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LA ESCORIA DE LA OBSERVACIÓN
ОглавлениеEl 24 de septiembre de 1912 Sigmund Freud entró por penúltima vez en la basílica de San Pietro in Vincoli en Roma. Caminó por uno de los corredores hasta llegar al cenotafio de Julio II y, plantado a escasos centímetros del Moisés de Miguel Ángel, intentó sostener la mirada despectiva y colérica del héroe. No lo logró, de ahí que saliese fuera de la iglesia entonces ruinosa, huyendo de la penumbra y de los ojos sin color de aquella estatua.
Los escasos feligreses que visitaban el templo a diario, la mayoría para resguardarse del frío, lo observaron con la misma perplejidad que las semanas anteriores, preguntándose quién podría ser aquel extranjero de barba blanca y bigote amarillento por culpa del tabaco.
Dos años más tarde el psiquiatra publicó en la revista Imago un texto que ni siquiera firmaría, donde dio cuenta de sus encuentros otoñales con Moisés. Este ensayo fue calificado por Jean Paulhan, el influyente director de la Nouvelle Revue Française, como «una lucha entre titanes», aunque leyéndolo hoy no se aprecia tal combate de colosos sino algo bien distinto y quizá más importante: qué rápido se apaga la lucidez ante ciertas formas de sobrecogimiento.
Son muchos los hallazgos que Freud legó a la historia del arte con su escrito, entre ellos una pauta interpretativa que denominó «la escoria de la observación». Dicho mecanismo está emparentado con el célebre método de Giovanni Morelli, quien releería la pintura de los maestros italianos a partir de detalles casi anodinos, los lóbulos de las orejas, la forma de las uñas o las aureolas de santos y vírgenes. Obviamente se trataba de un procedimiento policial, útil para distinguir la copia de los originales y que a Morelli le ayudó a engrosar su cuenta bancaria, pues de aquel veredicto con los detritus iconográficos salían refrendadas o condenadas al ostracismo numerosas colecciones de museos e iglesias europeas.
Aparte de Freud y de los connoisseurs del arte, hubo otros que cayeron de rodillas ante la audacia del crítico veronés. Por ejemplo, Conan Doyle, cuyo Sherlock Holmes es un Morelli de Baker Street, o Julio Cortázar, que le homenajea insistentemente en Rayuela (1963), La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). No obstante, uno de los morellianos más ilustres fue Bernard Berenson, considerado el «culpable» del furor renacentista entre la alta sociedad norteamericana durante los años previos al crack del 29, quien logró vivir como un magnate autentificando obras que luego eran adquiridas a precios obscenos por los millonarios de Boston, Chicago y Nueva York.
De Berenson explicaba Pier Paolo Pasolini cierta anécdota deliciosa. Parece ser que a mediados de los años cincuenta el papa Pío XII comenzó a tener alucinaciones cada vez más vívidas. Al principio nadie le dio demasiada importancia a este asunto, hasta que una tarde el cardenal Augustin Bea, confesor personal del pontífice, hizo saltar la alarma: el papa aseguraba haber visto a Dios deambular por los pasillos de San Pedro del Vaticano. Esto tampoco debería extrañar a nadie, ya que Eugenio Pacelli era un hombre fascinado por el poder turbador de las imágenes, según demuestra su encíclica Miranda Prorsus (1957), donde se ocupa de enjuiciar duramente el cine, la radio y la televisión. Aunque lo grotesco del relato viene después, cuando estando el santo padre tomando un té con Berenson, este le preguntó, sin prolegómenos, en qué estilo se le aparecía Cristo.
Pero regresemos a Freud y a su idea de que son los desperdicios lo único que puede interpretarse, pues del resto ya se encargan los profesionales de la comprensión. Precisamente una de estas excrecencias hermenéuticas, las hondas digresiones que el psicoanalista dedicó a la barba de Moisés, es el núcleo duro de su ensayo, el elemento que le permite aventurar una hipótesis revolucionaria: a diferencia del relato tradicional y de lo que creyeron todos los analistas anteriores, la escultura de Miguel Ángel no muestra al profeta en un ataque de rabia incontenible, sino después de haber reprimido su ira, es decir, durante un blackout anímico motivado por la frustración.
