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Un profesor que expone aburre a los alumnos *

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José Amar conversa con Horacio Manrique** Universidad del Norte, Universidad EAFIT

José Amar es Ph.D. en Counseling Psychology de Newport University (Los Ángeles, Estados Unidos), magíster en Metodología de la Investigación Educativa de la Universidad del Norte, psicólogo y profesor de Educación Primaria con énfasis en Historia de la Universidad de Chile y sociólogo de la Universidad Autónoma del Caribe. Obtuvo el Premio Nacional de Psicología en 1996 y es profesor emérito de la Universidad del Norte. Actualmente se desempeña como director del Grupo de Investigaciones en Desarrollo Humano (Gidhum) de la Universidad del Norte y como docente de posgrado en esta misma universidad. Tiene más de treinta años de experiencia en docencia universitaria y es investigador emérito de Colciencias.

Horacio Manrique (H. M.): Profesor, en primera instancia quisiéramos saber cómo y por qué decidió estudiar Psicología.

José Amar (J. A.): La verdad es que Psicología no estaba en mis planes. Yo estudié primero Pedagogía en Historia, pero no quedé contento con mi formación y decidí estudiar la carrera que respondía a mi vocación, que es Sociología. Cuando llegó el momento de matricularme, me encontré con que habían cerrado la escuela porque era muy conflictiva, tenía un pensamiento muy de vanguardia y habían decidido cerrarla.

H. M.: ¿En qué año fue eso?

J. A.: En 1963 o 1964. Yo dije: “Bueno, ¿qué hago?”. Una segunda opción era Filosofía. En esa época era muy difícil ingresar a las universidades en Chile porque solo había dos posibilidades: la Católica y la de Chile. Los puntajes eran muy exigentes, por eso estudié primero Historia, porque no me dio el puntaje. Ya después de que hice la carrera sí podía escoger qué estudiar. Entonces opté por Filosofía, pero justo cuando iba a entregar la hoja –en esa época no había computadores– apareció una amiga de la ciudad donde yo vivía. Yo le pregunté qué estaba haciendo y ella me dijo que estaba en segundo año de Psicología. Entonces le dije: “Yo venía a estudiar Sociología, pero ahora estoy en la duda”. Ese día nos fuimos a tomar un café y ella empezó a contarme en detalle sobre su carrera. Ella era una apasionada de la psicología y me convenció. Entonces dije: “Bueno, esto es lo más cercano a lo que yo quería”. Esa fue mi opción. Escogí Psicología y ahí empecé a estudiar en la Universidad de Chile. Había dos escuelas de Psicología en todo el país: la de Chile y la Católica. La Católica era de orientación muy psicoanalítica; la de Chile era una mezcla de muchos profesores que habían estudiado Reflexología en Rusia en los laboratorios de Pavlov. Había muchas materias relacionadas con Neurofisiología, Fisiología y Química del cerebro porque los profesores que teníamos venían con orientación pavloviana. Había unos poquitos que hablaban de Piaget y por supuesto había unos psicoanalistas, unos psiquiatras-psicoanalistas que eran personas muy estructuradas, muy formadas, pero que veían al psicólogo como un ayudante, como un paramédico de la psicología. Entonces, bueno, ahí me fui entusiasmando. Me eligieron presidente de la Escuela del Centro de alumnos y… ¡hicimos una huelga, botamos a todos los psiquiatras y pusimos puros profesores psicólogos!

