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Guido sintió un escalofrío correr a través de los omóplatos. Daisy estaba a punto de exhibirse delante de millones de italianos.

– ¡Ese cabrón de Sebastian! ¿Habéis visto cómo la ha tratado? ¿Pero quién se ha creído que es?

Manuel Pianesi se enfadó tanto que, debido al nerviosismo, derramó la cerveza sobre los cojines del sofá donde estaba tirado, haciendo despotricar a Guido.

Guido Gobbi ya estaba arrepentido de haber invitado a sus amigos a su casa, un apartamento en la periferia del pueblo, en el populoso barrio de San Lorenzo. Cinco mil almas tranquilas, divididas entre los edificios con fachadas altas que seguían el perfil de la colina.

Por una parte Manuel gritaba haciendo que perdiese los diálogos del jurado, por otra, Leo Fratesi contestaba a los comentarios, con el vicio de subrayar reiteradamente el concepto ya expresado.

– ¡Por favor! ¿Queréis parar de hacer ruido? –gritó Guido pulsando sobre la tecla del telemando para subir el volumen.

Había pasado una semana desde que Daisy y Guido habían discutido. Ella pensaba que Guido era un fisgón y quería denunciarlo al director del colegio. Parecía el triste epílogo de una historia no comenzada. Luego había aparecido aquella frase en el ordenador.

Adriano debe dejar de buscarme. O tendrá un feo final.

Después de una agotadora explicación donde Guido había intentado convencerla de que no tenía nada que ver con aquella historia, habían hecho las paces, aunque la tan suspirada cita se había pospuesto.

Daisy, de hecho, había preferido investigar sobre quién había sido el remitente del mensaje, recurriendo a la ayuda de Manuel. El compañero del instituto con los cabellos de rasta era un fantástico friqui, uno de esos capaces de descubrir quién había sido el autor, pero con cada intento el ordenador se bloqueaba, inexplicablemente.

La seriedad del ataque les hizo descartar la hipótesis de que se tratase de una broma dirigida a Daisy.

Guido afirmó que, probablemente, Adriano había hecho algo que no debía. Quizás un encuentro virtual que había ido mal. O había pisado el pie a las personas equivocadas, o algo parecido, y por esto lo estaban amenazando. Daisy jamás había considerado seriamente la hipótesis de que se la tuviesen jurada. La costumbre de sentirse el centro de atención la había inducido a pensar que el mensaje estaba dirigido a ella. Probablemente el hermano discapacitado había atraído el odio de alguien y ahora quería descubrir el porqué.

–Bien, Daisy, ¿qué nos vas a hacer escuchar? –preguntó Sebastian Monroe bebiendo un sorbo de whisky escocés que le hizo musitar de gusto.

–Bueno, querría cantar una canción. Una canción inédita –respondió ella cogiendo el mástil del micrófono que levantó para adecuarlo a su estatura.

– ¿Lo habéis oído? –exclamó el jurado girándose hacia el público.

–Estamos tratando con una cantante –añadió perpleja Circe que buscó entre las gradas alguien que compartiese su escepticismo. Hubo algún murmullo de aprobación.

–Realmente no la he escrito yo.

– ¿Podrías ser un poco más prolija o continuamos con los monosílabos?

Hubo una risotada ente el público.

–Es una canción escrita por Adriano Magnoli. Mi hermano. La canción se titula: I’m Rose.

En Castelmuso Adriano observaba el programa con los brazos cruzados, la espalda apoyada en el quicio de la puerta, mientras a su alrededor se había creado mucha expectación.

– ¡Por Dios, Adry, están hablando de ti! –había gritado Franz haciendo escapar la espuma de la botella de cerveza.

–En serio, Adriano. Es grandioso –había remarcado el tío Ambrogio, levantando el vaso para pedir otro brindis.

Las felicitaciones de la gente reunida en el salón del chalet eran sinceras, insistentes, y un poco fastidiosas. En los oídos de Adriano sonaban como Nada mal para un enfermo mental.

No podía culparles. En el fondo era la verdad.

–Ahora un poco de silencio, por favor –dijo Sebastian levantando las manos para hacer callar al público mientras el ojo despiadado de la telecámara se posó sobre el dedo de Circe apuntando al escenario.

