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1. ROCK COLOMBIANO EN LOS NOVENTA: PÁNICO, EUFORIA Y SALTOS AL VACÍO

Ricardo Durán Paredes

Cuesta trabajo imaginar una antesala peor para alguna década: Colombia vivió en 1989 toda suerte de violencias que tuvieron origen en las guerrillas, en el paramilitarismo, en el narcotráfico e, incluso, en las fuerzas del Estado. Vimos explotar un avión cargado de pasajeros en pleno vuelo, presenciamos un gigantesco atentado contra el edificio del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), otro contra la sede del periódico El Espectador, y fuimos testigos de los asesinatos de José Antequera (dirigente de la Unión Patriótica [UP]), Jorge Enrique Pulido (periodista), Luis Carlos Galán (candidato a la Presidencia por el Nuevo Liberalismo), además de ver morir a decenas de jueces, magistrados, militares y policías. Todo esto sin considerar la aterradora cantidad de víctimas que en las regiones iba dejando el conflicto armado.

Fueron doce meses infernales en los que ni siquiera fue viable el torneo de fútbol profesional colombiano, que no tuvo campeón tras el asesinato del árbitro Álvaro Ortega. Como resulta apenas obvio, en 1989, la esperanza no figuraba en el vocabulario de ningún colombiano, y nuestra música no fue ajena a la tragedia.

Durante la primera mitad de los ochenta el rock colombiano vivía una especie de letargo que venía desde mediados de los setenta cuando muchos músicos, cansados de tocar sin ver los frutos de su trabajo, decidieron emigrar o dedicarse a la publicidad. Son pocas las grabaciones verdaderamente relevantes de esos primeros años ochenteros, y vienen a la memoria nombres de bandas como Traphico, Nash, Ship y Tribu 3, además de otras que venían trabajando de tiempo atrás, como Génesis, Los Flippers o Compañía Ilimitada. La gran mayoría de estas agrupaciones funcionaba como un reflejo más bien pálido de modelos anglosajones (muchas tocaban versiones y cantaban en inglés) y su impacto difícilmente llegaba más allá de algunas apariciones en Espectaculares JES, el programa televisivo que dirigía y presentaba Julio

E. Sánchez Vanegas.

Hacia la mitad de los ochenta los espacios para el rock cantado en español comenzaron a abrirse poco a poco: la radio pública y las emisoras universitarias, así como algunas franjas especializadas de la radio comercial, pusieron a sonar la música que los jóvenes argentinos y españoles venían haciendo en las democracias restauradas en sus países; los lanzamientos de Compañía Ilimitada y Kraken tuvieron buena acogida, y las puertas empezaron a abrirse en un contexto cada vez más favorable; Soda Stereo en 1986 y Barón Rojo en 1987 vinieron a presentarse por primera vez en nuestro país; las grandes marcas, los medios masivos y los políticos vieron que el rock en nuestro idioma traía consigo una gran oportunidad para ganar adeptos entre los jóvenes. Era una oportunidad que no podían dejar pasar.

Así fue como vimos un auge de apenas un par años en los que, a pesar de la situación de orden público, se realizaron conciertos que convocaban miles de personas de toda índole. Un evento de rock atraía a metaleros, punkeros, rockeros de la vieja guardia y adolescentes de los estratos más altos; no había más eventos, entonces todos terminaban reunidos allí. Una luz roja y una batería parecían suficientes.

Esa moda, explotada por cadenas de pizzerías, bebidas gaseosas, marcas de ropa y delfines políticos, tuvo su momento cumbre el 17 de septiembre de 1988, con el Concierto de Conciertos. Compañía Ilimitada, Pasaporte, Océano, Los Prisioneros, Toreros Muertos, Franco de Vita, José Feliciano, Yordano y Timbiriche conformaron la extraña nómina de este evento, que tuvo un cierre inolvidable con la presentación del argentino Miguel Mateos.

