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Capítulo 2

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Beatrice dejó escapar un sordo silbido entre los dientes y se negó a apartar la mirada del desafío que vio en los ojos de Dante Aristide Severin Velázquez, príncipe de San Macizo.

Su marido.

–Ojalá pudiera olvidarlo –el murmullo llegó acompañado de una mirada resentida que no casaba con su civilizado divorcio.

Nunca había entendido realmente lo que conllevaba un divorcio civilizado, pero estaba convencida de que no incluía una noche de sexo apasionado con tu ex.

Todo el mundo tomaba malas decisiones y ella no era una excepción, pero a veces tenía la sensación de que desde el momento en que Dante entró en su vida, las únicas decisiones que habían tomado eran malas… desastrosas, de hecho.

Siempre había operado desde el principio de que las acciones de una persona tienen consecuencias, y había que vivir con ellas. O en su caso, intentar rodearlas, al menos la más peligrosas.

Pero entonces apareció Dante y Beatrice olvidó su filosofía; sus habilidades de navegación se tomaron unas vacaciones. No es que se olvidara, es que le daban igual las consecuencias. Los instintos primitivos que Dante había despertado en ella tomaron el control por completo. Unos instintos que habían acallado las señales de alarma, a las que se mantuvo sorda. De hecho, la noche anterior no hubo ninguna alarma, solo un deseo arrebatado.

Cuando levantó la cabeza vio la razón por la que el abarrotado bar se había quedado en silencio, y sintió una profunda desesperación, como un drogadicto que tuviera su droga favorita al alcance de la mano y pudiera olerla. Dante era su adicción, un virus de la sangre contra el que no tenía antibióticos.

Podía parecer que no tenía elección, pero sí la tenía. No se había metido sonámbula en aquella situación. Sabía en todo momento lo que estaba haciendo. Sí, no había buscado su nombre en internet cuando aceptó su invitación a cenar, consciente de que no estaba hablando de una cena en realidad. Pero no hacía falta buscar datos, bastaba con verlo una vez para saber que representaba el peligro del que había estado huyendo toda su vida adulta.

La idea de experimentar una atracción lo bastante fuerte como para compartir intimidad con un desconocido era algo que consideraba con una sonrisa incrédula, e incluso petulante. Estaba convencida de que cualquier relación que tuviera surgiría de la amistad y el respeto.

Se había acostado con Dante la primera noche. Estaba tan decidida a que aquella primera noche terminara como ella había imaginado desde el momento que lo vio, que no le había dicho que iba a ser su primera vez por miedo a que Dante reculara.

Y el instinto no le falló, porque Dante no se mostró contento después al saber que era inexperta, y le dijo muy serio que las vírgenes «no eran lo suyo». Todo podía haber terminado allí… pero no fue así, porque Beatrice no quería.

Cuando ella le respondió que ya no era virgen, y por lo tanto el obstáculo había desaparecido, Dante se rio, y volvió a reírse cuando le explicó que no había sido una elección consciente. No estaba esperando al hombre adecuado ni nada parecido; sencillamente, no era una persona particularmente «física».

Se pasaron los siguientes tres días y noches en la cama desmontando aquella teoría. Nada ni nadie los molestó en el ático de vistas millonarias que Beatrice nunca miró porque estaba saboreando cada momento perfecto de intimidad. Sabía que aquel paraíso no iba a durar. Dante lo había dejado dolorosamente claro.

No había dejado lugar a la duda cuando le explicó que no era un hombre de relaciones a largo plazo ni de hecho de ningún tipo de relación en aquel momento de su vida.

Aquello era algo que Beatrice ya sabía, porque finalmente buscó su nombre en internet en el teléfono: si era verdad que se había acostado con una décima parte de las mujeres que allí se decía, resultaba impresionante que hubiera encontrado tiempo para dedicarse a la fundación benéfica que había creado. Era inevitable preguntarse si alguna vez dormía, pero Beatrice sabía que sí. Había observado con absoluta fascinación cómo se le relajaban las duras líneas del rostro cuando dormía, haciéndole parecer más joven y casi vulnerable.

En aquel fin de semana hubo más de una ocasión en las que Dante se sintió en la obligación de volver a ponerle los pies en la tierra recordándole: «Esto es solo sexo… lo sabes, ¿verdad?».

