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LOS CANTOS DE LAS SIRENAS (DE GUERRA)

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El teniente serbio Zoran Veljovic pasó dieciocho meses del asedio a Sarajevo leyendo las obras completas de Susan Sontag. Lo hizo de manera metódica y por razones incomprensibles. Veljovic no era ni mucho menos un intelectual ni tampoco un aficionado a la literatura, apenas sabía desenvolverse en inglés y se expresaba de forma pueril y rudimentaria.

Sus primeras incursiones fueron las novelas de la escritora neoyorquina, aunque solo le interesaron algunos fragmentos sueltos de El amante del volcán (1992), especialmente aquellos donde se describían los uniformes militares de Lord Nelson. Siguió con las piezas teatrales, pero no entendió el mensaje de ninguna de ellas. Después pudo hacerse con un par de películas, quedando perplejo ante las imágenes de cuerpos muertos y sacos de arena que aparecían en Promised Lands (1974). Finalmente, leyó los ensayos dedicados al sida y a otras enfermedades, más tarde algunos textos en torno a narradores, cineastas y filósofos y, por último, el famoso aserto sobre fotografía.

Cuando hubo terminado su periplo lector, podría decirse que Veljovic continuaba sin tener opiniones claras sobre las ideas de aquellos libros. No obstante, entre los oficiales de su destacamento comenzó a circular un bulo cada vez más pertinaz: el teniente ya no era el mismo soldado intrépido y aguerrido, su ánimo empezaba a desfallecer tras el primer año y medio del sitio a Sarajevo, probablemente se había enamorado.

Ajena a todas estas conjeturas, Susan Sontag voló desde Manhattan hasta la capital de Bosnia-Herzegovina para representar Esperando a Godot (1952). «¿Cuáles fueron los motivos que le llevaron a elegir esta conocidísima pieza de Samuel Beckett?», preguntó un corresponsal. «Porque tiene una obvia similitud que no necesita ser explicada y porque todo el mundo sonríe cuando lo cuentas. La gente yendo hacia la muerte día tras día, mientras espera por algo que nunca llega. La gente que con un humor salvaje sigue adelante y se refiere a la vida y a la situación sin esperanza en la que se encuentra. Difícilmente podría hallarse una obra con mayor repercusión.»

El 16 de agosto de 1993, tras cinco semanas de ensayos preparatorios, se estrenó esta tragicomedia en dos actos. La escritora y el director de teatro Haris Pašović, con quien había concebido el montaje, salieron unos minutos antes para dar la bienvenida. Citaron a Gramsci y a Lope de Vega, a Alfred Jarry y Greta Ferušić, una profesora jubilada que sobrevivió a Auschwitz y que ahora también padecía el asedio a Sarajevo. Eran los tiempos en que aún se rechazaban las palabras de Bertolt Brecht, y su alocución terminó negando dos frases del dramaturgo y enarbolando una tercera: «A diferencia de lo que Brecht creyó en su día, ni la violencia ayuda allí donde la violencia reina, ni son malos tiempos para la lírica. Pero, como dijo el maestro, cuando la hipocresía comienza a ser de muy mala calidad es hora de empezar a decir verdades». Sontag cerró aquel prolegómeno con una nueva referencia brechtiana: «Las madres de los soldados muertos son los jueces de la guerra». Nadie aplaudió.

Esperando a Godot fue representada en ocho ocasiones, ayudados los actores por linternas que cada cierto tiempo descendían sus haces de luz debido al cansancio del brazo que las aguantaba. No había electricidad y todo el edificio se iluminó con velas en el suelo, sin embargo, era improbable creer que aquello fuese otro apagón.

El minúsculo teatro bombardeado que acogía las funciones dejaba ver, por un hueco en el techo, algunas nubes sucias de polvo y lluvia, así como los tejados de las viviendas cercanas, que recordaban la sonrisa mellada de un adicto a la heroína. El silencio era inquietante, de una solemnidad violenta. Tal vez por ello, aunque parezca ridículo, cuando desde el exterior se oía el bramido de algún transporte de la ONU, o los disparos de los francotiradores retumbando en los bloques de pisos, destrozando los vidrios de los vehículos abandonados, regresaba un tiempo que podía medirse y comprenderse, de súbito los personajes de Beckett se ausentaban de su carácter impalpable, adquirían una especie de rango ciudadano.

Susan Sontag permaneció siempre en la misma esquina de la platea, con las piernas cruzadas de ese modo en que se sientan los monjes budistas antes de iniciar sus oraciones, tal y como se inmolaban los bonzos contra la guerra de Vietnam. A veces miraba al público que llenaba el teatro, aproximadamente ochenta personas. Luego se volvía para escuchar las declamaciones de los actores –todos ellos bosnios, pero de etnias diferentes–, quienes leyeron el texto en sus respectivos dialectos.

