Читать книгу Peces y dragones - Undinė Radzevičiūtė - Страница 7
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ОглавлениеLa comisión duda de nuevo largo rato ante los caballos de Castiglione.
Algunos miembros de la comisión cierran primero un ojo, luego el otro.
Algunos sacan la punta de la lengua, como intentando lamer los caballos. De lejos.
Algunos adelantan el labio inferior; algunos entrecierran los ojos; algunos hinchan los carrillos, como si fueran eunucos sobre el escenario del teatro imperial.
Los miembros de la comisión opinan: las cabezas de los caballos son demasiado pequeñas y los tobillos, demasiado finos. Aclararles que son caballos ibéricos y que así tienen que ser no sirve de nada.
La comisión, al parecer, no solo duda de los caballos ibéricos, sino de la misma Iberia.
Está convencida: el único caballo que existe en el mundo es el mongol.
El caballo mongol salvaje.
Tímido, obstinado y un poco traicionero.
Tan traicionero como puede llegar a ser un caballo salvaje.
De patas cortas y con manchas marrones y blancas.
Como una vaca.
Y la cola del caballo tiene que ser blanca. Indispensable. Y es indispensable también que roce el suelo, dice la comisión; y la melena ha de cubrirle los ojos.
¿Para qué querrán unos caballos que no ven nada?
La comisión también dice: estos caballos no son de verdad; son tranquilos, y los caballos tranquilos no existen.
Volver a asegurarles que así es como son los caballos ibéricos no hace más que aumentar la desconfianza de la comisión.
No se fían ni de Iberia ni de los caballos ibéricos.
Ahora ya sin reservas.
Para los miembros de la comisión, esto es un engaño manifiesto y descarado que puede incluso ofender al emperador.
Claro que el quinto emperador no irá a ver los caballos en persona.
La comisión dice: el emperador tampoco tiene que ir a ver nada, porque esos caballos no tienen huesos.
Él intenta convencer a los expertos de que los huesos de los caballos no tienen ninguna importancia, y oye los gallos de su propia voz.
Sería mejor que el quinto emperador fuera a verlos él mismo, porque el padre Castiglione está empezando a desconfiar de sus caballos, de Iberia y de su misión en esta tierra.
La comisión expresa sus dudas sobre los huesos de los caballos en voz alta, luego en silencio, y después pasa a los huesos del paisaje.
Sobre los huesos del paisaje no tiene ninguna duda.
No están.
Los miembros de la comisión exigen que esos «huesos» se vean en el paisaje tanto como sea posible.
Y aseguran: lo mejor sería que el paisaje en torno a los caballos lo pinte un chino.
Tal vez Leng Mei o algún otro.
Chinos allí no faltan.
En momentos como este, el padre Castiglione deja de entender chino de repente y duda de lo que ocurra de ahí en adelante.
La comisión aún no se decide, como si se dijera: no solo es que no queramos confiarle al padre Castiglione los árboles que hay detrás de los caballos, sino tampoco los que hay delante.
Le piden que pinte solo un boceto de la perspectiva. Luego Leng Mei o algún otro pintará el paisaje con todos los árboles y sus «huesos».
Los chinos llaman «huesos» al contorno de las cosas, animales y personas.
Al contrario que los europeos, los chinos valoran más el contorno que el espacio.
Lo único que valoran más que el contorno es el vacío.
La comisión imperial de expertos en arte no necesita ningún tipo de perspectiva italiana.
Les basta con que descienda una neblina china.
De las montañas.
O con que se eleve del lago y cubra todos los errores de espacio del paisaje.
La perspectiva le importa al emperador.
Aunque no está claro por cuánto tiempo.
Además, sobre sus deseos de perspectiva el emperador solo informa a través de la comisión.
La comisión también dice al padre Castiglione: los árboles y los montes del paisajeno tienen que parecerse a los árboles y los montes de verdad que uno ve por ahí;
de qué le sirve al emperador la imagen de un árbol o de un monte concreto;
el árbol o el monte ha de contener todos los árboles
o montes que se hayan visto jamás;
pintar un árbol concreto es un trabajo artesanal;
si a algo ha de parecerse el paisaje es, en todo caso, a las obras de los antiguos maestros paisajísticos chinos.
La comisión recita la lista entera de exigencias en un aburrido unísono.
Castiglione comprende: los chinos quieren que el árbol no se parezca a un árbol.
Piensa: no hay nada más indigno e insignificante que pintar caballos, excepto pintar naturalezas muertas.
Un melón atravesado por un cuchillo junto a unas langostas.
Y limones.
Con su cáscara.
En espiral.
Lo mejor que se puede hacer con esas naturalezas muertas no es pintarlas, sino comerlas. Que las pinten los holandeses.
Castiglione escucha a la comisión con la cabeza un poco adelantada.
Castiglione hace esfuerzos para que no le venza la cabeza.
Ni hacia la izquierda, ni hacia la derecha.
Se esfuerza por mantener la vista baja y no mirar a la comisión a los ojos.
Solo en oblicuo.
Los miembros de la comisión hablan entre sí.
Castiglione se esfuerza por no torcer el gesto.
Ni arrugar la nariz.
Y conservar la calma interior.
Y no mostrar desánimo.
Pero poner buena cara sería mucho pedir, no acaba de salirle del todo.
Castiglione tiene ganas de bostezar, pero se esfuerza.
Por no bostezar.
Ni morderse el labio.
Recorre su taller dos veces de un lado a otro.
Comedido.
Con dignidad y solidez.
Castiglione lo hace todo siguiendo a rajatabla los preceptos de Ignacio de Loyola.
Dicen que antes de formular estas normas de comportamiento, Ignacio de Loyola reflexionó mucho.
Lloró, incluso.
Y en siete ocasiones dirigió sus oraciones a...
Si se juntan los bocetos de los caballos en uno, resulta evidente: en todos falta el anfitrión, dice la comisión.
Cien caballos y seis pastores en el cuadro, y todos son invitados.
Castiglione propone a la comisión que elija un caballo, y él lo pintará más grande que los demás.
Los chinos se ríen.
Castiglione pregunta si la comisión desea que pinte al emperador.
Los chinos no se ríen.
Castiglione nunca ha visto pasar de la risa al silencio a tal velocidad.
El silencio lo rompe el presidente de la comisión, Sima Zhao.
Se coloca el saquito de seda azul que le cuelga del cinturón. Está bordado con montes triangulares dorados y ríos caudalosos.
Sima Zhao es más alto que la mayoría de los chinos y va más engalanado que los otros miembros de la comisión.
Se lo distingue de lejos por el gorro de leopardo.
Si no conocieras su historia ni lo hubieras oído hablar, pensarías: es demasiado arrogante, demasiado orgulloso, y lo tienen en demasiada consideración.
Y acaso te equivocarías.
Sima Zhao es un eunuco.
El único eunuco de la comisión.
Los otros miembros de la comisión de expertos en arte son mandarines de mayor rango1.
Sima Zhao se distingue de otros eunucos no solo porque no apesta a orines, sino también por su singular inteligencia.
La mayoría de los eunucos que Castiglione ha conocido en la Ciudad Prohibida no sirve más que para abrir puertas, vestir a las mujeres del emperador con sus prendas de seda e hinchar los carrillos sobre el escenario.
O para hacer de mujer.
Leng Mei, alumno de Castiglione —puede que, por deseo de la comisión, se le confíe el paisaje detrás de los caballos—, le contó al padre Castiglione —y es sorprendente cómo una historia oída por casualidad puede cambiar la opinión que se tiene de una persona, e incluso despertar respeto y amor—; en fin, que Leng Mei, alumno del padre Castiglione, le contó: Sima Zhao se convirtió en eunuco no por propia voluntad ni por la de su familia, sino por decisión del anciano cuarto emperador.
Y no procede de las capas más bajas de la sociedad, como es el caso de los otros eunucos, sino de las más altas.
Su padre fue, en opinión del anciano cuarto emperador, un general desobediente y peligroso.
El emperador ordenó que detuvieran al influyente general y que le cortaran los genitales a su décimo hijo.
Ninguna tragedia.
Después resultó que el emperador pudo haberse equivocado.
Respecto a la deslealtad del general.
Se fio de las intrigas.
Cuando se descubrió la verdad, el anciano cuarto emperador ordenó traer al joven a la Ciudad Prohibida.
Allí creció e hizo carrera.
Es uno de los pocos eunucos que tienen permitido vestir un traje azul oscuro: bordado con ríos y montes triangulares.
Además, puede dirigirle la palabra en persona al emperador.
Los otros miembros de la comisión de expertos en arte, los mandarines, no pueden permitirse semejantes confianzas.
Sima Zhao ocupa un puesto en verdad excepcional en palacio. Aun dejando aparte el hecho de que la dinastía Qing valora a los eunucos de un modo totalmente distinto a como lo hacía la dinastía anterior.
A como lo hacía la Ming, dice en voz muy baja Leng Mei.
¿Qué quiere decir «totalmente distinto»?, pregunta Castiglione.
Los emperadores de la dinastía Qing ya no consideran a los eunucos personas importantes, dice Leng Mei.
