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BLACKOUT

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«De repente todo se oscureció.» Así, con este membrete de funesta cortesía, han arrancado numerosas historias a lo largo de los tiempos. Testimonios sobre guerras y hecatombes de la naturaleza, crónicas acerca de castigos humanos y miserias divinas, relatos que explicaban el horror o que tan solo describían ciertos fenómenos atmosféricos.

Y al revés, algunas de las mayores afirmaciones totalitarias también vinieron precedidas de una celebración súbita e igualmente luminosa: «De pronto se hizo la luz». Es decir, de manera imprevista se alumbraron zonas que quizá debían permanecer a oscuras, violentamente se esclarecieron los secretos más inalienables de las personas, sin pedir permiso se estigmatizó –bajo el amparo de esa misma luz– cualquier opacidad considerada improcedente.

Podría parecer, entonces, que todo se halla en el mismo sitio donde alguien lo inició, que el autoritarismo sigue aferrado a un foco de enorme potencia, mientras que la discrepancia continúa llevando brazalete negro. No obstante, entre la mística a veces sobrevalorada de la noche y la épica casi siempre marcial de las mañanas, irrumpe un fallo en el racord de lo visible que merece explorarse con detenimiento.

Me refiero a la idea de apagón, a los cortes en el suministro eléctrico que actualizan el desacuerdo entre luz y oscuridad pero, sobre todo, a los fundidos que señalan el ocaso o la aurora de los tiempos; a aquellos parpadeos de la historia y a estos guiños del destino; al abrir y cerrar las claquetas que anuncian la acción política y a sus diversas bajadas de tensión; al ronquido de los obturadores fotográficos mientras «las turbas» se sobreexponen en sus espacios íntimos; a ese ojo insomne, fascinado con el minuto decisivo y las imágenes perfectas, donde incluso la ley olvida –por fin– la tortura que significa verlo todo y verlo siempre.

Aunque muchos se empeñen en negarlo, nuestro más pomposo Apocalipsis es un sencillo blackout, y del mismo modo que el Día de la Cólera devino el Día de la Recapitulación, el momento de escrutar frente al poder aquello que fuimos y en qué estamos dispuestos a convertirnos, un apagón le restituye al mundo todas sus paradojas críticas, todos los innumerables sinsentidos que anteriormente tuvo.

No podríamos vivir cada segundo, cómo negarlo, dentro de un blackout; no querríamos estar a la espera perpetua del día ni bajo la promesa perenne de la noche. Aun así, cuando un corte lumínico detiene «los quehaceres cotidianos» se producen extraordinarios desbarajustes: las personas reorganizamos nuestras prioridades, abrimos paréntesis en el horario, tuneamos herramientas, nos impacientamos de manera distinta y pedimos la misma ayuda habitual.

Cualquier apagón trae consigo una multitud de señales venidas desde la intemperie, llamamientos para abandonar nuestra casa y concurrir en el exterior. A la vez, un blackout mide cuán eficaces pueden ser las fuerzas del orden, el empeño de sus preceptos pasajeros, la tenacidad con que obstruyen emergencias y voluptuosidades.

Se equivocan aquellos que leen un apagón de forma excéntrica, como la adecuación transitoria a los errores del sistema. Y se confunden, también, quienes vislumbran en el blackout cierta oportunidad donde desconectar de los otros para sumirse en un autismo perfecto y fugaz. Uno de los primeros pensamientos que sobrevienen cuando las luces se colapsan es saber si al resto de gente le ocurrió algo parecido, y uno de los gestos más frecuentes es salir afuera para evaluar el alcance de lo sucedido.

La dimensión lírica de un apagón es indiscutible, según explicaron los futuristas, el cine de catástrofes y algunos escritores apasionados con las ruinas tecnológicas, también la estética del accidente. Por otra parte, la importancia filosófica de dicho fenómeno tiene numerosos autores tópicos, entre ellos Michel Serres, Isabelle Stengers y, sobre todo, Michael Taussig, quien se ha ocupado de investigar hasta qué punto la ley gobierna a través del desastre. Finalmente, los réditos mediáticos de un blackout son muy amplios, basta hojear las hemerotecas de los diarios para cerciorarse de que un corte eléctrico global solivianta hasta al redactor más descreído, favoreciendo teorías rocambolescas, así como un manojo de castigos metafóricos o sobrenaturales.

Situado entre dos fabulosos -ismos, el esoterismo y el histerismo, un apagón cuestiona que a oscuras solo podamos quedarnos quietos, aunque también nos anuncia que, cuando las luces sean restablecidas, tendremos que asumir su perentoriedad como el efecto de unos desgastes abusivos, y no como una condena divina o imperativa.

De todas formas, el «problema» tampoco se soluciona nombrándolo, de ahí que el enigma continúe siendo qué hacer entretanto, dónde ubicarse durante esos instantes en los que ciertas disposiciones del mundo se llenan de erratas y averías. El poeta peruano José Watanabe nos ha dejado unos versos útiles para afrontar semejante disyuntiva, dicen así:

Qué rico es ir

de los pensamientos puros a una película pornográfica

y reír

del santo que vuela y de la carne que suda.

En efecto, cuando la luz se corte –igualmente cuando regrese– estaremos todos juntos y todos ahí, en el centro de las ofuscaciones y en mitad de lo inconfesable. No está demasiado claro que ello sea tan rico: habrá quien se martirice con la pureza y habrá quien desee no haber frecuentado jamás el vicio. Sin embargo, insisto, ahí nos encontraremos, es decir, aún no nos secuestraron desde las alturas, aún no nos hemos dejado sumergir en alguna opaca profundidad.

Diecinueve apagones y un destello

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