Todos los grandes medios estuvieron presentes, el país entero pudo ver allí una gran promesa, y algunos llegaron a creer que el “rock en español” era una verdadera movida cultural, algo más que una estrategia de la radio juvenil. Sin embargo, lo que estaba por venir era justamente el año más espantoso de nuestra historia reciente.

El año 1989, con sus bombas, masacres y magnicidios, acabó con los eventos multitudinarios. Nadie estaba dispuesto a invertir en un evento que podía terminar en tragedia, ningún padre pensaba dar dinero (o permiso) a sus hijos para que se expusieran de esa forma. El juego se acababa allí, al menos el de los medios y los eventos masivos. La radio comercial prefirió mirar hacia otro lado, había llegado la hora de la lambada y el house de Technotronic.

Ese era el panorama para bandas como Estados Alterados, Compañía Ilimitada, Pasaporte, Sociedad Anónima, Hora Local o Signos Vitales. Sin embargo, nuestro rock ha sido siempre mucho más que lo que ofrecen las emisoras de FM: en los sectores marginales de Medellín y Bogotá, la música tomaba caminos más difíciles, crudos y descarnados. Se manifestaba a través de sonidos radicales que solo tenían espacio radial en programas especializados con horarios para insomnes. El punk y el metal (en sus distintos géneros) se habían convertido en la segunda mitad de los ochenta en la forma de expresión de miles de jóvenes desencantados. Particularmente en las comunas más pobres de Medellín, muchos de ellos encontraban en la música el único camino para alejarse de las tentaciones que ofrecían el narcotráfico y el sicariato.

Para bandas como Darkness, La Pestilencia, Neurosis, Pestes, Mutantex, Masacre, Parabellum o Reencarnación, la masividad no parecía posible, por eso, el fenómeno del rock en español no tuvo mayor impacto en sus carreras. Sus conciertos tenían lugar en bares, bodegas o coliseos pequeños; no parecían un blanco interesante para los violentos ni para las grandes marcas comerciales. Su carácter subterráneo les marcaba un camino lleno de adeptos fieles que garantizaron su supervivencia y su relevancia. Para hacerse una buena idea de esto, basta ver Rodrigo D: no futuro, la legendaria película del director Víctor Gaviria (1990). Mientras eso pasaba, las bandas que figuraban en los medios masivos no tuvieron tiempo suficiente para construir públicos sólidos.

En este panorama, los noventa nacieron dominados por el miedo y la incertidumbre, con un desencanto cada vez mayor para los músicos y la audiencia, pero con la sospecha de que era posible hacer rock colombiano y llegar más allá de Espectaculares JES. De los grandes conciertos en estadios, plazas de toros y coliseos, el rock pasó a los bares.

Las principales ciudades vieron nacer decenas de lugares en los que el rock encontró su refugio de las balas y las bombas. Allí nacieron las grandes bandas de los noventa en Colombia, muchas de las cuales hoy continúan liderando un movimiento que lucha por sobrevivir ante las arremetidas de las nuevas tendencias.

De cualquier modo, resulta fundamental entender que la violencia no fue el único detonante para los grandes cambios que vivió la música popular en Colombia durante la última década del siglo XX. Los noventa estuvieron marcados por una serie de hitos que transformaron definitivamente el panorama musical, no solo en términos estéticos, sino de industria, de públicos y formas de difusión, entre otros.

Un aspecto fundamental, cuya influencia se evidenciará más adelante, estuvo presente en la Constitución Política de 1991, que proclamó a Colombia como una nación en la que el Estado debe reconocer y proteger la diversidad étnica y cultural.

La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 contó con dos constituyentes indígenas y visibilizó el carácter multiétnico y pluricultural de nuestra nación. A pesar de lo que evidencian las dolorosas realidades que vemos diariamente, la nueva Constitución representó un avance muy importante al abrir espacios para los derechos de los indígenas, afrodescendientes y demás grupos étnicos. La ley nos decía expresamente que éramos mestizos, negros, mulatos, criollos e indios. Entre otras cosas, esto cambió un poco el paisaje del Congreso, y vimos por primera vez a algunos parlamentarios que no se vestían como Alberto Santofimio.

