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Capítulo 3

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AISLIN se llevó tal sorpresa que solo fue capaz de decir:

–Pero…

Dante sonrió.

–Mi oferta es bien sencilla, dolcezza. Si vienes conmigo, te llevarás un millón.

–¿Un millón de euros por el simple hecho de acompañarte a una boda? –preguntó ella, incapaz de creérselo.

–Sí, y lo puedes utilizar como quieras. Te lo puedes quedar o dar una parte a Orla.

–¿Y a tu novia no le importará?

Dante arqueó una ceja, y ella se maldijo para sus adentros por haber dicho más de lo que pretendía.

–Ah, vaya… veo que me has investigado por Internet.

–Bueno, reconozco que vi unas fotografías tuyas cuando intentaba encontrar la forma de llamar tu atención –replicó ella con incomodidad.

La afirmación de Aislin no era del todo cierta. Efectivamente, solo había querido encontrar la forma de ponerse en contacto con él, pero no se había limitado a ver fotos. Ahora sabía que Salvatore había sido un seductor y que su multimillonario hijo también lo era. Dante no necesitaba pagar un millón de euros para que una mujer lo acompañara a una boda. La mayoría lo habría acompañado gratis.

Sin embargo, ella no era como la mayoría. No buscaba divertimentos pasajeros, sino una relación duradera, y ya había cometido el error de enamorarse del mayor ligón de la universidad, quien la había seducido con falsas promesas y se había acostado después con una de sus amigas.

Además, la oferta de Dante la incomodaba por otras razones. Si hubiera sido aburrido y feo, si no hubiera tenido ningún carisma sexual, su reacción habría sido distinta; pero era tan guapo que resultaba pecaminoso, y tenía que estar loca para arriesgarse con un hombre que la excitaba con el simple sonido de su voz.

Ahora bien, un millón de euros era un millón de euros.

–No tengo novia, Aislin. Rompí con Lola el mes pasado –le informó.

Dante la miró con intensidad, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la compostura.

–Seguro que hay un montón de mujeres que estarían encantadas de acompañarte. Y no tendrías que pagarles nada –dijo.

–Ya, pero ninguna que me convenga.

–¿Qué significa eso?

–Que tengo que dar una imagen determinada, y tú me serías de ayuda.

–Aun así, un millón de euros por una sola tarde…

–¿Quién ha dicho que es una sola tarde? Es todo un fin de semana.

–¿Todo? –preguntó ella, jugueteando con su coleta.

–El novio es uno de los hombres más ricos de Sicilia. Está obligado a dar la fiesta más grandiosa que pueda.

Dante lo dijo con un tono tan socarrón que Aislin estuvo a punto de reírse.

–Si acepto tu oferta, ¿hay algo más que deba saber?

–No, nada. Salvo que te presentaré como mi prometida.

–¿Cómo?

Dante sonrió de oreja a oreja.

–Tendrás que interpretar el papel de mi novia.

–¿Y por qué necesitas una novia?

–Porque el padre de la joven que se va a casar cree que puedo manchar su reputación.

–¿Y a qué se debe eso?

–Te daré las explicaciones pertinentes cuando aceptes mi ofrecimiento. Pero supongo que tendrás que pensarlo, así que dejaré que lo consultes con la almohada –declaró él–. Si tu respuesta es afirmativa, te llevaré a mi casa y te daré más detalles. Por supuesto, tendremos que estar juntos unos días para conocernos mejor y que nuestra actuación sea convincente.

–¿Y si la respuesta es negativa?

Él se encogió de hombros.

–Entonces, perderás un millón.

–Pero Orla se quedaría con sus cien mil euros, ¿verdad?

–Eso no tiene nada que ver. Solo depende de que se haga la prueba de ADN y confirme que somos hermanos.

Aislin dudó. Cien mil euros era una suma importante, pero un millón era otra cosa. Un millón podía cambiar sus vidas.

–¿Me lo prometes? –preguntó al final.

Él se levantó del sillón.

–Te doy mi palabra. Decidas lo que decidas, Orla tendrá lo que he prometido.

Aislin no supo por qué, pero le creyó.

Dante entró en la mansión de la playa y saludó al ama de llaves, quien casi tuvo éxito en su intento de no parecer sorprendida de verlo llegar en plena noche. La villa siempre había sido de su familia y, cuando su abuelo se dio cuenta de que Salvatore era capaz de perderla por su adicción al juego, pasó la propiedad a su nieto.