Sima Zhao rompe el silencio de los miembros de la comisión y le explica a Castiglione: los chinos no llaman «anfitrión» de un paisaje al emperador, sino a un monte de gran tamaño.
La mayoría de las veces está en el lado derecho del cuadro.
Todo lo que queda en el paisaje es lo que llaman «invitados».
***
En China es como en Europa, piensa Castiglione.
Cada individuo tiene su sitio.
Su rango.
Aunque en China no se valora a cada uno por separado, sino en relación con alguien más.
En cualquier situación eres o profesor o alumno, o padre o hijo, o anfitrión o invitado.
En China hasta los elementos del paisaje tienen su rango, piensa Castiglione.
***
—¿Tal vez quiere que responda a la pregunta de por qué a finales del año 2001 estuve chateando en Messenger sobre temas eróticos? Con un escritor de Malta… —precisa Mamá Nora en ese momento desde la pantalla.
—Sí. ¿Por qué? —pregunta la periodista.
Miki sube el volumen obedeciendo a los gestos de Abuela Amigorena. Mientras, aprovecha para gritarle al televisor:
—¡Por qué, por qué, por qué! ¿No tienen otra pregunta que hacer? Siempre el mismo «por qué». Te apetecía y lo hiciste, punto.
Aún tiene fuerzas para seguir despotricando un rato:
—¿Qué pasa? ¿Que tienes que ponerte de rodillas y pedir perdón con lágrimas en los ojos? Y después, ¿qué? ¿Besar la bandera? ¡Ni que fueras la presidenta de la nación!
Ella tiene fuerzas, pero nadie las tiene para escucharla; les interesa más la conversación que tiene lugar en la pantalla.
—¿En serio chateaste en plan hot con un escritor de Malta en 2001? —pregunta ahora Miki girándose hacia su madre.
—El tío carecía de pensamiento analítico y de sentido del humor. ¿De qué quieres que hablara con él?
—¿Pero el año 2001 tuvo algo de especial o qué? —pregunta Abuela Amigorena—. ¿Me estoy perdiendo algo?
—Que fue hace mucho tiempo, solo eso… —responde Mamá Nora.
—Estás mejor en televisión —la corta Abuela Amigorena. Y seguidamente matiza—: Más gorda.
Ahí está Abuela Amigorena, sentada frente al televisor, ataviada con un jersey violeta sobre el que bordó unos pensamientos cuando aún era joven.
Se la ve tan engalanada como si se encontrara no en este plano, sino en el más allá, al otro lado de la pantalla.
Pero eso a ella ni mentárselo.
Abuela Amigorena ha cumplido ya ochenta años y no soporta esa expresión: «el más allá».
En cambio, le apasiona el verbo «expulsar» y todos sus derivados.
Ahora luce frente al televisor su prenda más representativa. Para ocasiones menos solemnes exhibe otra clase de gustos.
A ella lo que le va es el rollo gitano.
—¿Chanel? —pregunta Abuela Amigorena señalando el jersey negro que viste Mamá Nora en la pantalla.
—Casi —responde Mamá Nora.
—«Casi» Chanel… —medita Abuela Amigorena.
Está muy bien que haya al menos un nombre tan particular en casa. Así los demás pueden tener nombres algo más normales.
Durante mucho tiempo todos pensaron que Amigorena significaba algo así como «amiga de todos». Más tarde, después de buscar en un diccionario de español, descubrieron que era la suma de «amigo» y de «reno»: animal de género masculino de la familia de los cérvidos.
Con esa copla se quedaron, al menos.
Pero el secreto no llegará nunca a oídos de Abuela Amigorena.
—Entonces, ¿qué? Te han expulsado, ¿no es cierto? —dice Abuela Amigorena apartando la mirada del televisor y girándose hacia Shasha, que acaba de entrar por la puerta.
—…
—Di, ¿te han expulsado o no? —Y esta vez acompaña la pregunta de un guiño de complicidad. Pero ya la han hecho callar y la han girado de cara a la tele.
Un día, Shasha anunció a toda la familia que «Amigorena» era con toda probabilidad un nombre ibero.
—¿Ese idioma existe? —preguntó Miki.
—Hubo un territorio en el que existían ese tipo de nombres —dijo Shasha.
—¿Por qué tienes que calumniarme siempre? ¿Eh? ¡Dímelo! ¡Gatos2! —Y después del estallido, como de costumbre, Abuela Amigorena rompió a llorar.
Abuela Amigorena nació en la Argentina.
Sus padres emigraron durante la Primera Guerra Mundial y luego regresaron. Con ella en brazos.
E hicieron muy mal.
De su tiempo en Argentina, Abuela Amigorena no recuerda más que unas pocas palabras en español, que utiliza solo a modo de juramento o de amenaza.
A Abuela Amigorena no le gusta hablar sobre la Argentina. Se pone triste.
Culpa de sus padres.
—Oye, ¿por qué todo terminó entre vosotros? —pregunta Miki durante la pausa de la publicidad, mirando con interés a Mamá Nora.
—¿Entre quiénes?, perdona —pregunta Mamá Nora.
Es poco probable que Abuela Amigorena leyera alguna vez a Ibsen. Ese «Nora» lo tuvo que ver u oír en alguna parte.
—Entre tú y ese escritor de Malta.
—¿Con la Marta? —pregunta Abuela Amigorena.
—De Malta —dice Mamá Nora.
—No tienes por qué repetirme las cosas, bonita. Oigo perfectamente. Y lo entiendo todo también… —paladea Abuela Amigorena misteriosamente—. A ver si te crees que me caí de un guindo.
—Nos cruzamos —dice Mamá Nora.
—¿Dónde? —pregunta Miki.
—Se cruzaron nuestros pensamientos.
—¿Qué… pensamientos?
—Pues, mira, yo quería huir a la isla…
—¿Y él?
—… y él quería huir de la isla.
—Hu… huir… —tartamudea la abuela—. ¿Cómo que huir?
—Así que, cuando llegasteis a esa conclusión, lo dejasteis estar… ¿Fue eso? —pregunta Miki.
—No, no fue tan de repente. Yo todavía le envié dos tarjetas navideñas.
—Muy bien hecho —dice Abuela Amigorena.
—¿Cómo sucedió entonces? —pregunta la periodista—. ¿Cómo empezó usted a abordar el erotismo en su obra?
—Un establecimiento de ese tipo de productos ha abierto sus puertas precisamente frente a mi ventana —responde Mamá Nora.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»?
La periodista parece desconcertada.
—¿Qué… qué influencia diría que ejerce a estas alturas en su obra el marqués de Sade? —pregunta después de una pausa durante la que se oye un rumor de folios.
Justo después de esta pregunta algo ocurre bajo el jersey de Mamá Nora, que empieza a rebuscar de manera sospechosa.
El cámara intenta sustituir el plano general del estudio por un primer plano.
—Tápese los oídos —le dice Miki a Abuela Amigorena—. Aunque lo mejor sería que también cerrara los ojos…
—En serio, tápate los oídos —ordena Mamá Nora.
—¿Con qué puñetas quieres que me los tape? —pregunta Abuela Amigorena. Nadie más en la familia utiliza la palabra «puñetas».
—¿Y las manos para qué están? ¿Las tienes de adorno?
—¿Y Masoch? —continúa la periodista—. ¿Cómo le influyó en ese momento?
—¿Masoch?… Ni lo más mínimo.
—Solo la perjudicó —dice Shasha.
A Shasha la llaman Shasha desde que nació Miki. Mejor dicho: desde que su hermana Miki aprendió a decir sus primeras palabras.
Durante mucho tiempo, a Miki le costó pronunciar palabras que contuvieran la letra ese: «sol», «subordinación», «estructuralismo».
Fue por eso, para ayudar a Miki, que toda la familia adoptó el error y empezó a llamar «Shasha» a Sasha.
Y ni siquiera cuando Miki aprendió a pronunciar sin problemas «estandarización suspendida» volvieron a llamarla de otro modo.
Y nadie ya se dirige a ella en ninguna situación por su nombre auténtico: Alexandra.
Hay entre Shasha y Miki seis años de diferencia.
Unas veces se notan, otras veces no.
Todo depende de la actitud que adopte Miki en ese momento concreto.
Solo en una cosa se percibe una jerarquía entre ellas y el derecho anacrónico de Shasha como primogénita: Shasha tutea a Abuela Amigorena, mientras que Miki, por alguna razón desconocida, la llama de usted. A Miki ni se le ocurre que las cosas podrían ser de otro modo.
—¿Y de qué querías tú huir yéndote a Malta? —pregunta Abuela Amigorena durante la publicidad, al tiempo que toma de la mano a Mamá Nora.
—No me acuerdo —responde Mamá Nora.
—¿De mí?
—No, de ti no.
—Entonces, ¿de qué?
—Pues… de la vida. De la vida en el más amplio sentido de la palabra.
—Pero si yo soy tu vida —dice Abuela Amigorena.
—En parte.
—¿Solo «en parte»?
Ahora ya podemos decir que Abuela Amigorena se ha mosqueado. Lentamente suelta la mano de Mamá Nora y comienza a arrancar el esmalte de la mesita del café y los cigarrillos con la uña.
—En su mayor parte —concede Mamá Nora.
—¿Querías huir y morir allí? —pregunta Abuela Amigorena, y se asusta de sus propias palabras.
