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DAISY

DIECISÉIS AÑOS

El primer jueves del mes era una jornada especialmente gris. Las nubes bajas se habían posado sobre los tejados, la llovizna batía insistente sobre las ventanas de la escuela. A pesar del tiempo Daisy Magnoli tenía la sol en el bolsillo. Había llegado la noticia que tanto esperaba y no conseguía esconder el entusiasmo. Se presentó en el curso de psicología en la hora del descanso.

Entró en el aula con el paraguas volteado por el viento, el abrigo goteando, una tarta adornada con cintas con un lazo plateado y una sonrisa que convertiría en perfecto aquel instante. Estaba lista para dar la Noticia de las Noticias. Antes, sin embargo, debía recurrir a un ritual, algo que no rompiese el equilibrio, como le gustaba decir. La cosa era bastante delicada y las muchachas no eran, realmente, unas santurronas. Sobre todo aquellas del último año, víboras experimentadas que no dejaban pasar nada a nadie.

Quien iba al curso de psicología sabía perfectamente que entre los estudiantes era necesaria una buena armonía o, por el contrario, un completo desacuerdo. Daisy sabía hasta que punto los contrastes entrenaban el temperamento y formaban el carácter, animando las discusiones. Pero en el aula B del instituto Giacomo Leopardi no había ni una ni otra. Las relaciones entre las chicas podían considerarse demasiado vagas e indefinidas, hasta el punto de inducirles a fingir ser todas más o menos amigas entre ellas.

Daisy se quitó el abrigo, apoyó sobre la mesa del profesor el paquete que acababa de retirar de Le Romains, la pastelería que había delante del instituto. Sopló a un mechón de cabellos suaves y lisos que le cubrían la frente. Quería escrutar la fila de pupitres, desde los cuales miraban furtivamente sus compañeras. Todas querían saber pero ninguna de ellas osaba preguntar.

El dulce, sin embargo, era una pista.

Daisy deshizo el lazo y desenvolvió la tarta. Extrajo de la mochila un paquete de platos de plástico, quitó el envoltorio y cortó en trozos el manjar de hojaldre.

Las muchachas empezaron a mostrarse en desacuerdo con el dulce. Las que seguían una dieta se lo agradecieron y evitaron incluso probarla. Las otras, convencidas de que las restricciones alimenticias hacían perder el tiempo más que los kilos en exceso, disfrutaron de la tarta considerándola algo parecido a su idea del paraíso.

–Venga, cuenta como ha ido todo –preguntó entusiasmada Lorena Rossi disfrutando del suave aroma del flan parisino con su delicado regusto a limón.

–Oh, bueno… ¿por dónde empiezo? Dejadme pensar –comenzó a decir Daisy, con los ojos brillantes intentando retener recuerdos emocionantes. Quería contarlo todo. Pero el equilibrio era el equilibrio y debía tener cuidado. Respiró profundamente, la sensación de que todo lo que tenía que decir, las palabras, las frases que debía combinar, las mismas letras del alfabeto, se resistían a salir. En ese momento tuvo una extraña fantasía: imaginó la forma de tejado a dos aguas de la A presionando sobre el esternón, las curvas de la B empujar por detrás, de la misma manera que las semi curvas de la C y las líneas cóncavas y convexas de todo el alfabeto.

El discursito que se había preparado parecía no querer salir de su boca. La imaginación se obstinaba en no querer que diese la Noticia de las Noticias.

–Cómo ha ido… vale, bien: llegué con mi madre al Hotel Granduca, el de cuatro estrellas en la carretera estatal –consiguió decir finalmente. –Afuera había un montón de gente. Al principio tenía un miedo impresionante, luego me calmé y he pensado maldita sea, pasaremos aquí la noche. Por suerte he descubierto que muchos eran figurantes. Muchachos mandados por la productora. En definitiva, un poco de teatro para el backstage para ver en la televisión. Los que estaban allí para la audición serían más o menos unos cincuenta.

