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MIS PRIVILEGIOS SON TUS EMOCIONES

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En un lateral del Ala Denon del Louvre, a pocos metros de donde los flashes fusilan cada mañana y cada tarde a La Gioconda (1503), hay un corredor casi siempre vacío, que guarda treinta y tres pinturas de Jean-Baptiste-Siméon Chardin.

La mayoría de estas telas tiene el tamaño de un ventanuco, muchas son bodegones, otras reproducen escenas protagonizadas por simios que pintan o se esfuerzan en descifrar la veracidad de una pieza de anticuario. También hay señoras tocando el organillo, madres instruyendo a sus hijas en el arte de la costura, un alquimista que lee sin demasiado interés y con la barba mal rasurada, el rostro apacible de Madame Chardin junto al autorretrato de su esposo, y ambos se parecen tanto que cualquiera diría que son hermanos.

Un travelling por las ocupaciones de la burguesía francesa del siglo XVIII, esa es la conclusión que uno extrae al caminar deprisa por el pasillo que el Louvre dedica a la obra de Chardin. No obstante, entre el bazar de gentes, objetos y animales, sobresale un óleo más «intempestivo» que el resto, donde vemos a un niño contemplando el baile de una peonza.

Sabemos que el adolescente se llamaba Auguste-Gabriel Godefroy y que era el hijo pequeño de un reputado joyero, la estirpe del cual se prolonga hasta Charles Godefroy, aquel excéntrico aviador que, en 1919, tres semanas después del desfile de la Victoria, llevó a cabo una serie de vuelos acrobáticos por el cielo de París. Godefroy culminó su performance aérea atravesando el Arco de Triunfo; las fotografías de época muestran que las alas de la avioneta pasaron a escasos centímetros de los pilares interiores del monumento.

Pero volviendo al retrato que nos ocupa, cabe decir que no existe ni una sola crónica del momento, ni un solo comentario posterior, que no utilizase el adjetivo «absorto» para calificar al muchacho pintado por Chardin. Igualmente, tanto los espectadores de 1738 como los blogueros más desalmados elogiaron con contumacia «el tiempo detenido» que simbolizan los giros de la peonza.

Sin embargo, aunque el mayor logro de este cuadro es un apagón en el orden de lo que acontece, o sea, que en el fondo no ocurre nada, en su interior encontramos algunas particularidades que merecen tomarse en consideración. Por ejemplo, a pesar de la fijeza con la que el niño observa su toton, las leyes de la física rechazan de pleno que el trompo esté danzando. El mismo Chardin tampoco se tomó la «molestia» de añadirle a la peonza unos brillos volátiles, o un aspecto borroso que denotara movimiento. Al contrario, el objeto está inclinado, sí, pero en extrema quietud, como si alguien hubiese detenido aquella escena pulsando un pause sideral.

En otro sentido, por más que se acuda a Huizinga y a su Homo ludens (1938), a Rousseau y a la siempre detestable ociosidad burguesa –a esa candidez infantil de quienes más tarde dirigirán fábricas, gobernarán países y explotarán a la plebe–, resulta difícil demostrar, insisto, que por muy pazguatos que sean los vástagos de las oligarquías, haya alguien con doce o trece años –su estatura así nos lo señala– que permanezca «absorto» ante el hecho, escasamente singular, de que los trompos giren y giren hasta derribarse.

Porque, digámoslo claro, nadie atraviesa pubertades esperando este tipo de sortilegios inexistentes, nadie desayuna, se coloca su casaca y su peluca, se empolva la cara y se dirige al encuentro de la sublimidad convertida en peonza. Solo hay que ver las manos gigantescas y varoniles del niño para imaginarle otros quehaceres más prosaicos: peleas con sus hermanos, lanzamiento de objetos a la institutriz por insistir en que se levante de la cama, tirones de riendas durante las clases de hípica…, en fin, todo eso que desarrollaba el grosor de dedos y la anchura de palmas en el largo otoño de la adolescencia aristocrática ilustrada.

Alfred Hitchcock aún no rodaba películas en 1738, y puede que esto explique cierta depreciación del concepto de suspense entre los franceses pudientes que habitaron en el siglo XVIII. También es probable que comentaristas, youtubers y literatos de aquí y allá vean en cada privilegio de clase un asombro. Con apagones como estos se fabricó el sentimentalismo pequeño y medio burgués, la mercantilización del yo y hasta el género confesional. Se empieza alabando las fragilidades de la mirada y se termina votando al primero que pronuncie el término «estado del bienestar».

A propósito de cuitas electorales, absténganse de pensar que aquí hacemos apología del trabajo o que solicitamos dinero gratis. Hace dos décadas el colectivo Tiqqun publicó un panfleto, titulado Primeros materiales para una teoría de la Jovencita (2001), donde analizaba cómo el capitalismo amputó, paulatina y metódicamente, todo un conjunto de órganos éticos, políticos e incluso físicos al cuerpo de los individuos y, por ende, al cuerpo social. Para ello, Tiqqun se refiere a cierto proceso de «jovencitación» que vendría a ser, según anuncian al inicio de su texto, una respuesta explícita a la amenaza revolucionaria, una contrafigura de esta.