No pretendemos asegurar que estos cambios influyeran en la música con una relación de causalidad directa, pero es posible que sí hayan tenido una incidencia en el espíritu del país. De cualquier modo, el mestizaje y el reconocimiento de nuestras raíces e identidades se vieron claramente reflejados en muchas de las manifestaciones artísticas más relevantes de los noventa.

Otro hecho fundamental, que aparentemente no tiene nada que ver con la música, fue la apertura económica que empezó a implementarse definitivamente en 1990. Las importaciones se encontraban muy restringidas y gravadas con aranceles altísimos que se fueron desmontando poco a poco, en un proceso que para algunos desestabilizó la economía colombiana, afectó profundamente el campo y elevó las cifras de desempleo. Más allá de estas discusiones, que superan ampliamente las capacidades de quien escribe este capítulo, la cosa era más o menos así: conseguir los instrumentos musicales y los equipos necesarios para tocar y producir rock profesionalmente era algo casi imposible. Los costos eran elevadísimos, y el acceso a, por ejemplo, una batería estaba reservado a personas de clases altas o a quienes contaban con la posibilidad de viajar al exterior. Durante años era frecuente encontrar baterías hechas con canecas y radiografías templadas, dotadas con platillos de banda de guerra. Rodrigo Mancera (Morfonia, Bloque, Supervelcro) recuerda que él mismo hizo su primera guitarra eléctrica, y Jota García (Ciegossordomudos, Compañía Ilimitada, Soonorama, Tequendama) aprendió de su maestro cubano a hervir en agua las cuerdas del bajo para que recuperaran el sonido que iban perdiendo con el tiempo.

Con la apertura económica, se fue haciendo más cómodo el acceso a instrumentos, equipos, discos, revistas, ropa y accesorios, todos ellos indispensables para cualquiera que quisiera vivir la experiencia del rock en toda su magnitud.

Por otro lado, y viendo las cosas más allá de los gustos personales, que de eso no se trata, resulta fundamental reconocer el papel que desempeñaron Carlos Vives y Aterciopelados en nuestra cultura popular noventera, con un impacto que seguimos sintiendo casi tres décadas más tarde.

Tras triunfar cantando los vallenatos clásicos de Rafael Escalona en la telenovela homónima de Caracol, Vives decidió darle una mirada moderna al vallenato tradicional incorporando baterías, sintetizadores y guitarras eléctricas junto a músicos formados en el rock y el jazz. Era un camino consecuente con la historia personal del samario, fanático de Charly García y Fito Páez, y devoto de Distrito Especial, una banda cuya influencia ha reconocido siempre.

La polémica entre los puristas fue tan grande como el éxito del proyecto, que fue rechazado por la programadora de Escalona (1991) y acogido por Sonolux, la casa disquera de la competencia. Clásicos de la provincia (1993) vendió cientos de miles de copias, y se convirtió casi en parte de la canasta familiar colombiana, con lo que se logró que el vallenato fuera aceptado en muchos entornos que antes lo descalificaban de manera peyorativa, racista y elitista.

Sin importar las críticas que han recibido sus más recientes propuestas musicales o sus relaciones con la dirigencia política, a Vives le debemos que Colombia haya aceptado buena parte de su idiosincrasia. Gracias a él los medios masivos nos permitieron escuchar el trabajo de gente como Ernesto “Teto” Ocampo, Pablo Bernal, Iván Benavides, Mayté Montero, Richard Blair, Egidio Cuadrado, Carlos Iván Medina, y muchos otros. Gracias a su generosidad tuvimos al Bloque de Búsqueda, una banda inigualable que mereció mejor suerte y una vida más larga.

Por su parte, Aterciopelados logró que el rock, el punk y el pop cohabitaran con las estéticas populares de nuestros barrios, gritando al mundo que no teníamos por qué avergonzarnos de nuestras maltrechas avenidas, de los stickers que adornaban las busetas, de los boleros que aprendimos a escuchar junto a nuestras madres, ni de “La cuchilla” que conocimos gracias a Nelly y Fabiola, Las Hermanitas Calle. Andrea Echeverri y Héctor Buitrago nos ayudaron a superar unos cuantos complejos y prejuicios para mostrarnos muchas de las cosas que tenemos en común.

