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2. EL ROCK COMO PRÁCTICA COMUNICATIVA Y DE CIUDADANÍA: APROXIMACIONES A LA BOGOTÁ DE FINALES DE LOS OCHENTA Y LOS TEMPRANOS NOVENTA

Sergio Roncallo-Dow

Daniel Aguilar Rodríguez

Enrique Uribe-Jongbloed

Introducción

El fin de los ochenta y el inicio de los noventa supuso un punto de quiebre histórico que dio paso a la configuración de un nuevo orden mundial y a la constitución de un nuevo mapa político del mundo. La caída del Muro de Berlín anunció el fin de la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, que terminó con el desmantelamiento de esta última y el desmoronamiento de la llamada cortina de hierro (Hobsbawm, 1992). Fue el momento en el que los discursos neoliberales se asentaron en América Latina (Orjuela, 2005) y ofrecieron el espejismo del libre mercado y la reducción de los Estados como estadio indiscutible para la mayor eficiencia de estos. Todo esto ante la mirada atenta de millones de televidentes que empezaban a vivir el incipiente mundo de la hiperconectividad (Dery, 1995; Piscitelli, 1998, 2002).

En Colombia, este fue un lapso de muchos cambios. Llegaron las antenas parabólicas que permitían acceso a la señal satelital gratuita, incluso televisión emitida desde Perú, y las primeras empresas de televisión por cable que privatizaron el acceso y ofrecieron el simulacro de la libertad en la selección de contenidos audiovisuales. Asimismo, llegó con una reforma constitucional que condujo a la configuración de un Estado nación en teoría más incluyente y que le apostaba a un Estado laico y democrático (Botero-Bernal, 2017; Guzmán, González y Eversley, 2017; Orjuela, 2005; Leiva, Jiménez y Meneses, 2019). Llegaron los noventa con el fin del llamado concordato, sistema por medio del cual el Estado concedía a la Iglesia el control de la educación pública, el registro civil y la posibilidad de interferir en temas de interés público (Prieto, 2011).

La proliferación de canales de televisión privada y por cable significó, entre otras cosas, la diversificación de contenidos mediáticos (Rey, 2002) y la llegada de MTV, que resultó determinante para la emergencia de diferentes manifestaciones musicales, lenguajes y estéticas relacionadas con el rock (Tannenbaum y Marks, 2011; Roncallo-Dow y Uribe-Jongbloed, 2017).

La diversificación de contenidos mediáticos y de la oferta de la industria cultural y de discursos políticos, incluso religiosos, fue el marco para la emergencia de una gran cantidad de bandas de rock en Bogotá. Bandas que representaban un sinnúmero de géneros y estéticas múltiples.

Este capítulo propone una aproximación al rock como un campo que permite a los jóvenes, sean estos productores o consumidores de la música, ubicarse en el espacio social, reconocerse como sujetos de derecho (Reguillo, 2013), sujetos políticos (Reina, 2017) y generadores de discursos que legitiman, proponen o resisten (Vega y Pérez, 2010) discursos dominantes establecidos. Ello implica la apropiación de determinado capital cultural y simbólico, así como la generación e incorporación de habitus particulares (Bourdieu, 1998).

Rock, jóvenes y prácticas comunicativas

Desde los noventa se ha hecho una aproximación al rock colombiano en la que prevalecen el abordaje histórico, su relación con el entramado social y su relación con los jóvenes, en tanto productores y consumidores de música con énfasis en la idea de los elementos identitarios que la caracterizan (Arias, 1992; Benavides, 2012; Bueno, 2005; Cepeda, 2008a, 2008b; Echeverri, 2000; Pérez, 2007; Plata, 2006; Reina, 2004; Restrepo, 2005; Sánchez Troillet, 2014). Este trabajo se adhiere a la escasa investigación sobre el rock colombiano, pero busca acercarse a él desde su propuesta estética como movimiento contracultural que abre un espacio de expresión política de los jóvenes urbanos en los tardíos ochenta y los tempranos noventa. Se propone una mirada del escenario del rock como un espacio de interpelación desde el cual la juventud establece una relación dialéctica con el establecimiento social que le exige de forma incongruente y desarticulada en relación con las oportunidades que le ofrece (Abbey y Helb, 2014; Celnik, 2018; Cepeda, 2008a, 2008b; Hannerz 2015; Patton, 2018; Riaño, 2014). Las voces del rock que presentamos darán cuenta de esta incongruencia.

