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Capítulo 6

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Me temo que Su Alteza está…

–¿Ocupado en este momento? –se adelantó Beatrice sin disimular el sarcasmo.

En aquel instante no le importaba matar al mensajero. Y menos a ese mensajero.

Había necesitado de todo su valor para hacer la primera llamada, y se sintió físicamente enferma al marcar el número personal de Dante. Pero la llamada fue desviada hacia alguien que se identificó como «la oficina de Su Alteza el príncipe», que en realidad no era una oficina, sino una mujer con tono despectivo que a Beatrice le cayó mal al instante.

Su marido la estaba evitando. Todos los números y las direcciones de correo que tenía de él le aparecían como irreconocibles o ya no disponibles.

El único número en el que le contestaban la llamada era ese.

–Su Alteza real no recibe llamadas, pero puedo pasarle un mensaje y…

–Sí, eso ya me lo ha dicho –la atajó Beatrice.

Aquella era la quinta vez que había intentado contactar con Dante y recibía la misma respuesta por parte de aquella subordinada con tendencia a la condescendencia.

–Pero si lo prefiere, puede hacer llegar sus preguntas a los representantes legales de Su Alteza. ¿Quiere que le facilite el número del bufete de abogados?

Beatrice apretó los ojos y le dijo lo que podía hacer exactamente con aquel número. Escuchó cómo la mujer contenía un gemido ofendido al otro lado de la línea. No estaba orgullosa de ello, pero había ciertos límites, y ella había alcanzado el suyo.

Fue consciente por el rabillo del ojo de los gestos que le hacía Maya con las manos para que no siguiera por ahí. Beatrice los ignoró y luego sonrió. No se estaba divirtiendo, pero era un alivio sacar la cabeza del parapeto.

–En realidad no tengo ninguna pregunta. Solo quiero transmitirle una información.

–Yo le pasaré cualquier información importante.

–Es una información personal. Información delicada.

–Yo soy su asistente personal.

–En ese caso… ¿por qué no? –dijo Beatrice con voz pausada–. ¿Tiene un bolígrafo? Bien, pues entonces escriba esto, por favor. Dígale a mí marido que pensé que le gustaría saber que va a ser padre. ¿Lo tiene? –decidió tomarse el ruido de atragantamiento como un gesto afirmativo–. Bueno, muchas gracias por su ayuda.

Beatrice colgó el teléfono y dirigió la mirada hacia su hermana. Se llevó la mano a la boca para contener una risa nerviosa.

–No has seguido el guion –la reprendió Maya poniendo los ojos en blanco.

–No –Beatrice miró las notas que tenía delante y que estaban orientadas a ayudarla a expresar de forma sucinta y calmada los hechos.

–Supongo que recibirás una respuesta ahora –murmuró Maya mientras Beatrice seguía mirando el teléfono que tenía en la mano como si fuera una bomba a punto de estallar.

–He perdido los papeles. ¿Qué hago ahora?

Eran las tres de la mañana cuando Beatrice pudo finalmente dormirse, así que tardó unos instantes en orientarse y darse cuenta de que el ruido no era parte del sueño, sino que era real. Alguien (no era muy difícil adivinar quién) tenía el dedo apretado en el timbre, cuyo sonido inundaba toda la casa.

Maya apareció cuando Bea estaba poniéndose la bata encima del camisón.

–¿Cómo ha podido llegar tan rápido?

Beatrice se encogió de hombros.

–¿Quieres que vaya y le diga que venga más tarde?

–Como si eso fuera a funcionar –Beatrice se pasó la mano por el pelo revuelto para calmarse un poco–. No pasa nada, estoy bien.

Aspiró con fuerza el aire, se ató el cinturón de la bata y alzó la barbilla en gesto desafiante.

Maya no parecía muy convencida.

–Si tú lo dices… si me necesitas, estaré en mi cuarto.

–Gracias –Beatrice sonrió con expresión ausente. Ya tenía la mente puesta en la persona que estaba al otro lado de la puerta.

Con el corazón acelerado, abrió. Dante ocupaba todo el umbral, bloqueando la vista del pasillo común.

