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1. LOS CAMBIOS EN LA INSERCIÓN INTERNACIONAL CHINA Y LA EMERGENCIA DE OBOR

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En las dos décadas que siguieron a la instauración de la República Popular China, y en virtud del aislamiento internacional a que esta fue sometida, la diplomacia china, conducida por Chu En Lai, hizo de la reinserción del país en el sistema de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) su prioridad (Visentini, 2012). A comienzos de los sesenta la ONU era una “compleja área política” por cuenta de una menor influencia estadounidense, acompañada de cambios en la política internacional como: la détente; la autonomía francesa y china; la recuperación de Japón y Europa occidental; el “nacionalismo latinoamericano”; la descolonización africana y asiática que impulsó la creación de los No Alineados (Visentini, 2012).

El desgaste del maoísmo y los conflictos fronterizos con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas2 (URSS) en 1969 y, más adelante, la mayor influencia soviética en Asia Pacífico, condujeron a que a partir de 1971 ideas reformistas se abrieran espacio; China se acercó a los Estados Unidos en la llamada “Diplomacia del Ping Pong”, y con ello obtuvo un asiento en el Consejo de Seguridad y el reconocimiento de su régimen por parte de los principales países capitalistas con los que normalizó sus relaciones diplomáticas (Visentini, 2012).

La “alianza táctica” con Washington se fundamentó en la Teoría de los tres mundos de Deng Xioaoping, que enfatizaba la crítica al “social-imperialismo” de la URSS, trajo también ventajas económicas y tecnológicas a China (Visentini, 2012).

Una nueva fase de la política externa china empezó en 1978 con la normalización de las relaciones con Tokio y Washington, para impulsar una estrategia de desarrollo de largo plazo basada en la modernización industrial, agrícola, militar y científico-tecnológica. Ese año tuvo lugar el XI Comité Central del Partido Comunista chino que definió las directrices de la política de Reforma y Apertura para enfrentar la crisis política y económica y el aislamiento internacional, dando prioridad a la reconstrucción nacional (Pautasso & Ungaretti, 2016). Este esfuerzo modernizador exigió mayor interacción con el mercado internacional y una apertura selectiva del país para captar capital y tecnología del extranjero en las Zonas Económicas Especiales (ZEE), al tiempo que supo aprovechar sus “ventajas comparativas”: razonable base industrial, un sistema de producción energética y de transporte, algunos nichos tecnológicos, estabilidad sociopolítica y una mano de obra barata (Visentini, 2012).

En esta coyuntura, China intensificó su actuación en la ONU aprovechando la recuperación de su “legitimidad internacional”. Con el problema de Taiwán ocupando un lugar destacado y en medio de la inestabilidad internacional creada por la intervención vietnamita en Camboya con apoyo soviético, China se alió a los Estados Unidos y a Europa occidental recibiendo créditos y obteniendo de vuelta Hong Kong y Macao en 1997 y 1999 respectivamente; enclaves capitalistas incorporadas bajo el principio “un país dos sistemas” (Visentini, 2012). La desconfianza frente a las ambiciones de la URSS en Asia Pacífico y las disputas fronterizas con Moscú llevaron a China a aproximarse a los países de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (Asean) (Singapur, Filipinas, Indonesia, Malasia, Tailandia y Brunei), debilitando diplomáticamente a Taiwán y asociándose a la dinámica económica regional (Visentini, 2012).

El fin de la guerra fría y la implosión de la Unión Soviética modificaron el cuadro estratégico en que China había materializado su inserción internacional como instrumento para contener al comunismo soviético. La forma subordinada en que la antigua URSS fue incorporada al sistema mundial generó una convergencia de fuerzas políticas en Estados Unidos (EUA), Taiwán y dentro de China para intentar hacer lo propio con la República Popular China, aprovechando las tensiones sociales derivadas del crecimiento económico del país y la división dentro de su élite política (Visentini, 2012).

En este contexto surge el “movimiento por la democracia” liderado por Zhao Ziyang, en el que participaron estudiantes, jóvenes empresarios y los “ultrarreformistas” del Partido Comunista Chino (PCC) que desembocó en las masivas movilizaciones de Tianamen en 1989 que, aunque contaron con el apoyo de intereses extranjeros y de la prensa internacional en sus demandas de una “democracia liberal”, fueron reprimidos por los “neoautoritarios”, encabezados por Deng Xiaoping, quienes apelaron al ejército (Visentini, 2012).

Así mismo, durante la guerra del golfo, China adoptó una postura diplomática basada en los principios de autodeterminación y regionalmente buscó restablecer relaciones con Vietnam, Corea del Sur, mejorar sus relaciones con India e intensificar la cooperación con Rusia en materia económica y estratégica. Al tiempo que EUA y Europa adoptaban un tono crítico con su estrategia de desarrollo económico, su régimen político y los derechos de minorías étnicas, concretamente del Tíbet; imponiéndole embargos comerciales, financieros y tecnológico-militares. En esa coyuntura y una vez neutralizada la oposición interna, el gobierno chino mantuvo las reformas económicas, el “sistema político socialista” bajo la premisa de este no es incompatible con una “economía de mercado” (Visentini, 2012). La idea de Deng Xiaoping de un socialismo con características propias triunfó en el XIV Congreso del PCC de 1992, al tiempo que la economía creció a tasas superiores el 10% (Visentini, 2012).