Pensamos el rock en tanto producto cultural estrechamente relacionado con la juventud, que surge como parte del proceso global de giro hacia la juvenalización (juvenalization) de la cultura (Sánchez, 2014). Esta categoría de juventud la entendemos como heterogénea (Reguillo, 2013), caracterizada por sus múltiples presentaciones, determinadas, a su vez, por factores como clase, raza, etnicidad, origen, entre otros, desde la cual los actores se reconocen como sujetos de derechos en un contexto social determinado. Esta relación entre jóvenes y rock se establece desde las mediaciones a través de las cuales un determinado sector de la población joven da cuenta de su cotidianidad; desde las prácticas, a través de las cuales busca espacios de reconocimiento de sí misma, de reproducción de discursos culturales dominantes; y desde la producción de discursos que manifiesten su voluntad. Esto implica comprender el rock como una práctica que apunta a la generación de sentidos y enunciados particulares para un grupo o clase particular, y en la que se identifican tanto discursos de legitimación como de proyecto o resistencia (Vega y Pérez, 2010).

Se asume la aparición del rock como manifestación de la emergencia del sujeto-joven y como nodo en torno al cual comienzan a configurarse organizaciones de ese nuevo sujeto en el espacio social (Reynolds, 2018). En este contexto, se entiende por prácticas comunicativas aquellas que generan sentido del mundo para y desde los sujetos, en el que los jóvenes emergen de forma simultánea y en interconexión con el universo-rock. Hablamos de prácticas por medio de las cuales se constituye y manifiesta el sujeto yo-nosotros y se reconoce el actor otro; prácticas que se manifiestan por medio de discursos explícitos, implícitos u ocultos (Pérez y Vega, 2010).

La propuesta de Martín-Barbero (1995) en torno a los procesos comunicativos y cómo estos se instalan en lugares estratégicos de la sociedad, haciéndose visibles en escenarios de producción, más allá de los de circulación, nos permite, por tanto, abordar el rock, no solo como una manifestación artística, sino también como un proceso comunicativo que conecta sujetos entre sí y con su entorno social. Cada una de las manifestaciones del rock encierra elementos propios, únicos y particulares que, por medio de una apreciación cuidadosa y crítica, pueden ser develados y pueden llegar a poner de manifiesto fenómenos sociales y culturales que pasan inadvertidos en la apreciación diaria que se tiene de ellos. Se trata de formas de expresión y de socialización que se presentan como el mostrarse de toda una serie de subjetividades que surgen a lo largo y ancho del andamiaje social.

Tales discursos determinan la posición de los jóvenes frente a la ideología o las prácticas dominantes, que se convierten en naturales, en lo correcto, en lo normal, en lo que no es cuestionado. Esto último es lo que Bourdieu (1998) definiera como la doxa, que se convierte en una suerte de habitus colectivo a través de la reproducción y búsqueda de acercamiento a esa lógica dominante. Es posible resistir a esta doxa, subvertirla y generar elementos y prácticas que evidencian una clara agencia opositora a lo que se considera una imposición y un acto de dominación y violencia simbólica. En este sentido, se encuentran grupos de jóvenes que producen sus propios discursos como un proyecto generador de nuevas prácticas, a partir de la experimentación y la generación de un capital simbólico determinado. La exploración con nuevos ritmos, más allá de las letras de sus canciones (Palutina y Martynycheva, 2015), así como el desarrollo de nuevas instrumentaciones, dan cuenta de las transformaciones que se van dando, tanto en la producción como en el consumo. El rock ha sido un escenario de estas transformaciones.

Se entiende el rock, entonces, como un espacio de prácticas comunicativas. Si bien hay una dificultad al definir con delimitaciones concretas el qué y el cómo del rock en América Latina, “existe un consenso acerca de que el rock como cultura no es solo un género musical, sino también una serie de prácticas y valores específicos” (Sánchez, 2014, pp. 519-520). Esto porque el rock implica, más allá del consumo mediático, la generación de usos, rituales y construcción de elementos simbólicos que producen tanto reconocimiento como exclusión del otro (Ricoeur, 2005). El rock también articula la posibilidad de dirigir a un auditorio específico, otros jóvenes como ellos, un discurso que va desde expresiones de una condición subjetiva, frente a una situación particular, pasando por el cuestionamiento a las instituciones y las relaciones de poder, llegando, en algunos casos, a hacer un llamado a la acción como forma de participación ciudadana.

Aproximación metodológica: las voces del rock

Para realizar una aproximación más comprensiva al rock en Colombia, se han identificado tres estadios clave, dado que explican la aparición, el desarrollo y la producción de este en el contexto cultural nacional. El primero de ellos corresponde a los sesenta, periodo que se entiende como el momento en que se da inicio al proceso de apropiación del rock en América Latina (Sánchez, 2014, p. 520) y de una experimentación, de mezcla, de aquello que García-Canclini (1990) definiera como una hibridación cultural que generó, a la postre, el ambiente perfecto para el nacimiento de un rock con sonido propio en Colombia. El segundo estadio apunta a finales de los ochenta, cuando el rock comienza a recuperar fuerza en Colombia, luego de una década de letargo comercial ante el auge de otras músicas. Finalmente, los noventa resulta de particular interés, pues es este el estadio en que se consolidan procesos de institucionalización de espacios destinados para el rock, los cuales indican claramente su consolidación como producto cultural propio, pero, sobre todo, el reconocimiento del sujeto joven como ciudadano, como actor social.