—No, morir en Malta era lo último que quería.
—¿Qué era lo primero?
—Conocer las costumbres amorosas del litoral mediterráneo —tercia Shasha—. Y no tenerte a ti fumando a su lado todo el santo día.
Su familia solo quiere una cosa de Mamá Nora: lo que se desea y se espera de todas las madres.
Responsabilidad.
Mamá Nora lo sabe. Aun así, se pasa las horas viendo el canal Travel y dejando caer algunas perlas…
Mamá Nora dirá, por ejemplo, que le gustaría irse a vivir muy lejos. Aunque fuera a… Mauritania.
—A las islas Mauricio, querrás decir —dice Shasha, sospechando la equivocación de Mamá Nora.
Nadie con dos dedos de frente quiere ver a su madre enterrada en la arena de África el resto de su vida.
—A las Mauricio… también.
Algunas veces, Abuela Amigorena siente que no tiene más remedio que ponerse a perorar sin previo aviso sobre su larga lista de desgracias y proyectos. Los proyectos de Abuela Amigorena son aún más aterradores que sus desgracias. Pero solo así es posible contener por un momento el caudal de los sueños de Mamá Nora.
Miki dice que a Mamá Nora se le pasó la oportunidad de viajar hace tiempo.
—Ya no está en la edad.
Esencialmente la vida en familia consiste en esto, en una convivencia constante con los mismos sujetos. Una convivencia casi siempre insoportable. Pero si a alguien se le pasa por la cabeza intentar cambiar una sola pieza de esa convivencia, entonces el caos degenerará en batalla campal.
—¿Cree en Dios? —pregunta la periodista.
—No —responde Mamá Nora.
—¿Fuma? —pregunta la periodista.
—No —responde Mamá Nora.
En una de las dos respuestas, Mamá Nora deforma la realidad. A la pregunta «¿Fuma?», debería haber respondido: «Ya no».
A Abuela Amigorena no le gusta ninguna de las dos respuestas.
Porque la propia Abuela Amigorena fuma, y en su infancia fue protestante.
Qué se imaginará ella que significa esa palabra.
—¿Por qué querías huir a Malta? —pregunta Miki.
—En aquel momento la prensa me agobiaba con un asunto bastante desagradable. Y yo solo tenía ganas de viajar a alguna parte…
—Un asunto… ¿amoroso? —elucubra Miki.
—Qué amor ni qué niño muerto… —masculla la abuela.
—¿No era algo tórrido? —insiste Miki.
—No.
—Entonces, ¿qué era?
—Autoanálisis —revela Abuela Amigorena.
—¿Autoanálisis?
—Autoanálisis. Más claro, el agua.
—¿Y qué se analizaba?
—Dos escritoras y dos escritores se analizaban a sí mismos —responde Abuela Amigorena.
—¿Y? —pregunta Miki.
—Pues que, de tanto analizarse, los periódicos acabaron escribiendo del tema.
—Sobre… su obra…
—¡¿Pero qué obra?!
—¡No lo sé, dígamelo usted!
—¡Que te digo que qué obra ni qué narices! ¿No te lo he explicado ya? ¡Dos escritoras y dos escritores analizaron sus líos, sus amoríos, en público!
—¡No te digo! ¿Y quiénes eran esos dos? —pregunta Miki.
—Uno, el padre de Shasha —responde al fin Mamá Nora apartando un poco la mirada—. El otro, el tuyo.
—¿Y esa otra? La escritora… —pregunta Miki.
—Ah… Una loca… —dice Abuela Amigorena.
—No era escritora —aclara Mamá Nora.
—Entonces, ¿qué era? —pregunta Abuela Amigorena.
—Poeta…
—¡Más a mi favor!
—¿Y usted, abuela? También usted… —comienza Miki.
—¿También qué?
—¿También usted… participó en el follón aquel?
—No, a mí el follón me traía sin cuidado.
—A ti el follón te traía sin cuidado pero… —empieza Mamá Nora.
—A ver qué te vas a inventar ahora… —le advierte Abuela Amigorena.
—… aun así llenaste una caja de zapatos con recortes de periódico…
—Anda que…
—Y hasta ahora, que han pasado quince años, y no me dejas deshacerme de ella.
—Bueno, porque podrías necesitarla —concluye con calma Abuela Amigorena.
—…
—En el futuro —abunda Abuela Amigorena.
—¿Para qué iba a necesitarla? —pregunta Shasha—. ¿Para chantajear a alguien?
—Para la historia.
—En fin… Todas las familias tienen buenos y malos recuerdos —suele decir Mamá Nora.
Pero no todas consiguen parapetarse detrás de esa cita tan reconfortante de El padrino III.
Y mientras palpita Europa en la casa, abajo está la China.
El casco antiguo abrió hace quince años sus puertas a Chinatown.
Así de fácil, como si llevara esperando toda su vida.
Aunque el casco antiguo ya no es lo que era. Su espíritu es otro. Ya no es antiguo en su interior.
Todo el mundo necesita comodidades, cuartos de baño, etc.
Desde la ventana del salón puede ver a un empleado de la embajada china que sale a pasear con su mujer.
Avanzan los dos dando pasitos, con un ligero balanceo.
Ella viste un impermeable brillante de color negro, con un gran estampado de rosas. Es siempre el mismo, pero se diría que lo encuentra gratificante. De lejos parece una de esas bandejas rusas de chapa, con sus flores sobre fondo negro. Ni siquiera un experto sabría decir quién le copió la idea a quién.
En casa, Europa. Abajo prospera Chinatown.
Aunque no demasiado rápido; eso también es gratificante.
—Tampoco es que Malta parezca el lugar ideal al que una podría huir… —dice Shasha mientras mira por la ventana—. Demasiada gente por kilómetro cuadrado… Demasiado cerca de la civilización…
La calle en la que viven es ya como un escenario del gran teatro chino.
El empleado de la embajada china y su mujer han desaparecido y en su lugar surge una despampanante belleza china.
Desde la ventana no se ve si es guapa o no. Solo se ve que es china. Pero su belleza puede darse por sentada… Por cómo se comporta.
Cuando una mujer camina por la calle de manera afectada y coqueta, y su caminar es radiante, como si la observara todo el mundo, es que está absolutamente convencida de que tienen todos razones de sobra para observarla.
—¿Por qué no huiste a otra isla? —pregunta Miki.
—En aquel momento no había ninguna otra isla —responde Mamá Nora.
—¿Dónde? ¿En el mapa? ¿No había más islas en el mapa?
—No había más islas en el horizonte… —dice Shasha.
Viviendo en un lugar así, una puede jugar al «¿Chino o no chino?» apostada tranquilamente desde su ventana.
Una puede apostar su dinero.
Abajo, tres chinos observan un castaño.
Un árbol.
Lo admiran.
Ni un solo europeo sabría admirar de esa forma un único castaño, pero los chinos lo hacen en grupo.
—¿Y tú qué? ¿Es que nunca pensaste en huir? —pregunta Abuela Amigorena.
—Puede que sí —dice Shasha.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Bueno, de hecho… lo hice. Muchas veces.
—Entonces, ¿por qué te veo todos los días?
—Huía con el pensamiento.
Abuela Amigorena se dirige ahora a Niki:
—¿Y tú? ¿No pensaste en huir?
—Lo pensé.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—No tenía con qué.
—¡¿No se te pasó por la cabeza robar o algo así?! —pregunta Abuela Amigorena. Y su propia pregunta la intranquiliza. Le hace rechinar los dientes.
Teme que haya sonado como una invitación.
Los chinos han dejado de pasar por delante de la ventana. Vuelve el aburrimiento.
—Y cuando ya tengas con qué huir, ¿lo harás? ¿O no lo harás?—pregunta Abuela Amigorena.
Esta vez, Miki no responde.
En el escenario del gran teatro chino la cosa se ha puesto otra vez interesante.
Ha aparecido un bandido chino.
Un bandido muy gracioso.
Como sacado de una película china.
Se contonea.
Tiene aspecto de atracador callejero.
Tiene un aspecto fantástico.
En Europa… los atracadores callejeros se esfuerzan en no parecer atracadores. Un poco de discreción les resulta de mucha ayuda a la hora de cometer sus atracos.
Los que sí parecen atracadores… esos solo pisan la calle de noche.
Este bandido, en cambio, irradia maldad en medio de la bondad universal del día.
Shasha les aclara ese punto: puede que los chinos estén muy influidos por la ópera de Pekín.
Y por sus copias de provincias.
En la ópera de Pekin, el malo tiene aspecto de malo. El muy malo tiene aspecto de malísimo. A quién se le ocurre. Todo el mundo se fijará en él, de todas formas.
—¿Era guapo? —pregunta Miki.
—¿Quién? —preguntan a un tiempo Mamá Nora, Shasha, Abuela Amigorena.
—El escritor de Malta.
—Puede ser —dice Mamá Nora—. De pequeño hasta posó como modelo para una imagen… La escultura sigue ahí, en la catedral de su ciudad natal.
—¿Es que lo conociste cuando era niño? —pregunta Abuela Amigorena.
—Pues… no. No lo conocí cuando era niño.
—¿Y qué representa la imagen? —pregunta Miki.
