Читать книгу E-Pack Bianca y Deseo abril 2020 - Varias Autoras - Страница 7
Capítulo 2
ОглавлениеDANTE se quedó tan pálido que Aislin casi sintió lástima de él. Sin embargo, ya tenía bastante con su propia turbación. Estaba tan nerviosa que, cuando alcanzó su taza de café, le temblaron las manos. Y no era para menos, teniendo en cuenta que la delicada situación podía terminar en un enfrentamiento de lo más desagradable.
Si hubiera sido por ella, ni siquiera se habría tomado la molestia de viajar a Italia; pero se trataba de Orla, quien necesitaba el dinero para comprar una casa donde poder criar a Finn, porque el pequeño no era precisamente normal. Había estado varios meses en una incubadora y, aunque hubiera sobrevivido a sus complicaciones pulmonares, tenía secuelas que lo acompañarían el resto de su vida.
Aislin, que quería a su sobrino con toda su alma, había intentado comunicarse con Dante; pero su abogado se interponía una y otra vez en su camino, y al final perdió la paciencia y tomó un avión a Sicilia para hablar con él en persona. ¿Quién le iba a decir que su servicio de seguridad le impediría verlo? Por eso había entrado en la casa de campo. Era la única forma de llamar su atención.
Al cabo de unos momentos, Dante apartó la mirada de la fotografía y la clavó en sus ojos.
–No sé nada de esta mujer –afirmó–. Mi padre tuvo muchas amantes y, por si eso fuera poco, siempre hay alguien que intenta pasar por hijo suyo para echar mano a nuestra fortuna. Y ahora vienes tú, me das esta foto y dices que…
–Te digo la verdad –lo interrumpió ella–. Orla es tu hermana. El parecido no deja lugar a dudas.
–Un parecido muy conveniente –replicó Dante.
–¡Esto es cualquier cosa menos conveniente! –protestó Aislin.
–Si fuera realmente mi hermana, ¿por qué ha esperado a que mi padre muriera? ¿Por qué no se presentó antes?
–Porque no lo necesitaba. Tu padre pagó su manutención hasta que cumplió dieciocho años –contestó ella.
Dante soltó un suspiro.
–Sabes que comprobaré tu historia, ¿verdad?
–Sí, lo sé, aunque no necesitarías comprobar nada si no hubieras reventado todos mis esfuerzos por hablar contigo. Tendrías todas las pruebas que puedas necesitar.
–Discúlpame, pero no te creo. Mi padre solo reconoció a un hijo, yo. Nunca me dijo que tuviera una hermana.
–Eso no es culpa de Orla.
–¿Seguirá diciendo que es hermana mía cuando sepa que no queda nada de la herencia?
–¡Si no queda nada, será porque tú has vendido todas las propiedades que te dejó!
Él la miró con lástima.
–Mi padre era ludópata. Lo vendió todo para poder pagar sus deudas de juego.
–Oh, vamos, el abogado de Orla consiguió la lista de sus bienes –dijo Aislin–. Sé que sus propiedades valían millones. Pero Orla no es ambiciosa, solo quiere una pequeña parte. Y, si insistes en negársela, me quedaré aquí hasta que cambies de opinión.
Dante estuvo a punto de reírse.
–La ley está de mi lado. ¿Crees que te saldrás con la tuya por ocupar ilegalmente una casa?
Ella lo miró con furia.
–La ley defiende al ocupante cuando se trata de casas abandonadas.
–Puede que en Irlanda, pero no en Sicilia –afirmó Dante–. Estás en mi propiedad, en mis tierras. Solo tengo que chasquear los dedos para que te saquen a rastras y te expulsen inmediatamente del país.
–Inténtalo –lo desafió ella, levantándose del sillón–. Inténtalo y acudiré a los medios de comunicación. Estas no son tus tierras, sino las tierras de tu padre. Mi hermana solo quiere la parte de la herencia que le corresponde, y me ha concedido la autoridad necesaria para representar sus intereses.
Aislin blandió la carta que Dante había dejado en la mesa. Pero, lejos de mirar el documento, él clavó la vista en sus lustrosas uñas y, a continuación, la pasó por sus voluptuosas caderas, su estrecha cintura y sus grandes senos, ocultos bajo el jersey. La encontraba tan atractiva que tuvo una erección, y se sintió tan incómodo que alcanzó su café en un intento de recobrar la compostura.
Aquello era absurdo. Se jactaba de ser un hombre sensual, pero no había tenido una erección tan inapropiada desde que estaba en el instituto, cuando una de las profesoras se inclinó sobre su pupitre y él vio su escote.
–¿Tu hermana ha vivido alguna vez en Sicilia?
–No.
Él dejó el café en la mesa.
–Supongamos que estás en lo cierto y que mi padre tenía millones cuando murió. ¿Qué te hace pensar que Orla tendría derecho a una parte? Salvatore me nombró heredero único, y no reconoció jamás a tu hermana. Las cosas podrían ser diferentes si hubiera vivido en mi país, pero no lo ha hecho. Cualquier abogado de Sicilia le diría que no tiene ninguna oportunidad.
