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De la modernidad a la posmodernidad

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Un cambio en el estatus de la ciencia objetiva no es un consenso, pero se ha aceptado ampliamente una nueva fase en la historia de Occidente, la cual ha sido llamada posmodernidad (Anderson 1999; Lyotard, 1998, 1993; Grenz, 1997; Connor, 1996).

Como un paradigma filosófico, la posmodernidad fomenta la ciencia, el relativismo, el pluralismo, la diversidad, la religión, la intuición y la emoción como modelos y fuentes de conocimiento del mundo y de la naturaleza humana. Ese paradigma emerge sobre la fragmentación de la ciencia tradicional, que se mostró incapaz de cuidar del ser humano y de la Tierra. Al contrario de la Edad Media, cuando se creía en un Dios supremo, y de la Era Moderna, período en el que se exaltaba la razón como criterio infalible, la posmodernidad está caracterizada por la ausencia de verdades y valores absolutos y por la búsqueda de la utilidad y relevancia del conocimiento.

Este nuevo paradigma científico y cultural ha cobrado impulso con la formación de la aldea global, posibilitada por el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, que ha acortado las distancias, aplacado los nacionalismos, y ha llevado a las diversas culturas del mundo a un proceso de aproximación, sincretismo y redefinición. El choque e integración de las culturas ha favorecido la relativización de las normas tradicionales que han marcado la cultura occidental cristiana.

El filósofo y activista francés Claude Lefort cree que “si hay un sentimiento actualmente compartido, es el de la crisis de nuestro tiempo” (1996, p. 27). Aunque no haya consenso sobre los conceptos posmodernos, y no lo habrá, los observadores coinciden en que hay un proceso de transformaciones sin precedentes. El teólogo estadounidense Stanley Grenz afirma que “todo indica que estamos atravesando un desplazamiento cultural solo comparable a las innovaciones que marcaron el nacimiento de la modernidad” (1997, p. 16).

Este nuevo paradigma representa el abandono de la moral cristiana y el rechazo de un patrón de verdad universal. Jean-François Lyotard afirma que, simplificando al máximo, la posmodernidad representa “la incredulidad en relación con las metanarrativas” (1998, p. 26), esto es, los conceptos e ideas considerados como universales. En la obra A Condição Pós-moderna, él anuncia el fin de todas las narrativas grandiosas, declarando que el mundo del pensamiento está inmerso en la diversidad y en el relativismo. En textos subsecuentes, Lyotard amplía la lista de las metanarrativas fallidas al incluir la “redención cristiana y el progreso ilustrado” (citado por Anderson, 1999, p. 39). En Moralidades Pós-Modernas, Lyotard afirma que “los modernismos fueron humanismos, religiones del hombre”, indicando que también la Ilustración, el racionalismo y el marxismo constituyeron metanarrativas (conceptos absolutos) renunciadas en la posmodernidad. Para él, la mayor metanarrativa sería el cristianismo, que “hace tiempo dejó de modelar las formas reales de la vida social, política, económica y cultural” (1993, p. 32).

Lyotard equipara al cristianismo, al judaísmo y al islam con la idea de una alteridad irreductible, una autoridad por encima del hombre, sostenida por la tradición. Esa alteridad está vinculada a la trascendencia y a la idea de ley. Para el pensador francés, esa “Ley trascendente”, válida para todos los tiempos y las personas, deriva de la lectura del “Libro”, esto es, de la revelación bíblica. La posmodernidad sería el rompimiento con esa autoridad moral y filosófica absoluta, dado que, para el posmoderno, la tradición ya no existe, y las Escrituras serían parte de una cultura específica, pero no universal.

La posibilidad de autodestrucción hizo que la generación posmoderna se convenciera de que la vida en la Tierra es frágil. Ante la amenaza terrorista y de inseguridad en el mundo, se caracteriza la posmodernidad con un “pesimismo corrosivo” (Grenz, 1997, p. 34), lo que lleva a una valorización creciente del momento presente.

La ruptura con los modelos y patrones de racionalidad da lugar a la amplia difusión de las ideas y de los comportamientos posmodernos que valorizan el placer, la intuición y lo irracional. El nuevo paradigma se difunde por los medios de comunicación, y principalmente, a pesar de las instituciones, por medio de las redes sociales e Internet.

La expresión “posmodernismo” se refiere al patrón filosófico, mientras el término “posmodernidad” señala la sociedad resultante de ese modelo. Este nuevo paradigma tiene una visión propia de la naturaleza del conocimiento, que favorece el pluralismo, la autonomía del individuo y la diversidad. La cultura posmoderna se distancia del pasado por su rechazo a la tradición, siendo también posracional y posdualista. Algunos de estos conceptos y valores posmodernos son analizados a continuación.

El conocimiento posmoderno

Tiene consenso entre los estudiosos el papel ejercido por Nietzsche, el filósofo del nihilismo, en la formación del pensamiento posmoderno. Friedrich Nietzsche (1844-1900), hijo y nieto de pastor luterano, abandonó la fe cristiana en su adolescencia, y terminó su vida deprimido. Sin embargo, sus libros son fuentes valorizadas en el pensamiento posmoderno. Sus ideas influyeron en algunos de los pensadores contemporáneos más conocidos, como Michel Foucault, Jean Baudrillard, Jacques Derrida y Jean-François Lyotard. Por haber embestido contra la teoría del conocimiento universal y absoluto, a Nietzsche, el hombre que osó pregonar la “muerte de Dios”, se lo reconoce como el patriarca del posmodernismo.

Otro precursor del pensamiento posmoderno es Martin Heidegger (1889-1976), para quien la crisis de la razón y del humanismo, presenciada en el siglo XX, se debió a la sustitución de Dios por el hombre en el centro del universo. (Ver Lyon, 1998, p. 20.)

La visión subjetiva del conocimiento se apoya principalmente en estos pensadores, y representa una negación del pensamiento teológico así como del racionalismo, los cuales admiten verdades universales. Un primer principio para los posmodernos es que los valores éticos y el saber filosófico no pueden ser objetivos ni universales porque el universo no es una máquina, y los seres humanos tienen una historia personal e individualizada, pasible de interpretaciones diferenciadas. También, están convencidos de que “hay otros caminos válidos de conocimiento además de la razón, que incluyen las emociones y la intuición (Grenz, 1997, p. 24). Influenciado por el contexto, por la experiencia personal y por la historia, el conocimiento posmoderno es relativo, pluralista y subjetivo. Así, se intenta dar espacio a la naturaleza local o contextual de la verdad, no admitiendo la existencia de verdades válidas para todos los tiempos. En el campo religioso, las creencias son consideradas verdaderas si hay una comunidad que las defienda, siendo válidas para esa comunidad.