Este estudio se plantea desde una perspectiva posmoderna de la investigación histórica convencional (Leslie, 2018), que sitúa la investigación en contexto, por lo que revisa diversidad de fuentes empíricas que incluyen referencias en prensa, radio y televisión, y quince entrevistas semiestructuradas a integrantes de bandas representativas de ese movimiento, de las cuales se usaron las más relevantes. Igualmente, se utiliza la experiencia personal a modo autoetnográfico por parte de los autores, quienes también hicieron parte de ese circuito.

Del rock en Colombia o la historia de las abstracciones

Hacia los ochenta

Si bien es cierto que las primeras bandas colombianas de rock aparecen hacia los sesenta, es a finales de los cincuenta que comienzan a llegar los primeros vinilos, afiches y, por supuesto, las películas que convertían a los artistas en íconos de una juventud crecientemente inconforme, cuyas manifestaciones de desacuerdo se daban a partir de marchas estudiantiles, las cuales fueron aplacadas prontamente por la fuerza pública, como lo refleja el tratamiento dado a los movimientos estudiantiles durante la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla entre 1953 y 1957 (Cepeda, 2008a, 2008b; Tirado, 2014).

Al igual que en otros países de Iberoamérica, las primeras manifestaciones del rock en Colombia se dieron por mímesis de los productos que llegaban por la radio, los vinilos y el cine desde México y los Estados Unidos, respectivamente, y eran unas reconstrucciones bastante conservadoras del nuevo género musical. Estas adaptaciones evidencian un interés por los sonidos emergentes y lo que estos implicaban. Los primeros en empezar a interpretar este tipo de música eran jóvenes de familias acomodadas, que podían darse el lujo de costearse los instrumentos que debían ser importados. Estos eran jóvenes para quienes el statu quo no representaba un problema y el sexo era algo relegado a la esfera de la intimidad (Muñoz, 2014). De hecho, sería un joven acomodado y de origen irlandés quien desde la estación Nuevo Mundo de Caracol Radio se convirtió en disk jockey de música moderna (término utilizado para referirse al rock ‘n’ roll), y a pesar del horario tardío de su programa (11:00 p. m.) y tener la oposición de la audiencia adulta, captó y visibilizó la existencia de una gran audiencia joven, interesada en esa nueva música (Betancourt, 2011).

En el caso colombiano, lejos del discurso, la rebeldía como práctica supuestamente implícita del rock (Heath y Potter, 2005), se relacionaba, en primera instancia, con el volumen de las guitarras amplificadas, el trepidar de la batería, las estéticas adoptadas en las prendas de vestir y las formas de distinción que distanciaban claramente a los jóvenes rockeros de sus padres, de los niños y de otros jóvenes que no participaban de la movilización generada en torno al rock and roll. Emergieron prácticas sociales y comunicativas propias de los jóvenes que producían y consumían este tipo de música, quienes incorporaron un habitus específico de esa clase llamada juventud. Nuevos capitales culturales y simbólicos empezaron a ser la herramienta por medio de la cual se establecieron posiciones dentro de un espacio social apto para determinar su posición, o en un campo, en el cual y desde el cual interpelar y ser interpelados por propios y ajenos (García, 2009).

Si bien tenemos una historia que se remonta, como mencionábamos, a los sesenta, es en los tardíos ochenta cuando reemerge la popularidad del rock en Colombia, de la mano del nuevo formato autodenominado “juvenil”, implementado en algunas emisoras de radio comercial que como estrategia publicitaria lanzaron sencillos de música rock de bandas españolas, mexicanas y argentinas, luego emuladas por las agrupaciones locales (Lalinde, 2020). Pronto, algunas bandas de Bogotá, Cali y Medellín lograron visibilidad en unos muy reducidos espacios de difusión radial comercial, pues, si bien desde los sesenta había ya bandas mexicanas, argentinas y colombianas haciendo traducciones de las canciones de The Beatles y generando desde allí una inquietud por la composición del propio material, es la industria cultural la que dijo que el “rock en español” nació en los ochenta con bandas como Hombres G (España), Caifanes (México) y Enanitos Verdes (Argentina) (Arango-Lopera y González, 2019, p. 97).