Dante respiró hondo y añadió:
–En cualquier caso, esa hipótesis carece de sentido, porque mi padre no dejó nada. La lista que tienes está desactualizada, Aislin; es de los bienes que tenía mi abuelo cuando falleció, y mi padre lo vendió casi todo.
–¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de las tierras de Florencia y de esta casa? –contraatacó ella.
–Que nunca fueron de mi padre. Mis abuelos me las dejaron a mí en fideicomiso porque temían que Salvatore las perdiera en alguna partida –respondió él–. La casa en la que estamos es todo lo que queda de las propiedades de mi familia, y te aseguro que no tengo intención alguna de venderla.
Dante fue sincero con Aislin. No se consideraba un hombre sentimental, pero aquella casa era el único lugar donde había sido feliz durante su infancia.
–Pues paga a Orla con tu dinero. Aunque estés diciendo la verdad, mi hermana tiene derecho moral a recibir algo. Además, ya te he dicho que no espera una suma elevada. Se conformaría con el precio de este lugar.
Él sacudió la cabeza. Estaba acostumbrado a que la gente los intentara estafar, pero la petición de Aislin era tan modesta y razonable que habría sentido pena por ella si se hubiera creído su historia. Sin embargo, no se la creía. Estaba convencido de que su padre no habría guardado en secreto la existencia de Orla.
–Pues no se llevaría gran cosa –replicó–. La casa no vale más de doscientos mil euros, y lo mismo se puede decir de las tierras de Florencia.
–Puede que eso sea calderilla para ti, pero para Orla es una fortuna.
–Si tanto lo quiere, ¿por qué no ha venido? ¿Por qué te ha enviado a ti?
–Porque ahora no puede salir de Irlanda.
–¿Seguro que no puede? ¿No será quizá que tenía miedo de vérselas conmigo y ha enviado a su preciosa hermana para que me seduzca con su belleza? –ironizó Dante–. ¿Por eso estás aquí? ¿Para tentarme?
Aislin lo miró con ira.
–Tienes una mente repugnantemente sucia –declaró.
–Sí, es posible –dijo él, levantándose–. Pero te estabas duchando cuando he llegado, como si me hubieras visto por la ventana y hubieras decidido utilizar tu cuerpo para impresionarme. Di la verdad, Aislin. Tu historia es un montón de mentiras. Buscaste una mujer que se pareciera a mí y le sacaste una fotografía para convencerme de que es mi hermana.
Aislin alcanzó la foto y señaló al pequeño, indignada.
–¿No te has fijado en el bebé que sostiene? Míralo bien. Es tu sobrino.
–Sí, claro que sí –dijo Dante con sorna–. ¿Qué mejor que un bebé para ablandar el corazón de un hombre y conseguir que te dé dinero? Reconozco que, de todos los estafadores que se han acercado a mí, tú eres la mejor y la más inteligente.
Aislin movió una pierna y, durante un momento, Dante pensó que le iba a pegar una patada. Pero se limitó a girarse, sacar el teléfono del bolso y plantárselo en la cara.
–¿Qué se supone que estoy mirando? –preguntó él.
Ella suspiró.
–Más fotografías –dijo–. Tengo cientos de Orla y Finn.
–Déjalo de una vez. No te vas a salir con la tuya.
–¡Mira el maldito teléfono! –bramó Aislin.
Sus miradas se encontraron, y sintieron una descarga erótica tan intensa que los dos se sumieron en un silencio de asombro.
Al cabo de unos segundos, ella se alejó de él y clavó la vista en el suelo, desconcertada con lo que acababa de pasar. Era como si hubiera tocado algo cargado de electricidad estática y le hubiera dado calambre, con la gran diferencia de que la descarga en cuestión había sido de lo más placentera.
–Por favor, mira las fotos –dijo, armándose de valor.
No se podía decir que Aislin fuera una buena fotógrafa; cuando no cortaba la cabeza a la gente, ponía un dedo delante del objetivo y estropeaba la imagen. Pero la calidad de las fotos carecía de importancia. Eran la prueba documental de que no estaba mintiendo, de que no se había inventado la historia, de que Orla era la hermanastra de Dante.
Biológicamente, ella también era hermanastra de Orla, aunque la quería como si fueran hermanas en todo el sentido de la palabra. A fin de cuentas, se habían criado juntas y habían compartido habitación durante muchos años. Se protegían, se peleaban, jugaban y, de vez en cuando, se odiaban.
Dante se puso a caminar de un lado a otro, con la mirada clavada en el teléfono. Luego, se dirigió al sillón y se sentó sin decir nada, completamente concentrado en lo que veía.
Ella sintió una súbita debilidad, y se acomodó enfrente; pero estaba tan cerca de él que podía oír su respiración, la respiración de un hombre cuya vida estaba dando un vuelco en ese preciso momento.
