Читать книгу E-Pack Bianca y Deseo abril 2020 - Varias Autoras - Страница 9
Capítulo 4
ОглавлениеAISLIN miró por la ventanilla del coche. En cuestión de veinte minutos, habían pasado del bosque mediterráneo y los campos de cultivo a las brillantes luces de la capital de Sicilia, Palermo.
Por suerte para ella, Dante se había sentado con el chófer de modo que pudo disfrutar del paisaje sin tener que vérselas con el creciente deseo que sentía, un deseo que él parecía compartir. Pero ¿lo compartía de verdad?
Desgraciadamente, Aislin tenía tan poca experiencia en materia de hombres que no se podía fiar de su instinto. Se había criado en una aldea de Kerry, con pocos niños para jugar, y la situación no mejoró cuando llegó al instituto. Luego, ya en la universidad, estaba tan ansiosa por tener un novio que habría hecho lo que fuera por conseguirlo; pero se topó con un grupo de jóvenes que estaban puntuando a las chicas en función de su belleza, y eso la marcó.
Desde entonces, hacía lo posible por mantener las distancias con ellos. Sabía que algunas mujeres disfrutaban con ese tipo de juegos, encantadas de que las votaran del uno al diez, pero ella era diferente.
Sin embargo, todo cambió en el segundo año de la carrera, cuando Patrick la empezó a cortejar. Lejos de intentar desnudarla al instante, le regalaba flores o le pedía ayuda con sus estudios y, como Patrick era uno de los chicos más populares de la facultad, a Aislin se le llenó la cabeza de pájaros.
Todo fue bien durante los seis primeros meses. Se pronunciaron palabras de amor y, por supuesto, ella se las creyó. Pero el accidente de Orla la obligó a concentrarse en su hermana y su sobrino, y Patrick terminó acostándose con la compañera de piso de Aislin, a quien consideraba una buena amiga.
Tres años después, estaba tan sola como al principio. No quería salir con nadie y, aunque hubiera querido, no tenía tiempo para nada. Y, de repente, Dante aparecía en su vida y destrozaba su tranquilidad emocional con una facilidad desconcertante; quizá, porque era mucho más atractivo que Patrick.
Ni siquiera sabía qué le parecía peor, si la posibilidad de que la deseara o la posibilidad de que no. La miraba como si sintiera lo mismo que ella, pero hablaba como si aquello fuera un simple asunto de negocios y, además, seguía desconfiando de él. Que estuviera cumpliendo su parte del trato no significaba que lo fuera a cumplir íntegramente. Era un hombre poderoso, cuya apariencia afable ocultaba un fondo oscuro.
Mientras avanzaban por las calles de Palermo, Aislin se sintió como si hubieran viajado al pasado. Había tantos edificios antiguos que se imaginó viviendo en un palacio, entre guardaespaldas armados; y se llevó una sorpresa cuando el coche se detuvo en un callejón que daba a una casa de cuatro pisos de altura, de paredes color crema, balcones de hierro forjado y montones de flores.
–Ya hemos llegado –dijo Dante.
–¿Vives aquí?
Aislin no se lo podía creer. Estaban en un barrio normal, pero Dante era multimillonario. ¿No habría sido más lógico que viviera en una mansión o en uno de esos pisos de lujo donde vivían los ricos?
Justo entonces, un adolescente de cazadora de cuero se acercó al vehículo y abrió la portezuela de Dante, que salió, estrechó la mano del recién llegado y se puso a hablar con él animadamente mientras el chófer la ayudaba a salir a ella. Luego, el joven interrumpió la conversación que mantenían y sacó el equipaje del maletero.
Desconcertada aún con la aparente normalidad del lugar donde estaban, Aislin se quedó clavada en el sitio hasta que Dante la miró con humor y le indicó que les siguiera. ¿Sería posible que viviera verdaderamente allí?
El interior del portal era tan poco reseñable como el resto. Tenía una escalera de lo más corriente, y lo mejor que se podía decir al respecto era que las paredes estaban libres de pintadas y que no olía mal. Pero todo cambió cuando, en lugar de subir por la escalera, Dante pulsó el botón del ascensor.
Aislin parpadeó al ver la ancha moqueta del suelo y los enormes espejos, sin una sola mota de polvo. Era el tipo de ascensor que se podía ver en cualquier hotel de lujo.