—Se ve a una mujer que sostiene el paño con el que Cristo se limpió la cara mientras subía el monte Calvario. Al lado hay otra mujer con un niño. El niño es la figura para la que posó de pequeño el escritor de Malta.
—¿Y a quiénes representaban esa otra mujer y el niño? —pregunta Miki.
—No lo sé, no soy una experta en iconografía religiosa —responde en tono cansado Mamá Nora.
—¿Cómo que no eres experta en iconografía religiosa? —se asombra Abuela Amigorena.
—Como que no lo es —interviene Shasha.
Han terminado ya los anuncios y Miki sube el volumen de la tele:
—¿Quiere decirme con eso que con casi sesenta años ya no es momento de empezar a parir novelas con un ligero contenido erótico? —pregunta Mamá Nora asumiendo el papel de entrevistadora.
—Bueno, es que… en el pasado usted se dirigía únicamente a los lectores más jóvenes —vacila la periodista.
—Llegado el día, todos se hacen mayores —dice Mamá Nora—. Hasta los lectores más jóvenes.
—En casa hablas de un modo totalmente distinto… —murmura Miki como en un trance hipnótico.
Su verdadero nombre es Nika, pero solo es visible en sus documentos oficiales. En casa nunca la han llamado de otra forma que Miki.
—Me llamáis así a propósito —suele decir.
—¿Por qué «a propósito»? —le preguntan.
—Queréis subrayar que yo aquí no tengo ningún estatus —dice Miki—. Como si fuera un ratón de campo.
—Entonces… a ver, que lo entienda yo: ¿por qué empezaste a escribir guarradas? —pregunta Abuela Amigorena cuando acaba la entrevista.
—Porque sí —dice Shasha.
—No entiendo… —dice Abuela Amigorena.
—Porque sí. Porque le interesaba más el erotismo que los niños —dice Shasha—. De los niños quería huir a toda costa. Ya había tenido bastante.
—Eso pienso yo —coincide Abuela Amigorena—. Que no le gustan los niños.
Quizá no fue la única causa.
Durante mucho tiempo, Mamá Nora vivió junto con toda su familia en un estado en el que regía una ley no escrita contra la simple mención de lo erótico.
Esa ley no escrita duró cincuenta años.
Luego, de pronto, la situación cambió, y la literatura erótica dejó de estar prohibida. Para todos. Y muy pocos se resistieron.
Una vez se disparó el fenómeno, la mayoría de los escritores lo tuvieron claro: los niños pueden esperar; un fenómeno, no.
Qué remedio tenían.
Mamá Nora no fue la única ni la excepción. Si acaso, su excepcionalidad estuvo en su pertenencia al escaso grupo de veinte escritores que se dedicaron al tema avanzada ya la cincuentena.
—¡Mostradme a ese Masoch! —grita Abuela Amigorena cuando se calma el furor por el erotismo.
—¡¿Qué Masoch?! —pregunta Mamá Nora.
—Ese que te perjudica —aclara Abuela Amigorena.
Un día, al fin, llega esa fase en la vida de una persona en la que empieza a ponerse en guardia ante todo lo que la perjudica o puede perjudicarla.
Abuela Amigorena frunce el ceño mientras reflexiona sobre esta idea con sus propias palabras.
—Esto… no puede seguir así —dice Mamá Nora.
***
La comisión de expertos en arte está convencida: en el mundo no existe más que un caballo.
El mongol.
Y eso que los chinos de la antigüedad conocieron más caballos.
Seiscientos años atrás, Li Gonglin, maestro de la pintura equina —los chinos han tenido varios—, había dibujado ya cinco cuadros de caballos bajo la dinastía Song.
«Dibujó» es un término más ajustado que «pintó», ya que los cuadros se asemejan más a bocetos caligráficos que a pinturas.
Los chinos no saben pintar.
Por más que les guste colorear en tonos chillones cuadros de pequeño tamaño.
En estos cuadros, los caballos no están a su libre albedrío.
Los sujetan criadores de caballos.
Así que en cada uno de los dibujos de Li Gonglin se ve un caballo y su correspondiente criador.
Y aunque un observador atento notaría que los caballos son de distintas razas, parecen ser el mismo.
Un caballo y nada más: tranquilo, sin sentimientos.
Los criadores de caballos, en cambio, son diferentes.
Se distinguen no solo por el pueblo al que pertenecen, sino también por su origen.
Se distinguen por su semblante, por sus ropas y por su postura.
Y a pesar de eso, el observador atento vería además otra cosa muy importante que los une.
Un rasgo de la profesión.
Todos parecen unos sinvergüenzas.
Sinvergüenzas, estafadores, proxenetas, falsificadores y engatusadores, pensó Castiglione mientras desenrollaba con cuidado, uno detrás de otro, los cinco rollos antiguos.
La comisión de expertos en arte le permitió hacerlo.
Con la autorización del quinto emperador de la dinastía Qing.
¿Cómo va a vender un caballo alguien con ese aspecto?, se preguntó Castiglione.
Nadie se fiaría de ellos.
¿O será que Li Gonglin vio lo que no veían los compradores de caballos?
¿Será que el artista fue el único que se fijó en esa astucia de los vendedores de caballos?
¿O será que sin argucias ni estafas —reflexionó Castiglione— es imposible vender un caballo?
En los títulos de los cuadros no figura ni una palabra sobre los criadores de caballos.
Se los conoce como los Cinco fabulosos caballos.
Mal, pensó Castiglione.
Este título está mal.
Li Gonglin supo reconocer la naturaleza del criador de caballos, pero en lo que a la naturaleza del caballo se refiere, ni él ni los chinos de hace seiscientos años consiguieron entenderla, pensó Castiglione.
Eso sí: los caballos están bien proporcionados.
***
El padre Castiglione llegó a China con una misión de los jesuitas: pintar frescos en iglesias católicas.
Y si no había iglesias apropiadas, habría de construirlas junto con otros jesuitas.
Y luego, ya.
Adornarlas con pinturas.
Llegó para pintar evangelistas y arcángeles.
Pero lo que más le gustaría pintar a Castiglione son combatientes por la fe.
Los finos dedos de Judith jugando con los cabellos en la cabeza de Holofernes. Los largos cabellos…
Por supuesto…
De la cabeza decapitada.
Él pintaría esos cabellos.
Cabellos enroscados entre las manos de ella, o tal vez entre sus piernas…
Desnudas.
Desnudas y salpicadas de sangre.
Con qué placer pintaría…
El borde rojo de su ropa…
Empapada en sangre…
Y los zapatos ensangrentados.
O bien…
David abriéndole la cabeza al gigante con una pequeña piedra…
A Goliat.
Y después…
Saltando sobre su pecho para ver doblegarse su cuerpo.
Nadie lo juzgaría allí.
Por querer pintar con la pasión y la angustia de un español, siendo italiano.
Porque Castiglione está en la China.
Castiglione huyó de Europa y de la pintura solo por la fama.
Y por el dinero.
También es cierto que esa huida coincidió un poco con la pertinencia de huir de los austriacos.
Sin embargo, hace mucho que Castiglione se convenció de que solo por los austriacos no habría ido a ninguna parte.
Llegó a Cantón para abrirles el firmamento con su pincel a los chinos.
En los techos de las iglesias.
Para que los chinos vieran al menos los pies límpidos de Cristo elevándose a los cielos.
Llegó para explicarles a los chinos por qué.
Por qué los pies estaban perforados.
Y quién tenía la culpa.
Huyó a una tierra en la que se puede empezar todo de nuevo.
Para crear en China un nuevo mundo con su pincel.
Para olvidar la sed de venganza que lo atormentaba…
En Italia.
En Italia a todos los atormenta la sed de venganza.
Así es ese país.
Huyó a China para distinguir en su interior el bien del mal según las enseñanzas de Ignacio de Loyola.
Sin prisa ninguna.
Bueno.
Huyó porque en Europa lo amenazaba un castigo.
Podían haberlo procesado.
Pero hasta Ignacio estuvo a punto de ser procesado.
Incluso se pelearon por él.
La Iglesia y el Estado.
Los dos lo perseguían.
Tal vez por eso se salvó Ignacio.
Pero el padre Ripa… El padre Ripa dice que él, el padre Ripa, se fue de Europa solo por una razón… Solo porque allí todos habían perdido la disciplina.
Bueno, y el entusiasmo.
Todos lo habían perdido.
Todos los jesuitas.
***
En China los techos de las iglesias católicas son planos.
El padre Giuseppe Castiglione llegó para pintar en ellos cúpulas.
En honor a Dios.
Tales que nadie las distinguiera de las auténticas.
De las que había en Roma.
Pero por esos dominicos… por esos dominicos… por esos dominicos… tuvo que pasar junto con el padre Ripa siete años en los talleres de porcelana.
Sentado en un banco.
Pintando esmaltes sobre platos y jarrones.
En lugar de evangelistas: peonías de color rojizo.
En lugar de mártires de la fe: rosas amarillas.
En lugar de combatientes por la fe: flores de loto.
Del color de la piedra lunar.
Y en lugar de todo lo demás: crisantemos dorados.
Sus sueños y esperanzas convertidos en una pesadilla floreada.