H. M.: ¿Qué motivó esa huelga?

J. A.: Yo pienso que a Skinner no se le reconoce el valor gremial que tuvo. Hasta antes de Skinner, la psicología siempre fue como una rama de la medicina y el psicólogo se veía como una persona que podía ayudar al médico-psiquiatra en alguna actividad, precisamente del diagnóstico; esa era la visión que había en esos años. Y, por supuesto, no bastaba con ser psicoanalista, había que ser psiquiatra-psicoanalista. En el sur de Chile había mucha influencia de Argentina. En Argentina, el psicoanálisis era muy fuerte. Allá hay una población judía muy grande, por lo cual había mucha sintonía con el psicoanálisis y con la religión, con todo eso. Nosotros creamos un grupo de estudio en el que empezamos a indagar en la psicología existencial. Empezamos con Sartre, estudiábamos mucho a Sartre, para buscar una alternativa distinta a Freud. Pero yo pienso que fue Skinner el que le dio, con su modelo, una identidad a la psicología, ya no como algo dependiente de la medicina, sino como una disciplina independiente con sus propias fórmulas, sus propios enfoques teóricos, sus propias prácticas, sobre todo la psicología clínica. Entonces, en esa época, en Chile, eran psicoanalistas los que estudiaban en la Católica y conductistas los que estudiábamos en la de Chile. Pero más que conductistas, éramos de una línea muy pavloviana, muy reflexológica, porque la mayoría de los profesores eran del Partido Comunista y habían estudiado en Moscú (risas). Yo creo que eso fue muy valioso para la formación profesional.

H. M.: Usted menciona que también estudió psicología existencial y teorías pavlovianas y skinnerianas. Me preguntaba si en su educación hubo como una mezcla de esas diferentes escuelas…

J. A.: Sí. La Escuela de Psicología de la Universidad de Chile era muy heterodoxa. Había un grupo de profesores muy piagetianos que se enfocaron en la psicología educativa cuando Piaget comenzó a ser conocido en América Latina. Entonces uno se orientaba. Piaget era como una visión. Nosotros la veíamos en esos años como algo más científico. Lo que había en psicología social, muy fuerte, era la psicología organizacional, industrial, francesa. El profesor era un francés, Jean Cizaletti. Él tenía como cinco profesores porque allá existían clases donde había un titular y cinco profesores asociados al titular, entonces hacían una verdadera escuela. Así que la psicología social laboral era de la escuela francesa. Ya ni me acuerdo de los autores, pero estudiábamos autores franceses en psicología industrial, en psicología del trabajo. Las corrientes clínicas fluctuaban entre el psicoanálisis y el conductismo, que eran más heterodoxas. No había una línea de pensamiento coherente; había de todo. En esos años, todos nuestros profesores eran mayores de cincuenta años. Eran personas con un gran recorrido profesional y académico. Ahora se ve como algo negativo que una persona mayor te esté dando clase; hoy es el tiempo de los jóvenes. Pero en la época de uno, para llegar a ser profesor titular tenías que tener cincuenta o más años y una muy buena historia de vida profesional y académica. Entonces nuestros profesores eran personas que tenían mucho para darle a uno porque tenían una trayectoria. La parte existencial la estudiábamos por nuestra propia cuenta. Había un compañero de Brasil, el profesor Romero, que empezó a llevar la psicología existencial a la universidad, a los salones de clase; entonces empezamos a leer y a discutir. También teníamos un profesor psicoanalista que nos enseñaba pruebas psicológicas, nos enseñaba el Rorschach, que era la prueba máster de ese tiempo.

H. M.: ¿Podría contarnos un poco sobre su formación y su trayectoria a lo largo de estos años, desde que estaba en Chile hasta cuando llegó a Colombia?

J. A.: Bueno, mi trayectoria en Chile fue muy breve. Yo fui profesor de una sede de la Universidad de Chile que se había abierto en mi ciudad. Allí no había carrera de Psicología, sino Pedagogía. Entonces empecé a darle clase a gente que estudiaba licenciatura en diversas áreas, como una materia general, psicología general. Pero en Chile, la verdad, fui dirigente político desde los dieciséis años; entonces, para ser muy honesto, un ochenta por ciento de mi tiempo lo gastaba en el quehacer político y el veinte por ciento restante en el estudio. Eso mismo me hizo comprometer mucho. Yo vivía en una zona del país donde estaba la población mapuche. Hay una deuda histórica con este pueblo porque un presidente tuvo una vez la idea de quitarles un millón quinientas mil hectáreas de terreno a los mapuches y traer inmigrantes suizos, españoles, europeos en general, la mayoría alemanes, de esos que venían huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Casi todos habían sido cabos, sargentos del ejército de Hitler, entonces la gente era muy racista, bueno, nazi. La usurpación de esas hectáreas generó una situación de violencia muy fuerte en el país que hasta el día de hoy no se ha resuelto. La semana pasada, los mapuches quemaron cuarenta camiones. Están luchando todavía por la restauración de sus tierras. Yo me comprometí mucho en esa lucha, en esa causa. Cuando salió el presidente Allende hubo muchas tomas de tierra. Los mapuches sintieron, por primera vez, que había un respaldo a su causa y empezaron a tomarse la tierra; yo estuve muy cerca de todo ese proceso. Algún día quiero tener tiempo para poder escribir sobre esto… Fue un proceso extraordinario de la emancipación de un pueblo postergado. Yo fui elegido diputado con una mayoría abrumadora, miembro del Congreso Nacional. Entonces, la psicología fue quedando cada vez más a un lado. Yo fui el que coordinó la campaña del presidente Allende; es como decir que en el Atlántico yo era el jefe de la campaña. Entonces, cuando Allende salió, por supuesto yo asumí mucho control político, mucho poder político. Y estaba muy joven.

