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4.2 . Asamblea Constituyente y nuevas relaciones de poder
ОглавлениеLlegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.
Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva significa una reordenación de las fuerzas políticas–, este debiera ser la consecuencia del proceso y no su puntapié inicial. En ese sentido, si bien una asamblea constituyente podría significar una contribución importante en ese proceso –según cómo se lleve, claro–, lo importante es la forma en que los sujetos políticos comienzan a rearticularse, construyendo nuevas formas para su agenciamiento político, transformando las relaciones de poder a las que están sometidos. Para ello, me parece fundamental considerar la diferencia entre la Constitución Política del Estado y la constitución política del pueblo: podría cambiar la forma como se ejerce el poder político en las instituciones del Estado, desarticulando aquellos enclaves autoritarios que han neutralizado la potencia transformadora de la soberanía popular; pero no tendrá ningún impacto si las relaciones de poder en el seno de la sociedad conservan sus estructuras actuales. Una nueva constitución debe surgir de nuevas prácticas políticas, prácticas emancipatorias.
A este respecto, me parece que los mismos actores que ya fracasaron en su pretensión constituyente en 2005, no pueden decir nada distinto de lo que ya dijeron. Sus formas de representación simbólica de la realidad se encuentran configuradas, ineludiblemente, a partir de las relaciones materiales de poder político y económico que los condicionan en tanto sujetos, en tanto agentes políticos. Su sistemática inclinación por recurrir a la institucionalidad diseñada en dictadura, esperando poder desplegar una potestad constituyente que genere una nueva Constitución (como en 2005), demuestra que sus capacidades de comprensión del contexto normativo e institucional están condicionadas por esa misma institucionalidad. Solo la incorporación de nuevos agentes políticos, nuevos tipos de sujetos capaces de sostener discursos diferentes de los hegemónicos, que provengan de otros contextos materiales y no solo de los sectores privilegiados, dará paso a una forma distinta de representación simbólica –o podríamos decir constitucional– de la realidad. Aquí la clave está, efectivamente, en la forma. La forma es el fondo: si no se establece un mecanismo que garantice una efectiva participación de la ciudadanía en la definición de los contenidos de una nueva constitución (especialmente de los grupos subalternos, que han sido postergados de esta discusión), asegurando una participación igualitaria en condiciones de imparcialidad, el resultado será el mismo de 2005: una norma (eventualmente) mejor técnicamente, quizá con uno o dos enclaves autoritarios menos, pero no será una Carta nueva, ni logrará superar su endémico déficit de legitimidad.
La historia constitucional reciente muestra cómo una serie de intentos por democratizar el texto de 1980 han contribuido marginalmente en dicho objetivo, fracasando en el objetivo principal: obtener una constitución legítima. La única forma de obtener un resultado distinto de la tónica que marcan las últimas tres décadas es otorgándoles voz a formas alternativas de representación simbólica de la realidad, es decir, a sectores de la sociedad que han sido sistemáticamente excluidos de un espacio de decisión política que, en principio, corresponde al pueblo en tanto titular del poder político originario, de la soberanía. Lo que parece claro es que sin un acto constitutivo, no habrá nueva constitución. Sin el despliegue de esa magnitud política que emane del titular del poder constituyente, no habrá nueva constitución. Sin perjuicio de que se trata de categorías abstractas e indeterminadas, que nos reconducen a conceptos universales que bien podrían ser catalogados de vacíos, lo cierto es que esta lógica discursiva permite evidenciar cómo este tipo de decisiones ha estado residenciado, por décadas, en estrechos círculos de poder: una clase política cada vez más alejada de la realidad política y social que legitima el ordenamiento jurídico y el sistema político que, en nuestro nombre, administran. Sus formas discursivas, condicionadas por sus condiciones materiales de vida, su situación de privilegio en la sociedad, atravesada por la trampa de un mal entendido consenso que inmoviliza, han fracasado en su pretensión constituyente en el pasado y, si se mantienen las lógicas políticas que han imperado hasta el momento, volverán a fracasar hoy. De hecho, sus condiciones de legitimidad han empeorado progresivamente en los últimos años, disminuyendo gravemente la confianza que la ciudadanía deposita en sus representantes, lo que solo puede confirmar el fracaso de una vía que ya no puede arrogarse legitimidad para constituir.
