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Como todas las mañanas, Greta Salimbeni entró en el estudio vistiendo uno de sus trajes de chaqueta gris y severo.

La ayudante del doctor Salieri conseguía cambiar, de vez en cuando, la impresión que la gente se había hecho sobre ella. Greta podía aparecer fría, coqueta, huraña o sensual, todo sin sen consciente, como si las virtudes y los defectos estuviesen sólo en los ojos de los que la miraban.

Cuando había comenzado a trabajar en el estudio era una mujer joven casada pero desilusionada con el matrimonio. Uno de sus pensamientos recurrentes era el de poder convertirse pronto en la amante de su jefe. Salieri, sin embargo, estaba enamorado de la esposa. Y un buen matrimonio era el punto de equilibrio necesario para quien desarrollase, como él, la profesión de psiquiatra.

Quien sanaba la mente de los hombres debía, necesariamente, mantener la vida privada sin conflictos ni tensiones, en caso contrario habría descargado sus frustraciones con sus pacientes.

Greta estaba enamorada del doctor pero no quería ser el segundo plato. Por esto Salieri se quedó en una pura y sencilla fantasía erótica.

Greta abrió la puerta para acomodar al paciente.

Adriano Magnoli entró volviendo a pasar la mirada sobre las porcelanas que decoraban el estudio.

–Hola, Adriano –lo saludó Salieri enarcando las cejas, la expresión concentrada de quien estudia al paciente hasta el más pequeño detalle.

–Siento lo que ha sucedido –dijo afligido el muchacho.

–Sí. No ha sido un buen momento –asintió Salieri cruzando los brazos y echando los hombros hacia el respaldo de la butaca para aliviar el cuerpo desde hacia demasiadas horas inmóvil detrás del escritorio.

–Me lo contarás todo con calma. Siéntate, por favor.

Adriano se sentó apoyando los codos sobre la mesa con incrustaciones. Se frotó con nerviosismo las manos, la expresión llena de un sentimiento de culpa. El psiquiatra observó algunos hematomas rojos en el muchacho.

–Lo siento mucho. Ahora, sin embargo, estoy mejor.

–Te han quedado marcas –observó Salieri apuntado la pluma a las muñecas de Adriano.

–Si es por esto, las tengo también en los tobillos –precisó Adriano levantado una rodilla para alzar la pernera del pantalón y bajar un calcetín. La piel de abajo mostraba un hematoma violeta.

–Durante una crisis ocurre que agredes a las personas –escribió el doctor garabateando un apunte con una grafía nerviosa.

–No debería haberle mordido. Pero no estaba en mis cabales.

– ¿Cuánto tiempo te han tenido en la cama? –preguntó Salieri encendiendo el ordenador.

–Dos días. Las correas fijadas a la cama eran de cuero y yo me he movido mucho. Por eso me han quedado señales.

–Tres semanas en la sección de psiquiatría. Debió ser bastante duro, muchacho.

–Cuando el entramado cayó sobre el escenario creí que también Daisy había sido golpeada y es en ese momento cuando he perdido la cabeza.

– ¿Quieres hablar sobre esto? –preguntó Salieri deslizando el ratón sobre la alfombrilla, los ojos fijos en la pantalla siguiendo la flecha que apuntaba a una carpeta para abrirla.

–Me gustaría, pero no recuerdo casi nada de esa noche –aclaró Adriano. –Dicen, sin embargo, que bajé allí, al salón. Todos gritaban por lo que estaba ocurriendo en la televisión. Llegado ese momento me he vuelto agresivo pero esto es lo que ellos creen.

–Entonces, ¿por qué motivo te has lanzado contra los huéspedes que estaban viendo a tu hermana en la televisión?

–Porque veía llover trozos de carbón en la habitación. Sí, esto lo recuerdo bien. Me he tirado encima de ellos para protegerlos. Quería evitar que alguien fuese golpeado.

–Has empujado incluso a tu tía que se ha caído al suelo, ¿verdad?

–Sí. Por desgracia, sí. Se ha golpeado la cabeza pero juro que no quería hacerle daño.

–Sé que no le ha ocurrido nada aparte de un chichón, y sé también que te has defendido con uñas y dientes hasta el último momento para no hacer que te internasen. Decías que estabas muy nervioso por el accidente del escenario.

–No lo sé. Yo… yo sólo sé que no quería hacer daño a nadie.

–El mordisco al enfermero, ¿te acuerdas?

–No mucho. Repito, no estaba bien. Me querían llevar, yo, sin embargo, no quería y a partir de ahí ha sucedido todo el follón.

–He visto las cajas de los medicamentos, no los has tomado con regularidad, Adriano. He aquí porqué han vuelto las alucinaciones.

Adriano, incómodo, asintió con aire culpable.

–Háblame de Daisy, más bien. ¿Cómo está? –preguntó Salieri abriendo el archivo que estaba buscando. Comenzó a mirarlo con particular atención, entrecerrando los ojos y acercando la nariz al escritorio del ordenador.