La burbuja de fantasía en la que Beatrice había pasado el fin de semana reventó cuando abrió los ojos y se lo encontró allí de pie, trajeado y acicalado, con el aspecto del príncipe playboy siempre dispuesto a dar un buen titular.

Beatrice recordó cómo había luchado contra el deseo de correr tras él cuando Dante se detuvo al agarrar el pomo de la puerta. Ella consiguió decir una respuesta fría y despreocupada ante la sugerencia de Dante de que se encontraran tres semanas después, cuando sus compromisos lo llevaran de nuevo a Londres.

Cuando pasaron las tres semanas, las cosas habían cambiado, y le resultó imposible ignorar las consecuencias de sus actos. Aunque no se hubiera hecho la cantidad de pruebas que se hizo, sabía por qué se sentía distinta; sabía sin necesidad de mirar la línea azul que estaba embarazada.

También sabía perfectamente cómo se iba a desarrollar el siguiente paso, la furiosa respuesta de Dante. Había recreado la escena en su cabeza varias veces con algunas variaciones, y sabía exactamente lo que ella iba a decir. Seguía sabiéndolo cuando llamó al telefonillo y un hombre de uniforme la acompañó al ascensor.

Beatrice entró sabiendo no solo lo que iba a decir, sino cuándo decirlo. Se permitiría una última noche con él, y luego se lo contaría.

Pero lo cierto fue que apenas había cerrado la puerta tras ella cuando lo soltó.

–Estoy embarazada, y sí, sé que tuvimos… que tuviste cuidado.

Tenía un vago recuerdo de haber apartado la mirada de la suya.

–Me he hecho tres pruebas, y… no, eso es mentira, me he hecho seis. Solo quiero que… que sepas que no quiero nada de ti. Iré mañana a casa a contárselo a mi madre y a mi hermana y voy a estar bien. No estoy sola.

Dante permaneció allí de pie sin moverse durante su exposición maquinal de los hechos. Extrañamente, el hecho de decirlo en voz alta había hecho que el secreto que guardaba le resultara un poco menos surrealista.

Beatrice creía estar preparada para cualquier reacción, la mayoría incluían ruido, pero no había contemplado la posibilidad de que Dante se girara sobre los talones y saliera por la puerta antes de que ella pudiera siquiera recuperar el aliento.

No sabía si transcurrieron unos minutos o una hora, pero cuando la puerta se abrió de nuevo ella no se había movido del sitio en el que estaba antes de su abrupta salida. Dante seguía un poco pálido, pero no tenía cara de asombro. Una expresión decidida como el acero le marcaba las líneas del rostro.

–Bueno, está claro que tenemos que casarnos. No necesito que mi familia forme parte de esto, es una de las ventajas de ser el repuesto. Carl se va a casar, y seguramente ni siquiera se den cuenta de lo mío. ¿Y tú?

¿Carl? ¿Qué tenía que ver su hermano mayor con aquello? Los pensamientos de Beatrice iban unos pasos más atrás de las palabras de Dante.

–Una gran boda, dadas las circunstancias, no es opción. Pero si quieres que tu familia más cercana venga, puedo arreglarlo. Tengo negocios que atender en la zona, así que ¿qué te parece Las Vegas la semana que viene?

Dante hizo una pausa, seguramente para tomar aliento.

–¿Estás de broma? La gente no se casa porque vaya a tener un bebé… vamos a olvidar lo que has dicho. Estás en estado de shock.

No pareció que Dante tuviera en cuenta su comentario.

–Puede que solo sea el repuesto, pero sigo siendo el segundo en la línea de sucesión al trono… mi hijo no cargará con el estigma de ser un bastardo. Créeme, lo he visto con mis propios ojos y no es algo bonito.

–Estás loco.

Dante tenía un argumento para todas las objeciones que le presentó. La más convincente fue que era lo mejor para el bebé, aquella nueva vida que habían creado.

Beatrice terminó por acceder, por supuesto. Decirle que sí a Dante era un hábito que tenía que romper si quería recuperar el control de su vida.

Y en cuanto a lo de la noche anterior… ¿cómo podía haber sido tan estúpida… otra vez? Y solo podía culparse a sí misma. Dante no tenía que hacer nada para que ella le siguiera como un perrito. Solo tenía que existir.

Y nadie había existido nunca tanto como Dante. Nunca había conocido a nadie tan vivo. Tenía una presencia electrizante, y exudaba una vitalidad desnuda que hacía que resultara imposible olvidarse de él.