Sin embargo, Dante había permitido que su padre viviera en ella hasta su fallecimiento, y ahora no sabía si quedársela o venderla. Él prefería vivir en la ciudad y seguir soltero, pero su abuelo siempre había deseado que se casara, formara una familia y criara a sus hijos entre los muros de la mansión.

Desgraciadamente, su abuelo tampoco había sido un buen ejemplo de las virtudes del matrimonio. Había estado casado cuarenta y ocho años y, cuando su esposa murió, pasó los tres años siguientes celebrando su muerte. Dante estaba convencido de que las lágrimas que había derramado durante su entierro no habían sido de pena, sino de alegría.

Pero no podía negar que aquella villa era especial para él. Había crecido allí y, por si eso fuera poco, estaba llena de recuerdos de su padre. El simple hecho de entrar en el despacho y sentarse en su sillón, cosa que hizo momentos después, bastaba para que se sintiera como si volviera a ser el niño que se escondía bajo la mesa para asustar a Salvatore, quien siempre se fingía asustado.

Desde luego, el despacho también le recordaba cosas malas. Era el sitio donde su padre hablaba con él para informarle de la muerte de algún familiar, el sitio donde le había confesado que estaba en bancarrota, el sitio donde le había rogado que pagara sus deudas de juego. Pero la vida era así. Tenía momentos buenos y no tan buenos.

Tras abrir el ordenador portátil de Salvatore, se preguntó cómo era posible que hubiera guardado en secreto la existencia de Orla. Aislin decía que la había mantenido hasta los dieciocho años y, si estaba diciendo la verdad, habría registros de las transferencias bancarias, registros que estaba decidido a encontrar.

Pero aún no estaba seguro. Cabía la posibilidad de que Sinead O’Reilly no hubiera dicho a Salvatore que se había quedado embarazada de él. Cabía la posibilidad de que hubiera mentido a sus propias hijas y de que fuera realmente ella quien se había encargado de mantener a Orla.

Dante entró en la cuenta de su difunto padre y empezó a buscar, pero no encontró nada, porque el sistema no le permitió acceder a los registros antiguos de movimientos bancarios. Sin embargo, Salvatore era muy serio con esas cosas, y supuso que habría guardado los extractos en el archivador.

Una hora después, estaba sentado en el suelo entre un montón de papeles. Había encontrado la prueba que no quería encontrar.

Efectivamente, su padre había transferido sumas a la cuenta de Orla durante dieciocho años, hasta que llegó a la mayoría de edad. Todos los meses, le ingresaba dos mil euros en un banco irlandés.

Aislin se asomó por enésima vez a la ventana, esperando a Dante. Ya había hecho las maletas, que había dejado en la entrada; pero estaba tan nerviosa que le había faltado poco para marcharse al aeropuerto y huir de allí.

Cien mil euros era una suma sustancial, pero no tan apetecible como un millón. Orla se podría comprar una casa, hacer reformas para que Finn estuviera cómodo y tendría dinero para cualquier cosa que pudiera necesitar, desde llevar al niño de vacaciones hasta comprarle una silla de ruedas con motor. Hasta se podría comprar un coche.

Esa fue la razón de que Aislin no huyera, aunque lo estaba deseando. ¡Un millón de euros por asistir a una boda! Todos los problemas de su familia quedarían resueltos en un fin de semana. Y quedarían resueltos sin haber tenido que pasar por el calvario para el que estaba preparada cuando llegó a Sicilia.

¿Quién se iba a imaginar que el poderoso e implacable Dante Moncada demostraría tener conciencia y le concedería a Orla la mitad del valor de la casa de campo? El hecho de que insistiera con la prueba de ADN no tenía nada de particular. Era un hombre de negocios, y no había llegado a donde estaba por el procedimiento de creer lo primero que le decían.

En lugar de encontrarse con un monstruo, se había encontrado con un hombre arrogante que, sin embargo, sabía atender a razones. Pero, en ese caso, ¿por qué le incomodaba la idea de pasar unos cuantos días con él?

Justo entonces, Dante llamó a la puerta y entró, sobresaltándola. Aislin había abierto las contraventanas, y tuvo la impresión de que él brillaba bajo el sol de primavera.

