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1. El federalismo y las formas jurídicas de Estado

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A diferencia del Estado unitario que está constituido sobre la base de un solo centro de impulsión política, en el Estado federal coexisten, al menos, dos niveles desde el punto de vista territorial, que están dotados de autonomía el uno respecto del otro: la federación y las subunidades federadas (estados, provincias, cantones, länder, etc.). Esta arquitectura constitucional se explica a partir de un esquema de distribución del poder, que incorpora una fuerte presencia del principio de competencia, el que adquiere una importancia al mismo nivel que el principio de jerarquía.

El Estado moderno supuso un quiebre con el modo de organización política propio de la Edad Media, el que presentaba un alto nivel de fragmentación del poder político y una superposición de ordenamientos, configurando aquella situación que Hegel denominó la Poliarquía Medieval (Cotarelo 1996, p. 18). El rompimiento con el orden medieval supuso un modo de organización que presenta notas distintivas bien definidas, y que se van construyendo por oposición al paradigma que se intenta superar. En este sentido, una de dichas características del poder en la modernidad es el recurso a la unidad como principio básico del orden jurídico. De esta manera, el Estado moderno se organiza sobre la base de un modelo extremadamente simple: la concentración de todos los poderes y funciones en el soberano, por lo que todas las instituciones del Estado están subordinados a éste en una relación de jerarquía, y al mismo tiempo, el sistema de fuentes del Derecho deviene en un esquema integrado por el decreto regio como única fuente de regulación jurídica.

Desde este punto de vista, hay consenso en las razones históricas que explican el surgimiento del Estado unitario. Según Van Gelderen (2003, p. 83), este se crea durante la modernidad, con el objeto de asegurar el control efectivo sobre el territorio, excluyendo a otras construcciones con pretensiones de disputarle el poder a los nacientes Estados nacionales, a saber, el sistema feudal, el papado o el imperio. A pesar de su carácter emancipador, en general, el liberalismo europeo del siglo XVII no se sintió incómodo con la centralización del poder, y las revoluciones burguesas que dieron inicio a la segunda modernidad solo buscaron racionalizar y separar el poder en términos horizontales. Todo esto explica una arquitectura del poder político cuyas atribuciones de gobierno se radican exclusivamente en el nivel central, y desde allí se irradian a los niveles regionales y locales. La misma imagen se repite en los albores de las repúblicas americanas que se independizaron de España, y de esta manera, la fórmula llega casi intacta hasta nosotros, en la figura denominada Estado portaliano, dibujada por la Constitución de 1833 y que mantuvieron casi intacta las Constituciones sucesivas.

Por el contrario, el Estado federal se estructura sobre la base del principio antagónico: se considera que las entidades federales gozan de soberanía. Es precisamente este principio, que considera que el poder del Estado fluye desde la base hacia el vértice y no al revés, el que justifica las atribuciones de autogobierno de los territorios y no una concesión graciosa desde el centro político (Anderson 2008, 19). Más concretamente, el Estado federal nace a consecuencia de la necesidad de articular el poder político en distintos niveles, atribuyendo poder estatal originario y supremo, tanto al Estado central como a las subunidades federadas en sus respectivos ámbitos competenciales (Loewenstein 1976, p. 357). En este sentido, Robert Dahl (1986, p.114) define al Estado federal como «un sistema de soberanía dual, en el cual algunas materias son de competencia exclusiva de las unidades locales». En consecuencia, estas están constitucionalmente fuera del alcance de la autoridad del gobierno nacional, del mismo modo, que otras materias están constitucionalmente fuera del alcance de las unidades locales. Adicionalmente, es necesario añadir que la articulación de estas dos ideas, autonomía y titularidad del poder político de que gozan las entidades federadas, requiere de ciertos vínculos de lealtad y solidaridad establecidos constitucionalmente que permitan configurar algo más que una simple unión de Estados independientes.

En palabras sencillas, en el Estado federal, se produce un fenómeno de interdependencia y complementariedad, pero nunca de dominación o sumisión entre los miembros de una comunidad política. Es decir, es el poder de las subunidades que se encuentran en la base el que da forma y substancia a la estructura estatal. En términos simples, como bien expresa Vogel (2001, p. 620), la implantación de un Estado federal exige una atribución diferenciada de responsabilidades y una determinación de competencias sobre materias determinadas en favor de decisores autónomos. El mismo autor añade que esto puede tener impacto en cualquier ámbito de la vida de las comunidades, así por ejemplo en el ámbito cultural, en el que opera como una fuerza contraria a la homogeneización, pero igualmente a la concentración geográfica de la vida cultural de la república en un solo núcleo.

A partir de estas ideas generales, la verdad es que hay tantas versiones de federalismo como intentos por adoptarlo. Desde luego, existen algunas formas paradigmáticas, como la de EEUU o Suiza, pero esto no significa que sus características institucionales sean necesariamente extrapolables. Según Forum of Federations, 28 países del mundo son federales, dentro de los cuales se encuentran: EEUU. Canadá, Australia, Alemania, Brasil, México, Argentina, etc. No obstante, cualquiera sea el caso e independientemente del grado de éxito del caso en concreto, federalismo significa pacto constitucional entre iguales, basado en el reconocimiento recíproco como sujetos políticos, articulando de forma armónica la autonomía y la cooperación entre las distintas partes constituyentes.

Ahora bien, a pesar de los enormes esfuerzos realizados por la doctrina, no existe evidencia concluyente de que exista una manera clara de trazar diferencias entre formas unitarias y federales. Es pacífico que en los extremos es posible situar al Estado unitario centralizado y en el otro al Estado federal pleno, sin embargo, existe una amplia zona gris constituida por los denominados Estados unitarios políticamente descentralizados, los cuales comparten características con los Estados federales, como es el caso del Estado autonómico español o del Estado regional italiano.

En efecto, a partir del caso español se puede observar con claridad esta situación y no son pocos los autores que creen ver que el modelo Español representa un tipo de Estado federal, a pesar de que la Constitución de ese país dice lo contrario. Por ejemplo, Solozábal (2004: p. 11) señala, que en el Estado autonómico español concurren tres características esenciales del federalismo: i) Hay una dualidad institucional, de manera que existe un nivel de autoridades, de orden legislativo, ejecutivo y judicial, con jurisdicción en todo el Estado; y otro cuyos mandatos alcanzan a su respectivo territorio. ii) Existe un reparto de competencias o atribuciones entre las autoridades centrales y las territoriales. La delimitación de poderes se establece en la Constitución o, como ocurre en el Estado autonómico, tiene una base constitucional. iii) Los conflictos que pudiesen surgir en el ejercicio de las respectivas atribuciones, son resueltos exclusivamente por un órgano jurisdiccional sobre la base de criterios jurídicos establecidos constitucionalmente.

En definitiva, no es nuestra intención entrar en una cuestión tan bizantina acerca de si el Estado autonómico está más cerca del Estado unitario o del Estado federal. En lo que a nosotros concierne, el caso es interesante para mostrar que, además de las formas federales puras, los argumentos que aquí se postulan también son replicables a ciertas formas del Estado unitario políticamente descentralizados. Y está claro que, en la medida que más nos aproximemos al caso central, la justificación será, del mismo modo, proporcionalmente más relevante.

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