Momentos después, salieron al pequeño vestíbulo de la última planta, donde solo había una puerta. Entonces, el joven se adelantó y la abrió, ganándose el agradecimiento de Dante, que le dio un par de billetes a modo de propina. Aislin no entendió lo que decían, porque hablaban en italiano; pero entendió el nombre del adolescente, Ciro.
–¿No vas a entrar? –preguntó Dante al cabo de unos segundos.
–Esto no es una broma, ¿verdad? Vives aquí, ¿no?
–No, no es ninguna broma –dijo él, clavando en ella sus ojos verdes–. Anda, pasa de una vez. No tienes nada que temer.
Aislin entró, y lo que vio la dejó boquiabierta.
–¿No es lo que esperabas?
Ella sacudió la cabeza, mirando las preciosas molduras de los altos techos.
–Pues espera a ver lo demás –continuó él.
–Dios mío…
–¿Te gusta?
–No sé qué decir –admitió ella.
Dante siempre disfrutaba de la reacción de la gente al ver su hogar. Había comprado la planta entera del edificio y la había convertido en una sola casa, pero sin usar las típicas tácticas marrulleras de tantos hombres poderosos. No había tenido que presionar a nadie para que le vendiera su propiedad. Sencillamente, había pagado el doble de lo que valían y, como una pareja de ancianos se negaba a vender, solucionó el problema mediante el procedimiento de contratarlos.
En cuanto al resto del edificio, lo compró de la misma forma y lo dividió en apartamentos para sus empleados, que vivían allí. De ese modo, estaba constantemente protegido sin tener que compartir su espacio personal.
–¿No tienes jardín? –preguntó ella, mirando por un balcón.
Dante la miró con asombro. Era la primera vez que le preguntaban eso.
–No, no tengo.
–¿Ni siquiera en la azotea?
–No, ni siquiera –respondió Dante–. La azotea es un patio con una piscina.
–Ah –dijo ella, nuevamente sorprendida–. Es una buena idea, pero ¿qué haces en invierno?
–Depende del tiempo que haga. Está climatizada; pero, si hace mucho frío, uso la de la planta baja, que está dentro.
–¿Tienes dos piscinas y ningún jardín?
–Nunca he sentido la necesidad de tener un jardín.
–¿Y qué pasará si tienes niños?
–Tampoco siento el deseo de tenerlos.
Aislin frunció el ceño.
–¿Eso es lo que vamos a decir a la gente?
–¿De qué demonios estás hablando?
–De que les vamos a decir que nos hemos comprometido y, si los italianos se parecen a los irlandeses, querrán saber cuántos niños tendremos.
–Bueno, si te preguntan eso, di que no lo hemos pensado todavía –contestó Dante–. Y, ahora, permíteme que te enseñe tu habitación… Espero que te guste más que el resto de la casa.
–Yo no he dicho que no me guste. Es que estoy abrumada con su tamaño –declaró ella–. Vivo en una casucha ridícula, que comparto con Orla y Finn.
Aislin no estaba exagerando. Vivía en una minúscula casa de dos habitaciones, lo único que les había dejado su madre cuando hizo las maletas y se fue, decidida a recuperar su juventud perdida. Pero, al menos, había tenido la decencia de transferirles la propiedad.
Habían pasado cinco años desde entonces, y Aislin empezaba a pensar que había salido definitivamente de sus vidas. A fin de cuentas, si Sinead O’Reilly no había vuelto tras el terrible accidente de Orla y el nacimiento prematuro de su nieto, no había nada que la pudiera hacer volver.
Fuera como fuera, también era cierto que el tamaño y la belleza del domicilio de Dante la tenían desconcertada. La luz del sol daba un tono alegre a los oscuros muebles de madera, que de otro modo habrían resultado sombríos, y todo tenía un aire tan vibrante y suntuoso como su sexy dueño.
–¿Cómo vamos a convencer a nadie de que vivo en tu mundo? –preguntó ella, repentinamente ansiosa.
Él la miró un momento y sonrió.
–Esa es precisamente la razón de que seas perfecta para interpretar el papel de mi novia. Eres distinta a las demás. No te pareces en nada a mis amantes habituales. Eres tan diferente que Riccardo te va a adorar.
–¿Quién es Riccardo?
–Riccardo d’Amore es el hombre al que debemos engañar.
–¿Y por qué tenemos que engañarlo? Discúlpame, pero aún no me has explicado por qué quieres que finja ser tu prometida.