Aunque, por otro lado.
El padre Ripa dice que si ellos fueran franceses…
Estarían felices.
De haber acabado allí.
¿Por qué?, pregunta Castiglione.
Los franceses, dice el padre Ripa.
Ya llevan varios siglos intentando robarles a los chinos el secreto de la producción de porcelana.
¿Para qué?, pregunta Castiglione.
Para su rey.
¿Y?, pregunta Castiglione.
Al parecer, dice el padre Ripa, todavía nada. Qué conversaciones tan poco cristianas…
Los jesuitas franceses no son como los demás jesuitas.
Españoles, portugueses e italianos sirven al papa.
Los franceses, a su rey.
Esas fueron las condiciones.
Nada más, dice el padre Ripa.
Es cierto que el padre Ripa no acabó decorando platos en un banco del taller por culpa de los dominicos.
Acabó allí por un malentendido.
Aunque tal vez no esté permitido llamar malentendido a una decisión del emperador.
El padre Ripa acabó decorando platos en un banco del taller después de que el anciano cuarto emperador de la dinastía Qing preguntara por enésima vez si el padre Ripa sabía pintar paisajes con perspectiva.
¿Sabía?
A la pregunta del emperador, el padre Ripa contestó por enésima vez que era retratista.
Y que sabía pintar retratos.
Incluso al padre Ripa le resulta difícil explicar cómo ocurrió.
Su talento para arrastrar a los demás a hacer lo que él desea y para dirigir conversaciones delicadas es evidente.
Dicen que tiene casi tanto talento como lo tenía Ignacio.
No, más no.
Solo casi tanto.
Casi tanto talento como Ignacio y está sentado en un banco pintando porcelana.
El padre Ripa le explica que ellos son combatientes de Jesús.
Y los combatientes no están todo el tiempo combatiendo.
A veces, de vez en cuando, se sientan.
Y don Pedrini…, dice el padre Ripa.
¿Quién?, pregunta Castiglione.
El padre Ripa se lo aclara.
Ese sirviente, don Pedrini.
Don Pedrini llegó en el mismo barco que el padre Ripa.
Además de servir, cantaba, dice el padre Ripa.
Una vez, el anciano cuarto emperador Qing le pidió a don Pedrini que afinara los címbalos y las espinetas que le habían regalado unos europeos.
Don Pedrini le respondió al anciano cuarto emperador de la dinastía Qing que los címbalos no se afinaban con la lengua, sino con las manos.
¿Y dónde está ahora?, pregunta Castiglione.
El emperador le ordenó volver a casa, le dice bajando la voz el padre Ripa.
¿Cómo?, pregunta Castiglione.
A pie, dice el padre Ripa.
El padre Ripa dice que solo bromeaba.
El emperador no ordenó a don Pedrini que se fuera.
Y Loyola nunca bromeaba ni se reía, dice el padre Ripa.
Nunca perdía la calma ni la majestad.
Decía: sobran las palabras vanas.
Esas que no aportan nada ni al que las dice ni a nadie, y que no tienen ningún objetivo.
No hay un objetivo en decirlas.
Ignacio de Loyola también dijo: han de evitarse las habladurías de todo tipo.
Blasfemias, calumnias y habladurías.
Las relaciones entre el anciano emperador y don Pedrini eran tan buenas…
Hasta tocaban juntos un clavicémbalo, dice el padre Ripa.
¿A cuatro manos?, pregunta Castiglione.
A dos, dice el padre Ripa.
¿Cómo?, pregunta Castiglione.
El emperador con la derecha, don Pedrini con la izquierda.
¿Y cómo pudo el emperador expulsarlo?
A pesar de que don Pedrini incluso enseñara música a tres de sus hijos y supiera construir instrumentos musicales, dice el padre Ripa.
Con sus propias manos.
***
—Esto no puede seguir así —dice Mamá Nora.
Hace unas semanas se enfadó con su mejor amiga.
Habían sido amigas durante más de veinte años.
Se enfadó tanto que hasta borró el nombre de su mente.
Se enfadó y dijo: «Se acabó».
Dijo: «Se acabó» cuando habían pasado un par semanas sin que llegara la reconciliación.
Dijo: «Se acabó, hay que empezar la vida desde cero».
Y ya al segundo día se dio cuenta: empezar la vida desde cero es imposible. Hay demasiado andado.
Entonces decidió: hay que darle una nueva estructura.
A la vida.
Y decidió empezar la reestructura por Abuela Amigorena.
—Esto no puede seguir así —dice Mamá Nora.
—Esto no puede seguir así —dice Mamá Nora—. Esto tiene que acabar. Es imposible vivir entre tanto humo.
—Gatos… —murmura Abuela Amigorena mientras apoya un cigarrillo humeante en el borde del cenicero de cristal—. Perros —murmura, mirando a Mamá Nora con sus ojos verdes y amenazantes—. Qué tristeza —dice, y se marcha a su cuarto arrastrando los pies.
***
Don Pedrini no debería haber viajado a China, dice el padre Ripa.
Sino a Paraguay.
Es una idea que Castiglione oye por primera vez.
Allí lo necesitaban más, dice el padre Ripa.
Puede que sea cierto, pero el mismo don Pedrini se negó a ir a Paraguay, y nadie podía obligarlo.
Él no era jesuita.
Y viajó a China por propia voluntad.
Castiglione tiene un par de cosas que decir.
Sobre don Pedrini.
El padre Ripa dice que hay que evitar todo tipo de blasfemias, calumnias y habladurías.
***
Como un cadáver al que puedes girar en cualquier dirección, piensa Castiglione.
El padre Ripa es solo seis años mayor que él.
Y los dos se sientan en el mismo banco.
Sin embargo, más de un escalón los separa.
No existe la igualdad entre los jesuitas.
Solo una jerarquía militar.
Y el subordinado debe mirar a su superior como se mira a Dios.
Y obedecerlo «como un cadáver al que puedes girar en cualquier dirección».
***
El padre Ripa acabó en el banco de decoradores de porcelana por culpa de la verdad o de la tozudez.
Eso ya es según cómo desee verlo cada cual.
Y Giuseppe Castiglione acabó en el banco del taller de pintores de porcelana solo por culpa de los dominicos.
El cuarto emperador Qing no le hizo preguntas sobre címbalos ni sobre perspectiva.
Castiglione acabó en el banco de decoradores de porcelana solo por no llegar a tiempo.
Claro que también podría decirse que viajando de Portugal a Cantón o a Macao es imposible llegar a tiempo.
En ocasiones, la travesía dura casi un año.
La mitad de los mejores marineros de Cristo muere antes de arribar nunca a Cantón.
El barco naufraga o lo atacan los piratas.
Por alguna causa, los piratas chinos piensan que los jesuitas tienen mucho dinero.
Los piratas secuestran el barco y al principio piden un rescate.
La mayor parte de las veces, no se lo dan.
Eso se llama sacrificio.
Algunos jesuitas mueren después de llegar a las costas chinas.
De escorbuto o de alguna enfermedad crónica.
Eso también se llama sacrificio.
A la Misión en China solo parten los mejores, los más cultos y con mayor talento para las lenguas extranjeras.
Un grupo de elegidos.
No existe ninguna otra organización que controle la admisión de nuevos miembros con tanto cuidado como la Compañía de Jesús.
Las normas ya las determinó Ignacio.
Solo son aptos los sanos, fuertes, de físico atractivo e intelecto agudo.
De carácter tranquilo, pero a la vez enérgicos.
La riqueza y el origen no son condición indispensable.
Pero siempre serían una excelente recomendación.
A las misiones solo parten los mejores.
Y solo llegan los que tienen suerte.
Castiglione llegó a Macao felizmente vivo.
Pero no a tiempo.
Llegó justo después de que el anciano cuarto emperador de la dinastía Qing conociera la bula papal.
Si no hubiera sido por las quejas de los dominicos, no habría habido bula papal, y nada habría ofendido al anciano cuarto emperador.
Y el padre Castiglione no habría tenido que sentarse a pintar melocotones en platos y cuencos.
Pero cuando Castiglione llegó, la bula ya había sido proclamada oficialmente.
El anciano cuarto emperador Qing se opuso a ella y anunció: «Queda prohibido el catolicismo en China, y todos los misioneros occidentales, excepto aquellos hábiles en la ciencia o en la técnica, o aquellos demasiado ancianos para regresar a casa, han de partir rumbo a occidente».
Doscientos años de trabajo de la Misión jesuita en vano.
Diez años de esfuerzos del padre Ripa, también.
Durante ese tiempo la barba del padre Ripa se alargó y encaneció.
El padre Ripa asegura que llegó a China recién afeitado.
A pesar de los cambios, tanto el padre Ripa como Castiglione continúan en China.
Lo que significa que no todo está perdido en esta China.
Mientras pinta melocotones, el padre Ripa sigue repitiendo: ellos son combatientes.
Están allí con un cometido especial, ahora a la espera del momento adecuado.
El comienzo de la batalla, dice el padre Ripa mientras pinta hojas.
Han de estar preparados para atacar en todo momento.
Por la Iglesia.
Es cierto que no todo está perdido.
Al fin y al cabo, los chinos no los han acuchillado.
En mil seiscientos pedacitos, dice el padre Ripa.