–Daisy Magnoli. ¡Ha llegado tu momento!

Daisy cerró los ojos buscando la máxima inspiración.

Se elevó el dulce sonido de un piano. Unas pocas notas una detrás de otra, ligeras. La música, suave y evocadora, parecía conducir a un jardín de rosas perfumadas. Una melodía que evocaba colores tenues, vuelos delicados de mariposas y cielos despejados llenos de armonía.

La música de Adriano comenzó como un viaje tranquilo en el alma.

Daisy, con la sensación de cabalgar sobre un arco iris de emociones, comenzó a cantar.

Mi corazón atravesado por soles cegadores

Mis lágrimas, duras armas de cristal

Es la belleza

Es la dicha del amor

Pero hay una sombra escondida entre las arrugas de mi alma.

Las palabras, susurradas como el canto de un ruiseñor, no provocaron ninguna reacción por parte del público.

Según lo planeado, si durante la exhibición el artista mostraba poco talento, o ninguno, se comenzaba a gritar y a silbar, pero cuando la destreza era innegable empezaban los aplausos y los gritos de entusiasmo. Con Daisy no sucedió nada. Nadie se expresaba. Todo estaba parado, suspendido en el vacío.

De repente el suspiro del piano se convirtió en un ruido de truenos. Un bajo potente y sombrío desencadenó una impresionante energía. Melodía y ritmo explotaron en un fragmento rock con atmósfera gótica. Batería y guitarra se fundieron, en segundo plano un coro de voces profundas. Era un antiguo canto gregoriano traducido del latín, las voces moduladas con tonos proféticos. Una advertencia que hablaba de belleza, amor y condenación.

El amor es el espejo de lo oscuro

Lo oscuro será mi esposo

El manto negro de la Parca caerá sobre mi rostro, pesado como un sudario

Belleza y condenación…

Luego el coro calló. Sobre el escenario descendió un humo denso y gris.

La voz de Daisy se elevó límpida y vibrante.

El pecado se insinuó entre las nieblas de mi inocencia

El ángel oscuro es gozo e inocencia

El ángel oscuro es gozo y perversión

Yo soy la rosa

Él es la condenación…

Los pasos de baile acariciaban el escenario con toques ligeros y ágiles, un tamborileo se liberó como una sucesión de truenos amenazadores, el coro creaba una atmósfera de advertencia y presagios.

Hacia el final de la canción las guitarras interpretaron un solo acrobático, un contrapunto perfecto para celebrar la muerte del sonido de los tambores.

Luego, de repente, la música se disolvió.

La canción había acabado.

Daisy se quedó quieta, el rostro vuelto hacia el cielo, el sudor que le regaba las sienes, los mechones de cabello pegados sobre las mejillas sonrojadas, la rodilla hacia el suelo y el brazo tieso vuelto hacia el cielo, en una espléndida pose épica.

Daisy sonrió al jurado conteniendo los jadeos, el corazón le latía fuerte en el medio del pecho.

Era el momento del veredicto.

Alrededor, un pesado e insondable silencio.

Daisy miró fijamente a Sebastian Monroe. Sabía que la sentencia pasaría a través de sus ojos. El neozelandés, casi siempre arrogante y claro en sus juicios, tenía una mirada indecisa, y todo su aplomo hacía pensar en una inseguridad que nadie reconocía. Incluso los otros jueces se mostraban nerviosos e indecisos.

Daisy, a la espera de la respuesta, tuvo la sensación de oír unos ruidos provenientes de abajo del escenario.

Oyó a un técnico blasfemar detrás de las bambalinas. Las bombas de humo no tendrían que haber comenzado. Daisy, en efecto, se había quedado sorprendida. Durante las pruebas nadie le había dicho que debería bailar en medio a una desagradable niebla fría.

I’m Rose –dijo finalmente Sebastian. –Es, cómo decirlo, en fin… lo que he escuchado es de locos.

Inmenso es la palabra justa –le respondió Circe, comprimida en un negro y brillante vestido de látex, el sudor descendiendo debajo de la peluca.