Ante esta relatividad del conocimiento, los posmodernos no están, necesariamente, preocupados en probar que están en lo “cierto” ni que los demás estén “equivocados”. Según Lyotard, el posmoderno ignora el bien y el mal. En cuanto a lo verdadero y lo falso, “lo determinan de acuerdo con lo que es operacional o no en el momento que se lo juzga” (Lyotard, 1993, p. 97); siendo esa evaluación relativa a la circunstancia específica.

En la aldea global, ante la pluralidad de verdades e ideas, el sociólogo David Lyon dice que la situación posmoderna es de “hiperrealidad”, en la que los absolutos pierden gradualmente su fuerza y su significado en un mundo de múltiples interpretaciones. La transición del milenio da testimonio de una crisis cultural de significado sin precedentes. “La búsqueda de una división entre lo moral e inmoral, lo real y lo irreal” se vuelve fútil, según él (1998, p. 30).

Los posmodernos rechazan la ciencia con sus verdades universales, morales y filosóficas, y atribuyen al ser humano un papel más simple que el que desempeñó en la Era Moderna. En lugar de ser un descubridor de verdades absolutas y trascendentes, el investigador humano ahora es un creador de verdades relativas y temporales. Para Nietzsche, lo que los ilustrados consideraban como conocimiento descubierto (ciencia, ética, filosofía, moral, religión) era solo creación humana. Y el proceso de concepción de la realidad, de la vida y de la moralidad es un asunto individual y diferenciado. Sobre la concepción de la moral cristiana, él escribió, en su libro Así habló Zaratustra: “Hay una extraña locura que se llama bien y mal” (Nietzsche, s.f.[b], 188).

Osado e irreverente, a través de la boca de su personaje Zaratustra él proclama: “En nuestros tiempos blasfemar contra Dios era la blasfemia más grande; pero ahora Dios murió, y con él murieron tales blasfemias” (Nietzsche, s.f.[b], p. 8).

Por lo tanto, el posmodernismo, fomentando el relativismo moral y filosófico, socava la tradición filosófica occidental que imperó desde Aristóteles hasta Kant.

Michel Foucault (1926-1984) rechazó el conocimiento a priori (de Kant) y el estructuralismo, que favorecen la noción de verdad universal (1995, p. 148). Él consideró que el error más grave de la cultura occidental fue pensar que había un cuerpo de conocimiento universal esperando ser descubierto. Al contrario del universalismo, que selecciona y clasifica los saberes históricos según normas lógicas preestablecidas, él defendió la preservación de todos los conocimientos humanos, de cada cultura y de cada tiempo. Así, él propuso la idea de un “archivo” que contendría todo los que los seres humanos hablaron y pensaron de forma libre y voluntariamente, produciendo verdades individuales. Para él, ese archivo es dinámico y “no tiene el peso de la tradición”. Su diversidad permitiría que “los enunciados subsistieran y que, al mismo tiempo, se modificaran regularmente” (Foucault, 1995, p. 150). La idea de “archivo” de Foucault encontró expresión en Internet con sus contenidos fluidos, diversificados y alterables en todo momento.

Según Foucault, la discusión de verdades universales, fecunda en tiempos pasados, sobrevive con dificultad y “es conducida por farsantes y forasteros” (ibíd., p. 227). Él veía al inconsciente como “la extremidad implícita de la consciencia”, a la mitología como una posible “visión del mundo”, y un romance como una vertiente exterior de una “experiencia vivida”. Argumentó que esas “fuentes” antes rechazadas por la razón, han traído “verdades nuevas” (ibíd., p. 229).

La comprensión posmoderna del conocimiento, por lo tanto, se basa en dos presuposiciones fundamentales: (1) toda explicación de la realidad es una construcción válida, pero no necesariamente verdadera; y, (2) no hay conocimiento universal revelado por entidades sobrenaturales o concebido por la mente humana. Esa es la columna vertebral del posmodernismo. Es una línea en común desde Nietzsche hasta los actuales pensadores posmodernos, y representa una deconstrucción de la tradición y de la verdad religiosa.

Schaeffer dice que no solo es diferente la naturaleza del pensamiento posmoderno, sino también la propia manera de pensar. Para él, “la razón por la que muchos cristianos no están entendiendo a sus hijos es porque están siendo educados en función de otro modo de pensar” (1974, p. 43). Cuando a alguien educado según los patrones posmodernos se le dice que determinado concepto es verdadero, esto no significa para él lo mismo que significa para una mente moderna. Para el último, algo “verdadero” es infalible y absoluto; para el posmoderno, “verdadero” puede significar apenas “bueno” o “útil”.

La relativización del conocimiento cambia también el objetivo de la investigación. La meta del estudioso pasa a ser “nivel de desempeño”, en lugar de la “verdad”. La pregunta deja de ser “¿será verdad?”, y pasa a ser “¿para qué sirve?” (Grenz, 1997, p. 80).

Inicialmente, el relativismo afectó a las normas y los valores tradicionales, dejando de lado a la ciencia, cuyos resultados fueron vistos como objetivos. A medida que se avanzó en la profundización de las ideas posmodernas, el relativismo parece haber alcanzado incluso los conocimientos científicos. Sérgio Paulo Rouanet afirma que nuestra época “tuvo el privilegio de historiar las ciencias exactas: nuestra física no es mejor que la renacentista, la medieval o la griega; la teoría de Copérnico no es más exacta que la de Ptolomeo”. Así, “todas ellas son válidas, dentro de su respectivo paradigma. También aquí la razón es contextual y solo produce verdades contextuales” (1996, p. 294).

Rouanet encuentra el motivo de tal relativización en la exaltación del inconsciente como fuente de “verdades”; lo cual, para él, es una interpretación irracional del psicoanálisis. “Se exalta al inconsciente como portador de verdades más altas que las accesibles al yo consciente (ibíd.). El “descubrimiento” del inconsciente en la vida psíquica representa, sin duda, un giro radical en la historia de la razón que convierte a sus postulados en infinitamente frágiles, sujetos en todo momento a ser tragados por los “descubrimientos” (o “revelaciones”) del inconsciente.

De este modo, el posmodernismo desacredita la existencia del conocimiento trascendente y favorece la exaltación del inconsciente y de la experiencia individual como fuente válida de conocimiento, a través de su sondeo por meditación, hipnosis, sueños, visiones e intuición –lo cual favorece el misticismo y la religiosidad natural–, ajena al concepto de verdad; disuelve los límites entre lo moral e inmoral, lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal. En el nihilismo resultante, nada es mejor que nada.

El resultado de esta visión del mundo es una búsqueda intensa, a veces inconsciente, de seguridad y certeza. El ser humano volvió a sentirse tan frágil y desprotegido sobre la Tierra como se sentía el hombre primitivo amenazado por el viento, las tempestades y las fieras del campo. Esa inseguridad y ese sentimiento de orfandad se desvanecen en la búsqueda generalizada de la trascendencia, que se expresa en la difusión de las sectas orientales, en el misticismo cristiano y en el éxtasis de las drogas.