Hoy sería impensable apoyarse en epítetos como el de la Jovencita sin causar estupor. Verdaderamente la metáfora resulta deplorable y sexista, mientras que muchas de las consignas empleadas por Tiqqun –«El culo de la Jovencita no es portador de un nuevo valor, sino de la desvalorización inédita de todos los valores que lo han precedido»; «En su divorcio, el amor y el culo de la Jovencita se han convertido en dos abstracciones vacías»; «El culo de la Jovencita es una aldea global»– suenan a machismo recalcitrante.

Construido a base de sentencias e imágenes comentadas, a medio camino entre un manifiesto dadaísta y The Medium is the Massage, este libelo transita desde la nostalgia por no se sabe qué tipo de amor puro hasta una acidez pasada de testosterona. Es curioso que tras Debord y la Internacional Situacionista, todos aquellos que se aprestan a criticar al Espectáculo tomen el cuerpo de las mujeres como chivo epistemológico.

Leyendo Primeros materiales para una teoría de la Jovencita, y mirando de nuevo al niño de la peonza, no hay manera de discernir quién tiene el interruptor moralista más rápido, si los ojos pinchados en sangre de Tiqqun o las pupilas con cataratas de Chardin. En cualquier caso, parece que ambos, los cuarentones activistas y el jubilado parsimonioso, personifican sendos extremos a la hora de imaginar cómo administran «su mundo» los adolescentes, si la juventud es un síntoma y un campo de pruebas para los despliegues del sistema o si, al revés, es un augurio y un período de inflexión donde aún no se manifestaron las opresiones adultas.

El proyecto de desciframiento sobre qué piensan y qué hacen los jóvenes ha durado casi trescientos años, son los mismos tres siglos que produjeron disidencias de todo tipo y un rearme de los códigos normativos. Durante esta «era del desacato» –que también es el período que vio erigirse a la mayoría de los mitos juveniles–, las subversiones fueron medidas por su capacidad para criticar el consenso o por sus empeños en destruirlo. Aun así, queda pendiente un cómputo de la disidencia que no entienda esta como «forma-de-ver-el-mundo» ni mucho menos como estilo desde el cual narrarlo, sino como un trabajo en numerosas ocasiones agotador.

Lejos del costumbrismo con el que se poetiza o se vilipendia a la clase trabajadora, pero también fuera de esos espasmos ideológicos que suscitan las representaciones de las élites en el campo del arte, hay quienes «elaboran» revolución a tiempo completo, sin necesidad de ampararse ni de legitimarse en los espacios donde la discrepancia se bebe a golpe de eslogan o como un puntilloso asunto de terminología.

El péndulo entre apocalipsis e integración, entre delincuencia callejera y workshop de museo, sigue teniendo una sombra infinita, tal vez un complejo desenlace. Cada sublimación estética llega secundada por la sospecha de haber renunciado a un uso público de palabras e imágenes; cada rabia política precede a una incógnita sobre cómo resolver el «problema individual» sin desembarazarnos de la «incógnita colectiva».

Durante los últimos tiempos las emociones se han puesto de moda en el ámbito del arte. Las celebran quienes se sienten ahogados por tanto «sindicalismo estético» y las repudian quienes ven en ellas una tangente para salirse de los conflictos sociales. Así, en nombre de la emoción, se nos pide que elijamos fervor o ira, belleza o militancia, oscuridad o luz cegadora. También hay los que demandan suspensiones de las facultades críticas, la siempre socorrida inhibición en pos de las no menos célebres experiencias vivenciales, es decir, un poquito de Kant y un trocito de Bartleby.

A este propósito es bueno parafrasear al maestro Bourdieu para decir que las emociones nunca se desarrollan en un limbo subjetivo, sino dentro de un programa ideológico variable, en el interior de aquellas condiciones que nos construyeron como espectadores. Por esto, discernir cuáles son esos condicionamientos significa dar un primer paso para liberarnos de su influencia, mientras que historizar nuestra relación con la lectura artística es la manera de huir de todo lo que la historia pretende imponernos como presupuesto inconsciente, como emoción aparentemente genérica y solo nuestra.

Es obvio que las emociones se declinan en primera persona del plural, aunque si nos atenemos a las particularidades de raza, de género y, sobre todo, de salario no resulta tan evidente qué significa este ecuménico «nosotros».

Subida a lomos de un corcel emotivo, hoy predomina la convicción según la cual el arte solo debe plantear preguntas, nunca responderlas. A riesgo de parecer arrogantes, diremos a los absortos con el niño de Chardin que NO, que de ninguna manera ven lo mismo cuando miran un burgués y un proletario; que SÍ, que, tras leer Primeros materiales para una teoría de la jovencita, uno desarrolla simpatía por el simulacro, prefiere el adulterio al amor ultrateorizado, le entran ganas de aligerar su dieta, hacer taichí y medirse el nivel de colesterol.

Diecinueve apagones y un destello

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