El rock proveniente de los Estados Unidos y el Reino Unido inundó las emisoras comerciales con el sonido de bandas y solistas que, durante la llamada guerra de las Malvinas entre Argentina y el Reino Unido, dieran paso a la emergencia de artistas argentinos, pues por orden de la junta militar se decide restringir la emisión de artistas anglo, y así favorecer la producción de rock argentino, que contaba con una amplia y, en cierta medida, reconocida tradición (Favoretto, 2014; Romero, 2015; Wilson, 2015). Para mediados de los ochenta, esta tendencia se replicó en varios países de América Latina, entre ellos, Colombia. Fue con el tardío advenimiento del rock “en tu idioma”, como lo llamaron los medios, que un nuevo espejismo surgió para los cultores de este género en Colombia. Nombres ligados a esta primera etapa de la radio juvenil FM en el país son el de Carlos Alberto Cadavid, Chucho Benavides “Show”, César Ramírez, Leslie Abadi o Hernán Orjuela (Ospina, s. f.). En este marco, surgen emisoras como Super Stereo 88.9, iniciativa de Fernando Pava Camelo, uno de los herederos de la empresa familiar Radio Super, Stereo 1-95 FM, una prolongación de la experiencia Radio Fantasía, Todelar Stereo, 103.9, dirigida por Daniel Casas, parte de las denominadas emisoras juveniles (Lalinde, 2020; KienyKe, 2013).

Fue hacia finales de la misma década que aparecieron muchas más bandas1 y géneros en el escenario de la ciudad, que no lograron mayor audiencia que el público local, y que tuvieron su momento más elevado de exposición durante el Concierto de Conciertos de 1988 (Ospina, s. f.; Zambrano, s. f.), anunciado en el periódico El Tiempo (1988) así:

[Estos eventos que] congregan a miles y miles de personas […] son los grandes conciertos […]. Latinoamérica no podía ignorar el fenómeno. Ha hecho suya la causa con el rock en español que se impone en todos los países de habla hispana. Y a Colombia llega con la fuerza de un concierto sin precedentes. Los ídolos del pop-rock juntos en “Bogotá en Armonía”, el sábado 17. Desde las cinco de la tarde en el estadio El Campín, y durante nueve horas continuas.

Este evento, si bien fugaz, da pie al reconocimiento de un público creciente de rock; es el momento incipiente del reconocimiento de los jóvenes y del rock, en tanto manifestación y forma de expresión, en el ámbito público. El Concierto de Conciertos fue un hito en la medida en que funcionó como un dispositivo de cohesión para las 70 000 personas que estaban en el estadio El Campín de Bogotá en un momento en el que Colombia estaba golpeada por los ataques terroristas y por el auge del narcotráfico. En los largos interludios entre los artistas, los asistentes entonaron el himno nacional y, de a poco, “un tímido coro […] se convirtió en la arenga usada muchas veces tiempo después: ‘Bogotá, del putas Bogotá’” (Bellon, 2018, p. 555). Si bien es cierto que significó un paso enorme en la sociedad, no representó, de modo inmediato, el reconocimiento de la participación del joven dentro de la esfera pública. Este, por el contrario, siguió siendo el mismo relegado y excluido, catalogado como generación X, sobre quien recae toda sospecha, en su calidad de joven (Bauman, 2005).

Con todo, algunas disqueras manifestaron un interés renovado en sumarse al movimiento que se gestaba, pero que no pasó de ser una manifestación pasajera, sin menores repercusiones a largo plazo (Celnik, 2018; Riaño, 2014). Con excesivas precauciones, la radio volvería sus ojos hacia el nuevo rock local y por primera vez desde los lejanos setenta el idioma castellano volvería a cobrar alguna importancia, al menos en las grandes ciudades (Ospina, s. f.).

Paralelamente, nuevas agrupaciones aparecen en el escenario urbano, dentro de circuitos underground, realizando conciertos y presentaciones en bares, parqueaderos, parques y plazas, a través de los cuales adquieren cierto reconocimiento por parte de la población joven.2 Fueron bandas que lograron en su independencia de la dimensión comercial la libertad suficiente para generar discursos de resistencia tanto en lo musical como en lo lírico.

Con los ochenta llegó, además, la diversidad de géneros. El rock ya no era una sola cosa, sino un gran abanico que presentaba diferentes manifestaciones, con sus respectivas ideologías y narrativas (Santos, 2015). Estos discursos propios fueron elementos clave que determinaron por qué aún en determinados sectores de las ciudades se encuentra mayor tendencia hacia el consumo o producción de determinados géneros del rock. F. Nieto (comunicación personal, 20 marzo 2019), guitarrista original de La Pestilencia y La Derecha, recuerda cómo conoció los primeros almacenes especializados en discos de rock en la calle 19 de Bogotá:3

Me llamó mucho la atención ese sitio, porque vendían discos que no se conseguían en las tiendas normales. En las tiendas normales, solo vendían discos hechos en Colombia, allá se encontraban cosas muy raras: discos importados y discos de segunda. Yo me di cuenta de que empezó a llegar una cantidad de gente interesada en lo mismo. Cuando estábamos ahí, fue cuando empezó a llegar, poco después de mediados de los ochenta, esos grupos de metal y de punk también.