Autonomía y diversidad

Una segunda característica del posmodernismo es la autonomía alcanzada por el individuo en relación con la creencia y el comportamiento moral. Esa autonomía implica evidentes pérdidas en el campo religioso. Heidegger propone la apertura a la diversidad: “El pensamiento de Platón no es más perfecto que el de Parménides. La filosofía hegeliana no es más perfecta que la de Kant. Cada época de la filosofía tuvo su propia necesidad” (1991, p. 72).

Para los posmodernos, el derecho innegociable de elegir a quién votar, qué vestir o qué comer debe también prevalecer cuando se trata de lo que es correcto y de la verdad. Las encuestas de opinión y de marketing, así como Internet, fortalecen esa autonomía individual. El filósofo Edgar Morin considera que no es más posible hablar de “cultura de masa”, ya que la interactividad abrió el espacio para que el receptor se convierta en evaluador y emisor de mensaje (1997, 1, pp. 23-45).

En la primacía del individuo, el mundo, incluyendo la religión, necesita amoldarse al gusto y necesidad del consumidor, considerando la medida de todas las cosas. En el campo religioso, la independencia también impera. Al explicar por qué las personas son indiferentes a las normas de las iglesias a las que profesan pertenecer, el sociólogo Flávio Pierucci dice: “La tendencia que parece generalizarse, especialmente entre la clase media, es la de una religión de ‘hágalo usted mismo’, en la que cada uno es el dueño absoluto de su propia religión” (Moi, 1998, 3, p. 4).

La libertad de elección del individuo requiere que todo tipo de corriente de pensamiento, modelos culturales y de creencias estén disponibles. Así, el posmodernismo fomenta la diversidad en todos los aspectos de la vida.

Los posmodernos proponen una “guerra a la totalidad” y un rechazo a toda especie de “universalismo”. Esa mentalidad, sin embargo, borra y niega a otras culturas a través de la falsa promesa de incorporación a una humanidad universal (Connor, 1996, p. 37).

En ningún otro campo el impacto de la diversidad es tan evidente como en relación con lo sagrado, donde se verifica una especie de privatización y descentralización religiosa, con predominio del relativismo y el consecuente surgimiento vertiginoso de las nuevas iglesias y sectas. En 1999, el periódico Folha de S. Paulo abordó en el suplemento “Mais!” la “privatización religiosa” con el título “Busca pela fé” (26/12/1999), usando titulares como: “Hijo de Oxalá, católico, y con fe en la reencarnación”; “El fin de la unión Estado-Iglesia amplió la oferta de religiones”; y “La religión no es más una herencia, sino una opción”.

La diversidad no tiene frontera. El fallecido papa Juan Pablo II, basado en la Pontificia Academia de las Ciencias del Vaticano, declaró que “la Teoría de la Evolución es más que una hipótesis” (Godoy, 1997, p. 31). Sobre la declaración papal, el sacerdote Paul Schweitzer, de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, afirmó que “el Génesis fue escrito como un mito de la creación basado en la idea que el pueblo de aquella época tenía de Dios”. Refiriéndose a la diversidad posmoderna, Rouanet dice:

El mundo religioso pasa a dominar el mundo de la razón profana. Esto es lo que está sucediendo cada vez más, en todas partes. Las religiones oficiales están perdiendo su influencia, pero las variantes fundamentalistas de estas religiones están creciendo. Este es el caso del fundamentalismo islámico, por supuesto, pero también del fundamentalismo protestante, en las sectas pentecostales, e incluso del fundamentalismo católico, en la llamada iglesia carismática. El poder de las sectas mesiánicas, que promueven los suicidios colectivos, está aumentando.

La razón posmoderna se rinde ante la presencia predominante de la religiosidad en sus diversos matices. La ausencia de certezas y la diversidad de conceptos y movimientos debilitan la noción de moralidad objetiva, y la cultura se vuelve un condicionante de la noción de verdad y moralidad. Rouanet prosigue, afirmando que, en el mundo de la diversidad:

No hay conocimiento objetivo, no hay normatividad universal: todas las verdades, cognitivas o morales, están condicionadas por la cultura. No existe el hombre en abstracto, solo existen hombres, en plural, siempre situados en sus respectivas culturas, que les prescriben el horizonte de lo que puede ser vivido y pensado. Como las culturas son inconmensurables entre sí, lo que es verdadero en una no lo es en otra, y las normas y los valores de una son diferentes de las normas y valores de la otra. No somos nosotros los que pensamos, es la cultura que piensa en nosotros. Existe una verdad yanomami como existe una verdad africana, y no hay ningún puente visible entre las dos. Esa posición, que tenía su origen en el relativismo metodológico de los antropólogos, donde obtenía su legitimidad, salió del campus y se transformó en sentido común. [...] No hay verdades transversales, todas son contextuales, significativas solo cuando son inscritas y leídas dentro de los respectivos universos culturales (1996, p. 293).

El relativismo y la multiplicidad de elecciones parecen hacer libre al individuo; sin embargo, no lo hacen más feliz. De acuerdo con Lyon, “valores y creencias pierden cualquier sentido de coherencia, sin mencionar el sentido de continuidad, en el mundo de la elección del consumidor”; e incluso, “en el ámbito de la elección, la incertidumbre, la duda, la vacilación y la ansiedad son vértigos generalizados” (1998, p. 994).

La emancipación y la independencia se han convertido en valores generalizados y deseados, y la gente se engaña a sí misma ante la posibilidad y la multiplicidad de opciones de productos, conceptos y valores, como si fueran iguales al estado de libertad real. Sin embargo, la ausencia de valores universales sólidos y fiables es una de las causas del vértigo que conduce a las drogas y profundiza la depresión.

Rechazo a la tradición

Tanto la Era Moderna como la posmoderna surgieron con una vocación de independencia. Los ilustrados querían liberarse de la supremacía y la dominación eclesiástica, de los dogmas revelados, de los conocimientos del pasado y de la tradición mítica. El posmodernismo proclama la libertad de todos los dogmas. En los últimos siglos, ha habido un creciente rechazo del pasado. La tradición –como el proceso por el cual las normas, los conceptos religiosos y los valores morales se transmiten de una generación a otra– se ha convertido en el objetivo por excelencia del rechazo moderno y posmoderno. Por lo tanto, una profunda deconstrucción de toda la tradición es otra característica del espíritu posmoderno.

En el campo del pensamiento, el repudio a la tradición comenzó con Marx, Kierkegaard y Nietzsche, quienes, influenciados por Hegel, desafiaron los supuestos de la religión tradicional, basada en la revelación (ver Arendt, 1992, p. 53). La modernidad sustituyó las reglas de la tradición, con su carácter absolutista e incuestionable, por las leyes del Estado, las normas relativas a las rutinas de la vida de las fábricas o las regulaciones de la organización burocrática. La posmodernidad, a su vez, las sustituye por las reglas del mercado globalizado, la opinión pública, la elección individual, la sensación y la intuición. Esta creciente sustitución de la tradición genera “cuestiones de autoridad e identidad” (Lyon, 1998, p. 37).

