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El ángel

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Prueba la leyenda que es mentira que los sucesos insólitos ocurrieron solamente en épocas remotas, que las cosas extrañas e incomprensibles necesitan un paisaje campestre y gente sencilla que solamente acepte los hechos sin cuestionárselos. No, aún en nuestro tiempo se materializan los sueños y seres más grandes que nosotros esparcen sobre las ciudades sus rencores y bendiciones. Aún en nuestro mundo deambulan espíritus, acaso en peores condiciones que antes, porque las calles de asfalto y los pisos de terrazo ahogan sus intentos por hacerse oír, las paredes de concreto son muy frías y duras para resguardar sus penas, y ya casi nadie reza por las almas que no pueden abandonar la tierra.

Lo que cuenta la leyenda le pasó a alguien de este mundo, quien usaba pantalones de mezclilla y zapatos tenis y camisetas con rótulos, conocía algo de cultura y mucho de deporte, y masticaba alguna especulación sobre el sexo. Le pasó a alguien que, como en las viejas leyendas, deseó más de lo que al hombre le han permitido los dioses.

Creo que no tuvo nombre o nadie lo conoció a ciencia cierta. Para algunos se llamó Antonio o Guillermo; otros los llamaban con nombres un poco más extraños como Yosef o Maiquel; unos pocos argumentan que tenía de esos nombres tan comunes en los personajes, esos nombres que ya nadie cree, como Juan o José. Lo conozco como Fernando. Es un nombre muy común, vulgar y silvestre, pero se pierde en la historia de la humanidad igual que Arturo y otros, y me parece que es entre todos el que más se ajusta al actor de la leyenda. Además, cuando me contaron la leyenda por primera vez, ese fue el nombre que oí.

Dicen que la verdad es que Fernando no fue alguien perfecto, y algunos opinan que ni siquiera digno de lo que ocurrió: nunca fue un buen cristiano, faltaba mucho a misa, disfrutaba de pecados capitales como la gula y la lujuria. Aunque no a menudo y de forma continua, sí pecó, y parece que jamás se arrepintió de ello. Al contrario, siempre se mostró muy satisfecho de sus cosas.

Los más dicen que fue un juego del azar, que pasó por el lugar adecuado en el momento preciso; otros lo atribuyen a los caprichos de la divinidad o a alguno de esos errores que tienen los dioses. Pero no lo creo así. Para mí los dioses no se equivocan: Fernando fue elegido porque lo encontraron generoso y bueno dentro de sus humanas imperfecciones, y le dieron la oportunidad de morir noble y sabio.

Sucedió que Fernando tenía algo de lo que carecía y aún carece mucha gente: la capacidad de creer, de entender las cosas y perdonar. Creo que Fernando, con su obsesión por las putas y las borracheras, fue como un niño inocente que, con su modesta ignorancia y su sonrisa amplia, guardaba páginas blancas al saber. Si no fueran así las cosas, ¿de qué otro modo se explica lo que Fernando pidió? Porque no fue un instrumento de los dioses: todos sabemos que al ser humano le queda como mínimo cierta luz para elegir, un grado muy pequeño de libertad para decir sí o decir no.

La verdad es que Fernando venía de no sé dónde un día de madrugada. De dónde regresaba en ese momento es algo que a mí no me ha interesado mucho, aunque sí sé que era de un lugar al sur de la ciudad, no porque ahí estén los mejores burdeles sino porque los ríos que la rodean y abrazan vienen del este y la cercan hacia el sur, en los barrios pobres y prostituidos. Pues bien, Fernando andaba por allí, por una calle oscura y silenciosa a aquella hora y vio la luz sobre el río: era una luz azul, de un tono extraño que no tienen los fantasmas ni otros seres inmateriales. Los primeros que se dieron cuenta de la luz pensaron que se trataba de algún terrible espanto, o los más materialistas dijeron que era un cuerpo que se descomponía porque a los fantasmas los había enterrado el siglo XX. Pero ninguno se atrevió a acercarse, y solo fueron los testigos del inicio de Fernando. Él venía solo, algo extraño porque siempre lo acompañaban otros buenos muchachos. ¿Acaso así estaba previsto?

