Читать книгу Retratos de resiliencia - Valentín Escudero - Страница 10
NUBES
Оглавление«Mis nubes». Esas dos palabras. Y esta mínima frase en el vértice de sus labios: «Son nuestras nubes; tus nubes, mamá». Una emoción incontenible abraza todo su cuerpo; unas lágrimas invisibles endulzan su lengua como dos gotas de cielo. Alika mira por la ventanilla del avión —su compañero de asiento, que va junto a la ventanilla, está concentrado y murmurando, quizá rezando— y ve las nubes como una inmensa alfombra, maravillosa y acogedora. Cierra los ojos y aparece ella saludando, sentada sobre esa superficie mullida y placentera. Ella, su madre, está ahí sentada, mirándola y moldeando un pedacito de nube.
Alika no quiere abrir los ojos; quiere guardar con todo detalle en su memoria esa sonrisa de su madre. Tiene diecinueve años y está iniciando la que cree será su gran aventura vital, su gran decisión. Acaba de despegar el vuelo transatlántico que la lleva hacia una de las mejores universidades del mundo. Todavía le cuesta creer que lo ha conseguido. Casi todos sus amigos la veían como una soñadora. Nadie negaba su talento, pero sonreían ante sus planes y su incansable indagación en Internet para conseguir la beca. «Alika, tus versos no los entienden los blancos», le decía Bosede, su mejor amiga. Incluso ella misma pensó que todo era un juego mientras lo intentaba. Pero la realidad es que ya está volando. Y era un día gris y nublado al despegar que ahora, mágicamente, es claro y soleado por encima de las nubes.
Alika perdió a su madre cuando tenía once años por un cáncer que llegó a casa en Navidad, camuflado entre cajas llenas de regalos y cacahuetes nigerianos. Su madre sintió fuertes dolores en la cena de Nochebuena y el día de Carnaval ya estaba vaciando sus últimas dosis de vida en el hospital. Su padre y su hermano mayor fueron los testigos del combate final librado por las células de su madre en ese privado e íntimo campo de batalla que estaba dentro del abdomen. Pero Alika no pudo ni siquiera despedirse en el hospital, porque era demasiado pequeña. Eso escuchó decir: «Es muy pequeña para entenderlo». Ahora sigue siendo pequeña para todos: para su padre y su hermano, para sus tíos y primos, para los chicos que más le gustan, incluso para su mejor amiga. Ella teme que, quizá, nunca deje de ser pequeña para todos ellos. Por eso, se alegra mucho de su perplejidad; todos ellos se han quedado atónitos ante su valentía, su decisión, su coraje. «Y quizá —piensa Alika— por primera vez han entendido que mi talento es, para mí, una obligación, un mandato de la naturaleza». Para ella, su talento para unir palabras e inventar historias es la misión prioritaria en su vida. Por eso ganó, con diecisiete años, un concurso internacional de relatos y vuela hoy hacia ese destino incierto. También por eso tiembla cada mañana, desde que le concedieron la beca para una prestigiosa universidad canadiense, porque nadie puede saber si realmente conseguirá lo que anhela.
«Son nuestras nubes, mamá», repite en silencio mientras sigue imaginando a su madre sin abrir los ojos. Alika es fuerte gracias a las nubes. Las nubes la salvaron de una insufrible melancolía cuando murió su madre. Ahora, en el avión, surfeando por encima de ellas, puede rememorar el momento tan decisivo en que se atrevió a contar su secreto en la consulta de aquella psicóloga. Todavía le gusta pensar que la psicóloga no era humana, sino un ángel, pero nunca se lo dijo a ella, por si le parecía mal. Un año después de la muerte de su madre, su padre decidió que no estaba bien y que necesitaba una psicoterapia. Escuchó cómo su padre explicaba a la psicóloga que Alika lloraba con frecuencia en soledad y que también —esto parecía ser lo más raro— se quedaba horas tumbada en la playa o en un parque mirando las nubes. «Se abriga bien y busca un sitio para mirar el cielo», decía su padre con una mezcla de dolor e incredulidad. La fantasía de Alika y su afición a leer relatos africanos e inventar palabras inexistentes fueron el remate final de aquella angustiada queja que su padre descargó sobre la psicóloga como quien se deshace de un pesado saco de patatas.
Alika puede ahora recordar que la terapia comenzó de una forma vergonzante y triste para ella, pero la magia surgió en un momento inesperado, y no fue en la primera entrevista, sino después de varias sesiones. Ahora que se encuentra volando realmente por encima de las nubes, recuerda con total realismo aquella sencilla pregunta que la psicóloga le hizo con toda naturalidad, y sin perder su habitual amable curiosidad: —¿Por qué te gusta mirar el cielo? ¿Es para hablar con tu madre, para pensar en ella?