Pero tenía que hacerlo. Tenía que dejar la noche anterior atrás y comenzar de nuevo. Las cosas se pondrían más fáciles. ¡Tenía que ser así! Pero primero, no podía huir y esconderse, o fingir que la noche anterior no había pasado. Tenía que aceptar que lo había estropeado todo y seguir adelante.

–¿Qué estás haciendo aquí, Dante?

–Tú me invitaste. Me pareció de mala educación…

–¿Cómo sabías dónde estaba?

Tras dejar a Dante, se mudó las primeras semanas con su madre, y luego ocupó el sofá de Maya hasta que apareciera un apartamento que pudieran pagar.

Dante arqueó una ceja y ella suspiró.

–De acuerdo, es una pregunta estúpida.

Había considerado la posibilidad de seguir insistiendo en que no necesitaba ningún tipo de seguridad, ni siquiera al ultradiscreto equipo de hombres que la vigilaban de dos en dos las veinticuatro horas del día, pero había aprendido que era mejor pelear las batallas en las que había una posibilidad de ganar.

–¿Sabes? Hubo un tiempo en que mi vida era mía.

–Volverá a serlo.

No como en el caso de Dante. El momento en el que su hermano renunció al trono fue el momento en el que supo que su vida había cambiado para siempre. Ya no era el príncipe playboy y el futuro padre por sorpresa. Era el futuro de la monarquía.

Beatrice frunció el ceño al escuchar aquello, pero la expresión de Dante no daba a entender nada.

–Una amiga de mi madre es la dueña de este sitio. Solíamos venir aquí cuando éramos pequeñas.

Dante levantó la vista de sus puños apretados al pensar en su futuro mientras ella recorría con la mirada las paredes de madera de la modesta cabaña de esquí.

–Ruth, la amiga de mi madre, tuvo una cancelación de última hora y nos ofreció la cabaña durante quince días a un precio casi simbólico. Maya está trabajando en unas ideas que tiene para una línea deportiva, y pensamos que la nieve podría inspirarla.

–Entonces, ¿el negocio va para delante? La industria de la moda es muy dura.

–Poco a poco –respondió ella bajando la mirada en gesto protector mientras Dante cambiaba de posición, provocando que se le marcaran los músculos del torso.

No le sobraba ni un gramo de grasa, y su complexión fuerte y de hombros anchos provocaría la envidia de muchos atletas profesionales.

Beatrice se habría retirado si hubiera un lugar al que retirarse. Pero ignoró el temblor de la pelvis y fingió que no tenía la piel de gallina, ajustándose la sábana una vez más.

–Sería mucho más rápido y fácil si le hicieras llegar al banco la noticia del acuerdo que vas a firmar. ¿Saben que vas a ser pronto una mujer rica?

Rica y soltera. Beatrice se negó a pensar en la sensación de vacío que le nació en el estómago.

–Y estaré encantado de hacerte llegar ahora mismo los fondos que necesitas.

Ella apretó los labios. Si la gente la llamaba cazafortunas no le importaba, siempre y cuando ella supiera que no lo era.

–No quiero tu dinero. No quiero nada…

«Quiero volver a ser la persona que era», pensó con tristeza, consciente de que aquello no iba a pasar. Solo había estado casada diez meses, y llevaba seis más separada, pero nunca podría volver a ser quien fue, y lo sabía.

–Bueno, cara, parece que no elegiste bien a tu abogado. Parece más interesado en jugar al golf que en ocuparse de tus asuntos.

–¿Podrías fingir aunque fuera por un instante que no conoces todos los detalles de mi vida? Y repito, ¿por qué estás aquí?

«Buena pregunta», pensó Dante pasándose la mano por el pelo. Cuando Beatrice se marchó, se había dicho a sí mismo que entonces sería más fácil centrarse en su nuevo papel sin la distracción de tener que preocuparse de ella, de saber que detrás de su sonrisa había infelicidad, resentimiento, o normalmente, ambas cosas. Que por muy duro que hubiera sido el día de Dante, el suyo seguramente había sido peor.

Dante no había sido nunca responsable de otra persona en su vida. Había vivido para sí mismo, y ahora tenía un país entero que dependía de él y de Beatrice… menuda ironía.