Aunque había acceso al material y la cultura de los músicos locales iba en ascenso, el acceso a los instrumentos seguía siendo difícil (situación que se prolongaría hasta los tardíos noventa) y la mayoría de las bandas seguían siendo de corte amateur, salvo aquellas que habían logrado entrar en los pocos estudios que había en Bogotá y contaban con un productor. C. Useche (comunicación personal, 8 agosto 2018), baterista de Gusano y SV2, recuerda estos días:

Estamos hablando del 84 u 85 […] En Ortizo tenían una batería Yamaha roja. Años, la batería exhibida ahí. Yo iba y la miraba y decía ¡no puede ser! ¡Una batería! Para mí era algo en ese momento inaccesible. Además, estaba en el colegio, que tampoco tenía una. [Entonces] fue con esfuerzo también de ahorrar de las onces, de hacer trabajos en el colegio y con apoyo de la tía de un amigo mío […] Gracias a ella tuve mi primera batería. [Ella] me dijo: “Listo, usted me la va pagando” y me preguntó: ¿dónde hay una?

En los ochenta surgen en Medellín4 dos bandas de rock pesado de amplia trascendencia: Kraken y Ekhymosis. El impacto de Kraken en la escena del rock colombiano es indudable, con su líder Elkin Ramírez (1962-2017) erigiéndose como la imagen viva del rockero, urbano y rebelde. Por su parte, Ekhymosis transformó su sonido en los noventa hacia una mezcla de rock con música latina, y su líder, Juanes, alcanzó fama internacional con sus primeros álbumes y sus conciertos humanitarios (Ceisel, 2011). A pesar de todo, el rock seguía manteniendo un estatus marginal y el público amplio seguía privilegiando el rock en inglés. El boom del rock en español había sido un espejismo.

Los noventa

Solo hasta los noventa el rock tendría la suficiente fuerza para lograr que cada ciudad contara por cientos las bandas que la representaban en diferentes géneros. Bogotá mostraba una marcada orientación al metal en los barrios del sur de la ciudad, así como por el rock más experimental que se escuchaba en las bandas conformadas por jóvenes de clase media. El rock-pop, de orientación más comercial, estaba claramente identificado con grupos de jóvenes de sectores más exclusivos de la capital. Llegó, incluso, a relacionarse bandas y géneros del rock con colegios o universidades de la ciudad, de donde provenía buena parte de los músicos.

En esta década, el circuito de los bares se hizo cada vez más poderoso y las dinámicas de los conciertos se engranan con establecimientos comerciales dirigidos a la generación X. Ello implicaba la producción de una estética de afiches, atuendos, comportamientos y espacios practicados congruente con los géneros interpretados. Significó la reconfiguración del espacio urbano (De Certeau, 2007) y la consolidación de un capital simbólico exclusivo de esos jóvenes y de esos sectores de las ciudades, pero que a su vez representaban la creciente diversidad de la población juvenil. Plata (2006) recuerda cómo

había un pequeño circuito de bares donde se podían ver bandas en vivo. Los refugios naturales de la movida independiente y alternativa tuvieron nombres como Barbarie, Barbie, TVG […] las visitas de artistas extranjeros al país eran más una rareza que una certeza. Las bandas tocaron en estos bares por varios años (1988-1994). Se suponía que algo en el rock nacional estaba pasando. (p. 214)

Ante la creciente popularidad de los circuitos underground de los bares, la radio comercial y la televisión vieron el enorme potencial que se encontraba en esos jóvenes como nicho de mercado, por lo que comenzó a gestarse una promoción del rock nacional, principalmente de aquellas bandas orientadas a generar un sonido y unas letras que fuesen comercializables. De igual manera, la Radiodifusora Nacional de Colombia como radio pública se convirtió en la única ventana de exposición para cientos de bandas de rock, sin importar el género que ejecutaran. La aparición del programa 4 canales dirigido por Héctor Mora en 1995 tuvo un impacto enorme como un espacio que significó el inicio del reconocimiento desde el sector público al rock como espacio de creación y comunicación de los jóvenes, principalmente capitalinos (Radiónica, 2017). Fue en ese espacio en el que los demos de las bandas, sin importar su calidad, encontraron un lugar en la radio FM. Eran épocas en las que las condiciones de producción y grabación seguían siendo complicadas, a pesar de la existencia de un circuito de conciertos consolidado.5 J. Rojas (comunicación personal, 10 agosto 2018), bajista de 1280 Almas, recuerda:

El primer lugar en donde ensayamos fue con un amigo que se llamaba Enrique Bernal en la casa de él en Galerías, y la vida se convirtió en esta zona. […] El germen de las Almas fue con teclado, soltando unas pistas de batería con teclado y tocando encima de eso. Eso nos ayudó a entender mucho cómo funcionaba la música un poco, a ser bien afinados, porque el baterista era de mentiras.

