cuartos de baño o en sus dormitorios.
Cuando ambos lados se aburren de escuchar, abarrotan los nichos con armarios o estanterías de libros.
Las crónicas dicen que a buena parte de los habitantes del casco antiguo le gusta leer libros.
La gente que vive en el casco antiguo está orgullosa de sus cuartos de cinco esquinas, cocinas trapezoidales sin ventanas e inservibles estufas de azulejos.
En el apartamento donde viven Miki, Shasha, Mamá Nora y Abuela Amigorena se dan dos circunstancias de las que pueden estar orgullosas:
La primera se encuentra en el salón. La segunda particularidad que enciende su orgullo de inquilinas se encuentra junto a la cocina.
Hace diez años, en el mismo lugar donde ahora se alza una enorme otomana roja, se quitó la vida de un disparo el respetable director de un banco. Por si fuera poco, no mucho más tarde, exactamente en el mismo lugar, un hombre asesinó a hachazos a su mujer.
Las crónicas no nos dicen si era leñador. Pero es cierto que en la casa hay una chimenea. Y, como dice Shasha, la asesinada probablemente no tenía el fuego encendido como es debido. Haría frío…
Por ese motivo ahora, en casa, esa responsabilidad se la confían a Shasha.
La segunda singularidad de su apartamento del casco antiguo es el hueco superviviente de un ascensor en el que transportaban dinero. Hace años, antes del incidente con el hacha, el edificio donde se encuentra su apartamento albergaba un banco. Y precisamente aquí, frente al hueco del ascensor para transportar dinero quiso en un principio dispararse el respetable director del banco.
Pero luego se lo pensó mejor y volvió a su despacho.
Total, que el banco entró en bancarrota, los banqueros que no se habían suicidado se reciclaron en ciudadanos anónimos, y es desde entonces que ya no viaja más dinero en ese ascensor.
Vivir en lo que fue un banco es agradable cuando piensas que no fue el banco quien te arrebató algo. Casi que… se lo arrebataste tú a él.
Es como un atraco con final feliz.
De todo aquello, en el hueco del ascensor del banco no queda nada, ni ascensor ni dinero. La empresa de reformas desmontó el aparato y se lo llevó quién sabe adónde.
Mamá Nora, Abuela Amigorena, Shasha y Miki decidieron derribar el hueco del ascensor hasta la mitad. Y, sobre él, construyeron una galería —marroquí, como dice Shasha—.
La galería está cubierta de azulejos vidriados, azules y blancos. Si te inclinas de la manera adecuada y miras al frente, puedes ver la Gran Esfinge de Guiza reflejada en el vidrio añil de los azulejos.
—Me parece a mí que en la vida hay cosas más importantes que ver que esa cosa… —dice Abuela Amigorena con una mueca de desprecio, mientras contempla la Esfinge.
Mamá Nora no tenía nada en contra de derribar el hueco para construir en su lugar un balcón francés.
Aquello solo comportaba instalar en el nicho las puertas del balcón y cerrarlas con unos barrotes de metal forjado.
Con tulipanes, por ejemplo.
Al final Miki y Shasha convencieron a Mamá Nora: si ponían solo un balcón francés, nadie podría aprovecharlo; lo ocuparía todo el tiempo Abuela Amigorena.
La propia Abuela Amigorena confirmó que sería exactamente así.
Así que sobre el hueco transportador de dinero derribado hasta la mitad hubo que construir una galería marroquí.
Los barrotes de la galería se decoraron no con tulipanes, sino con rosas y helechos.
Abuela Amigorena no demuestra ningún aprecio por los helechos. Empezaron a no gustarle cuando Miki comentó que el helecho es una planta prehistórica y que ahora solo se planta en los cementerios.
Una vez que derribaron la mitad del hueco, en la pared de enfrente, justo delante de la puerta de cristal de la galería, empezó a hacerse visible un rostro.
Empezó a hacerse visible para todas las inquilinas del piso. Puede que el rostro fuera resultado del estuco desprendido por la lluvia.
Durante una larga temporada Abuela Amigorena tuvo miedo de salir a fumar sola.
Estaba convencida de que aquel era el rostro del demonio.
El de Dios no era. Así de claro.
Shasha reflexionó durante algún tiempo sobre el particular, hasta que se sintió preparada para emitir un veredicto. Shasha declaró entonces que la cara de la pared se parecía a un capuchino.
Un primate, un monito.
Incluso le mostró a Abuela Amigorena un monito capuchino en Internet.
Pasado un rato, Abuela Amigorena proclamó en voz alta que a ella los monos le gustaban muchísimo.