Aunque ella no dependía ahora de él. Los informes que le llegaban a su mesa así lo indicaban. Le estaba yendo bien… pero quería verlo con sus propios ojos. Aquella era una opción con la que pronto ya no contaría. La lista de potenciales sucesoras a llenar el espacio que había dejado Beatrice en su vida, candidatas que sabrían cómo lidiar con la vida del palacio sin su guía, seguía esperando.

–Necesito que firmes unos papeles –dijo, recibiendo por parte de Beatrice un gesto de desdén.

–¿Ahora eres mensajero?

Dante suspiró con gesto frustrado mientras escudriñaba su rostro con ansia. Seguía siendo lo más bello que había visto en su vida, y durante un tiempo, sus vidas se habían encontrado. Pero las cosas habían cambiado. Dante tenía otras responsabilidades, un deber que cumplir. ¿Quizá pensó que ir allí le proporcionaría algún tipo de cierre?

–En realidad… nunca nos despedimos.

Beatrice parpadeó, negándose a dejarse llevar por la oleada de resentimiento que hizo que el corazón le latiera con más fuerza.

–¿Ah, no? Seguramente tendrías alguna reunión. ¿O a lo mejor me dejaste una nota? –se mordió el labio con tanta fuerza que casi se hizo sangre.

¿Podía sonar todavía más como alguien que no había conseguido seguir adelante?

–¿Te sentías abandonada?

–Me sentía… –Beatrice hizo un esfuerzo por controlar sus sentimientos–. Da lo mismo. Esta es una conversación que nunca tuvimos, así que vamos a dejarlo así. Digamos que la noche anterior fue el cierre.

Dante sacudió la cabeza al ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.

–No, esto no estaba planeado. Es solo que… estoy harto de saber de ti a través de terceras personas.

–Echo de menos… –Beatrice se detuvo, reteniendo las palabras que no podía admitir ni ante sí misma, y mucho menos ante él–. Creo que es más seguro así –murmuró.

–¿Y quién quiere seguridad?

El brillo temerario de sus ojos le recordó al hombre del que se había enamorado. Resultaba irónico que ella tuviera que recordarle que ya no era ese hombre.

–Tus futuros súbditos. Y francamente, Dante, ya viví toda la emoción que puedo sostener…

Beatrice cerró los ojos y se apoyó en la pared hasta que la presión hizo que le dolieran los omóplatos. Era cierto, tras abandonar el papel real para el que nunca había estado preparada, se lanzó a su nueva vida, y allí encontró desafíos nuevos, emocionantes y a veces aterradores con los que llenar sus días. Recuperó parte de su habitual entusiasmo, aunque ahora estaba mezclado con cierta precaución. Una precaución que, lamentablemente, había olvidado la noche anterior. Dante entraba en una estancia, y todos aquellos instintos y deseos que había despertado en ella cobraban vida.

«Una insensatez», pensó para sus adentros. La noche anterior no había tenido nada que ver con la sensatez. Se puso tensa por dentro cuando aquellos cálidos recuerdos le inundaron la cabeza. Había sido todo pasión y deseo.

Beatrice también sentía pasión por el chocolate, pero si se dejaba llevar sabía que tendría que comprarse un guardarropa nuevo. El ejercicio y un poco de autocontrol significaban que todavía podía vestir con la ropa del año pasado.

El problema era que Dante se le ajustaba a la perfección en todos los sentidos de la palabra, y siempre había sido así. Cuando en su matrimonio no había nada que funcionara bien, el sexo seguía siendo increíble. El dormitorio era el único lugar donde siempre se las arreglaban para estar en el mismo barco. Desafortunadamente, se necesitaba algo más que química y compatibilidad sexual para que un matrimonio funcionara, sobre todo cuando se encontraba con obstáculos tan potentes como el suyo.

Beatrice se dio cuenta entonces de que, mientras su mente vagaba, su mirada había empezado a recorrer su torso esculpido para a continuación descender a la musculosa definición de su vientre. Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo y bajó las pestañas para protegerse. Pero no le proporcionó mucha protección contra el latido sexual que Dante exudaba, ni contra su enervante capacidad de leerle el pensamiento.

–¿Te arrepientes?

La respuesta de Beatrice a aquella pregunta debería haber sido inmediata, un acto reflejo, y por supuesto que se arrepentía de lo que había pasado, a un nivel. Pero en otro, en uno que le avergonzaba, no habría cambiado absolutamente nada, porque Dante sobrepasaba su sentido común. Solo tenía que aspirar el aroma de su piel para que su instinto de conversación quedara borrado.