Vendría, tal como sucedía desde los ochenta, la autogestión que, en principio, mantuvo a las bandas en un nivel que distaba con creces del profesional. Así lo relata

G. Merchán (comunicación personal, 15 agosto de 2019), baterista de Morfonia:

Eso era y sigue siendo totalmente autogestionado. Afortunadamente, hoy en día existen las salas de ensayo y eso. En ese momento no había nada de eso. Entonces tocaba unirnos entre varios amigos de grupos; [a] uno [le tocaba] poner la batería, el otro ponía el amplificador del bajo, el otro ponía el amplificador de guitarra. [Si alguno] no tenía guitarra, entonces yo le [prestaba] la mía. Todo era superautogestionado. Era mucho más complicado, porque era carísimo. Me acuerdo que era muy caro conseguir un instrumento. Mi batería propia la vine teniendo como en 2004.

Con la aparición del evento Rock al Parque en 1995,6 se forjó un supuesto camino hacia la profesionalización de las bandas dadas las dimensiones del festival. Este evento se convierte en un espacio mixto en el que la empresa privada y el sector oficial generan un escenario para la divulgación de las bandas más relevantes. Así fue como se empezaron a hacer cada vez más populares agrupaciones con discursos de clara oposición política, que compartieron escenarios con grupos conformados por jóvenes que estudiaban en los más costosos colegios del país, como lo manifiesta G. Gordillo (comunicación personal, 20 marzo 2019), bajista de la agrupación Poligamia:

Nosotros éramos, los gomelos,7 ¿no? A nosotros no nos querían […] en el ámbito del rock no nos querían porque nosotros éramos unos niños que salieron del [colegio] San Carlos. Éramos los gomelos de la música y eso no le calaba bien al público del rock. Entonces, no les gustaba que nosotros estuviéramos en una serie de televisión.

Rock al Parque consolidó el reconocimiento de los jóvenes como sector social y de lo juvenil en sus diferentes dimensiones y manifestaciones. Sin embargo, su creación no significa la desaparición del circuito underground. Por el contrario, al no dar cabida a todas las bandas del país, y dado que tenían que competir con sus pares para ser seleccionados, cosa que anteriormente no se contemplaba, estos circuitos tomaron mayor relevancia. S. Roncallo-Dow (comunicación personal, 21 noviembre 2018), guitarrista de pollitoCHICKEN, recuerda los noventa como una

época abundante [de espacios]: recuerdo Ácido Bar, lugar en el que toqué varias veces; Kalimán, lugar de culto en la primera mitad de la década; y una seguidilla de práctica en la zona rosa que promovían la movida de aquel entonces. Recuerdo dos nombres que, a los no iniciados, probablemente no digan nada: Umaguma Bar y África Bar. En Chapinero, recuerdo Kinetoscopio y, quizás algo anteriores, están el Skate Park y ese lugar ubicado en calle 116 # 23-61 (arriba de la 19, como decían los volantes). Un poco después vendrían Jeremías que terminaría llamándose Auditorio La Calleja y Macondo. Estos últimos [fueron] sitios que pusieron de moda la costumbre de hacer pagar a las bandas por el alquiler del lugar y el sonido.

Este circuito alterno era fundamental para aquellos jóvenes que veían en Rock al Parque una intromisión y una forma de control en detrimento de una participación plural que favorecía grupos afines al sector comercial, como lo narra en clave de ficción Álvarez (2011) en su novela C. M. no récord. Quizás, uno de los mejores testimonios de esta oleada de grupos insertados dentro del circuito mainstream (Martel, 2011) sean bandas como la ya mencionada Poligamia, conformada por jóvenes de estratos socioeconómicos altos de Bogotá; G. Gordillo (comunicación personal, 20 marzo 2019), bajista de la banda, cuenta cómo era esta experiencia, que distaba mucho de la del grueso de la escena bogotana:

Nosotros cuando comenzamos no teníamos dificultades económicas, pues estábamos en el colegio y nuestros papás nos daban todo. Entonces lo hacíamos solamente por gusto y creo que así es como uno debe comenzar. Después uno empieza a preocuparse por, bueno, “tengo que ganar plata, pues qué hago”. En ese tiempo de Poligamia ganábamos, claro. Pero era una ganancia más para comprar instrumentos o para reinvertir en el grupo. Nunca vivimos de la banda. Entonces, digamos que por esa parte nunca hubo rollo, nunca hubo esas peleas económicas. Ese también es otro problema con las bandas, siempre que hay plata en cualquier sociedad, en cualquier negocio, siempre que hay plata se daña todo. A nosotros no nos pasó eso.

Sus letras lo evidenciaban y mostraban una escisión entre las bandas que aún ensayaban en el garaje y aquellas que, recuerda G. Gordillo (comunicación personal, marzo 20, 2019), tuvieron “la oportunidad de ensayar en serio, ensayar como se debe, […] con audífonos”. Decía Poligamia en “Mi generación” de 1995:

Me enseñaron de pelado

que Dios solo muestra un lado

y se le reza en inglés.

De mi casa hasta Unicentro

nunca tuve mucho tiempo

para preguntar por qué.