Lo importante es que Fernando supo que tenía que acercarse al río, y así lo hizo. Llegó a la orilla y deseó que la luz detuviera la corriente y elevara las aguas en una aparición milagrosa. Nada de esto pasó. Esperó buen rato, con tanta fe que decidió al fin ayudar y metió sus manos en el río para detener la corriente como en una represa y tirarla hacia la luz para que se transformara en algo, al fin y al cabo no importaba qué, pues el azul solamente cosas buenas puede traer. Pues Fernando lo intentó sin que nada absolutamente pasara y, es extraño, no dijo ninguna palabra soez de las que acostumbraba. Por el contrario: ni siquiera sintió desazón ni tristeza. Lo volvió a intentar hasta darse cuenta de que una luz muy blanca lo rodeaba. Entonces, lentamente, sonriendo mucho y conteniendo su corazón frenético por la alegría y la emoción, fue dándole vuelta a su cabeza hasta que, en el punto más brillante de la luz, vio al ángel sentado en una gran piedra, cruzado de piernas y apoyando en la rodilla más alta el brazo sobre el que descansaba su rostro aburrido e indiferente. Fernando lo miró con admiración, sin miedo; el ángel con pereza y una sombra de decepción. Sin esperar mucho le dijo a Fernando:

—Desde hace rato estoy esperando que te volvás, güevón.

***

Los que aquella noche venían por la callejuela de las diversiones carnales se dieron cuenta de que Fernando hablaba con una aparición. Como ocurre siempre, hubo quien dijera que eso no era posible, y desterró al ángel de su memoria. Hubo también quien pensara que ese ángel era un exhibicionista, porque se puso para que todos los vieran. Hubo quien simplemente lo creyera un hombre (o una mujer) envuelto en luz. También lo ignoraron o dijeron: ¡Mirá, un ángel!, y se quedaron curioseando.

Sucede que cuenta la leyenda que el ángel se levantó de la roca, se acercó al río con pasos lentos y, volviéndose de pronto hacia el camino, les lanzó una piedra a los curiosos.

—Váyanse, miserables. Parece que en su vida han visto a un ángel –gritó indignado–. ¡Mierda!

Luego trató de sonreírle a Fernando, pero casi no pudo:

—Bueno, aquí estamos. ¿Podríamos terminar esto de una vez? Quiero irme a descansar.

Fernando, dice la leyenda, ahora sí miraba con abierta sorpresa, y su rostro iluminado parecía tan inocente que al ángel le chocó.

—¿Qué te pasa, Fernando? ¿Nunca has visto un ángel sin alas? Poné atención –con gran esfuerzo, el ángel levantó los brazos y dio una torpe vuelta sobre su pie izquierdo–. Ya sabía que te ibas a sorprender, pero te recomiendo que nunca mostrés lo de adentro, no te hagás vulnerable ante los demás. Te cuento algo: los ángeles también envejecemos, ¿sabés? Se nos marchitan las alas y nos ponemos negros y hediondos por dentro, pero generalmente no morimos, no porque seamos eternos, sino porque no tenemos dónde ir. ¿Vos sabés lo terrible que es morirse sin tener dónde ir? No, no lo sabés. Yo sí porque allá arriba soy lo que para ustedes es alguien mentalmente muerto: ya no se le toma en cuenta, ya no sirve de nada y lo que se discute es si se le quita o no la vida artificial –su rostro sobrehumano se llenó de algo parecido a la furia; luego se acercó a Fernando, que se había sentado en la piedra, y con su índice celestial de dio empujoncitos al muchacho–. Pero yo estoy más fregado que uno de esos humanos vegetales. ¿Por qué? Porque ustedes, malditos, decidieron no declararme muerto, sino inexistente. ¡Mierda! ¿Cómo es posible que una partida de seres humanos te arruine tu eternidad? ¿De qué valió todo lo que hice en la guerra entre el Cielo y el Infierno, si al final llegan los hombres a decir que el libro donde se describen los hechos, mis hechos, es falso, que nada de lo que ahí dice ocurrió?¿Sabés lo que se siente que te declaren nada? Y es que allá arriba todas las voces de los hombres se escuchan e influyen, y yo caí, dejé de existir también para ellos, y después de todo lo que luché me dejaron de lado y ahora debo agradecer cuando no me ignoran completamente o cuando se dignan a enviarme a algún recado insignificante. Allá nadie quiere hablar conmigo y me he hecho viejo cuidando beatas enloquecidas por la soledad… –suspiró profundamente– y hoy que me han elegido, que me envían con tres dones, encuentro que el lugar es frío y huele mal y está lleno de bichos y… ¡es un barrio podrido! Y resulta que quien viene por los dones es un chiquillo. ¡Dios mío!