Como a otros cuantos. Jesuitas como ellos.
Sin ninguna prisa.
Dos jesuitas aún pueden.
Aún pueden medir: cuántas fuerzas les quedan.
Y qué tipo de fuerzas son esas.
Tantas como se les permite en la Ciudad Prohibida.
Aunque a ambos empieza ya a fallarles el entusiasmo…
Y esas mismas fuerzas.
Para ver en todos esos cambios y desgracias…
algo verdaderamente positivo.
El padre Ripa repite: en el mundo no faltan países.
De los que se expulsó a los jesuitas.
Los expulsaron de Venecia y de Francia.
Pero, ¿acaso no los permitieron regresar más tarde?
Incluso a aquellos dueños de «conocimiento» les surgen dudas constantemente.
Cada vez que Castiglione comienza a perder las últimas fuerzas y vuelven a invadirlo las dudas y vacilaciones, el padre Ripa repite de nuevo.
Todas esas palabras.
Tres veces al año.
Los dos saben bien por qué viajaron a China: el general los envió.
Solo el General de la Compañía puede enviar a otros.
Ellos solo obedecen y dejan que el general decida.
En qué lugar del mundo tendrán que luchar por la Iglesia.
Pero el padre Ripa dice: él mismo decidió viajar a China de todos modos.
Por qué, pregunta Castiglione.
El padre Ripa responde. Oyó una voz.
De arriba.
Qué dijo la voz, pregunta Castiglione.
Que era mi destino, responde el padre Ripa.
Desde ese momento Castiglione tiene la impresión de que el cuerpo del padre Ripa irradia luz.
Aún en Portugal, Castiglione se torturaba lleno de dudas antes de partir, y luchó contra ellas meditando y rezando, rezando y ayunando; pero él no tuvo ninguna visión.
¿Tal vez su fe no es lo bastante firme?
El padre Ripa dice: un jesuita ha de protegerse de que se le ocurran ideas.
De que podría llegar a ser santo.
Como Ignacio.
Tan pronto como ese género de ideas brote en la cabeza de un jesuita, deberá aplicarse este en su formación.
Rezando.
El padre Ripa también dice: el objetivo de un jesuita no es el de prepararse para cruzadas espirituales buscando la santidad.
Como se preparó Ignacio. Y si no se tienen visiones, tampoco hay que apenarse.
El padre Ripa sabe más cosas.
Y le habla a Castiglione sobre las visiones de Ignacio.
Durante la Eucaristía, Ignacio vio a Cristo descendiendo desde los cielos.
¿Qué aspecto tenía?, pregunta Castiglione.
De rayos de luz, dice el padre Ripa.
También vio a Satán.
Ignacio.
¿A qué se parecía?, pregunta Castiglione.
A algo, dice el padre Ripa.
Algo similar a una serpiente.
Brillante, «como miles de ojos que parpadean y centellean a un tiempo».
Castiglione pregunta si el padre Ripa ha visto a Satán.
Por sí mismo.
¿Lo ha visto?
El padre Ripa sigue hablando.
Ignacio vio a Cristo.
Más de una vez.
Lo vio en distintas formas.
¿Como qué?, pregunta Castiglione.
Una vez incluso como algo redondo.
¿Redondo?, pregunta Castiglione.
Grande, redondo y brillante, dice el padre Ripa. Como el oro.
Ignacio vio también a la Santísima Trinidad.
Castiglione no pregunta: «Como qué».
Como una bola de fuego, dice el padre Ripa.
Ignacio oyó también voces, dice el padre Ripa. Pero no tan a menudo.
Aunque Castiglione meditaba, rezaba y ayunaba, jamás tuvo visiones.
Ni oyó voces.
El padre Ripa también dice: Ignacio de Loyola percibía hasta tal punto todos los movimientos de su vida espiritual que «encontraba a Dios siempre que lo deseaba».
Lo más importante es la fuerza de voluntad, dice el padre Ripa.
No todos los jesuitas conocen de igual modo la constitución.
Ni todos han oído hablar sobre la vida de Ignacio de Loyola y sus ejercicios espirituales.
Cada uno ha de saber y aprender únicamente aquello que la Compañía requiere de él.
Un día, dominado por la melancolía, Castiglione le dice al padre Ripa: las visiones de Ignacio son todas bastante parecidas.
Hay que evitar, dice el padre Ripa.
Todo tipo de blasfemias, calumnias y habladurías.
***
—¿Qué haces construyendo monumentos funerarios con el puré? —dice Shasha al tiempo que corre la cortina del salón, que impedía el paso de los rayos del sol.
Observa el plato de Abuela Amigorena, decorado con rombos y peonías
—¿Está malo?
—Estoy triste —dice Abuela Amigorena.
—Totalmente de acuerdo. El ayuno público es la mejor manera de luchar contra las injusticias del mundo.
La familia toma una decisión: por el momento…
Por el momento dejarán fumar a Abuela Amigorena cinco cigarrillos al día.
Y solo en la galería.
Antes Abuela Amigorena fumaba un paquete al día.
Todos los días y donde le apeteciera.
Así que, por el momento, cinco cigarrillos al día. Y en la galería.
Pasado un mes tendrá que reducir la cantidad a cuatro; un mes después, tres. Y así sucesivamente.
—No entiendo —dice Abuela Amigorena.
—¿El qué? —le pregunta su familia.
—Qué queréis decir con «así sucesivamente».
Quieren decir… nada bueno.
—¿También los días festivos?
También los días festivos.
En silencio, Abuela Amigorena sigue construyendo monumentos funerarios con el puré, sin llevarse la cuchara a la boca.
—Los pitagóricos —dice Shasha.
—¿Quiééén? —grita Abuela Amigorena, reaccionando a la palabra «pitagóricos» como a un trapo rojo—. ¿Quiééén?
—Los pitagóricos —repite Sasha— pensaban que la alimentación era una manera de aceptar o rechazar el mundo.
—¿El quééé? —pregunta Abuela Amigorena.
—¡El mundo!
—¿Y cómo voy a vivir yo ahora —pregunta Abuela Amigorena— si estoy rodeada de idiotas?
Las idiotas no contestan.
—Existe un buen método para dejarlo —dijo Shasha—. Solo hay que querer.
—…
—Intentas no fumar hasta la hora del almuerzo —siguió diciendo—. Y después del almuerzo piensas en esa primera mitad del día… y en cuántas veces durante ese tiempo te entraron ganas.
—¿De qué hablas?
—De fumar. Y luego cuentas todas esas veces. Y dibujas en un papel tantos puntos como veces cuentes.
—Yo no sé dibujar.
—Todo el mundo sabe dibujar puntos. Por la noche repites todo de nuevo: cuántas veces te entraron ganas y cuántas veces fumaste… Y debajo dibujas otra línea de puntos. Y entonces comparas las líneas.
—¡Yo no sé comparar! ¡Ahora entiendo por qué te expulsaron!
—Ah, no me digas. ¿Por qué?
—Porque eres… —Abuela Amigorena no encontraba las palabras— una sinsustancia. ¡Y desmoralizas a cualquiera!
Así dijo, y se retiró a sus habitaciones.
—Hay seres capaces de asesinar con tal de no modificar sus costumbres —dice a veces Shasha, gustándose.
***
Se acerca el tiempo de los cuarenta días de ayuno.
El padre Ripa dice: hay que entrenar la voluntad y la imaginación.
Y habla sobre las uñas del cuarto emperador.
De lo que cuenta se puede deducir que son muy largas.
El propio Castiglione nunca ha visto las uñas del cuarto emperador de la dinastía Qing.
En realidad, no hay que ser un asceta, dice el padre Ripa.
Entrenando la voluntad y la imaginación, las visiones llegarán por sí solas.
Solo hay que formar el carácter.
El padre Ripa dice: solo una minoría es capaz de hacerlo sin ayuda.
También dice que esas son las palabras literales de Ignacio.
El padre Ripa también dice: hay que saber controlarse.
Yo, dice Castiglione, pero el padre Ripa no le deja terminar.
El padre Ripa dice: hay que perfeccionar ese «yo».
Pero no para su propia satisfacción.
Castiglione ya ha dejado de preguntar por qué ni para qué.
Por todo aquello que ese «yo» es capaz de conseguir, explica. No ha hecho falta preguntarle.
Lo más importante, dice el padre Ripa, es vencer a los injustos con la espada de la palabra.
Vencer a los injustos, corregir el mal que se repite sin descanso, resistir las tentaciones del demonio y esforzarse.
Esforzarse por que aquellos que no son cristianos vean toda la grandeza y el esplendor de la Iglesia.
Esas palabras, sentados los dos en el banco de pintores de porcelana de un taller abarrotado de chinos, deberían bastar para tranquilizarlo.
***
—¡No se te ocurra convertir nuestra casa en un reality show! —dice Shasha entrando en el salón.
La amenaza va dirigida a Mamá Nora, que, sentada en el sofá entre Miki y Abuela Amigorena, está viendo el programa de los sábados sobre la vida íntima de los artistas.
—Ka-mooon —dice Abuela Amigorena. Y puntualiza—: Es inglés.