La respuesta del jurado precedió al veredicto del público que se levantó aplaudiendo. Un tributo insólito, donde el entusiasmo de todos era medido, pero completo, como si la exhibición mereciese la admiración y el respeto casi como si fuese una pieza de ópera.

Mientras la gente aplaudía, los ruidos sordos debajo del escenario eran cada vez más sombríos y profundos.

Daisy hizo una reverencia. Ese era el momento más importante de su vida. Intranquila, sonreía y daba las gracias.

Los ruidos sordos aumentaron. Pero, ¿nadie los oye?, pensó mientras el escenario vibraba bajo sus pies, el mástil del micrófono que saltaba delante de sus labios. Echó la culpa a la tensión y pensó en el hermano. Adriano había enfermado debido a un fuerte estrés. Ahora, también ella estaba bajo presión. La imaginación le hizo creer que alguien, o algo, estuviese sepultado en alguna parte. Una presencia atrapada en un lugar oscuro e indefinido que intentaba liberarse. ¿Quizás también ella estaba enferma?

Advirtió un calambre doloroso en el estómago y temió que fuese a vomitar. A pesar de todo, se esforzaba en sonreír.

–Daisy, no tengo palabras. Sencillamente, estoy estupefacto –exclamó Sebastian moviendo la cabeza, como para sacarse de encima la emoción que le había causado I’m Rose.

Isabella Larini estuvo de acuerdo mientras se acariciaba el brazo para tocar la piel de gallina, los ojos que mostraban un brillo de admiración.

–Señores, personalmente todavía estoy conmocionada. Hemos asistido al nacimiento de una estrella. Una estrella que relucirá durante mucho tiempo en el firmamento de Next Generation –fue el comentario de Circe.

–Ahora, queremos saber todo, realmente todo sobre ti –dijo Sebastian acariciándose con curiosidad la barba dura y áspera.

Daisy sintió que los golpes habían parado. El mástil del micrófono ya no saltaba y el escenario dejó de vibrar. Se convenció que los había imaginado. Pasó el dorso de la mano sobre la frente empapada de sudor, los ojos moviéndose entre las gradas. En sus sueño su público siempre era invisible, alguien que la aplaudía pero que sólo ella podía ver. Ahora el público era real. Estaba allí, en carne y hueso, alineado delante de ella despellejándose las manos de tanto aplaudir.

–Me alegro de que os haya gustado la canción –consiguió decir, casi conmovida.

En la casa de Daisy se había armado una buena. Amelia, la gruesa esposa de Franz, reía con el rostro rechoncho lleno de satisfacción. Tía Annetta se quitó con el dorso de la mano dos lágrimas por la emoción. El teléfono fijo y los móviles sonaban continuamente. Cada llamada era un amigo, un vecino, un conocido que llamaba para felicitarles. Franz y tío Ambrogio, medio borrachos, pidieron un brindis mientras tenían en la mano pintas de cerveza que desparramaban espuma.

En ese momento en Castelmuso todos podían vanagloriarse de ser conciudadanos de una celebridad.

Adriano observaba a Daisy en el escenario de Next Generation. Él la conocía como nadie. Estaba tensa y nerviosa y la sonrisa no era sincera.

También el joven, como Daisy, se vio sobrepasado por la inquietud.

–Adriano, eres grande –le dijo el tío abrazándole con un gesto brusco y echando su peso encima para sostenerse.

–Ya lo había dicho. Yo siempre lo he dicho. No tengo dos sobrinos. Tengo dos fenómenos.

Adriano se apartó del pariente para liberarse de aquel abrazo engorroso. Salió de la sala y se metió en el pasillo. Subió las escaleras, maldijo cada escalón, maldijo la migraña que se había desatado de repente y maldijo las medicinas que le frenaban los movimientos.

Entró en la habitación. Abrió el cajón del escritorio para coger un analgésico. En su cabeza todo comenzó a asumir formas borrosas y confusas.

Rebuscó con la mano en el cajón sin recordar qué estaba buscando. Comenzó a vagar por la estancia con aire desorientado e impresionado, antes de tirarse al suelo con la cabeza entre las manos. En ese momento las alucinaciones volvieron.

Adriano se convenció de que su cabeza era una maceta llena de tierra, donde se estaban adhiriendo espesos ovillos de raíces, imposibles de extirpar.

