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1.3. Diferentes clases de minorías, diversos derechos y su compatibilidad con el Estado democrático de derecho

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Dos de las dificultades a las que nos enfrentamos quienes planteamos la necesidad de transitar a una noción de ciudadanía diferenciada es determinar, por una parte, qué minorías cuentan; y, por otra, persuadir a los incrédulos de que una revisión del ideal de ciudadanía común para todos no supondrá distraernos de los fines tradicionalmente asociados al Estado democrático de derecho, especialmente la búsqueda de la justicia social11.

Veamos lo primero. La idea de minoría es resbaladiza. Una posible definición sería considerar a las minorías como aquellos colectivos sociales que padecen una situación de grave subordinación por sus particulares identidades comunitarias. Lo que caracterizaría, entonces, a una minoría es su posición precaria, no el número de integrantes. Ello explicaría por qué las mujeres pueden ser comprendidas como un grupo minoritario o, en una sociedad donde hubiera apartheid, una amplia mayoría social negra puede ser catalogada como una minoría frente a una élite de blancos dominantes. Por supuesto, esta definición es lo suficientemente abstracta y flexible como para que calcen en ellas toda clase de minorías. Por esa misma razón, no hemos avanzado mucho y requerimos hilar más fino distinguiendo clases de minorías.

Siguiendo una clasificación más o menos estándar, podemos identificar cuatro grandes tipos de minorías. En primer lugar, encontraríamos las minorías nacionales, es decir, aquellas naciones históricas fuertemente definidas por una identidad y lengua común, casi siempre circunscritas a un espacio territorial determinado y sometidas a un Estado dominante. En segundo lugar, deberíamos contar a las minorías de emigrantes, o sea, aquellos colectivos que, compelidos por alguna necesidad, se trasladan más o menos masivamente a otro Estado exponiéndose a políticas asimilacionistas, consciente o inconscientemente impuestas por ese Estado. En tercer lugar, identificaríamos a las minorías culturales, esto es, aquellos grupos que sin ser minorías nacionales ni de migrantes, padecerían alguna clase de opresión en razón de uno o más rasgos distintivos comunes, siendo ejemplos muy claros las minorías sexuales y las mujeres. Finalmente, en cuarto lugar, hallaríamos a las minorías sociales comprendidas como grupos de ciudadanas y ciudadanos que sufren graves carencias en el disfrute de sus derechos fundamentales, como es el caso de los pobres, discapacitados, presos, etc. (Añón 2001, pp. 217-233; y Soriano 2002, pp. 33-35).

Esta tipología de las minorías debería dar lugar, dependiendo de cada caso, a diferentes categorías de derechos propios. Así, los derechos más característicos de las minorías nacionales son los derechos de autonomía política que irían, de menor a mayor intensidad, desde los derechos de representación especial, el derecho a un sistema jurídico propio total o parcial y el derecho al autogobierno. A su turno, los derechos de las minorías emigradas y de las minorías culturales se traducen en una serie de derechos a la diferenciación cultural (festividades, educación, vestimenta, prácticas religiosas, lengua, etc.), pero también derechos a lo no discriminación por referencia al grupo dominante (ello es particularmente claro en el caso de minorías sexuales y de las mujeres). En fin, las minorías sociales reclaman derechos de prestación que les permitan acceder a una más equitativa distribución de recursos. Ahora bien, lo interesante –y complicado también– es que un mismo grupo minoritario puede pertenecer, al mismo tiempo, a más de una categoría de minorías. Piénsese en las mujeres mapuche que son, al mismo tiempo, una minoría nacional o étnica (dependiendo del lugar en que se encuentren), una minoría sexual y, en todos los casos, una minoría social.