A finales de los noventa, ante la reunificación de China y Hong Kong, y en medio de la profunda crisis económica y financiera que afectó a Japón, Indonesia, Corea del Sur y Tailandia, los Estados Unidos promovieron “alianzas antichina” en Asia; revivieron la cuestión de Taiwán y fortalecieron el independentismo en el Tíbet; instalaron un sistema antimisiles en Asia oriental, involucrando a Taiwán, Japón y Corea del Sur (Visentini, 2012).

En la primera década del siglo XXI, China con Hu Jintao continúo la pretensión de los gobiernos anteriores de construir un orden internacional “multipolar” y fortalecer a la ONU. Buscando conquistar el nivel de “grande potencia” priorizó los lazos con América Latina, África y medio Oriente en la búsqueda de recursos energéticos y materias primas indispensables para sostener su crecimiento económico. De allí que aumentara su influencia económica en Latinoamérica, sustituyendo a Estados Unidos como principal socio comercial de países como Brasil (Agencia Brasil, 2017; Visentini, 2012). Las relaciones con Taiwán si bien tuvieron una dinámica más positiva, continuaron atravesadas por la desconfianza en materia de seguridad pues, mientras China amenazó a la isla con misiles balísticos de corto alcance; Washington, en virtud de la Taiwan Relations Act, se convirtió en su principal aliado y proveedor de armamento (Visentini, 2012).

En la esfera regional China ha procurado afianzar sus relaciones con los países vecinos y consolidar su influencia en Asia, lo que despierta el recelo de Japón e India; tensiones que a su vez remiten a las disputas territoriales por las islas Senkaku-Diaoyu y los arrecifes de Okinotori, y por las regiones en disputa en Kashimira y Arunachal Pradesh, respectivamente (Kaplan, 2013; Visentini, 2012). A lo anterior se suma la propia disputa por petróleo y gas para sostener su crecimiento económico y sus objetivos de política externa (Cepik, 2009). De allí que, tanto China como India, hayan modernizado sus fuerzas armadas; mientras la disputa regional se torna más compleja por la presencia de Estados Unidos en Asia, que se ha valido de Japón e India para contener a China (Visentini, 2012).

Mientras tanto, la estrategia de China ha consistido en “ganar tiempo”, fortaleciendo su economía, tecnología y fuerzas armadas para sostener su desarrollo económico y, en el largo plazo, transformar el sistema internacional (Visentini, 2012). Con la llegada de la “Quinta Generación” de dirigentes que tienen como directriz mantener el régimen modernizándolo. Con Xi Jinping, presidente desde 2013, el país ha continuado el proceso de modernización militar con el objeto de aumentar su potencial disuasivo y mantener la estabilidad regional, esto ha conllevado modificaciones doctrinarias, reemplazando el concepto de “guerra popular” y “defensa del territorio” por el de “guerra local”, con la utilización intensiva de alta tecnología. Así mismo, redujo un tercio los efectivos del Ejército. Trasformaciones que apuntan a solventar sus principales problemas de seguridad: los separatismos en el Tíbet y en Xinjiang; la proyección y fortalecimiento de su marina en el mar del sur, garantizando su “seguridad energética”, considerando que el 80% del petróleo que importa pasa por el estrecho de Malaca (Visentini, 2012). Por su parte, Kaplan (2013) sostiene que el fortalecimiento del poder naval chino apunta a recuperar el Pacífico y el Índico como parte de su geografía. No resulta casual entonces que China tenga el segundo mayor gasto bélico del mundo con US$228.000 millones en 2017 (Stockholm International Peace Research Institute [Sipri], 2018).

En 2013, Xi Jinping, al participar en el XVI encuentro de Asean-China, en un discurso sobre cooperación en infraestructura y seguridad regional en el Parlamento de Indonesia, anunció su principal iniciativa de política exterior: Obor (Pautasso & Ungaretti, 2016). Esta propone desarrollar dos corredores: Uno terrestre o franja económica que articula a China, Mongolia y Rusia; China-Asia Central; China, Paquistán; China, Myanmar-Bangladesh-India y Asean y China, Corea del Sur y Japón. Y una ruta marítima que va desde la costa china hasta el mar Mediterráneo pasando por el océano Indico y el golfo Pérsico (Concatti, 2017).

Este proyecto de integración transcontinental, planeado hasta 2049 y que ya alcanza regiones como América Latina (Escobar, 2018) y Oceanía; aglutina actualmente el 66% de la población mundial; 75% de las reservas de energía e inversiones del orden de 1.3 trillones de dólares (Concatti, 2017, p. 178).

Sin embargo, los ambiciosos planes chinos en el ámbito de Obor encuentran desafíos importantes: conflictos por recursos naturales, problemas ambientales, activismos de organizaciones no gubernamentales (ONG) ambientales extranjeras y sabotaje de grupos extremistas; desestabilización y crisis económicas; inseguridad jurídica e inversiones con retorno de largo plazo (Concatti, 2017; Yiwei, 2016). Esto para no mencionar la dificultad que tiene Beijing para conciliar los intereses muchas veces de los contratantes, de más de seis decenas de países en sus principales focos geográficos Asia central y el sudeste asiático (Ploberger, 2017).

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