Cogió de la estantería un viejo volumen con las cubiertas pesadas y desgastadas. Las manos temblorosas voltearon las páginas de la Biblia con una lentitud frustrante y resignada.

Se paró delante de una página particularmente arrugada, consciente de que no le serviría de nada leer, y ni siquiera rezar, como si en ese momento la religión se hubiese convertido en algo lejano y contrario a la verdad.

Esquizofrenia. Se llama esquizofrenia. Mi mente está enferma. Sólo esto. Sólo esto, repitió lanzando la Biblia a los pies de la cama, las páginas abiertas en el suelo como las alas de un pájaro muerto.

No. No es esquizofrenia, Adriano. Él está a punto de entrar en escena.

–Muy bien, Daisy Magnoli –dijo Sebastian. –No sé si te das cuenta, pero tu voz es maravillosa, bailas como una profesional y si no me equivoco sólo tienes dieciséis años, ¿verdad?

–Cierto. Al menos por lo que respecta a mi edad. Por lo demás me fío de vuestro juicio.

La respuesta de Daisy fue subrayada por un aplauso del público que pareció agradecer, además de su talento artístico, también su facilidad de palabra.

–Lo has dicho, bonita –exclamó Circe –La canción fue escrita por tu hermano, ¿cierto? ¿Cómo has dicho que se llama?

–Adriano. Adriano Magnoli.

– ¿Quieres hablarnos un poco de él? Un autor tan fantástico merecería estar aquí, junto a ti.

–Bueno, mi hermano no puede venir. Porque él, cómo lo diría, él… él… está

– ¿Qué le pasa? Te veo un poco incómoda –dijo frunciendo el ceño Sebastian. – ¿Quizás no te apetece hablar de Adriano?

Ha llegado el momento de la malicia pensó Daisy. Según lo planeado, ahora me las harán pasar canutas.

Daisy sabía perfectamente cómo los jueces, en nombre de la audiencia, podían convertirse en algo especialmente odioso, incluso crueles.

Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de caer en la trampa e intentó concentrarse para hacer frente a sus asaltos.

–Entonces, ¿dónde está tu hermano? Debería dárnoslo a conocer, querida.

La voz meliflua de Isabella Larini dio, oficialmente, el comienzo de las provocaciones.

– ¿Quizás no lo has querido aquí contigo porque estás celosa de él?

– ¡Adriano! ¿Dónde estás? ¡Adriano! –gritó de improviso Circe apoyando la mano sobre la frente para mirar a lo lejos, provocando la hilaridad entre los espectadores.

Sandra se había quedado todo el tiempo detrás de las bambalinas. La ejecución de I’m Rose había sido perfecta. Estaba orgullosa de Daisy. Había disfrutado y llorado por la emoción.

Las telecámaras se habían parado en sus lágrimas, conmoviendo a amas de casa y madres delante del televisor.

Todo el programa estaba discurriendo como la seda. Estaba la muchachita con el talento fue de serie, una madre emotiva y un hermano compositor que, con su ausencia, estaba alimentando la curiosidad de los telespectadores.

Todo oxígeno para los niveles de audiencia. Y los niveles de audiencia se convertían en paletadas de euros gracias a los beneficios de los ingresos publicitarios.

Los contratos de la NCC se basaban sobre las encuestas de popularidad. Cuanto más alto era el índice de audiencia, le pagaban una cuota más consistente al emisor las empresas que publicitaban sus productos. Y cada punto en el nivel de audiencia valía algo así como dos millones de euros.

Para Sandra, sin embargo, el programa estaba tomando un giro desagradable.

¿Por qué le toman el pelo a mi hijo?, se preguntó. Los guionistas saben que no está bien. Han hablado mucho con él. Incluso han preparado un vídeo típico de nuestra familia. Una entrevista donde Daisy hablaba de sus sueños, de sus seres queridos, de su madre, del padre que ya no está… Los guionistas conocen el suicidio de Paolo, los problemas de Adry. Daisy sólo tiene dieciséis años. No puede manejar una entrevista donde se habla de cosas demasiado grandes para ella. Entonces, ¿por qué se comportan de este modo? ¡No era este el trato, joder!