¡Tenía que romper aquel círculo!

Era fácil decirlo, era fácil pensarlo, pero cada vez que Dante la tocaba, algo dentro de ella gritaba que aquello estaba bien.

«¡Entonces, no dejes que te toque!».

Beatrice atajó aquel diálogo interno que cada vez se volvía más desesperado, se aclaró la garganta y se dio un tiempo para pensar cuál sería su siguiente movimiento. Quería dar la impresión de que la noche anterior no significaba que no había superado lo suyo.

Un movimiento que dejara claro que podía marcharse con la misma facilidad que él tras satisfacer un deseo primario. Que Dante no era el único que podía compartimentar su vida.

–Lo de anoche ha sido…

La voz grave de Dante, matizada por la impaciencia, la atajó antes de que pudiera decir nada.

–Teniendo en cuenta que estás ahí de pie arrebujada en una sábana y actuando como una virgen ultrajada, doy por hecho que te arrepientes de lo de anoche.

Su tono acusatorio provocó que a Beatrice se le sonrojaran las mejillas.

–Eso es muy astuto por tu parte –murmuró con ironía.

Para Dante, su ultraje virginal había sido siempre igual a cero, incluso cuando tenía derecho a él. Beatrice no tuvo reparo en entregarle su virginidad, aunque él recibiera aquel inesperado regalo de forma poco relajada.

–¿Te arrepientes de haberte casado conmigo? –preguntarlo por segunda vez no le dejaba claro a Dante por qué le importaba la respuesta… ¿tal vez para apaciguar su culpa?

No se le escapaba la ironía de la situación. Seguramente había muy poca gente en el mundo que hubiera llevado una vida con menos sensación de culpa que él. El labio superior se le curvó en una sonrisa.

Si fuera un hombre que creyera en el karma, podría pensar que la situación actual era la manera que tenía el destino de hacerle pagar por una vida vacía de absoluto hedonismo, en la que el único camino era el camino fácil. En el pasado rechazó el concepto del deber, y ahora se veía gobernado por él.

Cuando se declaró pensaba que estaba haciendo lo correcto, y no se paró a pensar ni por un instante si era lo correcto para Beatrice. Era él quien estaba haciendo el sacrificio definitivo. Dante apretó las mandíbulas y dejó escapar un suspiro fuete para librarse de sus pensamientos.

Beatrice parpadeó, las pestañas le acariciaron la suave curva de las mejillas como las alas de una mariposa.

–No tiene sentido lamentarse de nada, ¿verdad?

–Lo que significa que te arrepientes.

¿Se había preguntado Beatrice alguna vez si las cosas habrían terminado de otra manera en el caso de que su hijo se hubiera agarrado a la vida y no hubiera sido simplemente un latido que desapareció de la pantalla?

Dante sintió una punzada de hielo en las entrañas al recordar el momento en el que el médico les dio la noticia de que su bebé ya no estaba.

Se había sentido devastado. Aquello no tenía sentido. Nunca había querido tener hijos.

–Ahora miro hacia delante.

Dante alzó la vista y sus pensamientos volvieron al momento presente.

La intensidad de su mirada provocó que Beatrice perdiera el hielo, pero tras una momentánea pausa, volvió a recuperar el control y la actitud desafiante.

–El pasado ha quedado atrás. No me interesa revivirlo –sintió que la sábana se le bajaba un poco y la subió. A veces la sinceridad era la mejor manera de encarar algo–. Tengo muchos recuerdos maravillosos que siempre atesoraré. Sencillamente, no soy tan realista como tú lo eres a veces –se mordió el labio, que le empezó a temblar de emoción.

Un espasmo cruzó las facciones perfectamente simétricas de Dante.

–Tal vez yo tenga expectativas más bajas… deberías probarlo, Beatrice. Menos desilusiones en la vida –sugirió con crudeza.

–¿Quieres que sea igual de cínica que tú? Eso es mucho pedir, Dante.

Él bajó un poco las pestañas con los ojos brillantes y esbozó una media sonrisa triste mientras la miraba a los ojos.

–Tú lo llamas cinismo. Yo lo llamo realismo. Y se trata de ir dando pequeños pasos, cara.