Después de que la expulsaran de los estudios de doctorado y, sobre todo, después de que apoyara la iniciativa de Mamá Nora de prohibirle fumar en casa, Shasha ha dejado de ser una autoridad para Abuela Amigorena. Se puede decir que ha caído en desgracia ante sus ojos.
—Sus conocimientos de inglés no dan ni para una conversación guarra… —dice Miki.
—No hables así —la amonesta Mamá Nora.
Algunas familias europeas se diferencian mucho de los antiguos chinos. Otras, ni un poco siquiera.
En la China confucionista toda la familia, incluidos tíos, tías y sobrinos, vivía de la generosidad del miembro más próspero del clan. Aquel que obtuviera mejor calificación en los exámenes oficiales y ocupara el puesto más alto.
En Europa también ocurre a veces: una persona mantiene a varias. La única diferencia es que, en la antigua China, el individuo que mantenía a la familia acaparaba también todas las decisiones, y en Europa las cosas no siguen necesariamente el mismo camino. Se supone que Europa se inclina por la democracia, después de todo.
De toda la familia, solo Mamá Nora trabaja.
Escribe novelas eróticas de misterio.
Dicen que «polémicas».
Escribe novelas eróticas y polémicas de misterio y posee una agencia de relaciones públicas en situación de quiebra. Las novelas eróticas de misterio perjudican su reputación como especialista en relaciones públicas, y el cuidado de la agencia le quita tiempo para escribir.
Lo cierto es que toda la familia vive del dinero de Mamá Nora. Solo Abuela Amigorena recibe su pensión.
Pero está ahorrando para el negro día.
Las actividades de Mamá Nora provocan en la familia reacciones dispares.
A Abuela Amigorena le importa un rábano a qué se dedica su hija.
Puede que tampoco haya entendido nunca a qué se dedica su hija. A ella lo que le importa y le gusta y le enorgullece es que esas revistas «escurridizas» a color escriban sobre Mamá Nora.
(Así llama Abuela Amigorena a las revistas en papel cuché: «escurridizas»).
Miki se regodea contando historias de Mamá Nora a sus nuevos amigos.
Se explaya, por ejemplo, relatando el período en que Mamá Nora dejó de escribir para niños y se convirtió en autora de novelas eróticas de misterio. Miki quiere que la gente la conozca como la hija de Mamá Nora.
A sus amigos más recientes les confiesa lo mucho que se parece a su madre y su certeza de que probablemente, a medida que pasen los años, acabará siguiendo sus pasos e igualándola en fama (hasta cierto punto).
Shasha, al contrario que su hermana, no airea las actividades de su madre.
—¿Y aquí? ¿Estabas preocupada por algo o solo pensativa? —pregunta Miki señalando la revista de cotilleos.
Agazapada en la esquina inferior izquierda de la página sesenta y uno puede verse una fotografía minúscula de Mamá Nora.
—No… Estaría masticando algo… —contesta Mamá Nora mirando la fotografía.
—¿Es que los fotógrafos empiezan a metérsete ya hasta en la boca? —pregunta Miki.
—¿Dónde quieres que se metan si no? —pregunta Shasha.
—Aquí no pareces escritora —medita Miki.
—¿Qué parezco?
—Una mayorista de pescado masticando algo —dice Shasha.
Como de costumbre, Shasha razona su apreciación: el talento o la especialidad de alguien casi nunca resultan reconocibles por su aspecto.
—¿Mayorista de p…? —Abuela Amigorena aparta la vista del televisor y se inclina sobre la revista. No le gusta lo que ve en ella.
—Te dejan para el final del todo —comenta enfadada.
—En este tipo de revistas los mejores sitios están al fondo —comenta Shasha con fingida alegría—. Como en el cine.
—No sé de qué cine me hablas… —dice Abuela Amigorena. Y señalando la chaqueta que Mamá Nora lleva en la fotografía, pregunta—: ¿Chanel?
—Burberry —responde Miki.
—¿Casi? —pregunta Abuela Amigorena.
—¿Casi? —pregunta Miki.
—¿Casi Burberry?
***
El padre Ripa dice: ya es hora de que Castiglione comience a practicar los ejercicios espirituales de Ignacio.
Eso no hace más que aumentar la melancolía de Castiglione.
Como si esta se defendiera.
Castiglione no pregunta en qué consisten los ejercicios.
El propio padre Ripa le explica: los ejercicios espirituales son pruebas para la conciencia.
De qué tipo, pregunta Castiglione.
De todo tipo, dice el padre Ripa.
Y eso es todo, pregunta Castiglione.
No, dice el padre Ripa.
Pruebas de todo tipo para la conciencia: reflexiones, contemplación, oración.
De palabra y de pensamiento.
Y todas las demás actividades espirituales, dice el padre Ripa.
Además, se ha de pedir aquello que más se ansíe, dice el padre Ripa.
Por ejemplo, lágrimas de profunda tristeza y angustia.
Por los pecados.
Castiglione preferiría pintar iglesias.
El padre Ripa dice: ellos son ante todo jesuitas.
Y luego ya, pero a mucha distancia, pintores.
Castiglione lo tiene claro.
De él jamás saldrá un segundo Ignacio de Loyola.
El padre Ripa le cuenta: en Paraguay los jesuitas ya fundaron un estado cristiano.
Pero allí los locales no se interesan por la pintura.
Lástima.
Por eso allí solo viajan los jesuitas que saben tocar instrumentos musicales.
¿Y qué es lo que tocan?, pregunta Castiglione.
¿Y qué podrían tocar allí?, dice el padre Ripa.
Toda suerte de naderías.
Salmos.
***
El cuerpo joven se resiste.
No quiere que Castiglione sea un verdadero jesuita a sus veintiocho años.
Lo que quiere, todas las mañanas, es que Castiglione sea un hombre.
El padre Ripa dice que también es posible sobreponerse a eso.
Igual que lo hizo Ignacio.
El padre Ripa conoció las enseñanzas de Ignacio estando aún en Portugal.
Castiglione, no.
Por eso el padre Ripa le habla de ellas según sus propios recuerdos.
Pero solo por partes y solo en los momentos en que se hace realmente necesario recordar.
Pasado el mediodía, dice el padre Ripa, tienes que repasar todo lo que te ocurrió durante la mañana.
Una hora detrás de otra.
O una actividad detrás de otra.
Empezando por el momento en que te levantas y acabando con el propio repaso.
Y luego.
Luego dibujas sobre la línea superior unos puntos. Así:
.................
¿Puntos?
Puntos. Tantos puntos como veces caíste en el pecado o en la debilidad.
E intentas corregirte con todas tus fuerzas.
Hasta la próxima prueba para la conciencia, dice el padre Ripa.
Después de la cena empieza la segunda prueba, dice el padre Ripa.
Todo igual que la anterior.
Hay que repasar hora tras hora o actividad tras otra.
Desde el mediodía hasta la noche.
Luego, tienes que poner sobre la segunda línea tantos puntos como veces caíste en el pecado o en la debilidad.
Antes de dormir compruebas si hubo alguna victoria, dice el padre Ripa.
Y al día siguiente hay que repetir las pruebas.
Y antes de dormir comparas el segundo día con el primero, dice el padre Ripa.
Lo más importante es alimentar el miedo dentro de uno mismo, dice el padre Ripa.
Al castigo, dice el padre Ripa. El miedo al castigo.
El miedo al castigo, para que te mantenga alejado del pecado.
***
Se aburre.
Castiglione se aburre de estar sentado en el banco.
El padre Ripa dice: Castiglione puede regresar.
En cuanto lo desee.
Solo hay que escribir una carta al general...
Él, por su parte, ya no regresará nunca.
No se lo permitirán.
Ni siquiera puede entrar en otra orden.
Si acaso, en la de los cartujos.
Pero en toda la historia de la Compañía no ha habido ni un jesuita que se pasara a los cartujos.
¿Por qué?, pregunta Castiglione.
Allí son muy severos, dice el padre Ripa. Los estatutos.
Hay que hacer una promesa de silencio.
Y no comen carne, dice el padre Ripa.
Se encuentran ya en la segunda mitad del ayuno de cuarenta días. Pero, aun así, la noticia de que a los cartujos no se les permite comer carne no resulta ningún consuelo.
Castiglione puede irse en cuanto quiera, dice el padre Ripa.
Porque él no es de verdad.
No es un jesuita «de verdad».
Castiglione es un «seducido».
Un jesuita del mundo.
De esos hay muchos.
Solo que en China hay pocos.
Los «seducidos».
La mayoría ingresa en la orden porque quiere aprovechar su talento para objetivos más relevantes.
Pintores, actores.
A veces también literatos.
¿Acaso lo sedujeron con algún tipo de engaño?
Castiglione no se acuerda.
Lleva en China casi siete años.
***
Y nada lo consuela.
Castiglione se hunde y se hunde.
El padre Ripa dice: lo más importante es el consuelo espiritual.
Solo hay que alimentar la fe, la voluntad y el amor.
En el interior de uno mismo, dice el padre Ripa.
Alimentar todo tipo de alegría interior que nos acerque y nos empuje a las cosas celestiales.
A las cosas celestiales y a la salvación del alma.
Hay que esforzarse por calmarla, dice el padre Ripa.
No hay palabras, ejercicios u oraciones que ayuden a Castiglione.
