Читать книгу Retratos de resiliencia - Valentín Escudero - Страница 11
RESFRIADOS
Оглавление«No tengo ni idea de por qué estoy aquí».
Su actitud era relajada y su mirada amable. Diría que era una mirada curiosa, casi amistosa. Pero era obvio que no tenía ningún interés en comenzar la terapia. Es más, no creo que supiese qué podría ser o a qué podría parecerse una terapia en la unidad de terapia familiar.
—¿Has venido a la fuerza? —le pregunté.
—No. Me han dicho que tenía que venir y no me ha parecido mal porque así, al menos, salgo un poco del centro. Me ha traído el director; está fuera.
—Sí, ya lo he saludado.
Se produjo un momento de silencio, en el que nos miramos con cierta inquietud. Era obvio que era mi responsabilidad dar comienzo a la sesión, pero, por alguna razón, me sentía a gusto así, sin hacer nada. Y la situación no era en absoluto tensa; yo diría que incluso resultaba un poco divertida.
—¿Qué quieres que hagamos? —le pregunto por fin.
—No sé; lo que tú quieras. Yo estoy bien.
—¿Quieres decir que estas bien aquí ahora o que estás bien en general y que, por eso, no necesitas venir a ninguna consulta como esta?
—Las dos cosas. ¿Pueden ser las dos cosas? —pregunta con total sinceridad, sin atisbo de ironía.
—Claro. Y me gusta la parte de que estés bien ahora. Si te parece, ya que se han tomado la molestia de traerte de tan lejos, podemos probar.
—Vale. ¿Qué hay que hacer? —dice en tono animoso.
—Cuéntame lo que te parezca de ti; por ejemplo, ¿cuántos años tienes? —Trece. Hago catorce dentro de tres meses.
—¿Te gustaría contarme por qué estás en un centro de menores? Quiero decir: ¿qué ha pasado en tu familia para que estés en acogimiento?
—¡Complicado! —me responde con una mueca graciosa que reúne sus labios y su pecosa nariz.
—Sí, ¡vaya pregunta para comenzar! —rectifico avergonzado—. Olvídala. Cuéntame sobre…
—No, no hay problema. Te cuento: pues no lo sé; no sé lo que ha pasado. Todo iba muy bien. Yo estaba viviendo con Rosa y mi hermano que, bueno, no es mi hermano…; es hijo de Rosa. Espera: ¿tú no sabes nada de mí? —pregunta de pronto con una cara de sorpresa que me hace imposible no romper a reír. Ante mi risa, ella estalla en una carcajada inesperada y contagiosa.
—Perdona. No sé muy bien de qué nos reímos —le digo conteniendo apenas la risa.
—Ni yo. Pero se supone que tú eres el psicólogo, que lo tienes que saber todo —me dice en tono irónico pero afable.
—Vaya, pues lo siento. Dame otra oportunidad —le respondo en su mismo tono—. Mira, la verdad es que tengo un documento ahí en mi despacho que habla de tu vida, pero, como te iba tener a ti en persona, pensé que nadie me lo contaría mejor que tú.
—¡Huuuy! ¡Aquí Diana en directo contando sus cosas! —exclama, acercando un imaginario micrófono a su boca.
—Puedes contar lo que te parezca. Tampoco hace falta que todo sea verdad.
—¡Esa sí que es buena! ¿Puedo inventar?
—Lo que te parezca mejor para que yo te conozca un poco, la parte que quieras de ti. Vale adornarlo e incluso inventar.
—Pues te voy a decir la verdad. —Lo dice con rotundidad, como si fuese a revelar algo inusitado—. Hay un tipo de Menores (no sé ni cómo se llama) que ha montado todo este lío. Llevo dos meses en un centro porque él lo decidió y no me dejan ver a Rosa ni a Dani.
—El hijo de Rosa…, tu, digamos, hermano, ¿no?
—Eso.
—Rosa, entonces…, no es tu madre, ¿no?
—Yo la llamo mamá, pero no es mi madre en ese sentido…
—Biológico.
—Eso.
—¿Cómo es que vives con ella…, si quieres contármelo?
—Mi madre se marchó cuando yo tenía unos dos años; creo que tenía dos o tres años. Viví con mi padre y mi abuela.
—¿La madre de tu padre?
—Eso. Y mi abuela murió hace cinco años. Yo iba siempre a casa de Rosa. Mi padre estaba fuera o, simplemente, le parecía bien; no sabría qué decirte. Y no sé cómo fue que, día a día, fui viviendo con ella y con Dani. Y no había ningún problema.
—Dani, tu hermano, ¿cuántos años…?
—Para mí es como mi hermano. Tiene los mismos años que yo.
—Y Rosa y tu padre ¿son?
—No son novios ni lo han sido, creo. Son amigos, a veces. No sé; la verdad es que no se llevan muy bien. Si te digo la verdad, creo que hace mucho que no se hablan.
—Y hace unos meses que estás en un centro… ¿Pasó algo?
—Pues nada. Vinieron de Menores, los de la Junta, y me pusieron a mí en un centro y a Dani lo llevaron con su abuelo, el padre de Rosa.
—¿Tuvo Rosa algún problema? —pregunto con el tono del que se disculpa por haberte pisado.