Tal vez la Sierra Nevada de Santa Marta no representaría lo que hoy representa si Vives no le hubiera cantado como le cantó o si no la hubiera puesto en la carátula de La tierra del olvido (1995). Es probable que a él le debamos el respeto que hoy sentimos por las mochilas arhuacas o los sombreros vueltiaos de cartón en “la hora loca” de los matrimonios. También le debemos el tropipop, pero esa es harina de otro costal.

A Héctor y Andrea les debemos el rescate del sumercé y que San Victorino haya aparecido en MTV. Les debemos “Bolero falaz” (1995), una joya de innegable mestizaje que se convirtió en la canción de rock colombiano más importante de nuestra historia.

Cuando las grandes disqueras y los medios vieron el impresionante éxito obtenido por Carlos Vives, se volcaron obviamente a buscar a su sucesor, y grandes dieron palos de ciego en su búsqueda. En ese proceso, vimos cantar a Tulio Zuluaga, Moisés Angulo, Aura Cristina Geithner, Marbelle, Marcelo Cezán, Iván y sus Bam Bam, Luna Verde, Caramelo, y muchos más. También vimos surgir a Shakira con sus Pies descalzos (1995).

¿Y qué tiene que ver el rock ahí? Pues que todos esos proyectos necesitaban músicos, y los encontraron precisamente en las bandas de rock que estaban presentándose en los bares de nuestras ciudades principales. Esto permitió que por primera vez muchos de estos rockeros tocaran profesionalmente ante grandes públicos, que grabaran en estudios importantes y aprendieran todo lo que nunca iban a aprender en la tarima de un bar frente a veinte personas.

Al mismo tiempo, el mundo veía cómo la industria musical encontraba en los marginados una verdadera mina de oro; los sonidos de Seattle, el rap, el trip-hop, el rock industrial, el gótico, el rap metal y otros estilos se masificaban y dominaban los espacios que antes estaban reservados para artistas hechos con moldes obsoletos. El world music, impulsado por Peter Gabriel, también se hizo muy visible y tuvimos más razones para acercarnos a las fusiones sonoras. Richard Blair, ingeniero de sonido de Gabriel en los estudios Real World, vino a Colombia a trabajar con Totó la Momposina, y terminó trabajando con Aterciopelados, La Derecha y Carlos Vives, entre otros. Cuando muchos vieron que este inglés valoraba enormemente lo que se hacía acá, sintieron que ahora sí tenía sentido apostar por lo que antes les parecía tan poca cosa. Han pasado veinticinco años, y a Blair le sigue sorprendiendo que seamos así.

Poco a poco, las bandas de rock de ciudades como Medellín, Cali y Bogotá empezaron a filtrarse en algunas emisoras (partiendo lógicamente con la radio pública y universitaria), gestionando las grabaciones que vendían en sus conciertos y en las tiendas especializadas. Un movimiento se empezaba a gestar con una actitud muy distinta de la de los colegas de los ochenta; en este rock tenían cabida muchos otros sonidos, y sus letras abrían espacios para hablar sobre nuestras realidades. 1280 Almas, Morfonia y Ciegossordomudos se sumaban a La Derecha y Aterciopelados en la parte más visible de la movida. El metal tampoco se quedaba quieto, y bandas como Kraken, Agony, Darkness, Kilcrops, Ekhymosis, Masacre o Acutor daban la batalla desde diferentes frentes. Personajes como Gustavo Arenas “el Doctor Rock”, Andrés Durán (El expreso del rock) y Lucho Barrera (Metal en estéreo) hicieron un aporte muy significativo para que esta escena más dura y radical creciera y se hiciera visible.