El ángel tomó otra piedra y la arrojó con fuerza a la calle para advertir a los curiosos que no se acercaran.

Dicen que Fernando, durante muchas noches, había soñado con todo tipo de apariciones. Por eso, en cierta forma, ya estaba preparado para su encuentro con el ángel, aunque no esperó que este fuera un ser cansado y gruñón... Y unos días antes, andando por la ciudad, uno de sus amigos lo llevó a la casa de la mujer que lo sabe todo para que le leyera la mano. La intención era divertirse, pero la mujer se horrorizó y le dijo solemne que la fatalidad estaba escrita en su dedo medio, y que su extraña inocencia desentrañaría todos los seres ocultos y los secretos del mundo. Una luz bajaría del cielo a entregarlos, y hasta que su vida se extinguiera no comprendería por qué fue elegido de los dioses, porque está escrito que el hombre lo último que conoce es su propio ser, el último desconocido es él mismo.

Sin embargo, Fernando, que siempre creía pero además deseaba comprender, no pudo contenerse y llenó su boca y los oídos del ángel de porqués.

Entonces, cuentan que el ángel apoyó su mano blanca sobre la frente del muchacho y lo obligó a mirar sus facciones iluminadas.

—¿Podés ver mis ojos?

—Sí.

—¿Podés ver tu rostro en mis ojos?

—Un poco, pero no con claridad.

—Entonces no comprenderás todavía por qué he venido o por qué vas a recibir estos dones, pero como sé que pensás y evolucionás, poco a poco se irán formando en vos todas las respuestas, y cuando me mirés a los ojos y distingás claramente tu rostro en ellos, será tan grande tu saber que no tendré que explicarte nada, pues ya conocerás el porqué de todas las cosas.

Fernando bajó su cabeza con cierta angustia, sabía, como todo el mundo, que los ángeles conocen parte del futuro porque siempre hay un dios que se los cuenta. También entendía que el ángel no contaba con poderes mágicos ni era capaz de alterar el rumbo que él mismo decidiría. Como bien se sabe, los ángeles son solamente mensajeros y, en algunos casos, protectores, aunque ya estén algo viejos y cansados. Por eso, lo que en ese momento dijera pesaría sobre él durante el resto de su vida, alteraría las líneas de sus manos y podría echar por tierra el futuro forjado desde niño en la escuela y el colegio, en su trabajo y sus sueños.

—Pues bien, Fernando, pensá mucho antes de decidir, que sos el único que puede desafiar lo que los dioses han trazado. Aquí traigo los dones, solo hay que desearlos. Son los tres deseos de siempre, y si te parece prudente no los pidás todos esta noche, pero al menos uno debés reclamar de inmediato.

—¿Y si no pido nada?

—No vas a dejar pasar la oportunidad, güevón. Al menos eso lo sé.

Fernando sonrió. Cogió una piedra y la tiró a un grupo de perros que se acercaban a husmear o a aprovecharse del calor que emitía el ángel. Los perros huyeron. Fernando miró con ternura al ángel y pidió el primer deseo. Entonces el ángel asintió con una profunda tristeza, que se acentuó más y más en ese instante hasta convertirse en un estigma.