—Fue culpa mía y de Dani, por no ir al cole y cosas así —responde preocupada y mirándome fijamente a los ojos.
—Y tu padre, ¿dónde estaba? ¿Qué dice?
—Mi padre me ha dicho que va a ir a las oficinas de Menores de la Junta y que va a sacarme del centro «sí o sí». Pero todavía no ha hecho nada. La verdad, no creo que haga mucho.
—¿Y Rosa?
—¡Es que no puedo hablar con ella! No lo entiendo. ¿Tú crees que hay derecho? ¿Tú crees que voy a esperar a tener dieciocho años para volver a casa? Dime si esto es justo.
—No, no; esto no funciona así —le respondo mostrando todo mi interés y acercando mi silla hacia la suya—. Tú tienes derechos y, por supuesto, no se está en un centro para eso ni tampoco tanto tiempo. Supongo que, si te han traído aquí, es para ayudar a solucionar los problemas, y estarán haciendo otras cosas que igual todavía no sabes.
—No lo creo. No le veo solución, la verdad. No te parezca mal, pero es que no entiendo qué podemos hacer aquí —dice desviando la mirada a las ruedas de mi silla móvil.
—Bueno, me gustaría hacer algo; quisiera intentarlo. Háblame un poco más de Rosa, ¿quieres?
—Es cariñosa, es buena, es divertida. Es guapa. —Su rostro se ilumina de nuevo.
—¿Qué problema tenía para no poder hacer que fueseis al cole y esas otras cosas?
—Tiene un problema de drogas. A veces la cosa se le pone peor, y eso…
—responde con dificultad para terminar la frase, porque la voz se le quiebra y su respiración se interrumpe.
Me mira directamente y yo siento que el mundo no tiene sentido para ella. Y, en ese momento, quiero que tampoco lo tenga para mí. No quiero ser un adulto que puede analizarlo y entenderlo; quiero ser un niño que está perdido con ella. Quiero estar de acuerdo con ella en que esto no tiene sentido: no es justo, y no hay quien lo entienda. Diana tiene trece años y está atrapada en una red de desesperanza e incomprensión. Yo viví algo parecido a su edad y lo reconozco con facilidad. Incluso lo reconocería aunque no quisiera: lo he visto, por desgracia, muchas veces en esta misma sala de terapia.
—Siento lo de Rosa —le digo, mirando al suelo.
—Gracias.
—¿Has hablado con ella?
—No me dejan. Me dicen que no saben dónde está.
—¿Podría ser?
—Sí, igual se encuentra mal y no está en casa. Estar sin Dani y sin mí… Seguro que está mal.
—No sabes nada de ella…
—No.
—¿Y has hablado con Dani?
—Todavía no —responde, negando con la cabeza en un gesto de dolor.
—Me gustaría hablar con Dani, y con su abuelo, el padre de Rosa, y con Rosa, y con tu padre. ¿Qué te parece?
—¿Tú puedes hacer eso?
—Si a ti te parece bien, lo puedo intentar.
—Gracias.
—¿Tú estás bien?
—No lo sé.
—Vale, no te preocupes. ¿A quién quieres que yo conozca primero?
—Habla con Rosa y con Dani, por favor.
—¿Tienes miedo de algo?
—Sí, la verdad es que sí. Todo lo que me prometen se estropea enseguida; no me fío de nada. Tampoco sé qué va a pasar: me temo lo peor, que Rosa esté muy mal.
—¿La has visto estar mal otras veces?
—Sí, fatal.
—¿Quieres contarme? —le pregunto en un susurro casi inaudible.
—Otro día, ¿vale? —me responde con una sonrisa agradecida—. ¿Cuándo tengo que volver?
—Cuando quieras. ¿La semana que viene?
—Vale.
—Como todavía nos queda un rato de esta sesión, ¿por qué no hablamos de cosas agradables de tu vida con Rosa y Dani?
—Dani es supergracioso…
Se arrancó así a contarme cosas cotidianas, cosas sin importancia, hablando sin parar, como una adolescente encantada de conocerse. Pero, al avanzar en su perorata, la respiración se le iba haciendo cada vez más agitada, y su risa, volátil y contagiosa, se iba haciendo cada vez más frágil y emotiva. En pocos minutos, de una forma sencilla, como una cometa que aterriza con suavidad y elegancia en una playa desierta, Diana comenzó a llorar.
—No me pasa nada —me dijo sin dejar de llorar.
—No hay problema —le dije, fingiendo distracción, mientras le ofrecía la inevitable caja de pañuelos.
—Los míticos clínex. Preparados para todo, ¿eh? —me dijo sonriendo, al tiempo que se limpiaba las lágrimas en el pañuelo que acababa de arrancar de la caja. Su inmensa y contagiosa sonrisa enjuagada en lágrimas hizo que todo se iluminase inesperadamente. Ambos miramos por la ventana, porque una nube se había desplazado un poco y un chorro de luz había entrado subrepticiamente hasta el fondo de la sala.
—¡No! ¡Qué va! —le contesté, imitando su tono de comedia. Los klínex los tengo para la gente que viene resfriada: los inviernos aquí son duros, ya lo sabes.
—Resfriados del alma, ¿no?