Se apartó de la pared lo suficiente para que Beatrice pudiera ver mejor el traje oscuro que llevaba puesto. No iba tan pulcro como de costumbre. La tela estaba arrugada y tenía la blanca camisa abierta en el cuello, dejando al descubierto una sección de piel bronceada. Pero apenas se fijó en aquellos detalles. Lo único que veía, o mejor dicho, lo único que sentía, eran las poderosas y crudas emociones que emanaban de él.

–Te has mudado –Dante había mantenido sus emociones a raya, pero al verla allí de pie sintió que perdía el control–. Nadie me lo había dicho.

El viaje hasta allí ya había llevado su autocontrol al límite. Dante estaba en medio del Atlántico cuando recibió el mensaje, una frase que iba a cambiar literalmente su vida de una manera que todavía le costaba trabajo imaginar.

La visión de aquellos grandes ojos azules que lo miraban cansados y rojos por haber llorado no hizo que se sintiera menos furioso. Solo añadió una capa más a las emociones que trataban de abrirse paso en su pecho.

–La semana pasada. Esto es más grande –igual que ella sería más grande dentro de poco. Una idea que seguía pareciéndole profundamente extraña y no del todo real.

Sin embargo, Dante era muy real. Y estaba muy enfadado.

–La gente que vive allí ahora parece… mi equipo de seguridad tuvo que convencerlos de que no soy peligroso –mientras él invertía algunos minutos tratando de encontrar la dirección correcta para dársela al chófer.

–¿Qué estás haciendo aquí? –aquellas palabras acusatorias flotaron entre ellos y provocaron un gemido gutural y feroz en la garganta de Dante.

–¿Estás de broma?

–No era realmente necesario que vinieras en persona. Habría bastado con avisar que habías recibido la noticia.

–Bueno, pues aquí estoy.

–Seguro que todo el edificio es consciente de ello ya. Vuelve mañana.

–Eso no va a pasar y ambos lo sabemos. ¿Vas a dejarme entrar o quieres que tengamos esta discusión aquí? –Dante miró con desprecio a su alrededor antes de clavar en ella una mirada gélida–. Lo siento, no me he traído el megáfono, pero puedo llamar a algunos paparazis que conozco. ¿Eso es lo que quieres? Claro, compartamos la noticia… Ah, se me olvidaba que ya lo has hecho. Sería interesante saber a cuánta gente se lo has contado antes que a mí. Total, yo solo soy el padre.

Beatrice apretó los labios ante tanto sarcasmo.

–Baja la voz y no seas tan poco razonable.

–¡Supongo que debo sentirme afortunado de que no me hayas enviado la noticia por mensaje!

Aunque pensándolo bien, al recordar lo que había sentido al escuchar a su asistente diciéndole que iba a ser padre, tal vez hubiera sido mejor un mensaje.

Beatrice corrió el pestillo de la puerta y se echó hacia atrás para dejarle pasar.

–Intenté contactar contigo –aseguró ella cruzándose de brazos.

–No lo intentaste demasiado.

Ella apretó los labios.

–Supongo que eso depende de tu definición de «demasiado». El número que tenía tuyo ya no existe. Aunque no sé para qué te cuento esto, porque seguramente fuiste tú quien le dijo a tu robótica asistente que no te pasara mis llamadas.

–Es una asistente muy eficaz –protestó Dante.

–Oh, no me cabe la menor duda de que solo repetía lo que le habían mandado. Supongo que fuiste tú quien le dijo que cualquier comunicación conmigo debía hacerse a partir de ahora a través de nuestros abogados.

–Eso fue idea tuya –le recordó él.

–Debería haber imaginado que la culpa era mía –sin previo aviso, se le agotaron las ganas de luchar y se quedó temblorosa, débil y con ganas de llorar.

–¿Te encuentras bien?

Beatrice logró reunir el suficiente coraje para lanzarle un gruñido.

–Estoy embarazada, no enferma.

–Entonces, ¿es verdad?

–Obviamente, no. Me lo inventé.

–Lo siento, ha sido una pregunta estúpida –murmuró poniéndole la mano en el codo–. Deberías sentarte.

–Debería irme a la cama. Estaba en la cama –consciente de que le temblaban las rodillas y de que agradecía el apoyo de su mano, Beatrice señaló con la cabeza la puerta que tenía él detrás–. El salón está ahí. Ten cuidado. Hay cajas que todavía no hemos desembalado.

Dante la ayudó a esquivar las cajas hasta que ella se sentó en uno de los sofás.