Desde esta perspectiva, en tanto mecanismo para darnos una nueva Constitución, la asamblea constituyente cumple con ciertos estándares que no se satisfacen por igual en las principales alternativas que se han propuesto: Congreso Nacional, convención constituyente o comisión de expertos7. En efecto, la AC permite incorporar en este proceso de decisión política a agentes políticos que no tienen una participación regular en el funcionamiento de las instituciones públicas, que tienen otras concepciones del mundo y ven las relaciones políticas que en él se verifican desde una realidad distinta, precisamente por la posición relativa que tienen en ellas. Este mecanismo posibilita una forma de agenciamiento político que podría traspasar las barreras de la clase gobernante, posibilitando que nuevos sectores del pueblo, de la comunidad política, formen parte de la decisión constituyente. Ese incremento en el nivel de participación, en el estándar democrático del proceso, podría generar una constitución nueva, en la medida que dé cuenta de un proceso constituyente en el que han participado nuevos agentes y que, como resultado de ello, se tome una decisión sistémicamente distinta de aquellas que toman, regularmente, los representantes de la soberanía popular, por ejemplo, al legislar. El mandato que recibiría una AC, profundamente distinto de aquel que recibe el Congreso Nacional para legislar, provendrá de un pueblo movilizado en la búsqueda de nuevos objetivos que nunca antes en la historia de Chile ha logrado conseguir: incidir en el contenido del marco fundamental de convivencia democrática, decidiendo, libremente, sobre su estructura institucional y sobre la configuración de las relaciones de poder de las cuales participa.
Las actuales relaciones de poder político que se verifican en la sociedad no serán transformadas por quienes se han visto directamente beneficiados por ellas. No es posible esperar de estos agentes políticos –que han devenido en privilegiados como consecuencia de las prácticas políticas e institucionales que se han desarrollado desde 1988 a la fecha–, una decisión efectivamente transformadora de las actuales relaciones de poder. La única posibilidad para que un proceso constituyente sea uno constituyente y no una manifestación más de la vía reformista, depende de que en él participen aquellos sujetos políticos que han estado relegados a posiciones de subalternidad.
No podemos olvidar que la legitimación democrática de todo ordenamiento jurídico emana de un acto político constitutivo, cuyo contenido se proyecta hacia lo constituido. En este sentido, la asamblea constituyente como mecanismo para la elaboración de una nueva constitución es el único mecanismo suficiente para garantizar su legitimidad, en la medida que pueda representar simbólicamente aquel hito de deliberación política radical, necesario para que la comunidad política se constituya a sí misma como tal y, de paso, reconozca como propio al ordenamiento que emana del proceso. Esa necesidad emana no solo de la crisis de legitimidad que arrastra el actual ordenamiento constitucional, sino del agotamiento de la vía reformista para hacerle frente.
Todo momento constituyente pone fin a un orden determinado, en una serie de dimensiones eventualmente simultáneas: desde luego jurídica, pero también económica, social e, incluso, cultural. Un momento efectivamente constituyente no solo da paso a un nuevo orden jurídico, sino también político. En otras palabras, un momento constituyente exitoso constituye –podríamos decir, principalmente– a la comunidad política a partir de nuevas formas para su agenciamiento político, y no solo en relación a sus formas jurídicas externas. Por ello, la concepción de la Constitución como la forma jurídica del poder, siendo correcta, sigue respondiendo a una aproximación parcial, precisamente porque deja fuera la dimensión constitutiva de las relaciones de poder en la propia sociedad y de las formas de agenciamiento político –no institucional– del poder soberano del pueblo(s). La noción de legitimidad del derecho, que emana del reconocido principio de soberanía popular, se explica desde esta doble dimensión: el momento constituyente da paso a un ordenamiento jurídico que el pueblo soberano está dispuesto a obedecer porque i. lo reconoce como el resultado de una decisión propia, y ii. le da sentido e identidad a la comunidad misma. Es esta, precisamente, una de las principales carencias del ordenamiento constitucional actual, pues está diseñado no solo para neutralizar la institucionalidad política, obstaculizando una efectiva representación política del titular de la soberanía, sino también para desarticular al pueblo(s) como agente político.