El mono de la pared ostentaba una larga barba, semejante a la que se dejaban crecer los chinos en los grabados antiguos. Todo lo cual llevó a Shasha, tras arduas investigaciones en su biblioteca, a anunciar que, probablemente, se tratara del rey de los monos de la China: Sun Wukong.
—¿Sun Wu… qué? ¿De dónde te has sacado eso? —pregunta Miki.
—De un libro chino.
—¡Ah! ¿Ahora lees en chino? —pregunta Abuela Amigorena.
—Todavía no.
—Yo tampoco —dice Abuela Amigorena—. ¿Cómo se llama el libro?
—Viaje al Oeste.
Las ventanas del salón forman un ángulo recto. Dos dan a la calle; dos, al patio.
Abajo, en ese patio que es como un acuario, dos chinos juegan al bádminton. Son los cocineros del nuevo restaurante chino. Todavía no han dado las doce.
—¿Quién viaja en el ese? ¿Y adónde va? —pregunta Abuela Amigorena.
—¿En el ese? —pregunta Miki.
—En el libro del monito.
—Sun Wukong viaja con otros compañeros de batallas para recuperar los sutras —responde Shasha.
—¡¿Los quééé?! —pregunta Abuela Amigorena.
—Los sutras.
—¿Cóóómo?
—Los suuuutras… —dice Miki.
—Entiendo —dice Abuela Amigorena.
Los chinos son como las mariposas: puedes elegir no mirarlos, pero siempre resultan interesantes.
—¿Cómo dices que se llama el libro?
—Viaje al Oeste —repite Shasha.
—¿Y qué verías tú en la pared si no hubieras leído el libro ese? —Abuela Amigorena señala con el dedo el muro desconchado al otro lado de la ventana.
Los chinos juegan en silencio; no cuentan puntos.
Su bádminton se parece a la gimnasia china.
Los dos juegan como aficionados, pero es agradable mirarlos.
—¿Y qué más sabía hacer ese mono? —pregunta Abuela Amigorena.
—Combatir el mal… —dice Shasha—. Hacer milagros…
—¿Caminar sobre las aguas? —pregunta Miki, risueña.
—Sobre las nubes —dice Shasha.
—Bueno, es lo mismo.
—Ahí van a estar las aguas, esperando a que camines tú sobre ellas —gruñe Abuela Amigorena.
—¿Y para qué van a estar si no?
—¡Para hacer la colada!
Y en ese momento, como si acabara de recordar, Abuela Amigorena empieza a rebuscar con la vista a su alrededor…
El apartamento y todo lo que contiene es de uso común, aunque casi todo pertenece a Mamá Nora.
Pero cada una de las inquilinas tiene su propio dormitorio.
Miki es la única que no tiene un cuarto y duerme en la otomana del salón.
De modo que durante el día no tiene nada y por la nochele pertenece casi todo. Por esa causa, Miki está convencida de que todas la envidian.
En especial, Shasha.
También Abuela Amigorena.
En el salón, donde duerme Miki, hay una lámpara para cada una de ellas.
La de Abuela Amigorena es una lámpara de pie de los años sesenta, de pantalla roja con estampados en relieve. La de Shasha es una «lámpara piña». Y la de Miki, una Tiffany de mesa, no muy grande y de color marfil, con rosas. El pie de la lámpara lo sujeta un monito de cobre. No parece un capuchino. Quizá un macaco.
Después de haberse descubierto a sí misma que le encantan los monos, Abuela Amigorena se acerca cada dos por tres a acariciar el monito de la lámpara de Miki. Miki ha llegado a insinuarle a Shasha que, a cambio de su «lámpara piña», ella podrá darle su lámpara del monito a Abuela Amigorena. Para que lo lleve consigo a todas partes.
Las Tiffany son esas lámparas que solo quedan bien por la noche, cubiertas con un trapo. Todas están hechas de pequeños cristales de color, unidos por cintas de plomo fundido. Por eso no se puede lamer la pantalla de la lámpara, y mejor no acariciarla tampoco. Para eso está el monito.
A Mamá Nora le pertenece la Tiffany grande verde con libélulas.
Todas en la casa quieren tener esa lámpara, pero no se contempla que puedan adueñarse de ella en un futuro cercano. Fue un regalo de Shasha y Miki a Mamá Nora por su cincuenta cumpleaños. Es cierto: Abuela Amigorena también puso algo.
Todas, excepto Miki, tienen su propio cuarto. Al pasar de una habitación a otra se diría que se muda uno a otro país.
Abuela Amigorena vive rodeada de mapas de la Argentina.