–¿Has ido ya al médico? –preguntó agachándose a su lado.

Escudriñó sus facciones y sintió una punzada de culpabilidad. Parecía que llevaba una semana llorando. Tal vez fuera así. Parecía tan frágil que temía que se rompiera si la abrazaba.

Beatrice asintió.

–Así que no hay error –bajo la oleada de culpabilidad surgió algo nuevo. Una sensación de protección–. ¿Y te has hecho una ecografía?

Ella sacudió la cabeza.

–Todavía no… ¿qué haces?

Dante se apartó el móvil de la oreja.

–Unas gestiones.

–Son las tres de la mañana. Ya sé que en tu mundo puedes pedir cualquier cosa en cualquier momento del día y la gente salta, pero en mi mundo pedimos cita de día y nos colocan en la lista de espera.

–¿Lista de espera?

–Si quieres hacer algo por mí, prepárame un té. Jengibre. Me calma las náuseas. La cocina está por allí –le señaló con la cabeza.

Beatrice cerró los ojos, estaba demasiado cansada para comprobar si Dante había reaccionado, y desde luego, demasiado cansada para discutir. No los abrió hasta que sintió su mano en el brazo.

–Bebe –le dijo él observándola.

Beatrice obedeció soplando en la superficie del líquido para enfriarlo un poco. Dante se sentó en el sofá de enfrente. Parecía sumido en sus propios pensamientos. Ella sentía como si estuviera sentada en el ojo de la tormenta, consciente de que en cualquier momento se desencadenaría de nuevo el infierno. Bebió un poco más y sintió que se le asentaba el estómago.

Dejó la taza en la mesita auxiliar y sintió un nudo de tensión cuando Dante se puso de pie.

–No he pensado en la hora que es –reconoció–. Estaba…

–En shock… lo sé.

–Me imagino que debes sentirte… sé que esto no es lo que querías, pero está pasando y tenemos que lidiar con ello.

–No tenemos que lidiar con nada –todavía se sentía como si la hubiera arrollado un camión, pero el té hacía que fuera un poco más coherente–. Ya me estoy ocupando yo –añadió, ansiosa por corregir cualquier impresión de lo contrario que pudiera haber dado–. Tengo hora para la primera ecografía en un par de semanas.

–Bien. La cancelaré y pediré cita para cuando volvamos –murmuró como para sí mismo.

–¿Volver? –preguntó Beatrice sintiendo un nudo en el estómago–. Yo no voy a ir a ninguna parte. Estoy aquí, y aquí me voy a quedar –se llevó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos–. Relájate, cuando tengamos el divorcio podemos revisar los detalles de cómo vamos a hacerlo.

–¿De qué diablos hablas? –masculló Dante–. No va a haber ningún divorcio ahora que estás esperando un hijo mío.

Ella lo miró a los ojos y vio la misma convicción de acero que mostraba su voz. Hizo amago de levantarse pero volvió a sentarse. Una oleada de pánico le atravesó el cuerpo.

Lo miró con ojos todavía más grandes. Las oscuras ojeras hacían que pareciera un animal atrapado, pensó Dante.

–Estás embarazada de nuestro hijo, el heredero al trono. Eso lo cambia todo.

–Tal vez él… o ella no deseen eso –afirmó Beatrice llevándose la mano al vientre en gesto inconsciente.

–¿No debería ser él o ella quien lo decida? ¿Vas a intentar robarle su herencia, su derecho de nacimiento?

–Ni a ti ni a Carl os hizo muy felices –le espetó Beatrice.

–Nosotros no tenemos por qué repetir los errores de mis padres.

Ella se llevó una mano temblorosa a la cabeza.

–Tiene que haber otra manera. No puedo volver a lo de antes –sacudió la cabeza–. No dejaré que me manipulen ni me controlen.

Dante la estaba mirando con una expresión extraña.

–¿Fue así como te sentiste?

Su asombro parecía auténtico.

–Así es como era.

–No será así cuando vuelvas. Habrá cambios.

Beatrice no tenía fuerzas para disimular su escepticismo extremo ni aunque hubiera querido hacerlo.

–¿Qué cambios?