– ¡Mierda! El timbre. Tenemos poco tiempo –se mordisqueó los labios Lorena, que instó a las chicas a acabar la tarta.

– ¿Y después? ¿Después qué ocurrió? –preguntó ansiosa la amiga que empezó a recoger los platos y los cubiertos esparcidos por los pupitres.

–Luego he entrado en la sala de conferencias –continuó Daisy. –Habían montado una especie de sala de pruebas. Luces bajas. Focos en la cara, sudor, colorete chorreando en las mejillas y toda esa historia. Había tres tíos sentados en la mesa con caras aburridas y de funerarios. Ha comenzado a sonar la base rítmica. He cantado durante un minuto, creo. Luego han sacado la música. Yo estaba parada, no respiraba y esperaba el veredicto, pero me han despedido sin ni siquiera mirarme a la cara. ¡Dios, ni siquiera una ojeada! Pensaba que no me habían cogido. Punto. Fin de la historia. Durante dos semanas he mandado a que les diesen por el culo a los sepultureros, luego, de repente, cuando había dejado de pensar… ¡tachán! ¡Ha llegado ella! Corrió ágil y elegante en el hilo del teléfono, yo, desde la otra parte, levanté el auricular. Ella, la llamada, había llegado al fin.

Daisy contuvo la respiración, antes de que las palabras comenzasen a desplazarse fluidas y ligeras.

–Chicas, agarraos. Participaré en la próxima edición de Next Generation.

Un murmullo de sorpresa recorrió los pupitres. Le siguió un montón de felicitaciones, algunas sinceras, muchas forzadas, otras que sonaban como una sentencia de muerte.

Algunas muchachas, sobre todo las más listas del curso, no aguantaban que una como Daisy Magnoli, con un nivel escolar bueno pero no realmente alucinante, pudiese hacerles sombra con aquella noticia imprevista que hizo demasiado daño a su ego. Daisy pensó que era normal. Los celos eran parte del juego. Y además estaba habituada a ser considerada fastidiosa.

Daisy Magnoli estaba en el tercer año de instituto. A pesar de la adolescencia marcada por la muerte de su padre, parecía la publicidad de la vida.

Los cabellos largos y brillantes, la sonrisa esplendorosa, los ojos azules abiertos de par en par al mundo, la expresión del rostro frívolamente maliciosa o inocente dependiendo del capricho del momento. Y luego la belleza de un cuerpo hecho para ser deseado… todos los ingredientes que creaban un encanto particular del que nadie era capaz de sustraerse.

Todos motivos perfectos para ser odiada.

Observó que Milena Nassi y Susy Del Nero eran las más envidiosas. Las dos de dieciocho años, conocidas como la rubia y la morena de quinto D, tenían los labios vueltos hacia arriba forzados en una sonrisa artificial, los ojos fríos centelleantes de malicia que parecían decir: Disfruta ahora, querida. Disfruta mientras puedas…

Daisy sabía que participar en el programa estrella del Canal 104 estaba fuera del alcance de todas las muchachas del instituto y se preguntó en qué maldad estarían pensando. En ese momento oyó una frase en boca de Lorena.

–Me pregunto, ¿estáis bromeando? –gruñó la chica a Milena y Susy. – ¿No lo estáis pensando realmente?

Ninguna de ellas respondió pero miraron a Lorena con una elevación de cejas condescendiente, como diciendo que ella hacía bien en sacar las garras para defender a la amiga pero eran ellas las que tenían razón.

–No. Lo digo en serio. ¿Qué tiene que ver…?

Daisy no oyó la frase de Lorena debido al ruido de una mochila tirada sobre el pupitre. Pero no se le escapó el movimiento de labios de la compañera. Los labios húmedos de Lorena se habían movido nerviosos arriba y abajo acabando una frase que le arruinó el resto de la jornada.

–… ¿qué tiene que ver su padre?

