Читать книгу Vivir el cuento - Uriel Quesada - Страница 7

Abuela anda de viaje

Оглавление

Abuela horneaba pan, galletas y bizcochos, como toda abuela. Le encantaba la sopa de verduras y sorber el café ruidosamente. Era una señora especial, tan distinta, tan contenta de ser quien era.

Les rezaba a muchos santos, pues nunca quiso aburrir a uno solo con todos los milagros que necesitaba. A San Antonio, por ejemplo, le pedía únicamente la oportunidad de vernos a todos casados; a Santa Elena Mártir, que le dijera al oído el número premiado de la lotería; y al Santo Job que le diera paciencia para soportar a Santa Elena y sus malos consejos con la lotería.

Vivía en una casa grande y cansada con mi abuelo el viajero, que andaba siempre visitando amistades, comiendo en las ferias, rezos y turnos, o cargando el santo principal en las procesiones. Como mucho tiempo pasaba sola, mi abuela tenía por amiga a una lora sin nombre y sin edad conocida. La lora se paseaba por una percha que mi abuelo puso en la cocina, llamándonos a todos. Alrededor de las tres decía: Fina, café. Mi abuela preparaba dos tazas y remojaba pedazos de pan español, unos para la lora, otros para ella.

A veces hacía recuerdos de épocas alegres, riéndose sola en aquella casa donde ya no corrían niños. Entonces, la lora soltaba tales carcajadas que abría sus patas y dejaba caer el pan al suelo, perdiendo su merienda. A la abuela le conmovía el escándalo de la lora porque el pájaro había aprendido la forma de reír de todos, y como respuesta a sus cuentos la abuela escuchaba las carcajadas del abuelo viajero, de padrino, de papá, los primos, mis hermanos y yo. Era como si todos nos sentáramos a recordar con ella el tiempo de antes y nos hiciera mucha gracia.

De cuando en cuando, con su bolsa de mecate y su mantilla bordada, se iba a los mercados, a las iglesias y las tiendas. Compraba estampas con oraciones, imágenes de santos, melcochas, alguna tela para sus vestidos largos de siempre, y todo tipo de hierba que pudiera curarle sus males. Era feliz así.

Un día se le olvidó quién era mi abuelo. Se le quedó mirando largo rato antes de preguntarle si se conocían de algún lado. A mi abuelo viajero le dio un susto tan grande que llamó a los tíos y a papá para pedirles consejo. A ellos más bien les pareció muy cómico, podría ser una broma de la abuela, y decidieron no preocuparse.

Yo fui a verla y la encontré tan alegre como siempre. De pronto, interrumpiendo su charla, me dijo: vaya a buscar mi pupitre y mi pizarra porque ya debo irme a la escuela.

Yo no entendí qué ocurría, pero a mis tíos les hizo gracia y me dijeron que los viejitos, a veces, viajan al pasado. Debés estar listo, ellos simplemente hacen la valija y se marchan sin avisar. Parecía cierto. A ratos abuela era la de siempre, enseñándole palabras a la lora, horneando pan o tratando de mantener limpia la casa fatigada. A ratos era una muchacha que iba hacia la costa en carreta, o la señora que recibía visita de sus viejos amigos, gente que yo no podía ver pero ella sí.

La abuela viajaba a su pasado. Cuando yo le pedí el secreto, llevame con vos, abuela, enseñame esos paisajes y esos caminos, y presentame a tus amigos invisibles, se sorprendió y, muy triste, no supo qué decir. Le pregunté a mis papás. Ellos respondieron: eso es secreto de viejos. Cuando yo lloraba queriendo irme con ella dentro de una historia, el abuelo viajero me daba un abrazo gentil, me explicaba que ella no podía llevarse a nadie, y lloraba unas lágrimas conmigo.

¡Seguro era un mundo tan bello! Una tarde entró en él y no quiso regresar de nuevo al nuestro. Ella seguía allí de carne y hueso, pero su pensamiento ya no estaba ni en la sala, ni en la cocina, ni frente al horno de asar bizcochos. Conversaba con los amigos invisibles, se iba a lugares que ya no existían, trabajaba con una máquina de coser imaginaria, escribía en su pizarra, o llamaba al cochero para ir a pasear en un domingo inacabable.

Mi abuelo el viajero dejó de andar de sitio en sitio para estar con ella. Le dio de comer, arregló su cama, tuvo siempre a mano un espejo, un cepillo y colorete para peinarla y poner algo de rubor en sus mejillas. Al tiempo regaló la lora, pues había olvidado las risas de todos. La casa cansada se volvió triste. La abuela se acomodó en su cama para no salir nunca más. ¡Había tanto que soñar!

Una tarde me dijeron: no la vas a ver de nuevo, no es conveniente. Quise una explicación y papá dijo: es mejor recordar a la gente cuando está sana y feliz. Tu abuela se siente muy mal, no es justo verla así.

Entonces pusieron en mis manos una foto suya. Estaba sentada entre los maceteros de geranio, con su vestido de ir al mercado y la misa. La mano izquierda apretaba un pliegue de su vestido. La derecha estaba extendida frente a la cámara como diciendo adiós. Parecía mirarme con sus ojillos sonrientes. Parecía estar en paz, con ese gesto hermoso de las personas para quienes soñar significa vivir para siempre.

Vivir el cuento

Подняться наверх