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PRÓLOGO
ОглавлениеLondres 1838
Las ruedas del carruaje parecía que se saldrían de su eje en cualquier momento, la velocidad con la que se dirigían no era la normal. Los duques de Brentwood no sabían lo que estaba ocurriendo, habían intentado llamar al cochero, pero nunca recibieron respuesta. Venían rogando por no encontrarse con algún asaltante de caminos, pero parecía que la suerte no les había sonreído.
La duquesa sabía que ese viaje desde que había comenzado fue una completa locura, pero ahora que estaban en camino de regreso a su casa, no esperaba que los fueran a atracar. Se lamentaba haber sido tan imprudente.
—Edward, ¿qué está sucediendo? —la voz de alarma de la duquesa no pasó desapercibida para el duque, sobre todo teniendo en cuenta que entre sus brazos llevaba a su pequeña hija que tenía una semana de nacida, una niña hermosa que había heredado el mismo color de cabello que su esposo, los ojos redondos del mismo color de la miel lucían en ese instante cerrados, mientras dormía ajena a la preocupación de sus padres.
Se sobresaltaron al sentir que el carruaje giraba de manera desenfrenada, provocando que casi se voltearan, las ruedas aumentaron la velocidad, aunque eso parecía imposible, mientras el duque golpeaba de nuevo la ventanilla de comunicación sin obtener respuesta alguna. No se escuchaban más que el ruido de los cascos de los caballos galopando a una velocidad fuera de lo normal. Su esposa volvió a llamar su atención preguntando qué sucedía, pero en ese instante no tenía la menor idea, mucho se temía que nada bueno estaba pasando. No sabían qué era mejor; si detenerse y enfrentar a los asaltantes, terminar en medio de un lago, o en el mejor de los casos volteados en medio del camino.
—Pase lo que pase, Charlotte, necesito que mantengas la calma —dijo el duque tratando de parecer sereno, cuando no lo estaba en absoluto. Sus vidas estaban en peligro y si algo le pasaba a su esposa o a su hija jamás se lo podría perdonar.
—Me estás asustando, Edward —le contestó la duquesa, mientras aferraba a su hija contra su pecho en un gesto de protección.
—Cielo, no debe de ser nada, solo te lo digo para que estés prevenida por si nos llegamos a topar con forajidos.
Un jadeo escapó de los labios de la duquesa por el temor que la recorrió, eran bien conocidas las historias sobre los asaltantes; solían ser despiadados sino conseguían hacerse con el botín, de manera inconsciente se llevó la mano al collar que había pertenecido a su familia, su valor sentimental era incuantificable, pero ella daría todo lo que poseía porque los tres lograran salir de ese peligro sin un solo rasguño. Cerró los ojos rogando para que todo se tratara de una simple equivocación.
Bajó la mirada al regordete rostro de su hija y lo acarició con ternura mientras veía el brillo destellante del camafeo que llevaba ese día colgado en su pequeño pecho; el carruaje fue perdiendo velocidad y en cuestión de minutos se detenía poniéndolos más nerviosos. El duque buscó el arma que estaba siempre guardada debajo del asiento; en un compartimiento secreto, pero no la encontró. Ambos se sobresaltaron al escuchar el estruendo con el que se abrió la puerta dejando ver a un hombre corpulento con la cara cubierta, apuntándolos directamente con un arma. No les dio tiempo de decir una sola palabra, dos disparos se escucharon en aquel camino desolado, mientras el llanto de un bebé se alejaba al igual que los pasos de los forajidos.