Lo interesante de los relatos de J. Rojas y G. Gordillo es que evidencian el contraste sociocultural del rock bogotano en los noventa y cómo, a pesar de los hitos locales como el Concierto de Conciertos y Rock al Parque, la ciudad seguía fragmentada desde el punto de vista del acceso y las oportunidades, lo que da cuenta la relación entre rock y clase como dimensiones diferentes, pero a la vez vinculantes. Se entiende la aparición del rock como una práctica comunicativa determinante en el joven en tanto sujeto emergente, que le da una voz y le permite reconocerse a sí mismo, interpelando por medio de todo un sistema de significaciones entonces heterodoxas un contexto social adultocéntrico, dominante y hostil. Con todo, esto coexiste con un circuito creado y ampliado por la industria cultural que ha sabido capitalizar los modos de expresión más rebeldes y convertirlos en mercancía rentable (Cross, 2015; Lipovestky y Serroy, 2015; Mason, 2017), tal como sucediera con Juanes, exvocalista de la banda de metal Ekhymosis, o con Aterciopelados, pioneros del punk rock en Bogotá en los noventa.

Sin embargo, el rock bogotano de los noventa mantuvo, en su más amplia versión, una tendencia crítica y contestataria. Las bandas más reconocidas de la escena continuaron sobre la estela trazada en los ochenta por La Pestilencia y Darkness, e intentaron hacer una especie de crítica social que produjo un cierto tipo de público que empezó a considerar las letras y a identificarse con ellas. Para 1998, Ultrágeno, una de las bandas clave de la década, decía:

No está de más que mire para

La calle me quiere agredir

Y el de la cachucha con AA

Se cree que la calle es de él

Yo soy rapaz la juega está allá atrás

Una lata me quiere rayar

Y esta vez no fueron 6

Fueron 10 y ese cuento ya he visto aventar

Drulos, sangre, miedo

No ultrage8 no Colombia dirá.

Por medio de sus letras, esta banda expresaba su posición frente a la guerra, el sistema capitalista, la segregación racial y, no menos importante, el fortalecimiento del discurso de género que se vería potenciado por grupos hoy considerados de culto como Polikarpa y sus Viciosas y que, a la larga, sería uno de los discursos más fuertes en la escena bogotana en el siglo XXI. El germen de esta vertiente feminista del rock se dio, justamente, en los noventa (De la Torre, 2012; Vesey, 2018).

Con bandas como las 1280 Almas y Sagrada Escritura, el discurso político permea el rock en el momento en que las letras que comienzan a dar cuenta de las vicisitudes del ciudadano del común, de sus carencias, sus necesidades, sus ausencias y, sobre todo, su situación y posición frente a las diferentes manifestaciones del conflicto armado en Colombia, como se evidencia en la canción “El platanal”, de las 1280 Almas (1997):

Todo sube pa’l que es pobre

La comida y la tristeza

Y el promedio de las balas

Que le dan por la cabeza.

Estas alineaciones políticas se vieron de manera más evidente en los mencionados circuitos underground, en los cuales parte de la gestión respondía a las posturas de los músicos y sus seguidores. Desde esta perspectiva, no solo el mantenimiento sino el fortalecimiento de los circuitos no comerciales constituyó una forma de resistencia al establecimiento del rock como industria.

Coda

La reemergencia del rock en los ochenta y su consolidación en los noventa permite evidenciar la configuración de los jóvenes que, si bien en principio no tenían intenciones políticas, encuentran en la música el intersticio para hacerse visibles y constituirse en sujetos políticos.

Los ochenta significaron el renacer del rock como espacio de creación, producción y consumos juveniles que había desaparecido del panorama de los medios comerciales ante el embate de la música tropical a mediados de los setenta. La permanencia de algunos músicos y una muy reducida audiencia otorga al rock una connotación de clase, por cuanto se reduce a unos sectores y públicos muy particulares de Bogotá: las clases altas con el pop-rock en el norte y, por el otro, los punkeros y los metaleros del sur.

La llegada de los noventa significó una apertura en la escena creadora del rock, en la que la clase media comienza a tomar una gran presencia. Aparecen géneros como el ska y el llamado rock alternativo, que fungió como elemento aglutinador que permitió explorar nuevos sonidos y llevar a cabo apuestas musicales y estéticas que en otro momento habrían generado mucho ruido entre los jóvenes de Bogotá, pero que a la vez posibilitó girar la mirada de los creadores hacia otros lugares diferentes de la escena local o nacional; comenzó a hablarse de managers y de gestión, como elementos clave para la difusión.