Despejada la primera duda, cuestionémonos si acaso las políticas multiculturalistas producen efectos negativos respecto de las políticas de redistribución. Para el liberalismo igualitario, la respuesta es obvia: puesto que cree que la política es un juego de suma cero, cualquier asunto que pase a formar parte activa de la agenda pública distraerá los esfuerzos que debieran destinarse a la redistribución. Pienso, sin embargo, que además de no existir fundamento empírico para tal afirmación respecto de las políticas de reconocimiento, es necesario previamente cuestionar el planteamiento mismo de la pregunta. ¿Tiene sentido oponer dos presupuestos tan importantes para la justicia como la redistribución de los recursos escasos y el reconocimiento de las diferencias? ¿Puede, en todo caso, disociarse uno de otro? Pareciera que el asunto es más complejo. El que la redistribución sea necesaria, no la hace suficiente. De modo que, en vez de plantear el tema en términos excluyentes, lo que debería hacerse es redefinir el debate sobre la justicia para lograr una teoría que integre tanto el reconocimiento como la redistribución.

La afirmación de que el multiculturalismo quita fuerzas al Estado de Bienestar se fundamenta en la creencia gratuita de que existiría una masa de gente dispuesta a actuar en defensa de éste, pero que se ve distraída por el multiculturalismo. En el hecho esto no es efectivo, y baste para ello mirar al ciudadano medio. Si la gente ha dejado de participar activamente o ha disminuido su actuación en pos de la redistribución, es mayoritariamente porque el Estado de bienestar mismo se encuentra en crisis. La pasividad de la izquierda no tiene que ver con el multiculturalismo, sino con sus propios fracasos. En este sentido, las políticas multiculturalistas tienden a significar más un avance en el empoderamiento político-ciudadano que un retroceso, y permiten que las personas puedan volver a mezclarse en política sintiendo que es posible hacer una diferencia. Desde este punto de vista, «el real desafío es que la gente se involucre en política […]. Una vez que se encuentran involucrados, y tienen este sentido de eficiencia política, estarán abiertos a apoyar otras demandas progresistas también» (Banting y Kymlicka 2006, p. 16).

Tampoco parece persuasivo el reproche de que el multiculturalismo resalta las diferencias entre las personas en vez de lo que nos hace iguales. Quienes piensan así parecen asumir que con anterioridad a la implementación de las políticas multiculturalistas existían altos niveles de solidaridad y confianza interétnica, y se olvidan que la historia de Occidente está marcada por políticas de asimilación y exclusión, precisamente porque no existía dicha confianza y solidaridad. «Los grupos dominantes se sentían asustados frente a las minorías, y/o superiores a ellos, y/o simplemente indiferentes respecto de su bienestar, así que intentaban asimilarlas, excluirlas, explotarlas o quitarles su poder. Esto, a su turno, llevó a las minorías a desconfiar del grupo dominante» (Banting y Kymlicka 2006, p. 17). De este modo, podemos ver que las políticas multiculturalistas no son la causa original de la desconfianza, sino medidas que se toman a consecuencia de ella.

Por último, el temor ante la posible «culturización» de los problemas también parece falso. Los escépticos plantean que, al centrarse únicamente en las diferencias étnicas y culturales, se dejan de lado los problemas comunes, distorsionando la comprensión de las causas de la iniquidad. Me parece que esta crítica tendría sentido si el multiculturalismo efectivamente tomara como única causa de los problemas la falta de reconocimiento cultural de las minorías. Pero eso es un error: el multiculturalismo no ignora otras causas ni minimiza su importancia, sino que simplemente agrega al debate público otra fuente de desigualdades. Banting y Kymlicka señalan una posible razón por la cual podría pensarse que considerar la cultura como raíz de injusticias anula otros factores como la clase y el género: si las personas tuvieran un sentido de justicia limitado, entonces, al dar relevancia a un determinado tipo de injusticia, necesariamente deberían desestimar otro. Pienso, por el contrario, que el sentido de justicia se va desarrollando y las personas incrementen su sensibilidad frente a diversas circunstancias, a medida que toman conocimiento de ellas (Banting y Kymlicka 2006, p. 20).

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