El ego de las dos muchachas para no sentirse dolido había llegado a un compromiso: la convicción de que Daisy, la hermosa Daisy, la flor perfumada Daisy había sido escogida porque en la televisión adoran las historias fuertes. Y Daisy tenía un padre que se había suicidado.

Pronto, sobre el escenario de Next Generation bailarían las sombras de su pasado.


Archivo clasificado nº 1

La redacción ha recibido la documentación grabada

Entrevistando al testigo (omitido)


GRABACIÓN COMPLETA

– ¿Comenzamos la charla? ¿Qué piensas?

–Vale. Estaba con una abstinencia del carajo, ¿vale? Necesitaba chutarme. Por eso había ido abajo, a la costa. Son sólo cinco minutos en coche.

–Alberto, por Dios, que estás en arresto domiciliario. ¿Quieres volver a la cárcel? Sabes cuánto han gastado todos contigo.

–Lo sé, lo sé. La comunidad, la recuperación y todo lo demás. Es gracias a ellos que no he muerto de sobredosis. De todos modos, el cerebro lo tengo frito. Tengo también los dientes rotos, las cicatrices en los brazos, las señales de las puñaladas de los traficantes en la espalda, el culo roto. Soy una ruina, es verdad. Un alma perdida. Pero no soy un mentiroso.

–Entonces, ¿es verdad?

–Yo nunca he creído en Mazinger Zeta o El Hombre Delgado o cualquier otro puto y jodido superhéroe. Pero aquello de allí no era normal.

–Cuéntamelo otra vez.

–Pero ¿por qué grabas esta historia? ¿Luego se la das a los carabinieri?

–Alberto, te hemos sacado de la cárcel no sé cuántas veces. ¿Y todavía no te fías de mí? Venga, cuenta.

–Oh, vale, mierda. ¿Otra vez?

–Otra vez, sí.

–Ok, ok. Vale: eran más o menos las tres de la madrugada. En el distrito del Duomo todo está muerto a esa hora. Estaba sentado en las escaleras de la iglesia, el torniquete apretando el brazo y la jeringuilla buscando una vena decente. Antes, en casa, había vomitado y tenido algunas convulsiones. Bueno, debía pincharme. Apenas media hora y ya tenía el material. No sabía dónde carajo inyectármela. Los brazos estaban hinchados y lívidos, llenos de agujeros, todo hematomas rojos, azules y verdes. Faltaba la media luna para ser la bandera de Azerbaiyán. Las piernas estaban aún peor que el resto. Finalmente me he quitado un zapato para pincharme en la planta del pie. Con la heroína circulando estaba como Dios. Luego veo esa furgoneta blanca. Bajaba tranquila. Sabes, de esas con el cajón detrás que usan los albañiles.

–Lo sé. Conocía a Giovanni.

– ¿Y quién no conocía a Giovà1? Un día me ha dado un montón de golpes. Quería robarle un saco de cemento del almacén, vamos, para venderlo y sacarme unos euros. Sus manos parecían dos palas. Dijo que me apreciaba y que no quería engañarme, sino que quería hacerme comprender el valor de las cosas que se ganan con sacrificio. A su modo era un educador.

–No divagues. Dime lo que pasó después.

–Bien, Giovanni coge la calle hacia Porta Duomo, pasa el semáforo que indica los trabajos en curso. La calle es estrecha, un poco porqué está encerrada entre los edificios, un poco porque hay un montón de adoquines amontonados sobre el borde de la carretera. Estaban rehaciendo la acera. Luego llega ese taxi en sentido contrario. Iba como loco y… ¡pum! Un choque frontal terrorífico. El taxi vuelca de un lado y comienza a arder. El taxista sale, no sé cómo. Tiene la camisa cubierta de sangre. Da unos pasos, se cae de rodillas y luego da con la cara en el suelo. No entendía si se había muerto o sólo desmayado. Mientras, el pobre Giovanni estaba dentro de la furgoneta con la cabeza saliendo entre los cristales del parabrisas. La sangre caía sobre el capó y… amigo, ¿estás bien? estás blanco como el papel.