H. M.: ¿Qué edad tenía?

J. A.: Tenía veintiocho años, veintisiete años. Pero vino el Golpe de 1973 y me enseñó que hay que vivir el día (risas). Uno no sabe qué va a pasar al otro día. Salí al exilio y llegué acá, a la universidad. Estuve primero dos meses en Bogotá, buscando una nueva vida. Tengo una deuda muy grande con Rubén Ardila; él era decano en la Universidad de los Andes cuando yo llegué. Un profesor de la Universidad Nacional me hizo el contacto con él y fui a hablarle. Fue muy atento y me dijo: “Mira, yo te puedo ayudar; no te conozco, pero yo tengo amigos en Chile”. El primer nombre que me dio era el de un amigo mío, compañero de curso. Incluso fuimos compañeros de residencia. Entonces me dijo: “Si él me manda una carta, yo te recomiendo”. Y mi amigo, Julio Villegas, me mandó una carta. Mi esposa estaba en Chile todavía; habló por teléfono con él y él escribió inmediatamente la carta. Yo fui con la carta adonde Rubén y él me dijo: “Mira, hay empleo en Barranquilla, en Bogotá y en Cali, en la Universidad del Valle”. La Universidad del Norte fue la primera que me contestó. Había cierta prevención porque esta es una universidad privada, pero en ese momento había un rector muy sensible, una cosa impresionante. Rubén Ardila me dijo: “Pide cinco mil pesos de sueldo”. Cuando yo llegué estaba el decano José Luis Torres y él me dijo: “No, yo creo que te podemos pagar siete”. Cuando fui adonde el rector, él me pidió que le contara qué había pasado. Yo estaba todavía muy impactado, se me salían las lágrimas mientras le contaba. Ahí me subió el sueldo a nueve mil pesos (risas). Casi me dan el doble de lo que yo pedí. Y además me dieron un préstamo para que trajera a mi esposa, un préstamo condonable para que comprara muebles; es decir, fue una ayuda impresionante. Entonces, desde ese momento yo me sentí muy comprometido con la Universidad. Cuando llegué aquí no había nada. El decano José Luis Torres estaba recién nombrado y ya teníamos visita del Icfes, que venía a ver si el programa de Psicología podía seguir o se cerraba. Era el año 1974 y había comentarios en Bogotá de que aquí no había nada. Entonces José Luis, urgentemente, contrató a dos psicólogos muy buenos que terminaron trabajando en la Universidad de San Francisco: Regina Otero y Fabio Sabogal. Pero ellos, a los seis meses, empezaron a comparar los Andes con esta universidad y empezaron a decir que aquí no había nada, que esto era malo y, claro, José Luis no tenía una hoja escrita del programa, nada, porque estaba recién llegado. Por suerte, cuando mi esposa llegó, me trajo dos maletas de libros; eso fue lo único que le pedí que me trajera. Yo me quedaba hasta las cuatro de la mañana todas las noches armando los programas de todas las asignaturas, porque no había nada, no había absolutamente un programa, nada. Yo traté de reconstruir un poco el pénsum de la Universidad de Chile y José Luis había estudiado en la Nacional, entonces logramos estructurar un pénsum y después hicimos todos los programas de cada materia. En ese tiempo eran 180 créditos y había como ocho materias por semestre, ¡era una locura! (Risas). Pero cuando llegó el doctor Luna, que era profesor de la Nacional, a validar con Floralba Cano, vinieron a lo que vinieron aquí. Les pudimos entregar el documento completo (risas), pero muertos de miedo, porque antes el Icfes era como el Ministerio de Educación, el que daba el aval. Bueno, y finalmente sí dieron el aval que le permitía a la Universidad dar el título de psicólogo. ¡Siquiera! Porque ya estaban los alumnos en quinto año y la Universidad no sabía si podía dar los títulos o no. Fue una guerra, una lucha. Además, eran otros tiempos: yo dictaba veintisiete horas de clase, sin aire acondicionado (risas).