El modo en que el anciano se toca las guedejas barbudas, así como la postura descuadrada de estas, sirven a Freud para sostener que Moisés ni estaba levantándose de la silla ni tirando las Tablas de la Ley al suelo, a punto de gritar contra su pueblo, sino que ya habían pasado unos minutos después de haber enfurecido, y ahora permanecía sentado y en plena decepción con sus compatriotas, tal vez consigo mismo.
Este plus contemporáneo que el psicoanalista aporta a la obra, donde poco le falta para invitar a Moisés a pasarse por su diván en Viena, se ha leído como un trauma corporativo, la prueba de que Freud también era adicto al trabajo. Sin embargo, lo más probable es que el autor de Tótem y tabú (1913) observase en la indignación del personaje bíblico un sentimiento de impotencia e injusticia que atraviesa la historia entera, transportando a quienes lo padecen desde el chillido que acusa hasta el silencio culpable.
Freud es una de las miradas más apabullantes del siglo XX, un intelectual imprevisible y decisivo a partes iguales. Sus metodologías de análisis convirtieron el caso clínico en literatura y sus objetos de estudio reenfocaron los lugares donde se debía buscar el saber. Por otro lado, el índice de temas que exploró puso encima de la mesa un nuevo espectro de categorías con las que reinventar la subjetividad.
Siempre atento a los puntos ciegos de la historia, antes que a sus momentos estelares, hay en Freud una lección de insignificancia que supera con creces la simple arqueología de excentricidades. Así cabe entender sus averiguaciones sobre el paisaje del inconsciente: como el asalto definitivo contra el idealismo, un golpe de voz que pronuncia la palabra «experiencia» desde lugares nunca oídos anteriormente.
La escoria de la observación es aquella parte de lo visto que nos obliga a mirar de nuevo, que nos exige decir algo distinto y que nos demanda un ejercicio hermenéutico radical e imprevisible. Esta tríada constituye cierta «propuesta de uso» para nuestras capacidades de imaginar el mundo y, al mismo tiempo, una posición desde donde se desautoriza lo emblemático.
En uno de sus libros más feroces, El dolor (1985), Marguerite Duras narra la vuelta a casa del escritor Robert Antelme desde el lager de Duchau, los primeros diecisiete días de aquel cuerpo en lucha por recuperar las funciones elementales, como pasear, beber o dormir.
Es bien sabido que los deportados tenían numerosas dificultades físicas tras su liberación, entre ellas dos insalvables: comunicarse y comer cualquier tipo de alimento. El apagón del habla duraba meses, incluso años, no así la ingesta de materiales sólidos, algo imprescindible para ganar peso pero que implicaba un riesgo mortal, pues el estómago de aquellas personas se había empequeñecido y debilitado hasta tal punto que un simple trozo de fruta demasiado grande podía perforarles los intestinos y producir hemorragias fatales.
Marguerite Duras apenas se sorprende por el silencio de su marido, sin embargo dedica páginas y páginas a hablar de las heces de Robert L., el color viscoso y en nada parecido a algo humano, el hedor nauseabundo, similar a la putrefacción de ciertos vegetales muertos.
Barbas y mierda, hombres frustrados por la falta de fe de sus semejantes y hombres huyendo del animal que todos estamos (per)siguiendo. Desde Freud sabemos que la rebelión se escribe con caracteres escatológicos, nunca con letras doradas ni con signos de sangre. Tras leer a Marguerite Duras resulta imposible acercarnos a La especie humana (1947), el famoso relato de Robert Antelme sobre su experiencia en los campos de concentración nazis, sin sentir que aquel testimonio es también –o es, sobre todo– una advertencia de que a veces se escribe para sanar un cuerpo dolorido y atemorizado, con la ingenua pretensión de que así se curará el sistema nervioso y los organigramas de la humanidad.
La basura de la contemplación ha levantado edificios de adobe que, sin embargo, aguantaron en pie más tiempo que sus homólogos de mármol. Esta perdurabilidad puede atribuirse al sitio donde se ubican, entre lo indetectable y lo insignificante, es decir, entre aquello que no siendo visto tampoco puede ser atacado; entre eso que por carecer de relevancia impide a lo significativo cerrarse tras de sí.
Pero igualmente parece lícito pensar que en todas esas imágenes desechadas hay un augurio que espera su lectura, hay la sospecha de que ahí –ahí, sobre todo–, en este blackout con los pies de estiércol, no encontraremos verdades, sino, como decía José Lezama Lima, lo imposible golpeando contra lo posible y engendrando un infinito de posibilidad.