Uno de ellos parece el pico de un grifo con salpicaduras de sangre. Y otro, igual, pero sin salpicaduras.
No es locura, es nostalgia.
Para Abuela Amigorena, Argentina es la verdadera patria, pero lo más seguro es que no vuelva jamás. Para qué ir hasta allí sin sus padres.
Junto a la cama de Abuela Amigorena se siente uno como en los Países Bajos: no hay más que naturalezas muertas. Abuela Amigorena está todo el tiempo llevándose frutas y bayas de la cocina. A veces, también algo de pescado.
Shasha vive en la habitación más oscura.
En el cuarto hay dos ventanas —una al noreste y otra al noroeste (así está construida la casa)—, pero la habitación es oscura como la cueva de una rata almizclera por culpa del papel de la pared estampado en color turquesa y jade, con conchas rococó y pececitos dorados.
Por cierto, fue la misma Shasha quien empapeló así las paredes, y ahora no permite que nadie critique la habitación ni que entre en ella. Shasha dice que a Miki le resultará difícil entender qué es la chinoiserie. Y que a Mamá Nora y a Abuela Amigorena les da lo mismo.
Abuela Amigorena intentó negarlo, pero Shasha se limitó a aclarar que la chinoiserie era un estilo artístico: Luis XIV con influencias chinas.
El dormitorio de Mamá Nora recuerda a un despacho inglés de caoba con biblioteca.
Cuando Miki le habla de Mamá Nora a su último novio le dice que, aunque su madre escriba novelas eróticas, solo se acuesta con los libros.
De Abuela Amigorena y Shasha no les dice ni una palabra a sus últimos novios. Como si no existieran.
Miki no tiene un cuarto propio, así que no puede llevarse a nadie a casa. En momentos de debilidad, culpa a todas de haberlo organizado así a propósito.
Esta situación le molesta aún más que el hecho de que no le pertenezca nada, excepto la lámpara con el macaco.
Pero eso no es cierto: solo durante el día no le pertenece nada; por la noche, como ya dijimos más de una vez, le pertenece todo. Por la noche duerme sola en una habitación de treinta metros cuadrados, bien aireada, bajo un techo de cuatro metros y sobre una antigua otomana de color ladrillo con bordados de mariposas nocturnas color celeste.
Tal vez por eso le gusten a Miki tanto las mariposas, las diurnas y las nocturnas.
—¡Imaginaos! —dijo Miki un día—. Hoy he visto un auténtico macaón. Tan claro… Casi pálido. Seguro que de la primera generación. No había visto nunca ninguno. Hasta hoy.
—¿Y qué hizo? —preguntó Abuela Amigorena.
—¿Y qué se piensa usted que va a hacer un macaón? —preguntó a su vez Miki con una mueca.
—Robar comida —dijo Shasha.
—Bueno, ¿qué hizo entonces? —insistía Abuela Amigorena, deseando saberlo todo acerca del macaón, igual que uno desea saberlo todo acerca del enemigo.
—Atacó nuestras tagetes —respondió Miki.
—¿A qué llamas tú «nuestras tagetes»? —preguntó Abuela Amigorena con curiosidad.
—Son las flores de la galería —respondió Miki.
—De acuerdo… —dijo Abuela Amigorena—. Yo también las insultaré llamándolas por ese nombre…
***
Las paredes de la cocina son azules. Deberían ser de un azul prusiano. Un azul que tiende al gris.
No obstante, en un principio quedaron demasiado grises, y cuando les dieron otra capa se volvieron demasiado azules. Y en casa ya nadie tenía fuerzas.
Nadie tuvo ánimos para subir de nuevo a la escalera y pintar por tercera vez unas paredes de cuatro metros. (Es preciso mencionar que la cocina solo mide once metros cuadrados).
Y el suelo… Ah, el suelo de la cocina es casi perfecto.
Es un suelo francés, según Shasha. Eso si los suelos de rombos azules oscuro y blancos son marroquíes, y los de rombos negros y blancos, franceses. Entonces, es francés. En este suelo francés, a lo largo de los ocho años de estancia de la familia en el apartamento, se ha hecho añicos ya una vajilla y media alemana para doce comensales.
Todas las mujeres de la familia heredaron de no se sabe dónde una tendencia insensata al lujo.
Pero eso no es todo: a Abuela Amigorena se le hinchan las articulaciones de los pies en cuanto pisa ese suelo. Quizá no debería pasearse descalza sobre un suelo francés sin calefactar. No estamos en la Provenza, comentan.
A Miki le gusta contarles a sus últimos novios cómo, cierta noche, un murciélago entró volando en la cocina.