H. M.: ¿Tuvieron que iniciar prácticamente todo el programa?

J. A.: Claro. Pero eso a mí me sirvió mucho personalmente, porque me actualizó. Me tocó estudiarme la carrera entera en seis meses haciendo los programas (risas), por lo menos lo central.

H. M.: ¿En ese momento usted tenía el título de psicólogo, o ya había hecho algún posgrado?

J. A.: No, solo el pregrado. En esos tiempos nadie hacía maestría ni nada de eso. Tú, con el pregrado, podías hacer lo que tú quisieras. Cuando yo llegué aquí, éramos siete psicólogos en toda la ciudad y, claro, uno tenía aquí dedicación exclusiva. A uno le ofrecían tantos trabajos que uno cumplía con sus veintisiete horas y bien y todo, pero había mucha oportunidad porque las empresas ya estaban pensando en selección de personal, entonces nos buscaban para hacer la selección o para capacitación. De hecho, José Luis se retiró y montó una empresa, porque había demasiadas opciones de contratos y de empleo.

H. M.: ¿Su línea era solo organizacional o también clínica?

J. A.: Empezó siendo organizacional. La materia que más me gustó, en la que me fue mejor, fue Psicología Social; como siempre tenía mis inclinaciones por la Sociología, vi que era lo más cercano a mi formación. En Chile había un programa que se llamaba Educación Parvularia, que formaba especialistas, profesoras especialistas en atención al niño. Cuando llegué aquí a la ciudad no vi nada de eso. Hablé con el rector y le dije: “Mire, en Chile hay una carrera así. Yo veo aquí mucha población femenina que quiere estudiar, ¿por qué no creamos esa carrera?”. Y el rector y José Luis me dijeron: “Bueno, créela. Tráiganos la propuesta”. Dentro de las clases que dictaba, ese curso era el que más me gustaba porque eran puras pelaítas bonitas; yo era joven y soltero (risas). Sí, ese era mi grupo. Aparte de eso tenía conocimiento y era lo que yo había trabajado dentro de mi carrera política. Un día me llegó una educadora especial y esa ha sido una de las cosas que más me han gustado de mi vida, que nunca la cuento, ni nadie la sabe. Ella llegó y me dijo: “Yo trabajo con un grupo de niñitos con retraso mental –en esos tiempos se hablaba así: retraso mental, síndrome de Down– y no tengo quién me haga las evaluaciones de los niñitos”. Entonces yo le dije: “Bueno, yo te las hago”, y ella me dijo: “Pero sin costo”. Pues yo me conseguí a un pediatra amigo que me prestaba su consultorio y me puse a hacer las evaluaciones de los niñitos ahí. Una cantidad impresionante. De repente llegó un señor que tenía buena situación y que tenía un niñito con síndrome de Down y me dijo: “Mire, yo tengo una casa en un barrio, en un barrio pues proletario, de trabajadores. ¿Por qué no montan un colegio ahí?”. Entonces nos animamos y montamos el colegio. Recibimos un poco más de cien niños. Y a estas educadoras parvularias las capacitamos para que fueran las que atendieran gratis a los niñitos. Todo era gratis, todo funcionaba gratis. Claro, cuando salió Allende presidente, yo llevé la propuesta al que era ministro de Educación, que era conocido, amigo, y le dije: “Mira esto”. Entonces él hizo que el Ministerio asumiera el colegio y ya contrataron profesores; yo ahí ya perdí la pista. Pero entonces tenía mucho conocimiento del trabajo de las parvularias, las educadoras infantiles que podían hacer lo que hacían por los niños. Así fue como creamos este programa.