En el monitor del jurado aparecieron los índices de audiencia. La media de Next Generation estaba entorno al nueve por ciento. Los jurados se emocionaron cuando leyeron que el índice de audiencia estaba rozando el once.

Los datos eran calculados en tiempo real gracias a un sofisticado sistema que cruzaba las informaciones de una muestra de veinte mil familias esparcidas por todas las regiones. Y el once por ciento era una fantástica noticia, por esto los guionistas decidieron presionar a Daisy. Era ella, de hecho, la que elevaba el nivel de audiencia.

Era necesario crear interés alrededor de la muchacha. Mucho interés. Sobre los monitores de los jueces aparecieron, muy remarcados, una serie de sugerencias especialmente cínicas.

El índice de audiencia sube. ¡Dadle duro a la chavalita!

Ánimo. Removed en la mierda. ¡Debemos llegar al trece!

El padre se ha suicidado. Mirad a ver si podéis meterlo por algún sitio.

Hermano loco, padre suicida. Esto es algo fuerte. Habíamos decidido no hacerlo, ¡al diablo todo! Sacad todo fuera. Pero haced de manera que no se vuelva contra nosotros. Debemos llegar hasta el trece.

Jenny Lio miraba el monitor entusiasmada. Pensó en la gratificación del jurado, también calculada sobre los niveles de audiencia. Si el nivel de audiencia se pusiese en torno al doce, ella podía cobrar un plus de cincuenta mil euros. Pero para ganar aquella suma debería dar lo mejor de sí misma. Se puso en pie. Sarcástica comenzó a canturrear:

– ¡Adrianinnno! ¡Adrianinnnno! ¿Por qué juegas al escondite?

También Isabella Larini, hechas sus cuentas, comenzó con su pérfido show. La jurado fingió indignarse y gritó:

–Olvídate, Jeny. No seas cabrona. Adriano no está aquí porque tiene un problema. Y estamos hablando de algo serio. ¿No es verdad, Daisy? Por lo que yo sé, Adriano, el autor de tu bellísima canción está… ¿quieres decirlo tú? ¿Quieres hablar de su problema?

Daisy no estaba preparada para una pregunta de ese tipo. No era aquel el trato. Debía cantar y divertirse. Y si, además, hubiese mostrado ser realmente buena, habría tenido la posibilidad de entrar en el mundo del espectáculo.

Los jueces, ahora, no estaban respetando ni los acuerdos ni el guión.

Esperaba que no la obligasen a hablar de las desgracias de su familia.

En el fondo, I’m Rose, no era sólo una canción.

Era su historia.

–Vamos, Daisy. A nosotros nos puedes contar todo. ¿Qué le ocurre a tu hermano? –preguntó Sebastian poniendo los pulgares bajo el mentón, fingiéndose atento y preocupado.

–Mi hermano no está bien –respondió la muchacha con la odiosa sensación de sentirse como un conejito perdido rodeado de lobos hambrientos.

En ese momento habría querido tener a su madre a su lado y echarse entre sus brazos para sentirse segura y protegida como cuando era una niña. Miró a los jueces que la presionaban con preguntas cada vez más incómodas e irritantes. Las mejillas se le llenaron de lágrimas y maldijo su estupidez. Debía ser fuerte, debía responder golpe por golpe a esas preguntas insidiosas. En cambio, sólo consiguió llorar.

Un relámpago de triunfo atravesó la mirada de Jenny Lio. Los indicadores mostraban el índice de audiencia en el trece y medio.

El llanto de Daisy estaba atrayendo espectadores. Pero, sobre todo, gracias a ella se embolsaría otros treinta mil euros.

Jenny, Isabella y Sebastian se intercambiaron una mirada llena de satisfacción.

A los monitores llegaban las directrices de los guionistas que, poco a poco, eran cada vez más malvadas.

Adelante, aprovechad el momento. Haced decir a la pequeña qué jodida cosa le pasa a su hermano.

¡Venga, venga, venga! ¡Si llegamos al quince son cien mil euros!

Circe, muévete. No estás haciendo nada por elevar el nivel de audiencia. Maltrátala. ¡Pega fuerte con una pregunta de las tuyas!