La expresión de Beatrice no fue lo único que se detuvo. El tiempo también. Dante casi podía escuchar los segundos antes de que ella bajara la mirada. Sin embargo, tuvo tiempo de ver el dolor en sus ojos.

Dante apretó las mandíbulas y se maldijo a sí mismo en silencio. Por supuesto que sabía que la autorecriminación habría sido más útil si hubiera llegado antes. Como cuando la pérdida de su bebé pasó de ser una tragedia personal a convertirse en un debate palaciego alentado por los cortesanos cercanos al trono.

Para Dante no supuso ninguna sorpresa, en el momento en que su hermano se apartó del trono, supo lo que le esperaba. Pero para Beatrice debió ser como entrar en un universo paralelo.

Ella levantó la mirada esperando encontrarse con la suya, pero Dante no la miró a los ojos. Tal vez estaba pensando en la princesa con la que iba a reemplazarla… aquella que sí podría darle hijos.

Los hijos que Beatrice se había esforzado tanto por darle; diez meses de vida marital en el interior de los muros de palacio, diez meses de espera y de esperanza, y luego la terrible e inevitable sensación de fracaso.

Dante sacó las piernas por un lado de la cama, provocando que la sábana arrugada que tenía en la cintura descendiera peligrosamente unos centímetros más.

Luchando contra el dormido instinto de protección que Beatrice despertaba en él, Dante se encogió de hombros, pero lo cierto era que de quien debía protegerse era de él.

–Lo siento.

Ella lo escudriñó con la mirada, pero Dante tenía una expresión imposible de captar.

–¿Qué es lo que sientes? –se dijo que si sentía lo de la noche anterior le daría un puñetazo–. ¿Casarte conmigo? Yo sabía lo que estaba haciendo –afirmó. No le gustaba que le asignaran el papel de víctima.

–Y ahora sigues adelante con tu vida. Sin él.

–Eso resultaría más fácil si no estuvieras sentado en mi cama.

–Tengo que estar en París mañana. Retrasaron la reunión, y…

–¿Y pensaste «voy a complicarle la vida un poco más?» –en su tono había más cansancio que reproche.

–Yo no me invité solito a tu cama, Beatrice.

Ella se sonrojó. ¿De verdad le parecía necesario decirlo en voz alta?

–Lo siento. No te estoy culpando. Me lo has puesto muy fácil para que me fuera.

–Entonces, ¿has traído papeles?

–Sí, hay papeles, pero… a la prensa le encanta…

Beatrice se puso tensa al ver de pronto dónde conducía todo aquello. Y Dante no la miraba a los ojos. Pálida, pero contenida, lo atajó:

–Felicidades.

Él frunció el ceño con gesto perplejo.

–¿Por qué?

–Estás prometido.

Sus acelerados pensamientos unieron rápidamente los puntos, pasando de la teoría a los hechos en su cabeza en cuestión de segundos. Sería algo oficial. Dante no habría ido hasta allí para decirle en persona que tenía una amante. Eso lo daba por hecho. Un hombre tan sensual como él no estaba hecho para el celibato.

Dante dejó escapar finalmente un silbido entre los dientes apretados.

–Sería un poco pronto para prometerme. Ni siquiera estoy divorciado aún.

Ella volvió a agitar las pestañas.

–Ah, yo solo…

–Solo has dado por hecho algo, como siempre, con la premisa científica de que si algo es una auténtica locura, entonces es verdad.

–Era una suposición completamente razonable –protestó ella, odiando sentirse tan aliviada–. Volverás a casarte algún día –añadió–. Tienes que hacerlo.

A Dante se le formó un nudo en el estómago porque así era. Beatrice había utilizado las palabras «tienes que hacerlo». La gente que tenía alrededor, su familia, los cortesanos, lo llamaban deber. Cada palabra que pronunciaba, cada acto que llevaba a cabo, era observado y juzgado.

La conclusión era que su vida ya no le pertenecía. Cuando abrió la boca para responder, Dante se dio cuenta de la hipocresía que suponía que ocupara una posición moral superior.

–Entonces, ¿crees que me acostaría contigo estando prometido?

–Sí –afirmó ella sin vacilar. La culpa que sentía se la guardaba para sí misma, porque sabía que nada habría impedido que se acostara con Dante la noche anterior–. Solo habrías continuado con la tradición familiar –le espetó.