Llevaba una camisa azul, unos vaqueros negros y una cazadora de cuero que le hacían parecer más sexy que la noche anterior. Su rizado pelo oscuro parecía más suave y sus verdes ojos, más intensos. Pero había un factor que aumentaba su atractivo, porque le daba un aspecto rebelde: no tenía cara de haber dormido a pierna suelta, sino de haber estado rumiando sus preocupaciones con una botella de whisky.

Aislin sintió un extraño calor entre las piernas, y supo lo que significaba. Lo suyo con Dante no era un simple reconocimiento de la belleza masculina. Lo deseaba.

–Ah, sigues aquí –dijo él, sin más.

–Tienes buena vista –ironizó ella.

Definitivamente, lo deseaba. Pero eso no quería decir que fuera a perder la cabeza. Había superado obstáculos mucho más difíciles que la tentación, y sabía controlar sus emociones. De lo contrario, no habría podido enfrentarse al ejército de funcionarios y oficinistas que intentaban negarle el derecho a ser la tutora de Finn mientras Orla se recuperaba de las heridas que había sufrido en el accidente.

–Tan buena vista como buen cerebro –replicó él.

–Y mucha modestia –se burló ella.

Dante sonrió.

–¿Debo suponer que vas a aceptar mi oferta?

–¿Un millón de euros por acompañarte unos días? Tendría que estar loca para rechazarla. Pero, antes de que la acepte, debo decir que nadie se va a creer que estemos comprometidos. Te acabas de separar de tu novia.

Él se sentó en el sofá, estiró las piernas y le guiñó un ojo.

–Todos saben que soy rápido con estas cosas.

–Eso no es motivo de orgullo.

–Bueno, sé ir despacio cuando hay que ir despacio.

Aislin se ruborizó ligeramente.

–Te advierto que no admitiré jueguecitos…

Dante se maldijo a sí mismo. No tenía intención de coquetear con ella, pero había sido incapaz de resistirse.

–¿Jueguecitos? ¿Te refieres al sexo?

El leve rubor de Aislin pasó a ser rojo intenso.

–No te preocupes –prosiguió él–. Nuestro acuerdo es estrictamente empresarial. Además, los novios son de familias muy conservadoras, y estoy seguro de que nos alojarán en habitaciones separadas.

Aislin estaba en lo cierto al suponer que Dante no había dormido. Lo había intentado, pero ni el consumo de media botella de whisky le había hecho conciliar el sueño. Su mente volvía una y otra vez a la sensual irlandesa que había ocupado su casa. La encontraba tan atractiva que, en otras circunstancias, habría ido a por ella sin dudarlo; pero tenía que concentrarse en el acuerdo con los D’Amore, por no mencionar el pequeño detalle de que Aislin seguía siendo hermana de su hermanastra.

Por suerte, también era la mujer perfecta para engañar a Riccardo. En primer lugar, porque no pertenecía a su mundo y, en segundo, porque era inteligente y estaba completamente comprometida con su familia, virtudes que Riccardo adoraría.

Lo único que tenía que hacer para salirse con la suya era abstenerse de tocar a Aislin. Y eso, que ya le había parecido bastante difícil en la soledad de la madrugada, se le antojó imposible al verla en persona otra vez. Era asombrosamente bella. Ya no llevaba el pelo mojado, como la noche anterior; estaba seco, y se mostraba con toda la gloria de una melena de color rojizo, como el pelo de un zorro.

Por lo demás, su aspecto no era particularmente interesante. Se había puesto unas botas bajas, unos leggings negros y un jersey de color caqui que habían visto tiempos mejores, pero estaba tan sexy como si llevara un vestido de cóctel con un escote atrevido.

En ese momento, Aislin se frotó los brazos, enfatizando de forma inconsciente los senos en los que Dante estaba pensando.

–Muy bien. Si aceptas que lo nuestro será platónico, trato hecho.

–¿Hay algo más que te preocupe? Porque nos tenemos que ir.

–Sí, hay algo más –respondió ella, incómoda con la sensualidad de su mirada–. Quiero la mitad del dinero por adelantado.

–No.

–Necesito una garantía. Voy a fingir que me gustas durante todo un fin de semana, y no me gustaría que luego cambies de opinión y te niegues a darme el dinero.