En 1993, apareció en la televisión por cable MTV Latino, un canal que nos permitió confirmar que no estábamos solos, y que América Latina era un hervidero en el que confluían los sonidos anglosajones con nuestras músicas autóctonas. Allí pudimos ver en todo su esplendor a Café Tacvba, Fabulosos Cadillacs, Fobia, La Lupita, Los Tres, Control Machete, Fito Páez, A.N.I.M.A.L. y Los Rodríguez. Allí también veíamos a nuestros Aterciopelados.

Soda Stereo era ya parte de la familia, y a los Caifanes los habíamos conocido antes gracias a su visionaria interpretación de “La negra Tomasa” (1988), una pieza premonitoria en la que unos mexicanos vestidos como The Cure rescataban la música de nuestros abuelos para lograr un éxito con ventas que superaron el medio millón de copias en la segunda mitad de los ochenta. MTV Latino consolidó todo eso para dar visibilidad y reconocimiento a las idiosincrasias latinoamericanas con nuestras estéticas, jergas, sonoridades y paisajes. Por primera vez veíamos videoclips filmados en plazas de mercado mexicanas, en avenidas bogotanas, en pirámides aztecas y en pueblos polvorientos de la Argentina; nos estábamos viendo reflejados en MTV.

Dos años después de la aparición del célebre canal de videos, la cosa había adquirido dimensiones inimaginables y la gran explosión (al menos para Colombia) tendría lugar en el nacimiento de Rock al Parque. El fenómeno se había ganado un lugar muy relevante en la cultura y en las políticas públicas, y más allá de todo lo que se ha hablado acerca de su importancia, este festival empezó a contribuir enormemente en la profesionalización de la industria de la música en vivo y de nuestros músicos, que tenían la oportunidad de tocar sus canciones ante un público que iba a ver a sus bandas (no a Marbelle o Marcelo Cezán). De igual manera, los conciertos de bandas latinoamericanas (por fuera del marco del festival) se convirtieron en algo habitual en un país que gozaba de cierta tranquilidad tras la aparente caída del cartel de Medellín.

El primer Rock al Parque tuvo lugar en 1995, el mismo año en que apareció la Frecuencia Joven de la Radiodifusora Nacional de Colombia (hoy Radiónica). Esta emisora tuvo en sus comienzos a los más respetados periodistas musicales del país, y desde sus inicios se convirtió en una vitrina fundamental para la difusión del rock hecho en Colombia. La frecuencia tuvo un programa que muchos recuerdan con un aprecio enorme por su tremendo aporte a la escena rockera que efervescía. 4 canales era transmitido los domingos en la noche, y por sus micrófonos pasaban todas las bandas que se encontraban trabajando en esa época; todas llevaban sus grabaciones, anunciaban sus conciertos y eran entrevistadas por Héctor Mora y Jorge Eduardo “Pito” López. La cortinilla de Catedral y sus “Redes rojas” (1994) era el anuncio inconfundible de que había llegado la hora del rock hecho en Colombia.

La revista Shock también surgió en 1995 y representó otro gran empujón para muchas de las agrupaciones de todo el país. Aparentemente había un gran potencial, y la industria también apostó por las bandas colombianas más notorias; Estados Alterados, Aterciopelados, 1280 Almas, La Derecha, Kraken, Compañía Ilimitada y otras tantas tuvieron contratos con sellos disqueros. Sin embargo, en este negocio (como en cualquier otro), nada dura para siempre, y con el paso del tiempo las cosas comenzaron a cambiar.

Hacia 1997 la música electrónica tomó una fuerza inusitada, y los bares de rock fueron transformándose para que los disc jockeys ocuparan el espacio de los músicos de rock y las bodegas dejaron de albergar conciertos para dar lugar a los after-parties. Asimismo, esa electrónica se fue fusionando con el folclor en proyectos como Sidestepper, pionero de tantas cosas que vemos hoy en la línea de Systema Solar, Chocquibtown o Bomba Estéreo.

Por otra parte, MTV Latino dio inicio a un lamentable proceso en el que la música fue cediendo terreno ante una avalancha de realities con herederas millonarias, rockeros en decadencia, adolescentes embarazadas y jóvenes dominados por sus hormonas. Los elementos más propios de la cultura latinoamericana se fueron perdiendo en el mar de la globalización, hasta ahí llegó la M de MTV, y ahí terminó esa gran vitrina para el rock de la región. Hasta aquí llegó la dicha.

