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VERDADES

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Antón es el terapeuta de Edgar y Helga. Es un joven sensible que está ocupándose de la terapia de ambos hermanos, con el sentimiento de tener el privilegio de llevar un caso así en el inicio de su carrera. Antón tiene un expediente brillante unido a una formación clínica excepcional y nunca pensó que este caso fuese demasiado complicado para él, a pesar de que solo lleva ocho meses ejerciendo como profesional. Sesión a sesión, ha ido compartiendo con Edgar y Helga algunos eslabones de esa cadena de acontecimientos que marcan su trágica biografía. Trabaja con ellos recordando un consejo que repetía su supervisor para situaciones complejas: «ir dando sentido a la complejidad, pero muy poco a poco, con delicadeza, y sin ninguna prisa».

Hoy, sin embargo, ha comenzado la sesión con un nivel de inquietud —no quiere pensar en palabras como estrés o ansiedad— anómalo, más alto e incontrolable de lo habitual. Por primera vez, la madre biológica de Edgar y Helga ha venido a compartir una sesión con sus hijos.

Los abrazos de Edgar a su madre, sus sonrisas y contacto físico ininterrumpido, deberían tranquilizar a Antón, pero no sabe por qué esto no termina de producirse. La desconfianza de Helga, recelosa y demasiado educada ante la presencia de su madre, tampoco es algo inesperado para Antón, pero no por ello le resulta tranquilizador. Antón, fiel a las enseñanzas de su supervisor, no pretende hacer nada profundo ni arriesgado en este encuentro; solo quiere observar y ofrecer un modesto espacio de conexión entre la madre y los hijos.

Pero ahora se ve entre ellos y su propia emoción resulta ser más descontrolada que la de sus tres clientes. Se desabrocha dos botones de la camisa, sin darse cuenta de este sutil gesto de nerviosismo, hasta que Edgar le pregunta si tiene calor. Antón quiere ordenar sus ideas y estructurar la sesión, pero hay una emoción que no puede contener: siente que está presenciando una herida que se desangra sin que nadie pueda hacer nada. La madre sonríe, pero, desde sus ojos, puedes asomarte a un abismo de tristeza y culpa. Edgar la abraza, pero su afecto está envuelto en un aura de desesperación infinita, algo que Antón nunca había visto hasta ahora. Helga se muestra educada y contesta a las preguntas con formalidad, pero Antón percibe, por primera vez, el eco de un grito de pánico que resuena oculto debajo de su voz contenida. Hay una radiación que podría matarlos a todos y Antón se ve en medio de ella sin ningún traje que lo proteja. No sabe qué hacer; quiere pensar, pero solo puede sentir. Nunca le había pasado algo igual; puede escuchar y hacer preguntas, pero estas le suenan lejanas y metálicas, ajenas.

El momento llega como las noticias de los accidentes inesperados, sin más, como algo irreal e inventado, pero de inevitables consecuencias. Antón está haciendo preguntas para subrayar las cualidades más destacadas de Helga y Edgar; busca facilitar un clima positivo en la sala y un marco de esperanza en el futuro para ellos:

—Los dos son realmente inteligentes y yo quiero que estudien —dice la madre.

—Claro que sí, y parece que están mejorando mucho en los estudios —apostilla Antón.

—Yo ahora apruebo todo —dice Edgar con entusiasmo, mirando fijamente a los ojos de su madre.

—¿Qué te gustaría ser de mayor? —pregunta Antón a Edgar, para reforzar esa muestra de motivación por aplicarse en la escuela.

—Quiero ser policía de seguridad militar, ¡como mi padre!

—¿Cómo dices? —pregunta sorprendida su madre.

—Sí. ¿No te acuerdas de que fuimos a verlo a su trabajo cuando yo era más pequeño? Él estaba allí, donde trabaja con mucha gente. Era un sitio muy grande, con muchas puertas y guardias. Y él me dijo, en voz baja, que era el jefe de un comando de seguridad y que no debía decírselo a nadie, porque era militar. Por eso no puede venir a vernos, ¿no? Mamá, tú me decías siempre que él no viene porque tiene un trabajo especial, ¿no, Helga?

Edgar habla sin modificar un ápice su habitual simpatía y aumentando, si cabe, el brillo de ilusión que siempre le emana de los ojos. Explica su recuerdo de la única visita que habían hecho a la cárcel cuando tenía tres o cuatro años. El efecto de su relato en la tranquila sala de terapia de Antón se parece a la vibración de un terremoto de alta intensidad.

Todos lo sienten menos Edgar. A él nadie le ha explicado todavía la causa real de la prolongada ausencia de su padre y, en cambio, lo habían contentado con una versión basada en que tenía un trabajo muy difícil y lejano. Antón tampoco había tratado este asunto en las sesiones previas y ese día no pudo disimular un claro gesto de angustia y una lágrima inoportuna. Esa simple y discreta respuesta fisiológica involuntaria desata el nudo de una realidad postiza que había protegido a todos, incluido el propio terapeuta y la familia de acogida, hasta ese momento.

Edgar se fija en Antón e intuye —con esa intuición clarividente de los niños— que algo importante está sucediendo, algo que quizá su propio cerebro ya sabía, pero que él todavía no había podido conocer.

—¿Qué pasa, Antón? ¿Casi lloras? —le pregunta.

—Nada, no te preocupes, Edgar —contesta Antón, sintiéndose ridículo por responder de forma tan insustancial.

—Decidme la verdad, por favor —rogó Edgar—. ¿Por qué mi padre no viene nunca? ¿Lo de ese trabajo es otra cosa? ¿Por qué todo es tan raro, Helga? ¿Por qué todos me tratan de una forma diferente? ¿Dónde estás viviendo tú, mamá? ¿Por qué llevamos tanto tiempo esperando?

[Silencio.]

—¿Por qué se me van olvidando cosas y siempre Helga me cuenta otras cosas que me distraen cuando le hago preguntas sobre papá? Mamá, a veces pienso cosas raras… ¿Soy de verdad tu hijo? Dime tú algo, Helga.

Todas las preguntas salen a borbotones como una hemorragia, sin aparente dolor, pero con auténtico vértigo por la falta de control, como esa presencia de la muerte que siempre amenaza cuando nuestra sangre aflora al exterior.

—¿Te parece, Edgar, que elijamos una de tus preguntas? ¿Le parece a usted que comencemos con calma por responder al menos a una de las preguntas de su hijo? Helga, ¿tú te ves capaz de ayudar en esto ahora?

—pregunta Antón, retomando su tono y energía habitual.

La madre llora desconsolada y Helga mira al suelo, como si se abriese un gran agujero a sus pies por el que fuese a caerse al vacío. Pero Antón se acerca a Edgar y se sienta a su lado. Extrañamente, se siente ahora más fuerte y seguro que nunca sobre lo que tiene que hacer en la terapia. «Lo voy a hacer bien, despacio y delicadamente», piensa. Ya no tiene miedo.

Retratos de resiliencia

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