Sandra habría querido protestar a alguien pero no sabía a quién acudir. Los dos cámaras que la grababan la siguieron tras las bambalinas hasta que ella se cruzó con uno de los guionistas, un muchacho calvo como un huevo de avestruz con dos enormes auriculares en las orejas y la carpeta con las notas en la mano.

–Señora Magnoli –dijo perentorio –usted no puede venir aquí, debe permanecer en el área que ha sido asignada a los padres y…

– ¡Quítate de mi vista, jodido cabrón! –gritó Sandra apuntando las manos sobre el pecho del muchacho, empujándolo lejos.

–Por favor, cálmese –imploró el guionista empalideciendo.

Un agente del servicio de seguridad, robusto y discreto, se acercó a Sandra. El guionista hizo una señal con la mano para dar a entender que todo estaba bajo control.

– ¿Cómo voy a calmarme? ¡Mi hija está llorando en esa mierda de escenario! –vociferó Sandra desesperada.

–Muchos chavales lloran durante las transmisiones. Es normal para ellos emocionarse –le respondió el joven guionista enfadándose con un cámara que habría querido grabar la escena. La protesta del padre de una menor enviada en directo habría podido desencadenar la polémica. Y muchas asociaciones de consumidores e institutos de vigilancia hubieran sido felices de hacer caer el programa, al considerar la presencia de gente como Circe y Monroe no apropiada para una franja protegida.

–Os lo advierto. Dejad fuera a mi hijo de esta historia –amenazó Sandra apuntando con el dedo al guionista.

El joven calvo sabía muy bien cómo la rabia de la mujer estaba más que justificada. No podía no darle la razón pero el dinero en danza era mucho.

Si la audiencia se incrementaba de nuevo él se embolsaría veinte mil euros. Su nombre, de hecho, aparecía en los títulos de crédito justo inmediatamente después del de Sebastian Monroe, y el joven guionista no tenía ninguna intención de renunciar a una compensación tan generosa. Avisó a dirección de apagar el dron que estaba grabando en bambalinas e hizo apagar las cámaras seis y siete, las que enfocaban a Sandra Magnoli. Hecho esto, ordenó al vigilante de seguridad que volviese a acompañar a la mujer al puesto reservado para los familiares de los concursantes.

Sandra aceptó con renuencia pero sin ninguna intención de bajar la guardia. Si alguien intentaba herir a sus hijos correría al escenario para sacar a rastras a Daisy, después de haber insultado a los jueces y denunciado en directo a los productores del programa.

¡¡¡Estamos en el catorce y medio!!!

La frase centelleó seguida por una triunfante fila de signos exclamativos.

Daisy habría deseado escapar del escenario. Pero quedó allí clavada, incapaz de reaccionar. Las preguntas de los jurados se hicieron más precisas, malvadas y ultrajantes.

Hubo una pausa publicitaria de treinta segundos. El nivel de audiencia tuvo una bajada de dos puntos.

Cuando el anuncio acabó los índices de audiencia volvieron a subir.

El rostro límpido de Daisy surcado por las lágrimas saltó a la cabecera de las tendencias del momento de Twitter.

Sebastian miró de reojo el indicador con una total euforia.

Estaban en el catorce con ocho, otros dos puntos y se ganaría el plus de cien mil euros. Con ese dinero podría comprar coca de primera calidad y un piercing de oro incrustado de diamantes que ya imaginaba balanceándose del rosado pezón de Christine, su amante menor de edad. Sebastian se había encaprichado de la muchachita cuando ella tenía quince años y nunca había dejado de sorprenderse por la naturalidad que ella demostraba en ciertos complicados juegos eróticos.

–Bien. Aquí estamos de nuevo en vuestra compañía. Estábamos hablando de Adriano –resumió Sebastian, antes de añadir –Perdóname si soy desconsiderado pero me preguntaba cómo un muchacho enfermo mental pueda componer una canción tan fantástica como I’m Rose.

No, no eres desconsiderado, sólo eres un bastardo, asquerosa mente de mierda pensó Daisy que respondió intentando mantener a freno la rabia:

–Mi hermano sufre de esquizofrenia paranoide. Se trata de una enfermedad muy grave. Y además, loco o no, amo a mi hermano. Lo amo más que otra cosa en el mundo. Él es sensible. Es delicado. Es un muchacho decente. Y si estoy aquí es sólo gracias a él.

