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Introducción

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Claramente el hecho del pluralismo cultural no constituye, en ningún caso, una novedad histórica, pero tres grandes factores –que distinguen a las sociedades multiétnicas contemporáneas de sus predecesoras– hacen impostergable que una constitución política enfrente directamente el fenómeno de la diversidad cultural. En primer lugar, la expansión de las ideas democráticas ha permitido a las comunidades minoritarias y nacionales resistirse a aceptar su estatus inferior y demandar no solo iguales derechos, sino también una igual oportunidad de participar en el autogobierno colectivo. En segundo lugar, el proceso de globalización económica y cultural ha devenido en inviable cualquier proyecto de unificación cultural y, en vez de ello, se ha reforzado la identificación de las personas con sus referentes culturales inmediatos. En tercer lugar, el panorama se ha completado con el ocaso de la ilusión del Estado culturalmente homogéneo, de la que no escapa, por cierto, Chile.

Según estimaciones bien conocidas, al interior de los 193 países miembros de la ONU conviven más de 600 grupos que hablan una lengua viva y unos 5000 grupos étnicos, siendo Islandia y las Coreas los únicos ejemplos de países más o menos culturalmente homogéneos. Chile, por supuesto, tampoco escapa a esa realidad mundial. En nuestro país hay, al menos, 9 pueblos originarios: el aymara, el quechua, el atacameño, el kolla, el diaguita, el rapa nui, el mapuche, el yagán, y el kawésqar. De ellos, dos se autorreconocen claramente como naciones: los mapuche y los rapa nui.

La idea relevante de la que partimos es la siguiente: las sociedades se han caracterizado desde antiguo por su amplia diversidad y su pluralismo cultural. Antes esa diversidad se aplastaba bajo el modelo del ciudadano «normal» (hombre no discapacitado, propietario, heterosexual y blanco), y quien se desviará del modelo era excluido, marginado, silenciado o asimilado. Hoy, en cambio, los grupos minoritarios demandan la construcción de una nueva concepción de la ciudadanía más inclusiva, que reconozca sus identidades y que dé cabida a sus diferencias, superando la visión liberal unidimensional de la identidad humana, que considera a los seres humanos como agentes morales anteriores a sus fines, por una concepción de la identidad humana tridimensional articulada, según Parekh, por tres componentes inseparables e interconectados: la identidad personal o subjetiva que distingue a todos los seres humanos como centros únicos de conciencia con una biografía propia; la identidad social o comunitaria, esto es, el o los grupos en los que nos insertamos socialmente y que nos proporcionan las bases para definirnos; y la identidad humana global o universal, o sea, aquella que nos distingue de otros seres y nos dota de un peculiar sentido de pertenencia moral y ontológico (Parekh 2008, pp. 9-30).

La crítica intercultural se nutre de esa visión reclamando una integración de las minorías culturales ya no individual, sino grupal. Para ellos, la concepción tradicional de la ciudadanía fomenta la marginación o estigmatización de grupos que escapan del estereotipo artificial en el que se funda la ilusión del Estado nacional. Los derechos ideados para el «ciudadano normal» no se acomodan a las necesidades de esos grupos que reclaman una ciudadanía diferenciada que exige que las personas no sean integradas solo como individuos, sino también a través de su grupo aglutinado en torno a alguna visión identitaria más o menos amplia. Estas comunidades demandan formas específicas de ciudadanía ya sea porque rechazan la idea de una cultura nacional común (como sería el caso de algunos pueblos indígenas) o porque creen que es la mejor forma de integrarse (como sería el caso de colectivos homosexuales y algunas minorías religiosas).

En lo que sigue me concentraré en las minorías nacionales y en la necesidad de que una nueva constitución, genuinamente democrática, se haga cargo del desafío de reconducir institucionalmente la porfiada realidad de que somos un país plurinacional. Para lograrlo, en primer lugar, haré varias distinciones conceptuales relevantes9. En segundo lugar, exploraré qué reglas y principios deberían ser recogidos en una constitución plurinacional. Para cerrar, avanzaré algunas conclusiones y propuestas. Una advertencia al lector: si quiere concentrarse en la propuesta constitucional y no le interesa el debate conceptual, puede omitir la lectura de la segunda parte de este trabajo, que viene a continuación.

La Constitución que queremos

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