H. M.: ¿Este programa fue en Chile?

J. A.: Aquí. Se lo propuse al rector aquí, porque en Chile era muy común. Este fue el primer programa de ese tipo en Colombia. Había uno en Neiva y uno aquí. La Pedagógica Nacional lo acogió después. Había tres programas en todo el país y el rector me dijo: “Pepe, yo quiero que usted se preocupe por la gente que realmente lo necesita. Yo tengo unos amigos ahí”. Aquí hay una población que se llama La Playa. En esos años había alrededor de cinco mil habitantes y eran puros pescadores. Entonces él, el doctor Sanín, me llevó allá, me presentó a la gente y montamos un proyecto social. Bienestar Familiar apenas estaba empezando y nosotros creamos un centro infantil con Bienestar Familiar.

Un día, el papá de Ingrid Betancur y un señor que se llamaba Tito Zubiría –que fue rector de la Universidad de los Andes– vinieron de visita y dijeron: “Nosotros conocemos a un señor que dirige una fundación de programas de la infancia muy importante en Europa; este programa le puede interesar, tal vez pueda financiarlo”. Entonces, la Universidad invitó a esa fundación y desde ese momento empezó una relación que prácticamente marcó mi vida. Yo no había pensado que iba a dedicar toda mi vida a la investigación de la infancia, pero como dice Ortega: “Uno es uno y sus circunstancias”. O sea, no es lo que uno quiere ni es lo que uno anhela, sino que las circunstancias te van llevando y, por supuesto, esa fundación me marcó porque era una fundación muy grande: ¡cuarenta países! Esa fue mi otra universidad, mi verdadero posgrado. En esos años éramos una red muy activa, hacíamos dos eventos al año en distintos lugares del mundo. Allí estábamos juntos africanos, latinoamericanos, estadounidenses, europeos, asiáticos. Los eventos eran grandes, eran de siete u ocho días. Todos íbamos exponiendo nuestras experiencias. Yo empecé a aprender cosas de Sudáfrica que en mi vida no habría podido conocer de otro modo. Tuve amigos de todas partes del mundo, hasta palestinos que trabajaban en programas de Israel. Todo se fue dando. La fundación aquí tuvo mucho éxito.

Al principio, yo no tenía muy claro qué iba a hacer porque yo era político. Pero me acordé de mis tiempos de Lenin (me había leído a Lenin) y del partido de izquierda en Chile, que se organizaba en una estructura de célula. La célula era una cuadra; había tres militantes, cuatro militantes, según la célula. El conjunto de células hacía una seccional y de ahí salía la regional. Aquí había un programa de Enfermería que no tenía dónde hacer las prácticas y entonces yo empecé a formar esas células en toda La Playa.1 Ya la causa no era la política, sino la niñez. Juntamos las cinco familias en esa cuadra y les asignamos una joven enfermera que iba una vez a la semana. La familia se reunía con ella, le contaba sus necesidades, le hacía sus preguntas, y la enfermera iba respondiendo. Después se integraron al preescolar, después a psicología. Eso llamó mucho la atención porque ya los niños no venían al centro, sino que a la casa a donde tú fueras había una titular que cuidaba, que estaba más o menos actualizada; eso fue muy exitoso. El problema que había en Colombia en esos tiempos era que no había plata para atender a los niños. Morían 150 niños de cada 1000 antes de cumplir el primer año. Ahora mueren 17 de cada 1000. En la Costa, las muertes superaban los 200 de cada 1000, los 300 de cada 1000. Entonces, nosotros, con el profesor Camilo Madariaga y el doctor Raimundo Abello –que eran alumnos míos– empezamos a trabajar en las poblaciones con estos modelos de hogares comunitarios. La cosa nos fue dando resultados.