Y solo el padre Ripa puede decir qué le ocurre.
Te ha abandonado el espíritu, dice el padre Ripa.
***
Un abandono espiritual es todo lo contrario a un consuelo espiritual.
Comienza el oscurecimiento del alma, dice el padre Ripa.
Está intranquila, se siente atraída por cosas terrenales e indignas.
Empieza a agitarse por todo tipo de tentaciones e infortunios.
Y ahí ya te empuja a la infidelidad.
Y entonces pierdes la esperanza y el amor, dice el padre Ripa.
Y el alma se vuelve perezosa e indiferente.
Y tú mismo te quedas amargado y como aislado.
¿De qué?, pregunta Castiglione.
Del Creador, tu Dios, dice el padre Ripa.
Hay que pensar, dice el padre Ripa.
Hay que pensar que todo no es más que una prueba.
Que Él solo te abandonó para probarte…
Pero serás consolado.
Siempre que luches con todas tus fuerzas contra esa sensación de abandono, dice el padre Ripa.
Si rezas, reflexionas, pones a prueba tu conciencia y te entregas de corazón a la penitencia.
***
Hay tres razones, dice el padre Ripa.
Hay tres razones por las que nos sentimos abandonados, dice el padre Ripa.
La primera es nuestro castigo.
Porque llevamos a cabo nuestros ejercicios espirituales con pereza, con desidia y sin pasión.
Y entonces es solo por nuestra culpa que se aleja de nosotros el consuelo espiritual.
La segunda razón, dice el padre Ripa, es la Prueba.
Porque Él —el padre Ripa señala el cielo con el dedo—, Él quiere que pongamos a prueba nuestras fuerzas.
Cuánto valemos y lo lejos que somos capaces de llegar sirviéndole y glorificándolo, sin ninguna ayuda, ni consuelo ni bendición.
Y la tercera razón, dice el padre Ripa, es la Enseñanza.
A través de ella recibimos el conocimiento exacto y verdadero.
El conocimiento y la sabiduría interior para reconocer lo que no está en nuestras manos, dice el padre Ripa.
En China no hay libros sobre las enseñanzas de Ignacio de Loyola, por eso el padre Ripa intenta transmitirlas de viva voz.
Las palabras del padre Ripa deberían disipar las dudas de Castiglione.
Deberían.
Pero Castiglione todavía duda de su disposición espiritual.
¿Acaso, una vez regrese a Europa, preferiría Castiglione tomar el hábito de los cartujos?, pregunta el padre Ripa.
***
El anciano cuarto emperador de la dinastía Qing encuentra vacías las teorías occidentales y hace ya tiempo que está aburrido de ellas. Sin embargo, siente aún un vivo interés por los logros de Occidente en el campo de la anatomía.
En especial le interesan los venenos y las medicinas occidentales.
Y tiene muchas ganas de probarlos de manera práctica.
Por desgracia, regalarle medicinas al emperador está terminantemente prohibido por los mandarines.
El interés del anciano cuarto emperador por la medicina se habría convertido en un nuevo paso hacia el fortalecimiento de sus relaciones con Occidente.
Si no hubiera sido por esos dominicos.
Si por todos los fracasos de los jesuitas en China hubiera que condenar a un solo culpable, sería probablemente ese español.
El dominico Domingo Fernández Navarrete.
Se negó a discutir con los jesuitas sobre «ritos chinos», abandonó su misión, regresó a Europa y escribió un tratado sobre China y sus costumbres.
El padre Castiglione no ha leído el libro, solo ha oído hablar de él, pero se imagina muy bien qué será lo que describe y de qué manera.
El padre Ripa no deja de repetir: el anciano cuarto emperador era ya casi un católico.
Una vez disertaron incluso sobre el sacramento de la confesión.
Y el mayor sueño del padre Ripa. No solo el suyo, sino el de todos: el de los jesuitas franceses y el de los jesuitas no franceses, y hasta de quienes no son jesuitas.
El sueño de todos: que el emperador dé su permiso para educar a su hijo.
Al futuro emperador.
Y si no hubiera sido por esos dominicos, si no hubiera sido por ese Domingo Fernández Navarrete…
Los dominicos están convencidos: a los chinos solo se les puede transmitir la fe por el correcto camino dominico.
Y la transmisión de la fe en China tiene que ser exactamente igual que en Europa.
Sin interpretaciones.
Ni desviaciones.
De lo que también están convencidos los dominicos: los jesuitas transmiten la fe en sus misiones —en China y en cualquier otra parte— de forma incorrecta.
Incorrecta hasta un punto imperdonable.
Los jesuitas ceden ante los chinos hasta un punto imperdonable, creando una especie de religión común sino cristiana.
El padre Ripa dice: problemas con los dominicos los ha habido desde siempre.
Hay que verlos como los ven en España.
¿Y cómo los ven en España?, pregunta Castiglione.
Como enemigos, dice el padre Ripa.
No como competidores, sino como enemigos.
Así que los dominicos denunciaron al anciano emperador y a la Misión jesuita ante el papa.
Denunciaron que los jesuitas permitían a los chinos honrar a sus antepasados.
Junto a los ritos católicos.
Visitar tumbas de antepasados…
Celebrar fiestas confucionistas junto a fiestas católicas.
Esos dominicos se inmiscuyen en todas partes con su censura.
Ni siquiera se esfuerzan por mostrar interés por las costumbres chinas.
No entienden que la fe de Cristo solo llegará a los chinos tirando petardos durante la oración, dice el padre Ripa.
***
Un jesuita es como un apóstol, dice el padre Ripa.
Tiene que serlo todo para todos, con el fin de conquistar el corazón de todos, dice el padre Ripa.
¿Ignacio?, pregunta Castiglione.
Primera carta a los corintios, dice el padre Ripa.
¿Primera carta a los corintios?, pregunta Castiglione.
Sus propias palabras, dice el padre Ripa.
***
Y don Pedrini…, dice el padre Ripa.
No todo lo que dice el padre Ripa sobre don Pedrini es cierto.
Al padre Ripa no le gusta demasiado el padre Teodorico Pedrini.
Y no solo a él.
Tampoco a los otros.
Tampoco a los otros jesuitas.
Para empezar, porque el padre Teodorico Pedrini no es jesuita.
Es un padre paúl.
Y aunque los padres paúles siguen a los jesuitas en todo, tal vez por eso precisamente sea que no les gustan a los jesuitas.
La segunda razón es que el padre Teodorico Pedrini hizo amistad desde el principio con el anciano emperador de la dinastía Qing.
Mientras que los otros le sirven sin más o trabajan para él.
Y con la amistad del emperador solo pueden soñar.
El padre Teodorico Pedrini imparte incluso sus enseñanzas al hijo del emperador.
Cierto que solo le enseña a tocar el clavicordio.
Pero eso no es lo peor.
Lo peor es que Teodorico Pedrini escribe personalmente cartas a Roma.
Escribe y recibe respuestas.
Fue el primero en conocer la decisión del papa de prohibir las costumbres chinas en China, el primero en hablar con el anciano emperador y el primero en enviar una carta a Roma.
Informando de que el cuarto emperador de la dinastía Qing mostraba una actitud positiva respecto a esa cuestión.
Y se mostraba casi dispuesto a recibir a los enviados del papa.
El padre Ripa cuenta: el anciano emperador no se enfadó por la carta del papa.
No por su contenido.
El anciano emperador se enfadó por los enviados del papa.
Manifestaron una ignorancia absoluta por la lengua y la cultura chinas.
Una ignorancia ofensiva.
Los jesuitas jamás se habrían permitido algo así.
Pero si todo hubiera acabado bien, dice el padre Ripa.
Si todo hubiera acabado bien.
Don Pedrini habría reclamado todo el mérito para sí.
***
Ahora a todo el mundo le ha dado por denunciar a los jesuitas.
Hasta a los franciscanos españoles.
Después de las quejas de los franciscanos, el papa prohibió a los jesuitas llamar al emperador de China «Su Excelencia».
Ahora están obligados a elegir entre otros muchos nombres para el emperador.
***
Castiglione pide que el padre Ripa escriba una carta.
¿A quién?
A Michelangelo Tamburini. El general de los jesuitas.
Que por favor lo envíen, a él, a Castiglione, a algún otro sitio.
A otra misión. No puede seguir allí sentado pintando porcelana.
Ni los ejercicios espirituales de Ignacio ayudan.
No ayudan.
Que lo envíen, a él, a Castiglione, a cualquier sitio donde el general de la Compañía o el papa lo necesiten.
Tal vez a la India.
El padre Ripa tranquiliza a Castiglione.
Tomándolo de la mano, le dice:
Castiglione podrá regresar cuando quiera.
Pero ahora es mejor esperar.
Mejor no aumentar aún más las dudas del emperador.
Cuando se espera todo cambia.
Hasta los chinos piensan así.
***
Mira tú por dónde: una cosa buena.
El emperador ha ordenado expulsar de China a todos los agustinos y franciscanos.
Porque no tienen suficiente instrucción.
Y qué quieres: es la pura verdad.
Eso jamás se podrá decir de los jesuitas.
El padre Ripa dice: era la única manera de librarnos de esos herejes.