Platón se quejaba del poco interés de los atenienses hacia los problemas del espíritu, algo extraño, pues entonces Grecia producía el mejor teatro y la más grande metafísica. Para confirmar dicha queja, el filósofo puso en boca de Sócrates inefables lamentos que hoy engrosarían las crónicas de opinión, asegurando en distintos pasajes de La República (380 a. C.) que a la filosofía se dedicaban, solo, «las ratas».

Este mismo argumento fue utilizado por Sontag para acusar a los intelectuales de su tiempo, a quienes repudió por sus inhibiciones públicas durante la guerra de Bosnia-Herzegovina y por su desaparición en las zonas del conflicto. Muchos tildaron a la escritora de populista, otros ensalzaron su compromiso y su radicalidad.

Beckett rechazó persistentemente las interpretaciones de sus obras, lo que le condujo a un verdadero atropello de los analistas teatrales, cuyos delirios alcanzaron cierto punto álgido con Final de partida (1957), la pieza donde aparece Clov, el sirviente que nunca puede sentarse.

«No tengo claves para solucionarles los misterios que solo ellos –quienes preguntan– se han inventado. Clov no es una metáfora inexacta del viajero ni una versión antagónica de Godot. Clov es lo que es en un lugar así y en un mundo así.» De este modo se expresaba el dramaturgo tras el estreno de su obra en el Cherry Lane Theatre de Nueva York en 1958, justo un año más tarde de que, sorprendentemente, se representase en Madrid de la mano de Alberto González Vergel.

Sontag también se revolvió contra la interpretación en aquel célebre ensayo con el mismo título, donde Beckett ocupaba un papel significativo. Decía la autora que los quebradizos dramas del escritor habían sido reducidos a burdas parábolas de la alienación humana, a alegorías estúpidas sobre los traumas contemporáneos. «La interpretación no solo es el homenaje que la mediocridad rinde al genio. Es la manera moderna de comprender algo», argumentaba la escritora con aquel estilo suyo tan proclive a los aforismos, previo al exabrupto, posterior a la exquisitez.

Toda la década de los sesenta fue una paulatina desaprobación –cuando no una declarada caricatura– sobre la figura del crítico. Así, auspiciados por la estela de Beckett y de otros autores, proliferaron los panegíricos al irracionalismo y se profundizó en la simbología desastrosa de cualquier exceso de teorización. No es extraño, por tanto, que cuando el artista Richard Hamilton presentó The Critic Laughs (1971-1972), donde vemos un cepillo de dientes eléctrico con una dentadura postiza encima, nadie comprendiese esta obra como un grito rebelde, sino que todos le devolvieran a la risa del crítico la sonrisa del espectador.

Contra la interpretación (1966) empieza con una cita de Willem de Kooning y otra de Oscar Wilde. En la primera el pintor dice que «todo contenido es como un encuentro, un calambre, algo minúsculo»; en la segunda el literato nos advierte que «las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias, pues el misterio del mundo es lo visible, no lo invisible». Termina el primer ensayo del libro con una recomendación evanescente: «En lugar de una hermenéutica necesitamos una erótica para el arte».

Samuel Beckett fallecería el 22 de diciembre de 1989, ahorrándose la Navidad de ese mismo año y el decenio que clausuró el siglo XX, donde, todo sea dicho, abundaron las interpretaciones de la Historia con enorme frenesí. Por ello jamás se sabrá qué hubiese pensado al enterarse de que Esperando a Godot fue puesta en escena como respuesta a la limpieza étnica promovida por los militares serbios, como símbolo de la desesperada situación de los habitantes bosnios durante la guerra.

Siguiendo las palabras de Oscar Wilde y, sobre todo, mirando aquella fotografía tomada por Annie Leibovitz donde se observa a los actores que representaron la obra en Sarajevo, quienes miran a la cámara con semblante cansado, entre montones de escombros y muebles descompuestos, uno se pregunta acerca de las vidas de esas nueve personas; por sus diferencias de edad y por sus maneras de desafiar lo que soportaban entonces; por sus ocupaciones antes de la guerra y por lo que les ocurrió más tarde; por los motivos y el convencimiento que les condujo a secundar la idea de una escritora sexagenaria e ilustre, venida desde una casa decimonónica del Greenwich Village a la que regresaría después; por los vínculos sociales e íntimos que tenían entre ellos; por el sentido profesional y político que cada cual otorgó a aquella función.

Interpretaciones. Esto que acabo de escribir son, por supuesto, interpretaciones. Unas veces resultan innecesarias y otras se necesitan. Unas veces confirman –como decía Susan Sontag– que nunca recuperaremos la inocencia anterior a toda teoría, que a partir de ahora y hasta el final cargaremos con la tarea de proteger lo que miramos, solo pudiendo discutir sobre este u otro medio de defensa. Pero también es cierto que la interpretación no se halla colonizada por «la culpa», pues hay veces en que las interpretaciones reparan, precisamente, todo aquello que habita fuera de la culpabilidad, por ejemplo, la condición de numerosas palabras para resumir un sentimiento colectivo, la naturaleza de algunas imágenes para sustraerse de esa misma inocencia y también de su apropiación por parte de las jerarquías o del poder.