***

Pasaron los días, nunca nadie ha dicho cuántos con exactitud. Lo cierto es que el ángel se quedó sentado a la orilla del río en una actitud terca de ayuno. Solo se levantaba de vez en cuando a tomar sorbos de agua de la corriente y luego se volvía a sentar. Tomó agua del río todo el tiempo que estuvo en la Tierra, aun después de que Fernando le dijera que los chiquillos orinaban corriente arriba para reírse de él, y los adultos cagaban y arrojaban basura para obligarlo a irse. Pero esa mala actitud no duró para siempre, fue cosa solamente de la primera impresión, porque cuando la gente vio que el ángel se había quedado allí después de hablar con Fernando, decidió acercársele en busca de favores y milagros, le llevaron enfermos en camillas, en muletas o alzados en brazos. También le trajeron pagarés vencidos y fotografías de moribundos. Le preguntaron cómo eliminar las maldiciones de los muñecos enterrados o cómo hacer para que volviera el esposo o el novio infiel. Pero el ángel no dejaba a los fieles siquiera acercarse: los despedía con una lluvia de piedras e improperios. Así empezó el río a convertirse en escusado público.

Por un tiempo las personas respondieron a la hostilidad del ángel, hasta que se cansaron de verlo alumbrar la calle por las noches y hacer insoportable la luz del día junto al río. Decidieron mejor ignorarlo, solamente los rencorosos de siempre hicieron hasta lo imposible por echarlo: lo apedrearon, le lanzaron panales para que se rompieran a sus pies en un bullicio aterrador de abejas enfurecidas, incluso intentaron que la policía lo arrestara por vagancia. Pero el comandante decidió consultar el extraño caso con el párroco, quien a su vez mandó a su diácono especialista en magia y exorcismos a hablar con la aparición. Luego del regreso del diácono, sudoroso por el calor que despedía el ser celestial, deliberaron su respuesta al comandante. Este les dijo a los quejosos que no era posible hacer un arresto, porque ese ángel había sido expulsado de la Iglesia católica no por mala conducta, sino porque su existencia nunca pudo probarse. Y, ¿cómo se les ocurría que la justicia iba a arrestar a algo o alguien que no existía? El caso quedó cerrado. Los vecinos dejaron de ver en el ángel una novedad o una respuesta a sus sufrimientos. Así se hizo parte del paisaje, y todos lo olvidaron.

***

A Fernando tampoco le fue muy bien. Casi todos sus últimos días lo pasó encerrado en casa, pero muy pocos saben por qué. Dicen que cuando se levantó, luego de unas pocas horas de sueño ansioso y poblado de fantasmas, toda la ciudad cargaba del peso de saber –de un modo u otro, agregando, eliminando o inventando detalles– lo que había sucedido la otra noche, y lo esperaba mucha gente. Su madre había revolcado su cuarto en busca de tesoros y de poder, de varitas mágicas y genios, pero nada pudo hallar, y entonces la casa encerró mil reproches. Su madre estaba convencida que nada había logrado del ángel.

—Tu abuela siempre decía que, de todos los hijos, el menor es el más tonto –dijo sentenciosa.

Dicen que como Fernando no hablaba de su encuentro con el ángel, ni había resultados concretos y palpables, la gente supuso que había obtenido poderes curativos. Los enfermos, decepcionados por la hostilidad del ángel, se tiraron en el jardín y la acera de la casa de Fernando, en espera de curas milagrosas, de ojos que tuvieran nuevamente luz, de quemados a quienes volviera el rostro de antes de la tragedia… Y les costó mucho creerlo cuando el muchacho salió y, tropezando él con los cuerpos tirados y su voz con los lamentos, les dijo que no podía curar. Pasaron los días, y como Fernando se encerró en su casa, temeroso, las especulaciones no terminaron. Pronto llegó a decir la gente que el ángel no era realmente un ser celestial, y que Fernando había tratado con el diablo todas almas de la ciudad. Dijeron que Fernando leía el futuro; que no. Que hablaba con los muertos; que no. Que guardaba el misterio de la pasión y del fin del mundo, que le había pedido al ángel que la desgracia cayera sobre la ciudad. Así y así hasta que, cansados de tanto especular sin éxito, se corrió la voz de que nada había obtenido el idiota de Fernando del ángel o que el ángel estaba tan viejo y decrépito que no se le podía sacar ningún provecho. Y lentamente empezaron a odiarlos, luego los ignoraron –aunque el odio no se fue por completo porque una herida en tanta gente cuesta mucho que cure–.

