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UNA IGLESIA POBRE PARA LOS POBRES.
LOS POBRES COMO DATO TEOLÓGICO

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ARMAND PUIG I TÀRRECH

Barcelona


1. Una Iglesia pobre y de los pobres


El papa Francisco, con su pontificado, ha culminado un itinerario que arranca con el Concilio Vaticano II. El 11 de septiembre de 1962, el papa Roncalli pronunció un radiomensaje que venía a ser el prólogo del Concilio, que empezaría un mes después. San Juan XXIII decía: «La Iglesia se presenta como es y quiere ser, como la Iglesia de todos, y especialmente la Iglesia de los pobres» 1. Apenas empezó el Concilio, el 20 de octubre, los padres conciliares asumían el tema de la Iglesia y los pobres. Aquellos, en un mensaje ad universos homines, expresaban su preocupación «por los más humildes, los más pobres, los más débiles» 2. Paulatinamente, los pobres pasaban a ocupar un lugar central en la vida de la Iglesia. El 6 de diciembre de aquel mismo año, el cardenal Lercaro subrayaba ante los padres conciliares la perspectiva cristológica con una frase que complementa la del papa Juan citada anteriormente: «El misterio de Cristo en la Iglesia siempre ha sido y es, pero hoy en especial, el misterio de Cristo en los pobres» 3. Quedaban asentados los fundamentos eclesiológico y cristológico de la relación privilegiada entre la comunidad cristiana y los pobres, sus amigos.

Estos fundamentos se retomaron en el n. 8 de la Constitución Lumen gentium, del Vaticano II. El comportamiento de Cristo constituye el referente fundamental para una Iglesia que quiere ser pobre y madre de los pobres y desamparados. Jesús quiso despojarse de sí mismo y vivió en la humildad de un siervo, entre «la pobreza y la persecución». Igualmente, la Iglesia debe predicar con «la humildad y la abnegación», sin confiar en ninguna gloria humana, es decir, renunciando a buscar la afirmación de sí misma mediante la connivencia con los poderes de este mundo, y viviendo de manera pobre y austera. Más aún, sabiéndose pecadora, la Iglesia debe mantener un espíritu de «penitencia y renovación», es decir, debe convertirse constantemente al Evangelio, planteándose una y otra vez en qué se debe reformar. En palabras del papa Francisco, solo una Iglesia en estado de conversión pastoral y de salida misionera (cf. EG 25-27) estará a punto para ser sierva de los pobres y «servir en ellos a Cristo». Una Iglesia que se despoje podrá ocuparse de los despojados y necesitados. Una Iglesia que no sea mundana acogerá a los pobres con alegría. Una Iglesia que reconozca a Jesús en los pobres amará a «todos los que sufren» 4.

El punto de llegada del itinerario que empezó Juan XXIII será la Exhortación Evangelii gaudium, del papa Francisco (EG 186-216). El papa realiza una afirmación de tono intenso y muy personal, que ya había manifestado al empezar su pontificado: «Quiero una Iglesia pobre para los pobres» (EG 198). Este deseo, que brota del corazón de un pastor del pueblo de Dios, pone de manifiesto uno de los puntos de fuerza del discurso teológico-pastoral de Francisco: la proximidad y la amistad con los pobres. La Iglesia y los pobres son dos realidades íntimamente emparentadas por la figura de Jesús, que nace, vive y muere pobre, y que se convierte en el Salvador del mundo enviado a llevar a los pobres la buena noticia del Evangelio (Lc 4,18; EG 186). Por eso, como dice el papa Bergoglio, «todo el camino de nuestra redención», todo el camino que Jesús hizo para que lo reconociéramos y nos reconociéramos en los más pequeños, «está signado por los pobres» (EG 197) 5.


2. La escucha del clamor de los pobres


Los pobres son, en muchos casos, anónimos e invisibles. No tienen nombre y quedan como diluidos en la multitud de paisajes urbanos que forman nuestras ciudades. No tienen ni voz ni medios para que les escuchen en una sociedad que alardea de ser la sociedad de la comunicación. No son conocidos, sino más bien juzgados en un mundo donde el que más tiene menos debe justificar sus decisiones. No son valorados, sino más bien ignorados y apartados como algo incómodo. Provocan incomodidad y rechazo, incluso a menudo se les niega una limosna con argumentos que no se aplican a otras personas, que, puntualmente, se encuentran en situación de necesidad. Por eso, con una expresión que el papa Francisco utiliza a menudo, los pobres son un «descarte» (scarto), personas que no cuentan, ciudadanos de las periferias sociales municipales o en otras instituciones, la más conocida de las cuales es Cáritas, la gran institución de la Iglesia destinada a la solidaridad y la atención a los más necesitados.

Muchas personas sufren una situación de profunda carencia, no solo las que viven en países afectados por una pobreza estructural continuada, sino también los que viven en países que muestran indicadores económicos solventes, pero donde hay un porcentaje elevado de población en riesgo de pobreza –un 21,3 % en Cataluña, según datos de 2018–. Eso significa que hay que escuchar el clamor de los pobres, un clamor que a menudo es silencioso en las formas, pero que resuena en el corazón de Dios y que debe tocar a quienes confiesan su nombre. La Escritura narra la liberación de los israelitas de Egipto en términos de un grito que Dios ha escuchado: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado el clamor ante sus opresores» (Ex 3,7). Gracias a esta escucha, el pueblo de pobres en el que se había convertido Israel se hace visible. Dios lo salvará de la esclavitud y lo llevará a la fertilidad de la tierra de Canaán. La mirada y la escucha de Dios sobre su pueblo son los detonantes que suscitan la esperanza: habrá un éxodo, una salida de la miseria, pero también de la resignación. Todo puede cambiar. Se puede hacer realidad la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20). Con Jesús se empieza a tener en cuenta a los pobres y poco a poco pasan a ser centrales en la historia religiosa de la humanidad. Podríamos decir que este grito, el grito de las bienaventuranzas, es la respuesta divina al grito de los pobres, que se eleva a Dios desde la tierra.