La transformación del canal de videos fue consecuente con los nuevos tiempos y con la masificación de internet, que llegó a ofrecernos la posibilidad de escuchar música sin comprar discos y sin depender tanto de la radio. Los mercados se fueron atomizando a niveles microscópicos y el público del rock ya no volvió a ser el mismo.

El país tampoco volvió a ser el mismo después del proceso 8000, de las pescas milagrosas de la guerrilla y las masacres de los paramilitares, del fallido proceso de paz en San Vicente del Caguán o de la crisis económica que acabó, entre otras cosas, con el unidad de poder adquisitivo constante (UPAC) que dejó sin vivienda a miles de familias colombianas.

La llegada del nuevo milenio se veía como un gigantesco salto al vacío para el rock colombiano: el público se fue dispersando, los discos dejaron de venderse y otros sonidos plantearon un enorme desafío para los músicos. Tal vez eso explique por qué las bandas de rock nacidas después de 2000 han tenido un impacto mucho menor que las surgidas en los noventa, como Superlitio, Doctor Krápula o tantas otras que ya hemos mencionado.

Esos retos se acentuaron cuando, entrados ya en el siglo XXI, las bandas anglosajonas empezaron a venir al país con una frecuencia cada vez mayor. Metallica había tocado en Bogotá en 1999, y en el primer lustro del nuevo milenio pasaron por acá Megadeth, Sepultura, Cannibal Corpse, Napalm Dead, Yngwie Malmsteen, Alanis Morrisete, Asia, Men at Work, Helloween, The Offspring, Apocalyptica y The White Stripes, entre otras. Algunas estaban en su ocaso, pero otras gozaban de muy buena salud, y los músicos colombianos tuvieron que competir por un público que prefería los espectáculos extranjeros que difícilmente podría ver en los festivales públicos.

Si en los noventa el rock colombiano y latinoamericano era “nuestra gran carpa”, en el siglo XXI ese escenario vio llegar a los más grandes. En todos los noventa, Colombia no tuvo más de 15 grandes conciertos internacionales de rock (Guns N’ Roses, INXS, Pet Shop Boys, Bon Jovi, Elton John, Sheryl Crow, Santana, Def Leppard, UB40 y Metallica, entre otros), una cifra ampliamente superada por 2018, que recibió en nuestro país a artistas como Roger Waters, Radiohead, Gorillaz, Sting, Judas Priest, Depeche Mode, The Killers, Deftones o Queens of the Stone Age, para hablar solo de figuras angloparlantes. En doce meses vimos más shows que en toda una década.

A pesar de todo, los noventa fueron maravillosos; en ellos fortalecimos esta autoestima siempre maltrecha, entendimos que tenemos un inmenso potencial de diversidad cultural, vimos lo que más se ha parecido a la consolidación de un rock nacional y asistimos al nacimiento de muchas bandas que hoy continúan siendo esenciales para varias generaciones. A pesar de todo, los noventa nos dieron a 1280 Almas, Ciegossordomudos, Ultrágeno, Aterciopelados, Bloque, Morfonia, Masacre y La Derecha. Nos dieron a Rock al Parque y a Radiónica. Nos dieron montones de canciones mestizas, profundas y bastardas; himnos que hoy seguimos coreando, aunque no seamos ya capaces de saltar como antes. Nos dijeron que debíamos aceptar nuestras raíces, que no era una vergüenza vivir donde vivíamos, que éramos millones y no estábamos solos. Por un momento nos hicieron creer en el mensaje del Subcomandante Marcos, en Manu Chao y en Jaime Garzón.

Más tarde, con la infaltable ayuda de los corruptos y los violentos de siempre, aterrizamos de barriga, a las malas, como siempre. Pero eso a veces no importa porque siempre nos quedan las canciones, los recuerdos y los pocos discos que hemos sabido conservar. A veces no importa, solo a veces.

Después de  final

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