Aquello no hizo más que reforzar la teoría de Abuela Amigorena de que sobreviven todas en un agujero.
Mamá Nora expresa otra opinión: según ella, los murciélagos solo pueden vivir, y viven, en casas antiguas. Casas que conservan su verdad. (Tras lo que añade que son esas precisamente las casas que hay que incluir en las listas del patrimonio cultural). Si resulta que, después de las pertinentes obras en la casa, los murciélagos no han perecido, sino que regresan de pasar su invierno en el sur de Francia, eso solo puede significar que la suya es una casa ecológica.
Abuela Amigorena quiere saber entonces qué significa eso de «casa ecológica».
Y Shasha concluye que la abuela pertenece a ese grupo de la sociedad para quienes la ecología ya no es un tema relevante.
***
—Creo que los viernes tienen lugar encuentros de mafiosos debajo de mi cama —dice un día Miki.
—¿Estás segura de que los encuentros tienen lugar debajo de tu cama y no en tu cabecita? —pregunta Shasha.
—Absolutamente. Ya es el tercer viernes que oigo conversaciones bajo mi cama a partir de las once de la noche. Son cinco o seis hombres. Empiezan sobre las once y se tiran ahí de palique tres o cuatro horas, lo menos.
—¿Por qué debajo de la cama? —pregunta Abuela Amigorena.
—¿Prefieres que se le metan en la cama? —pregunta Shasha.
—¿Y de qué hablan? —pregunta Abuela Amigorena.
—No alcanzo a oírlos bien —dice Miki.
—¿Nunca intentaste sacarlos de ahí? —pregunta Abuela Amigorena.
—Si no puedes dormir, podemos ir a hablar con ellos del asunto —dice Shasha. Y añade—: Las personas que no duermen lo suficiente tienen mucha más tendencia que las demás a las alucinaciones y a la violencia.
—¿Hablar con quién? ¡¿Con la Mafia?! —pregunta Miki.
—Yo puedo hacerlo —dice Abuela Amigorena. Y da muestras de su decisión golpeando el suelo con ambos pies y poniéndose en pie.
—No necesitamos para nada su heroicidad —dice Miki.
—¿Y qué necesitáis? —pregunta Abuela Amigorena.
Ni Miki ni Shasha encuentran respuesta a la pregunta de qué necesitan de ella. Abuela Amigorena se ha ofendido.
***
—¿Qué opinas? ¿Un curso de inglés con contenidos eróticos podría llamarse… Lifelong Learning Business? —pregunta Miki. Súbitamente, otro asunto ha eclipsado a la Mafia en su lista de prioridades.
—Tal vez… —responde Mamá Nora.
Un aforismo repetido hasta la saciedad en la editorial dice que la televisión arruina el cerebro de los jóvenes. Miki podría ser un ejemplo vivo de eso. Hace escasos días vio un programa sobre dos veinteañeros que habían fundado un negocio de comida para niños, y claramente se ha vuelto loca. Ahora le aflige pensar que cada segundo de su vida es tiempo perdido. Nunca se ha realizado como persona, ni se realizará.
—Podríamos encargar la página web French Chic Porno, con fotografías a lo Helmut Newton… O sacar la serie en un cedé. Yo saldría en la portada.
—Eres demasiado joven para salir fotografiada en la portada de una publicación erótica —dice Mamá Nora.
—Entonces, ¿qué? ¿Quieres salir tú en mi lugar? ¿Es eso?
—Oye… —Miki se gira hacia Shasha cuando la conversación hace que esta última se levante para abandonar el salón—. ¿Tú no podrías grabarme diez lecciones de inglés? Así, en plan erótico… —pregunta.
Tras la expulsión de Shasha de su doctorado, Miki ha decidido que las dos están al mismo nivel.
—… ¿Sobre qué asunto? —pregunta Shasha.
—Sobre transportes, por ejemplo: trenes, aviones, excursiones…
—Excursiones…
—Al campo. También pueden ser sobre masajes y centros de spa. Terapias… Ya tú sabes.
—¿Y quién necesita eso?
—Yo.
—¿Tú necesitas clases eróticas de inglés? —dice Shasha—. Muy bien. Podemos conseguir que te metan en un correcional en Gran Bretaña.
—Pues la metemos —intercede Abuela Amigorena con ojos llenos de esperanza.
—¿A quién y adónde? —pregunta Mamá Nora.
—A Miki —dice Abuela Amigorena.
—¿Dónde? —pregunta Mamá Nora.
—¡Dónde va a ser! —dice Abuena Amigorena.
—¿Dónde va a ser? —pregunta Mamá Nora.