Quienes se oponen a una transformación efectiva de la constitución política, han afirmado que no existe una relación directa entre el procedimiento de elaboración de una Constitución y sus contenidos, invitándonos a la sensatez de discutir lo (que ellos consideran como lo) «realmente importante»: los contenidos de la futura Constitución Política. Esa aproximación formalista emana de sujetos asentados en las posiciones de privilegio configuradas por el actual orden constitucional, que sólo piensan en las modificaciones jurídicas a la Constitución, pero se resisten a comprender que su legitimidad pasa por reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad. Por eso la vía reformista, principalmente empujada por este tipo de actores, se encuentra agotada: ella no será capaz de encauzar un proceso de transformación de las actuales relaciones de poder, precisamente porque se articula a partir de ellas.
La forma es el fondo, en efecto. No porque el mecanismo de elaboración sea, en abstracto, más importante que los contenidos resultantes, sino porque el mecanismo determina, en concreto, los sujetos y agentes políticos que participarán de la elaboración de la nueva Constitución; serán ellos quienes determinen sus contenidos. Eludir la discusión sobre la forma, o peor, afirmar que la forma es secundaria frente a la necesidad de priorizar la definición de los nuevos contenidos, genera un efecto político muy evidente: se impone, como regla por defecto, el mecanismo que ha sido utilizado hasta ahora para reformar la Constitución, eludiendo la potencia transformadora del momento constituyente. Existe una relación evidente entre forma y fondo, en especial cuando la forma que se promueve supone una apertura radical a una participación y deliberación ciudadana sin precedentes en la historia institucional chilena.
La forma es el fondo, porque quienes participen en el proceso constituyente y en la decisión política de dar paso a una nueva constitución, decidirán sobre la estructura de las relaciones de poder en las cuales ellos mismos participan. Si de esa decisión solo participan quienes hoy se ven privilegiados por esas relaciones de poder, ellas no se verán afectadas, por lo que quienes están en posiciones de subalternidad, o de dominación, se mantendrán en ellas. Solo una apertura radical a la participación de las clases subalternas en el momento constituyente, puede dar paso a una nueva constitución. Así, me parece razonable concluir que: i. si la Constitución es un espacio normativo para la configuración de relaciones de poder entre los sujetos que forman parte de la comunidad política, y si ii. en la configuración de dicho instrumento esos mismos sujetos participan y deliberan activamente en condiciones suficientes de libertad, igualdad e información, entonces, iii. es razonable esperar que el instrumento resultante intente establecer relaciones de poder más coherentes con lo que dichos sujetos considerarían justas y en las cuales estarían libremente dispuestos a participar, sin que eso suponga verse obligados a aceptar una relación de sometimiento o de subalternidad. Ello supone discutir la forma primero y entregar a ese mecanismo la decisión relativa a los contenidos, sin condicionar el ejercicio de la voluntad soberana del pueblo(s) con preconcepciones que emanan de las actuales posiciones de privilegio.
En otras palabras, dado que la Constitución es una de las manifestaciones normativas más significativas del poder (político, pero también económico, social y cultural) de una sociedad, su configuración por una comunidad política (teóricamente) titular de ese poder pero (materialmente) sometida al mismo, debiera dar paso a una configuración donde pueda hacerse efectiva una distribución social del poder político, especialmente cuando su acumulación resulta hoy evidente (es por esta razón que la crisis actual de la política no es respecto a la representación democrática, sino a cómo las actuales prácticas de representación han sido cooptadas por cúpulas dirigenciales, que las han manipulado para la acumulación de poder político en su favor). Esa nueva configuración en las relaciones de poder solo podrá ser efectiva si en la decisión constituyente participan las clases subalternas, las mismas que hasta ahora han sido marginadas por la implementación de la vía reformista.