Si contra la interpretación quiso decir, en algún momento, que nada es esencialmente expresivo, que todo es una mezcla sucia –pendiente de limpiarse– entre guarismos y lugares interesados, entonces resulta sensato colocar la mirada en las antípodas del interpretar. Pero si, como ocurre con tozudez, suspender el juicio es una forma elegante de que sean los otros –los que guardan la llave del sentido o los que ejercen la brutalidad, da lo mismo– quienes regulen nuestras extravagancias, condenándonos a permanecer enjaulados como fieras en el zoológico de la irracionalidad, entonces hay que empuñar la interpretación contra todo y a pesar de todos, sabiendo que ahí se dirime algo más primordial que el grado de deslices soportables, algo menos importante que el número de pecados que seremos capaces de confesar.

A propósito de los errores humanos y del teniente Zoran Veljovic, conviene fijarnos en qué decía la tropa sobre aquella anómala situación: «Hay ciertas emociones que son contraproducentes durante la guerra. Hay ideas que distorsionan el ánimo del ejército y operan como un virus desmotivador».

Pero Veljovic ni siquiera estaba enamorado, mucho menos amaba a Susan Sontag. Sus problemas, por así llamarlos, no residían en la falta de una interpretación adecuada sobre aquellos libros que leyó incomprensible y metódicamente. Los pesares de Veljovic se hallaban en el polo opuesto, es decir, se encontraban en las cosas y los mensajes que comprendió.

Porque al teniente –siempre igual de despiadado, jamás se redimiría por completo– le ocurrió lo mismo que a Martin Eden, el protagonista de la novela homónima de Jack London, cuyas lecturas le descubrieron las falsedades de ciertas quimeras, la estupidez de un gusto que él creyó exquisito y que habría de revelarse como mera apariencia de clase.

Martin Eden se tiró al océano después de perder la ingenuidad y con ella el amor de una joven burguesa que personificaba otra idea del mundo, vacua y enajenante. Zoran Veljovic nunca tuvo tentaciones suicidas, tan solo fue una mala racha, un blackout existencial motivado por la duración del cerco a Sarajevo.

Pero el rumor sobre su enamoramiento y su cobardía prendieron con gran fuerza entre los altos mandos militares serbios, de modo que aquel episodio, que pudo haberse saldado de forma privada, adquirió represalias inmediatas.

Así, el 15 de agosto de 1993, un día antes de que Susan Sontag estrenase Esperando a Godot en un teatro destruido de la capital, la cúpula del destacamento 197 comunicó a Veljovic que quedaba relevado de todas sus funciones –no de su sueldo y graduación– y que ingresaría, con carácter urgente, en algo parecido a un hospital civil, un sitio apartado y discreto donde pasaría una temporada.

Durante el último recrudecimiento de la guerra de Bosnia-Herzegovina, varios meses antes de que se firmasen los Acuerdos de Dayton, las autoridades del ejército serbio evacuaron la mayoría de los psiquiátricos en los que residían los enfermos mentales de sus propias filas. A lo largo de una semana las bombas de la operación Fuerza Deliberada –promovida por la OTAN– cayeron como si alguien estuviese rallando pan desde el cielo. El octavo día, cuando los ataques aéreos empezaban a ser intermitentes, una brigada de servicio se acercó hasta el Centro de Asistencia Médica de Doboj, donde hallaron a Veljovic incomprensiblemente sereno.

«Las instalaciones hospitalarias presentan serios daños estructurales y él ni siquiera está nervioso», escribió el oficial encargado de redactar el informe correspondiente. «De vez en cuando se dirige a alguna de las puertas de salida, donde observa el paso de los vehículos militares. Da la impresión de que todo le es ajeno. En verdad, parece un perro.»

De repente, mientras los camilleros clasificaban los cadáveres por pesos y tamaños, hubo un brevísimo bombardeo que apenas duró dos o tres minutos. Después, el silencio se adueñó del hospital en ruinas, la verja de entrada emitió un chirrido suave y, a lo lejos, los naranjos que hacían las veces de jardín movieron sus copas con una delicadeza ofensiva. Por un momento el paisaje simulaba tener ciertos recursos para distanciarse de los acontecimientos, una especie de cautela personal. Entonces, al cabo serbio que elaboraba el acta de lo sucedido le asaltó una duda de gran magnitud: ¿cómo describir esta apreciación mediante la terminología burocrática de la guerra?, ¿de qué forma traducir al lenguaje administrativo del ejército este detalle pequeñísimo y poético, claramente extemporáneo y peligrosamente sentimental?

Diecinueve apagones y un destello

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