—¡En el correccional, leñe! ¿O es que no escuchas?
Que los adultos no saben escucharse unos a otros es obvio. Lo es desde hace algún tiempo y desde el primer instante resultó lamentable. Es imperativo cambiar el sistema educativo desde ya, para que al menos dentro de veinte años se produzca alguna mejoría.
(Otro aspecto muy triste de las relaciones humanas: la gente no sabe ya cómo disfrutar y celebrar la comida que han preparado los demás).
Después del «la metemos» de Abuela Amigorena, Miki toma aire, hace una larga pausa, y retoma el tema con fuerzas renovadas.
Hace mucho que está claro para todas: el error se cometió hace cinco años, cuando Miki eligió entre un instituto jesuita y la escuela de negocios. Entonces eligió la segunda.
—Será como un lifelong learning business familiar —Miki hace caso omiso de Abuela Amigorena—. Venderemos una parte del material de enseñanza a colegiales y estudiantes, y otra parte, a empresarios. Yo me reservaría el sesenta por ciento para mí.
—¡¿El sesenta por ciento?! —se asombra Abuela Amigorena.
—A usted aquí no le roba nadie —dice Miki.
—Entonces, bueno… —dice Abuela Amigorena después de reflexionar unos segundos. Y vuelve—: ¿Qué es un laiflong larning biznex?
—Cuando estudias durante toda la vida —responde Shasha.
—¿Toda la vida?
—Toda. Hasta que te mueres.
Mamá Nora desearía que algún día… un día de un futuro lejano… cuando el mundo cambie y sea otro… Mamá Nora desearía que Shasha volviera a su doctorado. Que acabara sus estudios. Y que las cosas volvieran a su orden natural.
—¿Qué hace? —pregunta Miki después de observar largo rato a Abuela Amigorena encorvada sobre la mesita de juego, bajo la lámpara de pie con estampados en relieve.
—Escribo una carta —responde Abuela Amigorena pasados unos instantes. Es evidente que las últimas palabras de Shasha le han molestado mucho.
—¿A quién?
—A la policía.
—¿Por qué motivo?
—Les voy a contar lo del laiflong biznex.
—¿Lo del lifelong learning business?
—Esas… clases de inglés tuyas… —dice Abuela Amigorena—. Eróticas…
—Bueno, ¿y qué tiene usted en contra de mis clases?
—Que no quiero estudiar.
—Ah, ¿y se puede saber qué quiere?
—Pues mira, lo que quiero es ver la tele.
***
—Últimamente son muy populares los voluntariados. Los voluntariados entre la juventud —dice Miki.
—¿Estás perdiendo la cabeza, Miki? —pregunta Shasha.
—Los voluntarios son el futuro. El futuro de todos. Solo ellos pueden salvar el país de la paralización y de la pereza.
La ansiedad de Miki por haber superado la barrera de los veinte años y no haberse realizado en la vida es contagiosa.
Deberían quizá aislar a esta clase de personas hasta que se tranquilizaran.
—¿Qué propones? —pregunta Mamá Nora.
—Creo que habla de donar sangre —dice Shasha.
—En mis tiempos, los voluntarios no donaban sangre; la derramaban —murmura Abuela Amigorena dándoles la espalda.
—Estos ya no son sus tiempos y los voluntarios ahorran sangre, no la derraman —dice Miki—. ¡Yo propongo una idea totalmente nueva, jamás explotada!
—¿Cuál? —pregunta Shasha.
—Fundar una asociación erótica de voluntarios… Un banco… Un banco-asociación erótico de voluntarios…
—¿¿??
—Podríamos pedir financiación al ayuntamiento. Pero yo tendría que recibir el sesenta por ciento de todo este asunto.
—Pero, ¿tú te crees que el ayuntamiento va a dar dinero para un asunto como ese? —pregunta Shasha.
—Por supuesto. Si no lo hiciera, quedaría fatal por no apoyar una iniciativa de la juventud.
—Por ese tipo de iniciativas te pueden meter en la cárcel, ¿sabes? —dice Mamá Nora.
—No estaría mal —dice Abuela Amigorena, al tiempo que empuja a Miki para hacerse sitio en el sofá y alcanzar su paquete de cigarrillos.
El paquete está vacío.
Abuela Amigorena lo arruga hecha una furia.
—¿Tan difícil es dejarlo? —pregunta Miki.
—¿Al cabo de setenta años? —murmura Abuela Amigorena—. ¿Tú qué crees?
Después apoya los pies en la mesita baja.
—Usted antes se comportaba mejor.
—Sí. Bueno. ¿Y qué?