Un suspiro conmocionado salió del público.

Catorce con nueve.

La audiencia todavía subía. La respuesta de Daisy, con esas pocas palabras dictadas por el corazón, había golpeado en lo íntimo a los espectadores.

Jenny Lio e Isabella Larini lanzaron una ojeada entusiasmada a Sebastian. En el monitor los guionistas escribían mensajes cada vez más implacables.

Estamos a punto de dar el golpe. ¡Ánimo, ánimo, ánimo! ¡Redondeemos, así de esta manera brindaremos con Moet &Chandon rodeados de putas y maricones de lujo!

Sebastian se pasó la palma de la mano por la frente empapada de sudor. Era el momento de utilizar la artillería pesada.

Daisy sintió su mirada malvada encima. Estaba aterrorizada por la próxima pregunta, que se reveló una auténtica obra de arte de la perfidia.

– ¿Amabas también a tu padre, Daisy?

La muchacha se quedó blanca. ¿Cómo podían hacerle esto? ¿Cómo podían atreverse a nombrar a su padre?

– ¿Y bien, Daisy?

Ella no dijo nada. Se esforzó por ahuyentar el recuerdo de su padre, pero sin conseguirlo. Nunca había logrado superar el trauma del suicidio a pesar de años y años de terapia.

Los jueces del espectáculo, presionándola sin una brizna de humanidad, lo sacaron todo a relucir, y Daisy revivió el horror que marcó su infancia. Vio de nuevo al padre colgando del árbol con los ojos desencajados mirando al vacío, la lengua colgante al lado del labio, el cuello estirado, las vértebras cervicales destrozadas. Nunca lo había visto en realidad pero siempre lo había imaginado de esta manera.

– ¿Y bien, Daisy?

Daisy escuchó a la madre lanzar un chillido y llamar bastardo a alguien. Escuchó también el grito de dolor de Adriano, aunque el hermano no estaba presente y en ese momento pensó que enloquecería.

– ¿Y bien? Cuéntanos algo sobre tu padre…

– ¡Basta! ¡Ya basta! –gritó como si hubiera sido golpeada por una crisis h de histeria.

– ¡Basta, basta, basta!

De repente, un ruido sordo hizo vibrar el entramado que sujetaba las luces del escenario. Los soportes de acero donde estaban fijados los faros estroboscópicos saltaron. Se oyó otro ruido sordo.

Los reflectores explotaron uno tras otro entre flases de luz blanquísima.

El escenario se estremeció, como si alguien, o algo, lo empujase desde abajo.

Uno de los soportes se inclinó de golpe arrancando los cables eléctricos. Chispas crepitantes se liberaron de los hilos descubiertos. Los tornillos cedieron. El pilar se cayó al suelo llevándose con él cables y reflectores. Daisy lanzó un grito cuando el soporte se abatió sobre la mesa del jurado.

Jenny Lio sintió un golpe atronador. Había sido rozada por el pilar. Un cable que se agitaba como una serpiente crepitante de energía la golpeó en el rostro. Cayó al suelo desvanecida. La descarga de veinte mil voltios le quemó la cara dejándole un tajo en el cuello, mientras que la oreja derecha se había ennegrecido convirtiéndose en un muñón negro y humeante.

Isabella Larini estaba tirada por el suelo. Gritaba de dolor por culpa del brazo derecho entrampado debajo de un travesaño del entramado. La posición poco natural de la articulación hacía intuir que se tratase de una horrible fractura.

Circe había quedado sentada, incólume. Cubierta de sangre que no era suya.

La visión de Sebastian la hizo gritar horrorizada.

El jefe del jurado estaba boca abajo encima de la mesa, la espalda rota por el entramado. La sangre caía sobre los monitores encendidos. Los ojos inmóviles y fijos abiertos como platos sobre el monitor, donde brillaba el record histórico de los niveles de audiencia.

Next Generation se vio interrumpido a las diez y treinta y cinco del jueves diecinueve de noviembre.

La muerte llevo los niveles de audiencia hasta el cuarenta por ciento.

El Amanecer Del Pecado

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