–Al diablo con las encuestas de opinión. Voy a anteponer a mi familia. Esto no se trata de tener un heredero. Se trata de ser padre –hasta aquel momento no había apreciado las enormes diferencias entre ambas cosas–. Haremos que funcione.

–Por el bien del bebé.

Dante no dijo nada. La férrea determinación de sus ojos brillantes lo dijo todo cuando le tomó la barbilla entre los dedos.

–No puedes criar a este niño sola…

Beatrice tuvo que hacer un esfuerzo para no apoyar la mejilla en su palma.

–La gente lo hace todos los días, algunas personas por elección y otras porque no tienen alternativa.

–Pero tú si tienes alternativa –la atajó con suavidad–. Hemos tenido una separación de prueba. ¿Por qué no un matrimonio de prueba?

–¿Otra forma de decir que sería una farsa? Ya he estado ahí –murmuró ella con cansancio.

El estrés emocional y físico de los últimos días, y tal vez las hormonas del embarazo estaban haciéndose notar, y su lucha se veía reemplazada por un peligroso fatalismo.

Tal vez Dante notara que sus defensas caían, porque se inclinó hacia ella con el rostro a la misma altura que el suyo, la miró a los ojos y Beatrice se sintió culpable por haber dudado de su sinceridad. No había nada falso en las emociones que transmitía.

Cuando pensó en ello más tarde, se dio cuenta de que fue la emoción de su rostro, la preocupación y la responsabilidad lo que la llevaron a dejar de luchar contra lo inevitable.

Beatrice alzó la barbilla.

–Las cosas tendrán que cambiar… si vuelvo –se apresuró a añadir.

–Te prometo que nadie intentará controlarte.

–Quiero ser algo más que un accesorio decorativo. Quiero que se me trate como a una igual, no con condescendencia. Ah –dejó caer un poco la cabeza mientras lo miraba a través del velo de sus oscuras pestañas–. No quiero que se lo cuentes a nadie hasta que esté de tres meses y las cosas sean más… seguras.

–¿Y a mis padres?

Beatrice soltó una breve carcajada que dejó sus ojos azules sombríos.

–A tus padres menos.

No se veía capaz de soportar su falta de sinceridad. Ellos querían un bebé de sangre real, y durante un breve espacio de tiempo la tratarían muy bien, pero sabía que pronto estarían planeando a sus espaldas cómo separarla del niño.

¿Era una paranoica por pensar así? Bueno, mejor eso que una ingenua.

–No les caigo bien, nunca les he caído bien… y me da igual, porque ellos a mí tampoco.

Dante asintió tras un instante.

–Esta espera, el secretismo… ¿te dijo el médico si algo no iba bien, si hay algún problema potencial con el embarazo?

–No, es solo que todavía es pronto, y si llegara a pasar algo, como antes… –Beatrice sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y apartó la vista. Tragó saliva como si estuviera intentando contener sus miedos–. No quiero que nadie más lo sepa. Me da igual lo que les digas, solo…

Dante le acarició la mejilla antes de ponerse de pie y dar un paso atrás. Sintió una poderosa oleada de protección.

–No va a pasar nada.

–No puedes decir eso –murmuró ella mirándolo con ojos vidriosos–. Porque hay gente que le pasa una y otra vez y… no creo que pudiera soportarlo.

Se le quebró la voz cuando tragó saliva, y una enorme lágrima le resbaló por la mejilla. Sintió la mano de Dante en la nuca, y sin pensar en lo que hacía, Beatrice apoyó la cabeza en su pecho.

Dante le depositó un beso en la coronilla y una oleada de protección lo atravesó mientras le acariciaba el pelo.

Los sollozos fueron disminuyendo, pero ella se permitió unos minutos más allí, disfrutando de la solidez de su pecho y la fuerza de sus brazos. Finalmente exhaló un profundo suspiro y se apartó.

–Gracias –dijo en un susurro.

Dante sintió una punzada de algo a lo que no supo ponerle nombre cuando se levantó de la posición arrodillada en la que había terminado al lado del sofá.

–No hay de qué.

–Debo estar horrible.

–Espantosa –corrigió él, y Beatrice sonrió–. Y pronto te pondrás tan gorda que ni siquiera te verás los pies.

«¿Y aun así me querrás?».

Aquellas palabras se le quedaron en la cabeza, porque tampoco la quería ahora.

E-Pack Bianca y Deseo julio 2021

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