Una vez llegó un director de Bienestar Familiar y le mostramos la experiencia. Aquí también había un economista que nos ayudaba y el economista determinó que un niño de hogar comunitario valía la cuarta parte de lo que valía un niño de los hogares tradicionales que tenía el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Entonces el señor se entusiasmó y me dijo: “¿Tú me estás diciendo que con la misma plata puedo atender ochocientos mil niños?”. Y le dijimos que sí. Entonces envió una misión del Banco Mundial a que estuviera aquí quince días mirando todo y se estimó que este proyecto costaba una tercera parte. Al señor le siguió sonando la idea y me dijo: “Yo veo aquí muchos estudiantes universitarios; saquemos esto a otra parte”. Entonces escogimos el departamento del Magdalena y metimos a ciento cuarenta y siete comunidades para crear hogares comunitarios. Estábamos midiendo la parte económica, el desarrollo de los niños, todo. Teníamos allí una minería de datos inmensa. Y cuando terminamos, claro, a medida que el programa iba ampliándose, los resultados iban siendo menores. Pero de todas maneras eran buenos resultados. Cuando el director vio el programa, dijo: “Bueno, esto me lo llevo yo para el comité técnico de Bienestar Familiar”. Estuvo un año trabajando con el comité técnico nacional del ICBF y a partir de eso se creó el programa Hogar de Bienestar. Él convenció al presidente Virgilio Barco y el presidente Barco lo seleccionó. Le dijo que sí, que lo aplicaran. Pero el director del ICBF le dijo: “Me da mucha pena contigo, pero yo soy caleño y lo voy a inaugurar en Cali, en Agua Blanca”. Al ver todo el trabajo que hice me nombraron evaluador del programa. Me mandaban a trabajar, a evaluar o a montar programas en diversas partes del mundo. Yo estuve en toda América Latina trabajando: me iba un mes, mes y medio. Estuve trabajando en Europa en muchas partes. Eso te va dando un bagaje tremendo. Todo el tiempo estás leyendo documentos, libros, estás viendo experiencias en la práctica. La Fundación Bernard van Leer siempre nos exigía investigación y publicaciones para mantener la financiación, y uno sin querer ser investigador y sin tener un derrotero (risas). Pero nosotros queríamos seguir, entonces muchos de los que eran mis alumnos, como Camilo, como Raimundo, María Marís, trabajaron conmigo en el proyecto.

Yo creo que este fue un aporte bueno de la universidad al país, sobre todo en el ámbito de las políticas públicas. Hay un millón de niños que estudian en esa modalidad. No la inventamos nosotros, pero sí le dimos los elementos técnicos al Gobierno para que la montara. Nuestra tarea no es suplir la ineficiencia del Estado; se trata de poderle mostrar que hay una alternativa para que la vea y la estudie.

H. M.: Usted decía, doctor Amar, que ese fue su verdadero posgrado; es decir, usted aprendió muchísimo allí de la experiencia. Pero ¿usted cuándo estudió sus posgrados?

J. A.: La Universidad del Norte hizo un convenio con la Universidad de los Andes para hacer la primera maestría, pero la de los Andes era una maestría en metodologías de la investigación educativa. Al final tú puedes ser ingeniero o psicólogo, pero si trabajas en la universidad, eres profesor; no eres psicólogo ni ingeniero, eres profesor. Yo tenía la idea de la investigación, entonces nos sentábamos treinta profesores los viernes en la tarde, los sábados y los domingos; una vez al mes venían profesores de los Andes. Pero yo seguía con mi sueño de estudiar Sociología. Aquí había una universidad que tenía un programa de Sociología y yo empecé a tomar materias para ver si me podía cambiar de Psicología a Sociología. Cuando yo llegué, aquí estaba la doctora María Mercedes de la Espriella, que era alumna mía, y me dijo: “Yo estudio aquí Psicología de día y Sociología de noche”, y yo le dije: “¿Cómo así?”, y ella me respondió: “Es muy buena, somos poquitos alumnos”. Entonces yo me fui para la Autónoma con María Mercedes. La decana del pregrado en Sociología de ese entonces era una psicóloga. Vio mi pénsum y me valió la mitad de las materias. Me dijo: “En dos años te gradúas”. Entonces yo empecé a estudiar Sociología en las noches. Los fines de semana estudiaba acá, estaba recién casado, dictaba veintiocho horas de clase y además tenía el proyecto, que era bien complicadito. También había eventos con la comunidad todo el tiempo. Pero como la vida política en Chile era muy agitada en esos años, yo me acostumbré a trabajar dieciséis o dieciocho horas sin problema, porque el trabajo político es así. Es un trabajo muy absorbente y como uno tenía el anhelo de ir a cambiar la sociedad y todo el cuento… Entonces me acostumbré a trabajar duro. Me casé con una mujer maravillosa que a las ocho y media de la noche se quedaba dormida (risas), entonces teníamos un solo televisor y estaba en el cuarto. Mientras ella dormía, yo estudiaba Sociología. Yo iba tres veces a la semana a la Universidad Autónoma y, además, como tenía ya una formación de base, sacaba cinco en todo.