Lo cierto es que Fernando estaba algo deprimido por su suerte. Creyó haber pedido algo bueno, algo que de un modo u otro ayudara a todos, y ahora se sentía amargado y herido por el inevitable fracaso. Miraba a su madre, a su padre y al resto de la gente, y le parecían desnudos en su sinceridad. Sabía lo que se ocultaba detrás de las palabras, las miradas y los gestos. Cuando la gente lo dejó de acosar y pudo de nuevo salir a la calle, supo que su novia dudaba de él en lo más profundo de su ser, supo que nadie es completamente bueno ni malo, que nadie carece completamente de culpa ni nadie es solo perversidad. Y supo que había traicionado la esperanza del panadero pobre y del albañil enfermo, que muchos de sus conocidos se mofaban a sus espaldas, y encontró tanta infelicidad y odio en la gente que, desorientado, decidió regresar en busca del ángel.

Es falso lo que dicen de que alcanzó fama como lector de pensamientos, y que los contratos con los centros nocturnos y la televisión lo pudrieron tanto moralmente que al final perdió la memoria por completo, o el cuento aún más increíble de que la capacidad de leer la mente hace envejecer a la persona en días. ¡Jamás! Dice la leyenda, la verdadera leyenda, que el muchacho encontró tan viejo al ángel, que ya se marcaban claramente en su rostro la línea del dolor y el pliegue de la desesperanza, y no supo cómo explicar lo que ya sabía el ser celestial. El ángel no esperó a que Fernando hablara, se sentía tan agotado que deseaba estar solo y descansar.

—¿Qué decidiste, hijo? Si querés puedo hacer que perdás tus poderes como segundo deseo, y que la gente olvide como tercero.

Fernando estaba tan confuso que bajaba la cabeza intentando no llorar.

—Tu destino está escrito con lápiz. Podés borrarlo en cualquier momento.

Con un gesto largo de cansancio, el ángel miró al muchacho. Luego intentó sonreír un poco, no mucho, pero lo intentó.

—De verdad que ustedes, los seres humanos, son lo más maravilloso de la creación. Incluso nosotros, a quienes nos han contado el futuro y casi sabemos lo que nos dirán, siempre contenemos el aliento en ese instante que separa nuestras preguntas de sus respuestas y decisiones. ¿Sabés una cosa?, pero esto es un secreto, ¿de acuerdo? El punto débil de los dioses es ese, que el ser humano, con lo pequeño e insignificante que parece, es impredecible, es una caja de sorpresas y basta una palabra o una actitud para alterar completamente cualquier rumbo previsto.

—Pero creo que debo seguir, ¿no? Me parece que, entre todos, fui el llamado a comprender –dijo Fernando–. No puedo continuar de esta manera: o entro más o me voy de una vez. Así que, ángel, preparate para mi segundo deseo.

El ángel asintió comprensivo. Fernando no tuvo que decir una sola palabra para comunicar el deseo.

—Vas a ser más grande que el resto de los seres humanos –objetó el ángel–. Querés llegar al límite del conocimiento, y eso es muy peligroso. Una vez allí no hay retorno, una vez llegado al límite solo hay un paso adelante.

—Decímelo.

El ángel se lo dijo, y Fernando pensó en el paso siguiente y en un posible paso intermedio. Cuando lo encontró, sostuvo un poco la respiración para suspirar con profundidad y pidió el último deseo.