La consecuencia de la ruptura con el pasado es una sociedad que camina sin referencias, divorciada de cualquier tradición. Como un conjunto de valores absolutos, la tradición se ha convertido en un adversario. Alexis de Tocqueville dice que, desde la Revolución Francesa, “los intelectuales han roto con la tradición, la religión y, finalmente, con la esencia de la sociedad y la historia” (1979, p. 21). “Los escritores han despreciado todas las instituciones fundadas en el respeto al pasado” (ibíd., p. 142). Para él, una vez que las leyes religiosas fueron “abolidas”, y el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu humano vaga en la oscuridad. Para la pensadora judía Hannah Arendt, “la ruptura de nuestra tradición es un hecho acabado. No es el resultado de una elección deliberada de nadie, ni está sujeto a una decisión ulterior” (1992, p. 54).

En el debate sobre la ruptura con el pasado, es necesario saber, sin embargo, con qué tradición específica el posmodernismo causa la ruptura.

Dos vertientes principales formaron el pensamiento y la moralidad occidentales: las tradiciones hebreas y griegas. Bornheim afirma que “de la tradición hebrea vinieron la religión y la moral”. De Grecia, “heredamos la diversidad de las artes y las letras, [...] recibimos la filosofía y la ciencia, es decir, de un modo racional” (1996, p. 55).

Hay una paradoja en la forma en que se articulan las dos fuentes del pensamiento occidental, y una clara diferencia entre el producto de cada una. “El judío parte de un Dios que es garantía de orden, de armonía, de sentido, y solo después viene la separación dolorosa, con la Caída. El griego, en cambio, comienza a partir del caos y el orden se convierte en objeto de una dolorosa conquista” (ibíd., p. 57). Excepto por la perspectiva mesiánica, el pensamiento hebreo, por lo tanto, es negativista; comienza con el orden de la Creación y termina con el caos resultante de la Caída. El griego, por otro lado, es positivo: eleva al hombre a la categoría de constructor de la historia.

La modernidad y la posmodernidad, al descartar la tradición moral y el conocimiento teológico sostenidos por la Iglesia, rompen, por lo tanto, con la tradición revelada de origen hebreo y bíblico, pero no rechazan necesariamente la herencia griega. La ruptura, entonces, con la tradición por parte del mundo posmoderno es en relación con los valores morales y éticos de origen religioso, aunque la religión se cultive en la posmodernidad.

Para Lefort, la crisis de la razón, vivida en la posmodernidad, merece ser examinada detenidamente, ya que se dirige hacia “una pérdida definitiva de los criterios del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto; abre un abismo”, y “esta crisis no significa el fin de la tradición, sino el fin de cualquier tradición” (1996, p. 28).

La pérdida de la noción del bien y del mal, de lo correcto y lo incorrecto, ya identificada con el nihilismo de Nietzsche, afecta a uno de los conceptos más sensibles de la moral occidental: la expectativa de un Juicio Final, una creencia hebrea y bíblica. Lefort observa que el rechazo de la tradición, tan evidente en el siglo XX, afecta, si no elimina, “la fe en una verdad por encima de los hombres, la fe en una ley trascendente, que se definiría como un derecho natural o que emana de los mandamientos de Dios” (1996, p. 29). Hannah Arendt dice:

Tal vez nada mejor que la pérdida de la fe en un juicio final distingue a las masas modernas tan radicalmente de las de siglos pasados: los peores elementos han perdido el miedo, los mejores han perdido la esperanza. Incapaces de vivir sin miedo y sin esperanza, las masas se sienten atraídas por cualquier esfuerzo que parezca prometer una imitación humana del Paraíso que deseaban y del infierno que temían (1998, p. 497).

La libertad que se busca en la ruptura con la tradición y el pasado en la posmodernidad termina en una ruptura con los valores morales y religiosos que siempre han representado un fundamento de la cultura y la moralidad occidentales. Sin embargo, más que la herencia griega, la herencia hebrea y bíblica contribuyó en gran medida al desarrollo de la noción occidental de los derechos humanos, la justicia social y la libertad.

Posrazón

La posmodernidad se caracteriza por una ruptura brusca con la tradición moral y religiosa hebrea y bíblica. Sin embargo, el espíritu posmoderno también busca desprenderse de los criterios de verdad en el campo de la ciencia misma, rompiendo con la tradición racionalista de la Ilustración, que caracteriza a la posmodernidad como una cultura posracional. La filosofía posmoderna niega a la razón su pretendido liderazgo en el campo del conocimiento, admitiendo también la experiencia y la intuición.

La crisis de la razón y el colapso del modelo de civilización marcado por la racionalidad significan que el pensamiento lógico occidental ha entrado en declive. Para los posmodernos, sin embargo, tal fenómeno no es exactamente el fin del mundo, sino la posibilidad de un nuevo comienzo. Gianni Vattimo rechaza las predicciones apocalípticas enfatizadas por aquellos que ven el fin de la modernidad como un signo de decadencia cultural, y afirma que la reanudación de la historia confirma el sentido de determinación del papel del ser humano en la historia (1996, p. ix).

En esta nueva era, parece ser una meta superar la dictadura de la razón. Después de conocerla y experimentar su naturaleza represiva de la emoción y la intuición, la humanidad parece estar avanzando hacia la “posrazón”. Este movimiento no se produce sin traumas. El mundo occidental está experimentando un drama: “Es nuestro dilema con la razón. Antes la necesitábamos y hoy sentimos que nos corroe, que destruye todo lo que tenemos de puro, sublime, íntimo” (Marcondes Filho, 1993, p. 25). Se busca, por lo tanto, recuperar los componentes de la naturaleza humana que la razón ha atrofiado: lo sensible, lo imaginativo y la fe, un modelo místico que no ofrece más que un simulacro de Dios.

La crisis de la cultura y de los valores tradicionales occidentales se debe al hecho de que el Dios bíblico y su Palabra han sido excluidos de la escena del pensamiento moderno. Vattimo dice que si “en el mundo contemporáneo, Dios murió”, “el hombre no está muy bien” (1996, p. 17). La salida de la crisis cultural, en este caso, sería traer a Dios de vuelta al centro de la realidad. Heidegger dice que esto puede ocurrir a través de un retorno al pensamiento creativo, capaz de sintonizar la “verdad del ser” (1967, p. 98). El posmoderno extraña a Dios, pero no al Dios tradicional. Así, el “Dios” posmoderno no es la otredad suprema o el Dios cristiano, sino la intimidad del ser. Cuando los posmodernos hablan de Dios, hablan de una sustancia de sí mismos, elevada a un estatus divino.

Posdualismo

Una quinta característica del espíritu posmoderno es la superación o negación de las concepciones dualistas de la realidad del universo, que eran tan evidentes en la cultura occidental. Esta negación del dualismo se produce con el fin de fortalecer la visión inmanentista de lo sobrenatural y abre el camino a las experiencias místicas.