La verdad es que yo soy un adicto a la lectura; yo leo y leo mucho. Entonces, bueno, como ahí había que leer a Durkheim, a Max Weber, a Marx… Yo sentía que en algunas materias había leído más que el profesor. Esa maestría la terminamos solo dos personas, José Luis y yo. Nos dieron el título; ese fue el primer posgrado. Después hice una maestría en Psicología Social en una universidad a distancia en Estados Unidos y luego, en esa misma universidad, hice el doctorado en Psicología Social. Tuve la ventaja de que me reconocieron todo el trabajo del proyecto de la Costa Atlántica como tesis. Esa siempre ha sido mi pelea aquí. Aquí hay mucho énfasis en la forma. Hay más exigencias de forma que de fondo. Yo tengo un amigo que hizo la tesis y su doctorado en Cambridge; él vio una sola vez en toda la carrera a su tutor, ¡una sola vez! No tuvo ni una hora de clase en Cambridge, sino que estudió en la biblioteca. Entonces, cuando yo veo aquí que la norma, que el pénsum, ¡no!, o sea, este amigo mío hizo un trabajo excelente sobre Piaget, pero el Gobierno colombiano aún no reconoce la educación a distancia. La Universidad abrió un programa de desarrollo profesoral en el que pagaba los estudios doctorales. Hay una universidad que no está entre las cien primeras, que es la Universidad de Newport, en Los Ángeles. A través de un amigo venezolano, me contacté con esa universidad. Allá me reconocieron muchas asignaturas y me hicieron ver otras, pero cada asignatura era un libro de investigación. Terminé haciendo la tesis en Clínica. Quince días al semestre uno iba allá a Boca Ratón, a Atlantis University, y allá nos dictaban los seminarios, allá estaba el tutor, te revisaba el trabajo y tú se lo devolvías. Yo hice la tesis con un proyecto que me gané de Colciencias; o sea, yo hice la tesis, me presenté a Colciencias y gané el fondo. Y fíjate, la mía es una de las treinta investigaciones más importantes que se hicieron en Colombia entre los años 1985 y 1990, la única que había en el área de Ciencias Sociales y Psicología. Por ahí está el libro.

H. M.: ¿Cómo se llama el libro?

J. A.: Se llama El niño y su comprensión del sentido de la realidad.2 Nosotros acogimos trece conceptos básicos del lenguaje del niño y estudiamos niños con pobreza: qué significa el concepto de paz, el concepto de tiempo, el concepto de dinero; todo lo que fuera el mundo. Fue una investigación muy cualitativa, llamó muchísimo la atención porque cuando uno habla de dinero cree que los niños entienden lo que uno está diciendo, pero para el niño eso es otra cosa. Eso derivó en muchos trabajos posteriores en psicología económica. Por ejemplo, de esa tesis salió la tesis de Marina Llano en todo el campo de psicología económica. También escribimos varios libros con una universidad chilena y una universidad brasileña en red sobre el tema. Yo considero que tuve dos universidades: la primera fue mi partido político, que me enseñó a vivir y a defenderme en este mundo; y la segunda, los cuarenta años de trabajo con la Fundación Bernard van Leer, que para mí fue (realmente todavía lo es) el lugar donde yo aprendo, donde yo estudio. Es una fundación con mucho dinero y muchos expertos, los mejores en su campo en el mundo. Entonces tuve muchas oportunidades de conocer gente inteligente que había hecho cosas importantes. Además, los estudios son relativos; alguna vez, en un proceso de selección de personal en la Fundación, escogieron a un señor de Jamaica que había llegado apenas hasta quinto de preparatoria. En la entrevista le preguntaron: “¿Qué ha hecho usted de importante en su vida?”. Y él contó que hizo una reforma educativa en Jamaica, ¡llegó a ser ministro de educación con quinto de preparatoria! Él finalmente no aceptó, pero fíjate, hizo una reforma educativa en Jamaica que logró que 100 % de los jóvenes, en los años 80, aprendieran a leer y a escribir. Jamaica fue uno de los primeros lugares de América en el que no había analfabetos, y era impresionante; debajo de un árbol armaban una escuela.