***

Y dicen los viejos, quienes se sabe son y serán siempre más sabios, que las cosas empeoraron para Fernando y el ángel. El primero se confundía cada vez más. Leía en una persona una idea que se iba ramificando en mil explicaciones, que se llenaba de laberintos y escaleras, de pasado negro y rosa, de oscuridad, sombra, luz, viento, risas, madre, padre, abuelos, hermanos, amor u odio para desembocar en un solo gesto o palabra. Fernando empezó a padecer de jaqueca y a perder el equilibrio. ¿Tampoco podría llevar esta vez un proyecto hasta el final? El muchacho era incapaz de evitar que su enorme capacidad de percepción invadiera el misterio de cuanto le rodeaba y hasta en sueños entendía las miserias de toda su gente, y un poco a su pesar empezó a querer a los rostros agrios y a las viejas gruñonas, a los hipócritas y a los majaderos, a los que se equivocaban sin admitirlo, a los codiciosos, a los malos… Pero no sentía cansancio. Iba a enloquecer, pero no se agotaba. Caía en enigmas que lo llevaban a otros mayores, pero aún tenía fuerza. Flotaba en el mundo confuso de su casa, de la ciudad entera. Sus seres queridos eran solamente entes desnudos desbordándose en historias y en justificaciones de sus actos. Y lo que a veces desesperaba a Fernando era que el tercer deseo parecía no llegar nunca. En su locura, pensó por un momento que el ángel lo había engañado y que el cansancio jamás llegaría. Su condena parecía ser para siempre: si ya sabía todo lo referente a su querida ciudad y comprendía por qué la gente cometía el error de dividir el mundo en culpables e inocentes, en buenos y malos, en limpio y sucio, en puro y corrupto… si a pesar de eso sentía un poco más de amor por los que le dieron la espalda cuando lo del ángel, ¿por qué no llegaba el cansancio?

Y dice la leyenda que Fernando había decidido no regresar donde el ángel hasta estar seguro de que había traicionado el pacto entre ellos. Sin embargo, tuvo que romper su promesa cuando uno de los pocos amigos que aún le quedaban le dijo que el ángel estaba tirado de bruces junto al río, que se había inclinado a tomar agua y no había podido levantarse de nuevo.

Fernando corrió al río y lo encontró inmóvil. Se apresuró a levantarlo, pero cuando sostuvo entre sus manos el rostro descarnado y moribundo del mensajero divino, se vio a sí mismo reflejado en sus ojos. Se dio cuenta, con sorpresa, de lo que le faltaba por conocer y alcanzar, y poco a poco fue llenándose de un dulce agotamiento. Soltó al ángel porque supo que se le hacía tarde, y con las pocas fuerzas que le restaban corrió a su casa. Su rostro se veía claro y limpio en cada ventana, en el reflejo del agua en las aceras, en trocitos de vidrio esparcidos por la calle, incluso en lo turbio de los caños. Su rostro aparecía por todas partes, y todos los enigmas ajenos cayeron bajo el peso del suyo propio, y su corazón fue llenándose de ternura y esperanza mientras el agotamiento lo empujaba más y más.

El ángel había pasado días muy malos. Tuvo que soportar fuertes vientos y las primeras lluvias. Tuvo que ver cómo su aureola se extinguía y se quedaba sin luz ni calor. Cada vez le era más difícil moverse. Pero se mantenía en su terca espera, aguardando a que Fernando llegara por última vez. Cuando su protegido lo abandonó sobre la tierra húmeda junto al río, se fue arrastrando hasta su piedra y con gran esfuerzo fue trepándola hasta quedar como abrazándola, como formando un solo cuerpo. Supo que su misión había terminado y esperó lo que tenía que pasar, el paso final, el último para así fundirse con la piedra.

Fernando llegó a su casa ya en el límite del agotamiento. Se secó la frente para que nadie reconociera en su rostro el porvenir, y entró a perder las horas finales en algo insignificante. Así miró televisión mientras sus ojos enrojecidos pesaban más y más, hasta el punto de tirar su cabeza hacia adelante. Luego comió algo, y no mintió cuando, sonriendo por última vez a su madre, le dijo que estaba muy cansado. Se desnudó. El enorme cansancio lo fue hundiendo en la cama mientras poco a poco se desprendía de su cuerpo y caía en un sueño profundo y deseado.

—Los dioses han cumplido –pudo susurrar.

Fernando se fue opacando. Conforme sus órganos y sus músculos colapsaban, lo visto y oído, poco a poco, se iba guardando de nuevo dentro de los recintos cuyas puertas se cerraban suavemente, y todo caía otra vez en lo eterno, en el origen, en la carne blanda del tiempo.

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