–¿Es que no te gusto?

–¿Cómo puedo saber si me gustas? Nos acabamos de conocer, y no tengo motivos para confiar en ti.

Dante sonrió una vez más, encantado de que Aislin fuera tan directa. Lo encontraba muy refrescante.

–Te daré diez mil euros.

–Eso es calderilla.

–¿Cuánto dinero tienes en tu cuenta bancaria?

–¿Dinero? Mi cuenta solo tiene polvo.

Él estuvo a punto de soltar una carcajada.

–Va bene, que no se diga que no puedo ser razonable –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Te daré cincuenta mil euros ahora, en mano o transferidos a tu cuenta, como prefieras. Tendrás el resto el domingo que viene.

Aislin asintió.

–De acuerdo.

Dante se levantó del sofá.

–Excelente. Vámonos.

–Nos iremos cuando me transfieras los cincuenta mil euros.

–¿No los quieres en mano?

–No, prefiero una transferencia.

Él suspiró y sacó el teléfono móvil.

–¿A qué nombre está la cuenta?

–Al de Orla O’Reilly.

–¿No quieres que te lo transfiera a la tuya? –preguntó él, frunciendo el ceño.

–El dinero no es para mí, sino para nuestra hermanastra y nuestro sobrino. Están muy necesitados, y no recibirán sus cien mil euros hasta que veas los resultados de la prueba de ADN, un proceso que puede durar varias semanas.

–¿Insinúas que no te vas a quedar el millón?

–Bueno, dejaré que Orla me invite a una pizza.

Dante se quedó completamente desconcertado.

–¿Qué pretendes? ¿Es que aspiras a la santidad? –dijo.

Ella lo miró con cara de pocos amigos, y él se encogió de hombros.

–Está bien, como tú digas. Pero necesito el número de la cuenta.

Aislin se lo dio, y él la volvió a mirar.

–¿Te lo sabes de memoria?

–Hace tres años, Orla sufrió un accidente de tráfico que la dejó en coma. Tuve que ocuparme de sus finanzas mientras estaba en el hospital, recuperándose.

–¿Por eso nació su hijo prematuramente?

–Sí.

Dante se estremeció, y se preguntó por qué le preocupaba la suerte de una mujer de la que no había oído hablar hasta el día anterior. Pero eso no era tan relevante como sus dudas sobre Salvatore, más vivas que nunca. ¿Se habría enterado de que Orla había sufrido un accidente? ¿Sabía siquiera que tenía un nieto?

Fuera como fuera, no podía permitir que el descubrimiento de su existencia lo desconcentrara. El acuerdo con los D’Amore era lo más importante en ese momento, y Aislin podía desempeñar un papel clave si él conseguía recordar que no le iba a pagar un millón de euros porque estuviera prendado de su belleza, sino porque le ayudaría a convencer a Riccardo de que no había salido a sus padres.

Además, Orla y Finn solo eran dos desconocidos, y seguirían siéndolo en cualquier caso. Que fueran de su misma sangre no significaba nada. La sangre no hacía familia y, aunque la hiciera, ya había sufrido bastante con la suya.

Su adorada madre lo había abandonado. Sus abuelos lo habían querido mucho, pero se peleaban constantemente e intentaban que tomara partido en sus disputas. La única persona por la que Dante habría hecho cualquier cosa era el difunto Salvatore, que había sido un padre fantástico durante su infancia, aunque poco convencional.

Sí, jugaba demasiado y salía con demasiadas mujeres. Sin embargo, eso no había impedido que estuviera siempre a su lado, apoyándolo en cualquier situación, frente a cualquier obstáculo que les pusiera la vida.

Y ahora descubría que era un mentiroso.

¿Por qué le iba a importar entonces su nueva familia, si la vieja le había mentido, abandonado o utilizado como arma arrojadiza?

Se había hartado de esas cosas. Prefería estar solo.

–Ya está. Te acabo de transferir el dinero de Orla –informó a Aislin–. Supongo que podrás disponer de él al final del día.

Ella frunció el ceño.

–¿Me has transferido los doscientos mil euros?

Dante asintió y dijo:

–Te di mi palabra y la he cumplido. ¿Ya nos podemos ir?

E-Pack Bianca y Deseo abril 2020

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