H. M.: ¿Qué considera usted que es importante para la formación en psicología hoy en día?

J. A.: Yo estoy un poco preocupado con la formación que se da hoy en psicología en Colombia y en América Latina. Yo creo que el concepto de hombre que maneja la psicología está determinado, de alguna manera, por la noción económica de producción. El conductismo no fue exitoso por sí mismo. Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, tuvo la oportunidad histórica de transformarse en la primera potencia del mundo, pero el problema que tenía era que necesitaban capacitar a su población de una manera masiva. Y la verdad es que el conductismo, hasta ahora, desde mi punto de vista… ¡no hay nada más eficiente para enseñar a hacer que el conductismo! El conductismo logra la instalación de ciertas conductas más rápido que todo lo otro. Esa es un poco mi visión sobre algunos trastornos psicológicos como las fobias, qué se yo: tú puedes manejar esos trastornos con técnicas conductuales, que son mucho más eficientes, y de eso hay mucha investigación. Con Skinner, Estados Unidos encontró una tecnología rápida para capacitar a millones de personas. Lo importante ahí no era pensar, sino hacer. Bueno, el conductismo es para hacer. Yo pienso que por ahí fue la expansión del pensamiento skinneriano. Obedeció más a la dinámica económica del sistema de producción del momento, a las necesidades del sistema. Puede ser un determinismo económico medio marxista, pero el determinismo económico llevó a un tipo de hombre que se necesitaba. Hoy en día yo pienso que el futuro de la psicología –y ya el presente de la psicología–, con todo el mundo digital, está en el campo de la inteligencia artificial y en el campo de las neurociencias. Yo veo que la psicología va por ese camino. Fíjate, en los últimos cuatro años, de todos los proyectos de investigación que hemos ganado nosotros, ninguno ha sido entre puros psicólogos. Yo estoy trabajando con ingenieros. Todo lo presentamos entre el grupo de informática, de ingeniería y nosotros. Los resultados son novedosos e interesantes cuando les metes tecnología a los procesos sociales, a los procesos humanos. Conozco el caso del MIT, por ejemplo: el laboratorio de psicología del MIT le vende setecientos millones de dólares al HHS,3 preferentemente en software. ¿Y quiénes hacen eso? Pues psicólogos. Yo pienso que el psicólogo de hoy, de aquí a treinta años, no va a existir. Psicólogos que hacen lo que hago yo no van a existir; esa psicología no va a existir. Estoy convencido de eso.

H. M.: Desde su perspectiva, ¿cómo se van a transformar ese psicólogo y esa psicología?

J. A.: Yo pienso que la psicología que podrá sobrevivir será aquella que se mueva en el amplio espectro de la inteligencia artificial y en el de la neurociencia. Es más, creo que el mundo de la inteligencia artificial es mucho más amplio y fructífero que el campo de la neurociencia, porque –volviendo al determinismo económico que tengo yo– un computador fue creado a imagen y semejanza del cerebro humano. Pero va más allá del cerebro humano, porque cuando uno revisa las lecturas de la primera persona que empezó a jugar con números para crear el primer sistema, se da cuenta de que, aparte de ser un matemático, era un lector profundo de Carl Gustav Jung; toda la teoría del inconsciente de Jung le daba vueltas en la cabeza. Pero lo que realmente le inquietaba a él era el vínculo del computador con la psicología; él era un estudioso de la obra de Jung. Todo el mundo niega eso, pero claro, lo niegan porque Jung fue un hombre muy comprometido con el nazismo. Si hubiese triunfado Hitler, Jung sería el padre de la psicología y todo (risas), pero como triunfaron los del otro lado, entonces había que negar al nazi y fortalecer el inconsciente freudiano.

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