En el mundo posrazón, la religiosidad ocupa un lugar de interés como manifestación cultural. Sin embargo, los posmodernos no discuten la existencia de Dios, sino su utilidad. Según el antropólogo Aldo Natale Terrin, en la posmodernidad, “Dios no se conoce, no se comprende, sino que se utiliza”. Argumenta que, en la conciencia religiosa, las preguntas sobre la existencia de Dios, cómo es y quién es, son todas irrelevantes. “No Dios, sino la vida, un poco más de vida, una vida más amplia, más rica, más satisfactoria, que es, en última instancia, el propósito de la religión posmoderna. El amor a la vida en todos y cada uno de los niveles de desarrollo es el verdadero impulso religioso” (1996, p. 220).

Los posmodernos también desprecian cualquier cosmovisión construida sobre bases maniqueas o dualistas. La ruptura con la tradición moral o teológica revelada, en este caso la hebrea y la bíblica, favorece el surgimiento de una visión holística del universo y del ser humano. Según esta nueva visión, el ser humano busca su encuentro y unidad con lo sobrenatural sin mediación. En esta concepción posdualista, los mediadores ya no son necesarios porque “Dios” sería parte del hombre.

Terrin establece un movimiento cíclico en la mentalidad occidental, que parte de Dios, pasa por el racionalismo y vuelve a Dios, pero ya no reconoce a lo divino como separado de lo humano. Lo que él llama “itinerarium ad Deum” se mueve según este orden: abandono de la mentalidad mítica, razón, crisis de la razón, renacimiento de la intuición, redescubrimiento de Dios en el mundo, misticismo natural y carácter oriental (1996, p. 77). La espiritualidad posmoderna, por lo tanto, se forma sobre estas bases posdualísticas y holísticas.

En el holismo posmoderno la noción de la deidad es diferente de la visión hebrea y bíblica. La teóloga María Clara Bingemer recuerda que el significado bíblico de santidad atribuido a Dios lo califica como el Otro, separado. Dios es aquel que “no se añade a nada ni a nadie” (1998, p. 85). Karen Armstrong señala que “la aparición de Yahvé en el Monte Sinaí había enfatizado la inmensa brecha que se había abierto repentinamente entre el hombre y el mundo divino. ‘Ahora los serafines gritaban: ¡Yahvé es Otro! ¡Otro! ¡Otro!’ (Isa. 6:3)” (1994, p. 52). El sentido de “separación” en la comprensión de la naturaleza divina en el pensamiento mosaico es que Dios es “Otro” en el sentido de ser “santo”. Así, el “dualismo” bíblico podría caracterizarse como el resultado de la distancia entre la santidad divina y la pecaminosidad humana. Además, Dios es “Otro” por ser una persona individualizada.

Esta cosmovisión ha sido exacerbada por la filosofía griega, que enseña que no solo Dios es distinto del mundo, sino que la materia es diferente en relación con el espíritu, y que no hay interacción entre estas diferentes realidades. Para los posmodernos, ya sea que haya Dios o espíritus, no son espirituales, como creían los hebreos, los cristianos y los griegos. Para que existan, deben estar en una dimensión presente en la materia y captados a su nivel.

La idea de un Dios inmanente se ajusta a la ansiedad humana en la cultura posmoderna, que ya no soporta más la espera por un reino futuro ni por una experiencia con lo divino que se reserva para el porvenir. Los pueblos modernos quieren un Dios inmanente que ofrezca un cielo en el presente. Quieren experimentar a Dios como una dimensión de sí mismos. El posmoderno “inmerso en el narcisismo, es incapaz de salir de sí mismo por medio de otra cosa que no sea su yo, con todas sus proyecciones” (Terrin, 1996, p. 75).

El teólogo jesuita João Batista Libânio entiende que el predominante concepto del Dios inmanente resulta de la “individualización de la religión”, es decir, la religión ahora es fruto del individuo, y no de la iglesia (1998, p. 62). Esta individualización deshace los límites impuestos por la iglesia y por los dogmas, y multiplica las expresiones religiosas, generando “una sensación de inundación religiosa”, que proyecta la deidad bajo una forma no trascendente, sino inmanente. A partir de este concepto de divinidad presente aquí y ahora, “la religión se alía plenamente al movimiento ecológico, dándole una dimensión espiritual”, y proclamando que “Dios está presente en todo y todo está en Dios” (ibíd., p. 70).

Para Terrin, “el cristianismo es al menos en parte responsable por nuestros males actuales, porque siempre separó y contrapuso la naturaleza a Dios, el cuerpo al espíritu, el mundo natural al sobrenatural, la gracia al pecado, la ciencia a la religión, el sujeto al objeto” (1996, p. 81). La visión cósmica, o el dualismo entre naturaleza y espíritu al que Terrin se refiere, sin embargo, no es la visión bíblica, aunque sea la visión cristiana difundida a lo largo de la historia. El Salmo 19:1, por ejemplo, afirma: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos”. Esto sugiere que Dios no está aislado de la naturaleza. Él es distinto de ella, pero se comunica con ella y también por medio de ella.

Terrin analiza que “por detrás de este retorno [a lo espiritual] está el deseo de reencontrar la alegría y el sentido de la vida y la voluntad de encontrar lo divino sin sufrir traumas, miedos, angustias”. Para él, “se trata de descubrir a un Dios que acoge”, una búsqueda evidente en la sociedad posmoderna, consciente de su fragilidad (ibíd., p. 80). En esta visión holística, Dios está fundido con el mundo a fin de convertirse en un Dios acogedor. “Dios y el mundo se encuentran aquí y ahora en nuestro presente, en nuestro espíritu, en el sí mismo del que hablan los hindúes, en la energía cósmica, en el aire que respiramos” (ibíd., p. 82). Y para conocer a ese “Dios”, según entiende Terrin, “es necesario experimentarlo como una parte de nosotros: no la objetivación, sino la intuición y la vida” (ibíd., p. 86).

La idea bíblica de un Dios santo y separado del mundo, e incluso la cosmovisión dualista de origen griego que distinguía materia y espíritu, parecen descartadas en la mentalidad posmoderna, aun para los cristianos.

Convenientemente, la visión de un Dios inmanente, inserto en la naturaleza y parte de ella, se ajusta al concepto evolucionista de los orígenes. Según Terrin, la idea posmoderna de Dios no excluye la evolución, de modo que se puede decir que “Dios no es el creador, sino el espíritu del universo”. Esta concepción de la deidad fortalece la visión de la Nueva Era, que también se opone a la concepción del Dios bíblico, como Dios de un pueblo, un Dios particular, revelado a los hebreos y a los cristianos. Ese Dios bíblico estaría confinado a la historia y al pasado de un pueblo. En esa línea de pensamiento, la verdadera revelación sería de carácter de experiencia y, por eso, “Dios no se entregó solamente a la historia pasada, sino también a la historia presente, no se mide con un único texto sagrado, sino con todos los textos sagrados de todas las religiones” (Terrin, 1996, p. 97).