Alika estaba muy acostumbrada a negarlo y a dar todo tipo de explicaciones falsas pero verosímiles. Sin embargo, en aquella ocasión, dijo la verdad, sin más, y fue fácil:
—Son juguetes que crea mi madre para mí, y juego con ellos.
—¿Juguetes? —preguntó sorprendida la psicóloga, pero sin perder su aura de ángel.
—Gatos, peluches, dragones, muñecas…, muchas cosas.
—No sé si te he entendido. ¿Los hace tu madre? ¿Esos juguetes?
—Sí, con las nubes.
La psicóloga estaba sorprendida, pero parecía ilusionada.
—Y yo veo cómo los hace y, en ese momento, es lo mejor que puede pasarme en este mundo —añadió Alika.
—¿Quieres decir que ves cómo tu madre hace esas formas con las nubes? —Sí.
—[Silencio].
—Es muy raro, ¿verdad? No lo sabe nadie.
—Es maravilloso. Es precioso —respondió la psicóloga con un brillo de emoción en los ojos.
—¿Lo dices de verdad? Yo, desde la primera vez, he tenido miedo a que sea algo loco —dijo Alika, sin poder disimular su propia emoción ante la respuesta de la psicóloga.
—No, no es loco. ¡Me parece una forma preciosa de conectar con tu madre!
—La primera vez… fue… ¿Quieres que te cuente?
—¡Claro!
—Estaba en la playa con mi padre. Era un día lleno de nubes y no había casi nadie en la playa. Yo he nacido aquí, pero mi padre es nigeriano y vivió de niño en una playa. Vivían de la pesca, así que él es un fanático de ir a la playa. Y yo creo que allí es donde realmente piensa en mi madre, porque a ella le gustaba mucho pasear por la playa en invierno, incluso con un paraguas en los días de lluvia. Decía que ver el mar en invierno le hacía sentirse segura por estar en tierra firme.
—Lo entiendo. A mí también me gustaría poder dar esos paseos en invierno, pero vivo lejos de una playa.
—Nosotros vivimos muy cerca. Es como si fuera nuestra playa particular aunque, en verano, nos invaden los turistas. Aquel día no había casi nadie y mi padre se había sentado en las escaleras de madera que bajan a la playa, y se puso a leer un libro. O igual hacía como que leía un libro y estaba pensando en ella, vete a saber. Yo me tumbé en la arena. Todavía la ausencia de mi madre hacía que todo el aire fuese más…, como algo más complicado de respirar; no sé si me entiendes esto.
—Sí, creo que te entiendo, Alika: una sensación de falta de aire.
—Sí. Yo me tumbé sobre la arena sin quitarme el jersey. No era, para nada, un día de playa. Y no pensaba en nada. Mi mente a veces se queda así. Y vi cómo una nube iba tomando la forma de un gatito precioso. Y me empecé a emocionar, porque me pareció que había algo mágico en ver cómo se creaba esa forma. Y, sin más, me di cuenta de que era mi madre. ¡Ella estaba haciendo esa forma! Ella estaba haciendo ese gatito con las nubes para que yo jugara. ¡Me dio tanta felicidad y tanta fuerza esta idea! Pero no se lo dije a nadie.
—Entiendo. No tienes que preocuparte por eso. Yo te agradezco mucho que compartas ese secreto conmigo. Es un honor.
—Entonces, ¿no estoy loca?
—No, nada de eso. Después de esa primera vez, ¿has visto más veces esas nubes moldeadas por tu madre?
—Sí, de vez en cuando. Pero no vayas a pensar que no sé qué no es real. Lo sé, pero también hay algo real y maravilloso. Pienso que mi madre lo hace para que yo juegue y para que esté bien.
Alika siente un suave pinchazo en el hombro y abre los ojos. Su compañero de asiento en el avión, un hombre de unos cincuenta años, con barba blanca y ojos de niño, está mirándola como si fuera un enigma.
—¿Estás bien? Llevas un buen rato con la cabeza entre las rodillas y los ojos cerrados. ¿Estás mareada?
—No, no. Estoy muy bien.
—Perdón, siento haberte despertado. Es que no sabía…
—No se preocupe. Bueno, gracias por preocuparse…, quiero decir. Pero estoy bien.
—Me alegro. Nos quedan unas nueve horas de vuelo —dice el hombre, volviendo a acomodarse relajado en su asiento.
—Es que estaba reviviendo una conversación que tuve con una psicóloga cuando era pequeña, cuando tenía doce años —explica Alika sin ninguna vergüenza.
—¿Fue positiva? Quiero decir: ¿te pareció una buena psicóloga? ¿Te ayudó?
—¡Era un ángel!
—¡Qué alivio! Es que yo soy psicólogo. Me alegro de que sea un buen recuerdo; no siempre lo conseguimos.