–No, todo está bien. Giovanni no merecía morir de esa manera. Continúa.

–Sí, pobre Giovà. Pero ¿es cierto que luego me darás treinta euros?

–No son para ti sino para tu madre. Debe hacer la compra esa santa mujer.

–Ok. Tranquilo que no me compraré droga. Entonces: un momento más tarde el taxi fue envuelto por las llamas. Una escena horrible. Ella estaba dentro. En una trampa como un ratón. Luego llegó ese tío.

– ¿Puedes describírmelo?

–No sé qué cara tenía. El humo venía hacia mí. Estaba muy colocado y no podía levantarme. Pensaba que iba a morir intoxicado. Tosía y vomitaba, un poco debido al humo y un poco por la heroína que estaba cortada con alguna mierda. De todas formas, tenía los ojos bien abiertos, la cabeza envenenada con la droga me hacía creer que era un héroe valiente que debía mirar a la cara a la propia muerte. Sólo que vi otra cosa. Observé a aquel tío en medio del humo que se acercaba al coche. El automóvil era un balón de fuego. El traje del tío se incendió y él comenzó a arder. Juro por Dios que ardía pero era como si no se diese cuenta. El cabello crepitaba, la piel de la nariz chisporreteaba sobre la tierra como si fuera aceite frito. A pesar de todo esto el hombre abrió la ventanilla, abrió la portezuela desde el interior y la sacó. La tenía entre los brazos que, por lo demás, ya no eran brazos sino dos tizones negros. La alejó de la hoguera y la tendió en el suelo. Yo me puse a reír. Me ocurre siempre cuando estoy con la sobredosis. Si debo morir quiero hacerlo con un cierto optimismo. Lo último que recuerdo es a ella: quemada, los vestidos todos quemados, el rostro desfigurado, un muslo medio descarnado que dejaba ver un trozo de fémur. Los músculos, los nervios, los tendones, todos fuera… el resto de la piel alrededor de la pierna era una mancha de grasa disuelta que se derramaba por la carretera como la meada de un perro.

– ¿Sabes quién era la muchacha?

–No. Nunca lo supe. Estaba irreconocible y… pero, tú estás mal.

–No, no… tranquilo.

–Estás realmente mal. ¡Cristo! No llores, venga.

–No es nada. Continuemos. Háblame del hombre. ¿Qué recuerdas?

–Recuerdo que se alejó. Un tizón quemado que caminaba con paso tranquilo en dirección al arco de Porta Duomo mientras todo a su alrededor se animaba. Recuerdo las caras de los del barrio que bajaban a la carretera con cubos y extintores. Luego las sirenas, las luces intermitentes de la ambulancia, algunos maderos. El tío que se estaba quemando se había ido de la misma manera en que había aparecido, en silencio. Y luego la oscuridad. Me había quedado en coma por sobredosis. Y… ¿estás mejor ahora?

–Ya ha pasado. Gracias.

–Vale.

–Volvamos a lo nuestro. Alberto, ¿estás convencido de haber visto a aquel hombre? Porque nadie sabe nada de él. Ha desaparecido sin dejar huella.

–Lo sé. Nadie lo ha visto y nadie me cree. ¿Por qué deberían? Sabes cómo me consideran. Yo para ellos soy escoria. Y la escoria es irrelevante, mentirosa, astuta y traicionera. ¿Quién va a creer a Alberto El Gualdrapa? Sin embargo, tú me crees.

– ¿Qué te lo hace pensar?

–Porque no estarías aquí haciéndome todas estas preguntas. ¿Hemos acabado?

–Sí, hemos acabado.

– ¿Puedes darme otros diez euros? Te juro por Dios que son para cigarrillos.

–Ya has robado treinta del cepillo de las limosnas en la iglesia, Alberto. Date por satisfecho.

–Te prefiero cuando lloras. Cabrón.

Fin de la grabación.

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Nota del traductor: En dialecto, en el original. Manera familiar de llamar a Giovanni.

El Amanecer Del Pecado

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