La búsqueda de un nuevo concepto de Dios, un dios inmanente, difuso, íntimo y amoral, se debe a una necesidad del individuo posracionalista que desea sentir a Dios y encontrar una tabla de salvación presente. Grenz, de confesión evangélica, también propone un enfoque holístico para el cristianismo en la posmodernidad. Para él, el evangelio en la posmodernidad debe presentarse también como posdualista; y el alejamiento de la crítica posmoderna al dualismo sería un “holismo bíblico” (1997, p. 247).

Las primeras señales de un holismo religioso, al estilo místico, pueden ser encontradas en el pensamiento del filósofo judío Martin Buber. En su libro Eu e Tu, él sostiene que la plenitud de la naturaleza humana demanda la experiencia del encuentro directo, que él define como “Yo-Tú” (1974, p. 13).

Escribiendo al inicio del siglo XX, Buber intentó rescatar la naturaleza real de la mística, comprometida, en su opinión, por una mentalidad saturada de “máquinas” y de personas reducidas a “cosas”, fruto del racionalismo y de la era industrial. Para él, la vida pierde el sentido cuando las relaciones entre las personas se vuelven artificiales, con la reducción del “otro” a una “cosa” (cosificación). La vida espiritual desfallece debido a la reducción de Dios a una idea o a un concepto teológico. Con esa base, Buber indica que Dios será el Tú al cual el hombre le puede hablar, y nunca algo sobre lo cual discurrirá sistemática y dogmáticamente. La religión debería buscar, según él, la “experiencia de encuentro” porque al hombre no le importa saber quién es Dios en su esencia, sino experimentar a Dios en una relación de encuentro.

El dualismo cristiano tradicional, para Buber, favorece la separación y la cosificación del “Otro” humano y divino. Para que la experiencia del encuentro se realice, es necesario tener una idea directa, sin ninguna mediación, ya sea de conceptos o de cosas:

Yo llego a ser en el tú [...]. La relación con el Tú es directa. Entre el Yo y el Tú no se interpone ningún sistema de ideas, ningún esquema, ninguna imagen previa. La misma memoria se transforma en cuanto que emerge de su fraccionamiento para sumergirse en la unidad de la totalidad. Entre el Yo y el Tú no se Interponen fines, ni placer ni prejuicio; y el deseo mismo se transforma, pues pasa de sueño a presencia. Todo medio es obstáculo. Sólo cuando todo medio está abolido acaece el encuentro”(ibíd.).

En este caso, solo el contacto directo y desprovisto de contenidos doctrinales o intelectuales permite al ser humano encontrar la plena realización espiritual. Para Buber, la finalidad del encuentro es la satisfacción de las propias necesidades espirituales del ser humano; y en “contacto con el Tú (eterno), nos toca un soplo de vida eterna” (ibíd., p. 73).

En la opinión de este pensador, todo concepto de encuentro y de relación con Dios es imposible, y la mera tentativa favorece la cosificación. No es posible teorizar o definir verbalmente la relación, pues lo que la persona recibe, en el encuentro, “no es un ‘contenido’ sino una presencia, una presencia que es una fuerza” (ibíd., p. 127). Para él, “el Tú eterno no puede, por esencia, convertirse en un Eso”, no puede ser presentado como una doctrina. Buber va más allá: “Pecamos contra él, el Ser (eterno), cuando decimos: ‘Yo creo que él es’; además, ‘él’ es una metáfora, pero Tú no es una metáfora”.

Según Newton A. von Zuben, que firma una introducción al pensamiento de Buber, en la edición portuguesa de Eu e Tú, Martin Buber nunca quiso aparecer como el portavoz de un sistema filosófico, pero sus ideas están en la base de las formulaciones posmodernas sobre la religión y el misticismo, además de haber tenido una profunda influencia en el culto pentecostal. Buber “vio su misión como una respuesta a la vocación que había recibido: la de llevar a los hombres a descubrir la realidad vital de sus existencias”, en el encuentro (ibíd., p. xvii).

La cosmovisión posdualista fortalece en la religión y en la filosofía el rechazo a la tradición hebrea y bíblica, y proyecta a Dios como una fuerza de la naturaleza y del ser. El concepto de un Dios inmanente, que es una herencia primitiva, da lugar a los rituales de éxtasis y comunión mística, que alimentan la espiritualidad posmoderna.

Intuición e inconsciente

Como Dios debe ser encontrado en lo íntimo del ser, las dimensiones intuitivas y subconscientes de la psique humana pasan a ser atractivas para los posmodernos. Se convierten en fuentes de conocimiento. El posmoderno quiere guiarse por sus propias verdades, aquellas que emergen de su ser.

En la medida en que la razón y el pensamiento consciente pierden la exclusividad como fuentes de conocimiento, los posmodernos dan la bienvenida al conocimiento intuitivo. Los místicos de la Nueva Era sostienen que la mentalidad racional solo puede entender el mundo natural, y que las verdades espirituales y metafísicas son resultado de otro tipo de pensamiento: el intuitivo e inconsciente. Para los defensores de esa espiritualidad, el conocimiento de tipo espiritual está “no en la lógica del hemisferio izquierdo, sino en la intuición y en la creatividad del hemisferio derecho del cerebro” (Chandler, 1993, p. 39).

Heidegger entiende el concepto de verdad desde esta perspectiva. Él sugiere que la verdad no es una recompensa por la búsqueda de certezas en las proposiciones lógicas, sino algo que tiene que ver con la “revelación”. En este sentido, los posmodernos vuelven atrás y retoman el pensamiento revelado; cambiando, sin embargo, su fuente. En lugar de las Escrituras, eligen el inconsciente. Para Heidegger, “la primera ley del pensamiento no son las reglas de la lógica” (1967, p. 99). Él dice, incluso: “Nunca llegamos a los pensamientos. Ellos vienen a nosotros” (1969, p. 1). La cuestión de la verdad y el conocimiento, para Heidegger, está relacionada con la búsqueda constante del ser humano: “ser algo más allá de sí mismo” (1991, p. ix). El final de esa búsqueda puede ser una experiencia de éxtasis en la cual el ser se realiza: “La existencia es éxtasis, estar fuera, en la verdad del ser, y dirigiéndose a lo más interior, a lo más profundo, ahí estar adentro, en lo más íntimo del ser (1969, p. 2). Para obtener esa “verdad revelada”, Heidegger argumenta que es necesaria una “apertura”, un “develamiento”, o incluso un “sobrepaso” (1991, p. 91), capaz de proporcionar una experiencia de trascendencia. Eso ocurre a medida que nos distanciamos de nuestra fijación moderna por el pensamiento cauteloso y nos embarcamos en el “pensamiento meditativo”. Pensar, por lo tanto, no sería tan solo ejercer una facultad consciente, sino dialogar con el ser interior, ya que “el pensamiento está referido al Ser y dependiente de él”, y el “Ser es el destino del pensamiento”. Heidegger concluye que “el pensamiento por venir [posmoderno] no es filosofía, porque pensará más originalmente” (1967, p. 99).