Dante la estaba llevando por una sala llena de obras de arte, desde cuadros hasta esculturas; y, al llegar a otro salón, dijo:
–He estado negociando con el hijo de Riccardo, Alessio. Tiene un programa informático que me ayudaría a entrar en el mercado estadounidense, pero la muerte de mi padre provocó un bombardeo de noticias negativas. La prensa hablaba continuamente de su adicción al juego y las mujeres y, como Riccardo es un hombre conservador, tuvo miedo de que yo haya salido a él y saboteó el acuerdo que Alessio y yo estábamos a punto de alcanzar.
–¿Puede hacer eso?
Dante asintió.
–Me temo que sí. Alessio dirige la compañía, pero Riccardo es el accionista mayoritario.
–¿Y fingirnos novios cambiará la situación?
–Mira… Riccardo cree que el juego es cosa del diablo y que el sexo fuera del matrimonio es pecado. Imagínate lo que pensará de mí, teniendo en cuenta que mi padre era ludópata y mi madre se divorció de él –respondió Dante–. Pero puede que me gane su confianza si me ve contigo. Eres una mujer inteligente, trabajadora y completamente leal a tu familia.
–Lo entiendo, pero ¿cómo lo vamos a convencer de que estamos comprometidos? Acabas de romper tu última relación y, por muy rápido que seas, nadie creería que te hayas embarcado en otra.
Dante clavó la vista en sus labios y se preguntó a qué sabrían. Aislin le gustaba tanto que casi no se podía controlar. Se sentía como si volviera a ser un adolescente, como si no fuera un adulto que se había acostado con docenas de mujeres.
–Nos atendremos a la verdad en todo lo que podamos –replicó él–. Diremos que nos conocimos cuando viniste a Sicilia para hablarme de tu hermana, lo cual es cierto.
–De nuestra hermana –puntualizó Aislin.
–De nuestra hermana –repitió Dante con un suspiro–. En cuanto a lo demás, nos limitaremos a decir que fue un flechazo, que nos enamoramos a simple vista. Eres tan diferente que me quedé prendado de ti en cuanto nos vimos, y supe que quería casarme contigo y vivir para siempre a tu lado.
Cuando terminó su declaración, Dante se dio cuenta de que estaba hablando en voz baja y de que había avanzado hacia ella sin ser consciente. De hecho, estaba tan cerca que sintió el impulso de alzar un brazo y acariciarle la mejilla, aunque se refrenó.
–¿Porque soy diferente? ¿Solo por eso? –preguntó ella, en un tono tan bajo como el suyo.
–Sí –respondió él, deseándola con toda su alma.
–¿Y diremos la verdad sobre Orla?
El recordatorio del gran secreto de su padre le sentó como si le hubieran echado un cubo de agua fría, así que carraspeó y dio un paso atrás.
–Las mentiras tienden a complicar las cosas. Como ya he dicho, nos atendremos a la verdad cuando sea posible, sin inventar nada más que nuestra decisión de casarnos. Y ahora, si no te importa, tengo cosas que hacer.
–Ah.
–Tu habitación está al final de ese pasillo, a la izquierda –le informó–. Acomódate y explora todo lo que quieras, como si estuvieras en tu casa. Nos veremos dentro de una hora y comeremos algo.
Dante pensó que una hora sería tiempo suficiente para expulsarla de sus pensamientos y concentrarse en lo importante. Iban a estar juntos cinco días, y no se podía permitir el lujo de que el deseo se impusiera a la razón. Sería complicar las cosas innecesariamente.
Pero ¿cómo era posible que la deseara tanto? No se había sentido así en toda su vida.
Desesperado, entró en su despacho y cerró la puerta, dejando perpleja a la excitada Aislin, cuyo corazón latía como si se quisiera salir de su caja torácica.
Durante un momento, había creído que la iba a besar y, por si eso fuera poco, había ansiado que la besara. El cosquilleo de sus labios y la tensión casi eléctrica de su cuerpo eliminaban cualquier tipo de duda. De hecho, tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para no abrir la puerta del despacho y abalanzarse sobre él.
Molesta con sus propias emociones, se mordió el labio inferior. ¿Qué demonios estaba haciendo? Que Dante le gustara no quería decir que el sentimiento fuera mutuo y, aunque lo fuera, no debía desearlo. Era Dante Moncada, un famoso mujeriego; el hijo del hombre que había seducido a su madre en su juventud.
No, no perdería la cabeza por él. Recobraría el aplomo y apagaría el fuego de aquella condenada atracción. Costara lo que costara.