Aislin conocía bien esa sensación. Orla había sufrido un accidente cuando estaba embarazada, y el parto prematuro posterior les causó tal impacto que tardaron mucho en recuperarse. Habían pasado casi tres años desde entonces, pero lo recordaba como si hubiera ocurrido ese mismo día.
Además, la verdad que Dante estaba descubriendo tenía que ser dura para él. Salvatore no le había hablado nunca de su hermana. Se había ido a la tumba con un secreto de tamaño monumental, y Aislin ni siquiera alcanzaba a imaginarse lo que debía de estar pasando por su cabeza.
–No soy una estafadora –dijo un par de minutos después, aunque le parecieron dos siglos–. Orla es tan hermanastra tuya como mía y Finn, tan sobrino tuyo como mío. Y sé que estará encantada de hacerse una prueba de ADN si se lo pides.
Dante la miró, le devolvió el teléfono y preguntó:
–¿Por qué está en el hospital? ¿Por qué lleva esas cosas en la cabeza?
Ella echó un vistazo a la foto que estaba mirando.
–Ah, eso… Se la hicimos hace seis meses, cuando le hicieron el electroencefalograma.
–¿Un electroencefalograma?
–Sí, para estudiar la actividad eléctrica del cerebro. Finn nació prematuramente, y sufrió una parálisis cerebral que le causó epilepsia. Ese es el motivo de que Orla no pudiera venir a Sicilia. Le aterra la idea de dejarlo solo. Y esa es también la razón de que quiera una parte de la herencia… No lo hace por avaricia, sino porque quiere darle un hogar donde pueda estar a salvo.
Aislin suspiró antes de añadir:
–Siento haber entrado en tu casa sin permiso. Sé que es ilegal, pero estaba desesperada. Finn te necesita, Dante. Necesita que le ayudes.
Dante se pasó una mano por el pelo, sintiéndose enfermo. Las fotografías no eran ninguna prueba concluyente, pero su instinto le decía que Aislin era sincera. Tenía un sobrino enfermo y una hermana que, por la fecha del certificado de nacimiento, debía de haber nacido cuando él tenía siete años, es decir, cuando su madre se divorció de su padre.
¿Le habría mentido ella también? ¿Habría conspirado con Salvatore para guardarlo en secreto? No tenía forma de saberlo, pero sus pensamientos volvieron rápidamente al niño de las fotografías que acababa de mirar.
–¿Cuántos años tiene?
–Le falta un mes para cumplir tres.
Aislin lo dijo con un tono extraño, como si sintiera pena de él, lo cual le molestó. ¿A qué venía eso? No lo conocía. No sabía nada de él. Lo único que tenían en común era una hermanastra y un sobrino enfermo.
Angustiado, cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. No tenía tiempo para esas cosas. El acuerdo con los D’Amore estaba en peligro, y solo le quedaban cinco días para convencer a Riccardo de que se merecía su confianza, de que no era como sus padres. De lo contrario, cerraría un trato con su principal rival.
Además, siempre había pensado que los negocios eran lo primero. Lo había aprendido siendo muy joven, al ver que Salvatore lo perdía todo por dar prioridad a las mujeres y el juego.
Sin embargo, la imagen de aquel pequeño entubado permaneció en sus pensamientos con tanta intensidad como la figura de la mujer que lo estaba mirando. Aislin era una mujer preciosa, e indiscutiblemente inteligente. Seguro que le quedaba muy bien un vestido de gala. Nadie se extrañaría si la veían con él.
–Te he dicho la verdad. Mi padre murió sin un céntimo –declaró lentamente–. Tuve que hacerme cargo de sus deudas, y no dejó nada más que esta casa. Pero, según la ley siciliana, tu hermanastra no tiene derechos sobre ella.
Aislin se recostó en el sillón, derrotada. Era una estudiante en la ruina y, en cuanto a Orla, se encontraba en una situación similar porque aún no había conseguido que el seguro le pagara la indemnización por la enfermedad de su hijo. Habían invertido todo su dinero en el billete de avión a Italia, y no podía volver con las manos vacías.
–Como ya he dicho, no tengo intención alguna de vender la casa. Ha sido de mi familia durante varias generaciones –continuó Dante–. Pero estoy dispuesto a darle a Orla la mitad de su valor.
–¿En serio? –dijo ella, sorprendida.
Él asintió.
–Cien mil euros, con la condición de que se haga una prueba de ADN –afirmó–. Si su identidad se confirma, el dinero será suyo.
Aislin se sintió inmensamente aliviada.
–Gracias, Dante. No sabes cuánto significa esto para…
–Tengo una oferta que hacerte –la interrumpió él–. Una oferta que no incluye pruebas de ADN.
–¿Qué tipo de oferta?
–Una que será beneficiosa para los dos –respondió Dante, mirándola con detenimiento–. Tengo que ir a una boda este fin de semana, y quiero que me acompañes.
–¿Quieres que te acompañe a una boda?
–Sí, en efecto. Y a cambio, te pagaré un millón de euros.