En ese sentido, el posmodernismo fomenta un concepto de no-razón, ya defendido en el siglo XVIII por Edmund Burke, filósofo irlandés. Él dice que “es la razón la que congela lo que es dinámico y sagrado” (1993, p. 10). Para él, el pensar racional y fríamente inhibe el conocimiento profundo y trascendente.

La apreciación de las experiencias emocionales o románticas proviene del predominio de la cultura de los medios de comunicación y del entretenimiento, cuyos contenidos se alimentan de lo imaginario, los juegos, las fantasías, lo irreal y lo ficticio. Estas fuentes son más atractivas que la propia razón, y su contenido adquiere el estatus de cosa sagrada.

El camino del pensamiento intuitivo y emocional, minimizado por el racionalismo moderno, es redescubierto por los posmodernos, que buscan la sensación de alienación y trascendencia en relación con el mundo real y racional. Para el sociólogo Peter Berger, “el redescubrimiento de lo sobrenatural” sería, sobre todo, “una reconquista de la apertura en nuestra percepción de la realidad”. Él cree que, “en la apertura a las señales de la trascendencia, las verdaderas proporciones de nuestra experiencia son redescubiertas” (1973, p. 125).

Desde esta perspectiva, la búsqueda del conocimiento interior o místico es también una búsqueda de la trascendencia, por una sabiduría más allá de la razón. Esa búsqueda está destituida de cualquier juicio de valor; importa solo la posibilidad de conectarse a lo sobrenatural. De este modo, la posmodernidad abre un camino amplio para el misticismo, oriundo de la psique inconsciente. El distanciamiento de la razón y la valoración del conocimiento intuitivo perjudican a los referenciales de la verdad y pueden lanzar al pensamiento a una crisis profunda.

Retorno a lo primitivo

A la luz del psicoanálisis de Carl G. Jung, el inconsciente sería el reservorio de vivencias y memorias antiguas, muchas de ellas de naturaleza colectiva, que retroceden al pasado remoto y primitivo. La apertura posmoderna a las experiencias y los saberes de origen inconsciente contribuye, en ese sentido, a un retomar de prácticas y costumbres primitivas. Un retorno a lo primitivo es evidente en el campo de la espiritualidad.

La escritora británica Mariana Torgovnick sostiene que el Occidente buscó, en la Era Moderna, reprimir ciertas emociones y sensaciones humanas vitales de conexión e interdependencia. Pero, de hecho, nunca eliminó esas pasiones que pertenecen a la capa profunda de la psique. Estas vuelven con fuerza sorprendente en la posmodernidad, que busca rescatar aspectos originales de la cultura reprimidos por el predominio de la razón. Torgovnick encuentra un eslabón entre esas sensaciones y los pueblos “primitivos”. Para ella, el primitivismo manifiesto en lo posmoderno “es el deseo utópico de emprender el retorno y recuperar aspectos irreductibles de la psique, del cuerpo, de la tierra y de la comunidad” (1999, p. 11).

Torgovnick dice que, al defender el pensamiento Yo-Tú, Buber entendía que los pueblos primitivos todavía experimentan “la verdadera unidad original”, perdida en el mundo de la razón, que neutralizó lo sublime del sentimiento y de la fe. Buber dio énfasis a las tradiciones místicas como fórmulas adecuadas de cultivo de la relación original Yo-Tú. Para Torgovnick, “muchos pensadores de la época compartían su [de Buber] interés por el misticismo, criticando, a veces, incluso a las iglesias institucionalizadas por refrenar los impulsos místicos” (ibíd.).

Antes de Buber, Edmund Burke relacionaba lo sagrado y lo sublime con lo impulsivo, y también con lo primitivo. Él entendía que el estado de la mente durante el contacto con lo sagrado no permite cualquier raciocinio. “Ese es el origen del poder de lo sublime, que lejos de resultar de nuestros razonamientos, nos antecede y nos arrebata con una fuerza irresistible” (1993, p. 65). Por eso mismo los pueblos primitivos tenían una religión no de conocimiento, sino permeada de misterio y oscuridad. Esos elementos serían la llave para lo sagrado. “Casi todos los templos paganos eran oscuros. El ídolo estaba ubicado en una parte oscura de la casa dedicada a su adoración. […] En esa descripción todo es oscuro, incierto, confuso, terrible y absolutamente sublime” (ibíd., p. 67).

Torgovnick sostiene que, en la cultura moderna, así como en el período de hegemonía cristiana, a lo primitivo se lo asoció con el paganismo, a los impulsos sexuales y a los excesos. Eso creó la idea de que las costumbres primitivas necesitaban orientación y controles racionales. A pesar del control y de la represión de la racionalidad, esos impulsos primitivos resurgen con fuerza renovada en la posmodernidad, en todos los círculos, manifestándose en la libertad sexual, en los piercings y tatuajes, en el uso de drogas y en el éxtasis religioso. Tales impulsos generan una restauración de la antigua naturaleza humana, que el mundo racionalizado y comedido había camuflado y reprimido (1999). Esta restauración se da por medio de la liberación de los impulsos, del contacto con el mundo salvaje y original, de la vivencia con la religiosidad espontánea primitiva, o incluso por el sentimiento de armonía con el mundo natural de los animales, de la vegetación y de los minerales. Perry Anderson, historiador británico marxista, se refiere a la posmodernidad en términos de “liberación de los instintos” y de los comportamientos más primitivos e irracionales (1999, p. 19).

Mircea Eliade dice que hay, en las manifestaciones a favor del nudismo o en los movimientos a favor de la libertad sexual absoluta, ciertas ideologías en las que es posible descifrar las huellas de la nostalgia por el tipo de vida que se disfrutaba en el mundo antiguo e inocente, libre de rigidez y normas, “cuando no existía el desnudo y no había ruptura entre las beatitudes de la carne y la conciencia” (s.f., p. 160).

La relación de esas sensaciones primitivas con el inconsciente fue propuesta primeramente por Carl G Jung. Torgovnick dice que el viaje de Jung a través de África, después de su ruptura con Sigmund Freud, le permitió relacionar las sensaciones primitivas con el inconsciente, de modo de entender su propia experiencia psíquica. Jung vio en los impulsos inconscientes reprimidos la fuente de las pasiones primitivas. “El pensamiento de Jung sobre el inconsciente se fundamentaba en la experiencia personal. Desde la infancia iba a vivenciar estados mentales en los cuales se identificaba profundamente con animales o piedras” (1999, p. 39).