De igual manera, los noventa llegaron con la oferta de espacios facilitados por el sector público, para la exposición del rock en todas sus manifestaciones: música, estética y política. Ello condujo a la profesionalización de la música en tanto producto cultural, la consolidación de una escena que implicó la emergencia de gestores que se encargaran de la consecución y movilización de recursos, para hacer posible la exposición de estos productos. Sin embargo, quizá, de manera simultánea al reconocimiento del otro en la Constitución Política de 1991, en la escena rockera surgen otras manifestaciones, con estéticas distintas y, en algunos casos, antagónicas (Salazar, 1998), que la literatura en su momento definió subculturas (Pulido, 2014), culturas juveniles (Reguillo, 1997, 2000), tribus urbanas (Pere-Oriol y Pérez, 1996), siguiendo la línea trazada por Mafesolli (1990), o identidades, como se manifiesta en los trabajos de De Garay (1996) o Serrano (1996). Estas configuraciones coinciden en la juventud como un escenario de sujeto político, con términos de diversidad de manifestaciones, representaciones y espacios de significación que ve en el rock un escenario de participación y ventana de expresión de su subjetividad, dentro de un contexto de negación ante una existencia, en general, considerada como problemática.

A lo largo de las dos décadas observadas, se evidencia la manera como el rock, más allá de su valor estético, deviene una herramienta importante que potencia la participación de los jóvenes dentro de la sociedad. En una primera instancia, a principios de los ochenta, por medio de prácticas que reproducen lo que viene de afuera, cuya intención consistió, principalmente, en hacerse visibles en los medios comerciales. Sin embargo, entrados los noventa, se evidencia un mayor interés por parte de los músicos y sus seguidores en tanto audiencias, por hacerse visibles en escenarios que trascienden lo comercial, en el que pueden generar prácticas de proyecto (Vega y Pérez, 2010), manifestadas con la emergencia de espacios auspiciados por el sector público, principalmente. Alterno a esto, se fortalecieron los llamados circuitos underground como espacio de la resistencia desde la que jóvenes autodefinidos como punkeros o metaleros encuentran los elementos para interpelar el contexto social en el que se enmarcan. Espacios que se mueven bajo otras lógicas estéticas y de consumo, en los que se hacen visibles prácticas de intercambio propias de la economía solidaria y la colectivización.

Con el rock el joven reclama presencia y participa de la esfera pública, así como interpela una sociedad que los mira con suspicacia, pero que a la vez los instrumentaliza dentro de un sistema de consumo. De esta forma, el rock se constituye en una más de las fases de ese subsistema cultural y sus representaciones simbólicas. Su apropiación es el desarrollo de un habitus (Bourdieu, 1998), pues trasciende el aspecto netamente musical y la relación creadora-audiencia, para introducirse en los ámbitos estético y discursivo, y manifestarse a través de comportamientos colectivos que determinan el ser o hacer parte de un grupo particular de personas con semejanzas y afinidades.

Veinte años después, el paisaje del rock es diferente. El incipiente movimiento de los noventa condujo a importantes transformaciones en las dinámicas de la vida del joven en Bogotá, pero, por otra parte, las dinámicas de producción y consumo de música, así como la difusión de esta, imperantes en el siglo XXI, llevaron a una profesionalización de los productos, a una sofisticación enorme en los sistemas de gestión y de visibilización de estos, aunque redujo la participación y los espacios de interacción entre el creador y el consumidor de rock como producto.

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Notas

1 Como Compañía Ilimitada, Distrito Especial, Sociedad Anónima y Pasaporte, por mencionar solo algunas de las más representativas.

2 Bandas clave para entender este circuito underground en Bogotá son La Pestilencia, Neurosis, Excalibur, Darkness, etc.

3 La calle 19 es una de las vías centrales del centro de Bogotá. Entre las carreras 5 y 8, pueden encontrarse aún hoy, en épocas de Spotify y música en la nube, al menos medio centenar de tiendas especializadas en las más diversas variantes del rock (desde el pop hasta el metal extremo). Sigue siendo un lugar con gran valor simbólico en la medida en que es un espacio de congregación para los cultores del género.

4 Aunque este trabajo se centra en Bogotá, hacemos referencia a estas dos bandas de Medellín por la influencia que tuvieron en toda la escena nacional.

5 Uno de los rasgos principales de los conciertos en los tempranos noventa era la precariedad de las condiciones técnicas. Normalmente no había sonido profesional y mucho menos un ingeniero. Las bandas se encargaban de poner a punto su back line que consistía esencialmente en sus propios equipos.

6 Rock al Parque es un evento público que surge como una iniciativa de gestores y músicos del distrito capital, fomentado por el entonces llamado Instituto Distrital de Cultura y Turismo (IDCT), en asocio con empresas del sector privado, que se celebra de manera ininterrumpida desde 1995. Es conocido por ser el evento gratuito al aire libre más grande de América Latina.

7 Palabra utilizada en Bogotá para referirse a jóvenes de estratos socioeconómicos altos que normalmente dependen económicamente de sus padres y usan un registro lingüístico particular.

8 Se mantiene el error ortográfico para evidenciar el juego de palabras con el nombre de la banda.

Después de  final

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