Los labios de Dante se curvaron en una sonrisa al recordar lo sorprendida que se había mostrado cuando supo que tanto su padre como su madre tenían amantes que en ocasiones se quedaban a dormir.

–¿Quieres sentarte? No voy a saltar encima de ti.

–No –Beatrice reculó todavía un poco más hacia la esquina.

No era él quien le preocupaba: estaban los dos desnudos, y sentarse era un primer paso para tumbarse. Abrió los ojos de par en par cuando le vino a la cabeza otra posible y seguramente más probable explicación a su presencia allí.

–¿Es por el divorcio? –preguntó tragando saliva–. ¿Hay algún problema?

–No, no es por el divorcio. Es por el abuelo.

¿Reynard? Beatrice dejó de plisar la tela que sostenía sobre los senos y sonrió. El anciano rey, que tras sufrir un ataque había renunciado al trono en favor de su hijo, el padre de Dante, era una de las pocas personas de palacio con las que Beatrice se sentía relajada.

Conocido por su lengua ácida y un ingenio que no dejaba títere con cabeza, la hacía reír, aunque no fue consciente hasta más tarde del privilegio que suponía que se hubiera ofrecido a enseñarle a jugar al ajedrez.

Seguían jugando por internet.

–Uno de estos días le voy a ganar.

Dante curvó los labios en una media sonrisa.

–Si lo haces será de verdad, porque nunca te dejaría ganar.

–Eso espero… ¿y cómo está? –había visto lo suficiente en el rostro de Dante como para entrar en pánico. No fue su expresión lo que la asustó, sino la ausencia de ella–. Oh, Dios mío, ¿no está… no ha…?

–No, no… está bien –la tranquilizó él–. Pero ha sufrido otro ataque.

–¡Oh, Dios, no!

–Tranquila. Los médicos le administraron la medicación a tiempo, así que parece que no hay daño permanente. Al menos no más del que ya había.

Beatrice dejó escapar un suspiro de alivio, pero todavía se sentía temblorosa y triste, porque algún día el peor escenario sería real, y un mundo sin aquel carácter irascible sería un lugar peor.

–Hemos sido discretos, pero resultará inevitable que la noticia se filtre pronto, y ya sabes cómo les gustan los dramas. Quería que tú conocieras los hechos, no una ficción exagerada.

–¿Por qué no me dijiste simplemente que esa es la razón por la que has venido?

Los ojos de Dante se clavaron en los suyos, y Beatrice sintió que todo el cuerpo se le sonrojaba.

–De acuerdo –se apresuró a decir antes de que él pudiera señalar que no habían hablado mucho la noche anterior–. Podías haber mandado un mensaje… o llamarme. No ha sido muy amable por tu parte venir aquí. Para mí no ha sido fácil…

Dante apretó las mandíbulas.

–¿Y crees que para mí sí?

–Muy bien. Pues digamos que lo de anoche fue una despedida –tenía que ser así, no podía hacer aquello más de una vez–. Dale recuerdos a Reynard de mi parte. Ojalá pudiera verlo.

–Puedes verlo.

Beatrice soltó una carcajada amarga.

–¿Volver a San Macizo? Supongo que estás de broma.

–¿Tan desgraciada fuiste allí?

Ella mantuvo una expresión neutra.

–Fui irrelevante allí.

La única función que podría haberla convertido en alguien aceptable era producir bebés, y no lo había conseguido. Mes tras mes de expectativas, y luego… Dante debió sentirse aliviado cuando Beatrice le anunció que no iba a continuar.

Ya era suficiente. Beatrice levantó la cabeza y se dirigió sin mirarlo al vestidor. Dándole la espalda, se puso la bata turquesa que estaba colgada detrás de la puerta. Resultaba completamente ridículo mostrar aquella falsa modestia delante de Dante que conocía íntimamente cada centímetro de su cuerpo. Dejó caer la sábana.

–Lo intenté durante diez meses –dijo dándole la espalda, satisfecha de que no pudiera verle la cara–. Intenté hacer lo correcto, decir lo correcto. Intenté encajar. Intenté…

No terminó la frase, pero las palabras no dichas quedaron colgando entre ellos como un velo. Ambos sabían lo que había intentado y no había conseguido, lo único que podría haberla convertido en aceptable para su familia: darle un heredero.

E-Pack Bianca y Deseo julio 2021

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