La comprensión del contenido primitivo del inconsciente se hizo posible a través de innumerables sueños registrados por Jung, principalmente en sus memorias. En uno de sus sueños, él exploraba una casa antigua, con sala de estar y un sótano en el piso inferior que tenía acceso a una cueva. La interpretación fue rápida: para él la casa representaba la psique, dividida en consciente (sala de estar) e inconsciente (sótano y cueva). Descendiendo por la cueva, él describe: “Cuanto más descendía en profundidad, más extrañas y oscuras se volvían las cosas”; y “en la gruta descubrí restos de una civilización primitiva, esto es, un mundo de hombre primitivo dentro de mí mismo; ese mundo no podía ser alcanzado o iluminado por la consciencia” (Jung, 1975, p. 144).

Freud y Jung tenían sus diferencias en relación con el inconsciente, pero ambos entendieron a ese dominio como una especie de memoria colectiva que alcanza el estado primitivo. Para Jung, ese primitivismo podía ser encontrado en su forma más original en África, idealizada por él como una especie de “sitio del inconsciente” (Torgovnick, 1999, p. 46). El psicoanalista creía que África era el continente que mejor había preservado activo el contenido de la psique al no haber sido influenciada por la cultura racional materialista europea y americana. Por eso Jung lograba sintonizar su propio inconsciente con más facilidad cuando viajaba a África.

Esas características primitivas preservadas en el inconsciente humano están bien presentes en los rituales nativos, en los que se experimentan colectivamente. Torgovnick ve en la naturaleza y en los ritos tribales una fuerza especial capaz de cruzar los límites de la personalidad, llevando a una tribu a experimentar una sensación de unidad en el éxtasis, capaz de dar flujo al inconsciente. Según ella, “los indios experimentan las cosas colectivamente, no como seres individuales autónomos”, sino como colectividad. Y cuando tocan tambores y cantan, o cuando danzan, su experiencia es genérica, no individual. “Es una experiencia del torrente sanguíneo humano, no de la mente ni del espíritu” (1999, p. 60). Una característica clara de esa experiencia mística primitiva es que ocurre destituida de intelectualización. Cuando los indios batucan, sus cuerpos dejan de funcionar como unidades autónomas”, y “la ausencia de representación, de espectadores y de juicio, en la vida y en los rituales indígenas, era básica para la diferencia entre indios y blancos” (ibíd., p. 83).

Al entender de Torgovnick, las religiones cristianas occidentales ofrecen oportunidad para el cultivo de lo primitivo solo en la medida en que “permiten el acceso a experiencias de éxtasis como la sagrada comunión, el hablar en lenguas desconocidas y la sanación por la fe” (ibíd., p. 258).

Esa presencia de lo primitivo en la espiritualidad posmoderna es constatada también por Alberto Antoniazzi. En el mundo posmoderno, según él, “estamos ante una búsqueda y redescubrimiento de aquellas que, históricamente, parecen haber sido las formas primitivas de la religión”. Esa espiritualidad con características primitivas, en Brasil, ya no es más exclusiva de los descendientes de africanos e indios. “Los hijos y nietos de inmigrantes recientes: italianos, españoles, sirio-libaneses, etc. buscan en el candomblé una religión que los haga más brasileños, más arraigados a la cultura nacional” (1998, p. 12).

El retorno a lo primitivo señala la emergencia de lo pagano en un mundo hasta entonces hegemónicamente cristiano. João Batista Libânio explica que “el proceso de cristianización de Occidente nunca fue perfecto” y que “siempre permaneció un magma pagano, cubierto por las capas geológicas cristianas. Al desgastarse estas capas, irrumpe aquel magma, tomando el nombre de Nueva Era” (1998, p. 72). Libânio ve un efecto contradictorio en la crisis actual: “Por un lado, crece la ola pagana reprimida durante siglos, y, por otro, hay un relanzamiento de la fe cristiana, del evangelio, no necesariamente del cristianismo” (ibíd., pp. 72, 73).

El cristianismo no se estableció culturalmente de forma plena en Occidente y tampoco fue eliminado por el racionalismo moderno. Por eso, la fe emergente mezcla paganismo y cristianismo en una religión sincrética, que rescata valores religiosos de toda la historia. “Está abierto el espacio para la aparición de brotes religiosos, con toda su gama positiva y negativa de elementos. Resurge el ‘hombre natural pagano’, del cual la Nueva Era es una expresión”, evalúa Libânio (ibíd., p. 74).

Por lo tanto, en el tercer milenio, el desafío más grande para los cristianos bíblicos tal vez no sea el ateísmo secular, sino una religiosidad cultural, latente, que se manifiesta de forma vaga e inquieta, con actitudes primitivas, e independiente de la tradición, de las instituciones y de los dogmas.

El teólogo José Comblin analiza la dialéctica de lo judío y de lo pagano para clarificar el surgimiento de lo primitivo y la vulnerabilidad del cristianismo a la espiritualidad posmoderna. Para él, el polo judío simboliza la ley, la norma, el control, la rigidez institucional y estructural, que busca crear estructuras y situaciones que impidan el pecado. Está identificado con la observancia rigurosa de la ley y de la disciplina. A su vez, el polo pagano tiene que ver con la permisividad, el relajamiento, la libertad hasta el punto del libertinaje, los dioses como expresiones de deseos, sueños y pasiones humanas. “El cristiano tiene en sí un pagano y un judío” (1987, II:4:81).

El apóstol Pablo indicó que esa tensión debería ser superada por la libertad cristiana. La receta de Pablo a los corintios preveía libertad de la servidumbre y para el amor. A lo largo de la historia, de acuerdo con Libânio, la tensión entre los dos polos siempre surgió con la irrupción más fuerte de uno de ellos, y nunca se alcanzó el equilibrio. En la Edad Media, “la iglesia oficial occidental reprimió el lado pagano y estimuló el lado judío. Reprimió la libertad, no solo en sus formas libertinas sino también en sus auténticas manifestaciones, por miedo a la perversión” (1998, p. 76). En la Era Moderna, el racionalismo fomentó la ética y la mesura como comportamiento propio del ser humano civilizado. Ahora, en la posmodernidad, cuando la autoridad y la tradición fueron minadas por la autonomía del individuo, “estamos ante una reacción del polo pagano”. Lo sagrado posmoderno tiene cortes neopaganos y se infiltra en las iglesias por medio de las liturgias de renovación, formadas en la cultura primitiva. Libânio concluye que la fuerza del neopaganismo se debe al hecho de que la iglesia occidental haya acumulado, a lo largo de los siglos, un “enorme déficit carismático, pentecostal” (ibíd.).

Bingemer afirma que el surgimiento de ese polo primitivo de la espiritualidad humana se manifiesta hoy en todo el Occidente, el cual se consideraba libre del “opio” de la religión, “explotando con intensa fuerza la seducción de lo sagrado y de lo divino, no reprimido e incontrolable” (1998, p. 79).

En este escenario de redescubrimiento, uno de los comportamientos primitivos más difundidos en la posmodernidad es el de las experiencias espirituales de trance y éxtasis, asociados a la adoración religiosa.

En busca de éxtasis

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