–Daisy se atemorizó. Pero ella es fuerte y me defendió. A causa de esto sucedió lo que… lo que hemos visto en el escenario. Pero yo… bueno… dios, perdóneme doctor, estoy un poco nervioso…

–Tranquilo. Estamos entre amigos. Explícame lo que quieres decir con calma –exclamó distraídamente el psiquiatra mientras tecleaba con dos dedos en el teclado.

Adriano emitió un jadeo inquieto.

–Quiero decir que ese hombre, Sebastian Monroe, no debería haberlo provocado.

Mientras Adriano hablaba, Salieri clicó sobre el archivo donde estaba la historia clínica del muchacho. El hombre observó algo insólito. Se acarició el mentón. Lanzó una ojeada a Adriano. Observó otra vez la pantalla frunciendo el ceño.

–El accidente del escenario. Quizás ha sido esto –dijo Adriano reclinando la cabeza para cogerla entre las manos. –Esto que está aquí, dentro de mi cabeza. Quizás no sólo echa raíces aquí, quizás lo puede hacer por todas partes. Quizás está ya por todas partes.

Adriano hablaba ignorante de que ya no era el centro de atención del doctor Salieri. El psiquiatra se había puesto un auricular en una oreja y estaba completamente absorbido por el ordenador, los dedos tamborileando nerviosos sobre el escritorio.

–Doctor, ¿me está escuchando? –le preguntó Adriano con un lamento.

–Perdona. Me he distraído –respondió Salieri al muchacho quitándose el auricular, el tórax se levantó y se relajó con un suspiro de preocupación.

–Bien, me hablabas de este misterioso ser –dijo el psiquiatra con aparente tranquilidad.

Él, el parásito, la está buscando. Está buscando a Daisy desde siempre… y ahora la ha encontrado, ¿lo entiende, doctor? ¿Comprende lo que sucederá? No lo entiende porque estamos sólo al comienza. Sebastian Monroe no debía provocarla. Por esto ha tenido ese final.

Adriano terminó de hablar encogiendo los hombros, como para quitarse algo molesto de encima, y abandonó el discurso. Siguieron otros veintitrés minutos de diálogo en los que el muchacho consiguió hilvanar algún razonamiento a ratos coherente, a ratos confuso. Salieri tiró del puño de la camisa para observar el reloj, un Rolex de acero inoxidable que debía ser recargado. Apretó el pulgar y el índice sobre el cierre del dispositivo de resorte, lo giró con movimientos pequeños y rápidos hasta que las agujas se movieron, y dijo:

–Perfecto, Adriano. Por hoy hemos acabado. El ingreso ha sido una fea historia. Quería verte para saber si te encontrabas mejor. Di a tu madre que no me debe nada. Prométeme, sin embargo, que tomarás siempre las medicinas. Continúa con las pastillas de quinientos miligramos. Nos vemos la próxima semana. A la misma hora.

El psiquiatra estrechó la mano de Adriano sin levantarse.

–Saluda a la señora Magnoli.

Cuando Adriano salió del estudio, el doctor se puso a fumar. Apenas dos caladas. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y pulsó la tecla del teléfono interior para llamar a Greta.

–Busca al profesor Marco Buccelli. Interno 102 del hospital Umberto II. Dile que es urgente.

El médico encendió otro cigarrillo y dio otras caladas nerviosas hasta que el teléfono sonó.

–Hola, Marco. ¿Cómo estás?

– ¡Doctor Salieri! Me alegro. Todo perfecto. ¿Y tú?

–Todo OK, gracias. Escucha, te llamo en relación con Adriano Magnoli.

–Sí. Una fea crisis. Pero lo hemos puesto bien rápidamente. ¿Lo has visto?

–Lo he visto. No habéis arreglado una mierda. –dijo con el tono franco que se puede permitir sólo un viejo amigo.

– ¿Eh? ¿Cuál es el problema? –preguntó sorprendido Buccelli, un hombre con la frente ancha surcada de profundas arrugas y en la cabeza una selva de cabellos grises y resecos.

Roberto Salieri y Marco Buccelli habían sido compañeros en la universidad.

Una amistad basada en ninguna afinidad particular sino en aquella que se tiene cuando se aprecia el valor del otro.

Durante los estudios universitarios se habían enfrentado en discusiones interminables en torno a las teorías del Eros freudiano. Hablaban durante horas, y cuando finalmente parecía que habían llegado al nudo de la cuestión, se alejaban del problema. Sólo después de muchos litros de cerveza y algunos gramos de marihuana se encontraban pensando de la misma manera. Después de cuarenta años ya no se veían pero entre ellos quedaba un sincero aprecio.

–Escucha, Marco. ¿Puedes dedicarme un momento? –preguntó Salieri.

–Pues claro, faltaría más. ¿Qué ha ocurrido?

–Habéis cambiado la dosis de Leponex, hecho terapia electroconvulsiva, ciclos de test ciclomotores y piscoactitudinales. Es lo que he podido entender por el historial clínico.

El Amanecer Del Pecado

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