Así pues, tal como se pone de manifiesto en Evangelii gaudium, hay un principio existencial que deriva directamente del libro del Éxodo (3,7): hay que «ver» a los pobres y «escuchar» lo que dicen, porque de lo contrario son invisibles y su clamor es ignorado. Una existencia encarada hacia los pobres es una existencia vigilante a favor de ellos. La vigilancia del corazón es uno de los principios que sustentan la espiritualidad cristiana, según las enseñanzas de los Padres del desierto. Pues bien, hay otro principio, la vigilancia del pobre, que actúa a nivel del corazón y que pertenece igualmente a la vida espiritual. La vigilancia de quienes viven en la necesidad por parte de los discípulos del Señor es una actitud estrictamente espiritual.

El segundo texto de referencia es la primera carta de Juan (3,17), en la que también se habla de «ver» al hermano necesitado y se asocia este ver con el «amor de Dios». En efecto, el amor misericordioso de Dios por los pobres es el fundamento teologal y teológico del cariño por ellos, que debe ser el motor del corazón y de la vida de toda la Iglesia, no solo de algunos de sus miembros. Escribe el papa Francisco: «La exigencia de escuchar este clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo cual no se trata de una misión reservada solo a algunos» (EG 188). No hay especialistas de los pobres ni en cuanto a personas ni en cuanto a instituciones, pues, en la tarea de promover su bien, «cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios» (EG 187). Se podría decir, desde el punto de vista teológico, que el cuidado de los pobres, el cariño y la amistad con ellos revisten un carácter bautismal, es decir, tienen una raíz sacramental, entroncan con la comunión trinitaria, que se manifiesta en el sacramento del bautismo.

Los gritos de los pobres no dejan indiferente a quien ha sido tocado por la misericordia que brota del Evangelio de Jesús. Y no solo eso: a menudo este grito suscita la misericordia en quienes lo escuchan de verdad, porque suaviza el corazón y le quita la dureza. Sucede lo mismo con los discípulos, que, al ver a la gente que corre hacia Jesús, el buen pastor, por de pronto se muestran distantes de aquella muchedumbre y le recomiendan a Jesús que no se preocupe por ellos: «Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer» (Mc 6,36). Los discípulos no saben escuchar el grito de los pobres, aquella muchedumbre hambrienta que está en un lugar deshabitado. Pero Jesús es el hombre de la compasión, el hombre que ha comprendido la necesidad de aquella gente que ha recibido el pan de la palabra y ahora necesita el pan material. Jesús quiere que sus discípulos participen directamente de su lógica de misericordia. Él, que había sentido «compasión» por la gente (v. 34), ahora hace esta petición a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer» (v. 37). Sus seguidores no se pueden inhibir ante las necesidades de los pobres, la misericordia hacia ellos pasa por hacer posible lo que parece imposible: ¡dar de comer a cinco mil hombres (v. 44)! El grito de los pobres debe ser escuchado activamente, sin excusas ni inhibiciones.

En palabras del papa, esta escucha activa implica, por una parte, «resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres», y, por otra, realizar «gestos simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos» (EG 188) 6. Francisco integra en un solo diseño las dos líneas de actuación en relación con los pobres –la estructural y la personal– y las coloca bajo el signo de la solidaridad y del destino universal de los bienes. La escucha de los pobres no se hará desde un corazón que codicia los bienes de este mundo y al mismo tiempo, como contrapeso de esta actitud, lleva a cabo «algunos actos esporádicos de generosidad». Por el contrario, escuchará a los necesitados quien haya entrado en una «nueva mentalidad que piense en términos de comunidad» (EG 188).

La nueva mentalidad implica que la vida de todos vale más que el bienestar de algunos, y este «todos» debe incluir necesariamente a los pobres. Los pobres no pueden ser unos extraños en el núcleo central de la Iglesia, no hay que situarlos en los márgenes de la vida social. Más bien pertenecen de pleno derecho a la comunidad eclesial y su lugar es el primer banco de la asamblea cristiana, no el último. Además, como subraya Juan Crisóstomo en sus siete Discursos sobre el pobre Lázaro (cf. Patrologia Graeca 48), el cariño por los pobres es un factor primario de transformación de la ciudad. Los pobres deben formar parte del «todos» y del «nosotros», que deben caracterizar tanto la ciudad como la Iglesia: «El planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad» (EG 190). El discurso sobre los pobres, tanto personas como pueblos, invalida una mentalidad que excluye a los excluidos y, por tanto, promueve su condena, no su integración. La ciudad que no escucha el grito de los pobres, los que están lejos y los que están cerca, los autóctonos y los extranjeros, los nativos y los refugiados, y les cierra las puertas, diluirá su razón última de ser: un ámbito abierto al «todos» global, capaz de integrar a los excluidos 7.

Las imágenes del papa Francisco en la isla de Lampedusa o en el campo de refugiados de Lesbos, en la catedral de Bangui o en el centro DREAM de Maputo, ponen de manifiesto la escucha activa del grito de los pobres como modo de «devolverle al pobre lo que le corresponde» (EG 189). Existe una deuda hacia los pobres que hay que satisfacer devolviéndoles el Evangelio a ellos, sus herederos naturales, los primeros del Reino. Lo que recibimos de los pobres se lo tenemos que devolver, sobre todo la liberación del «yo» que ellos personifican de tantas maneras. Así pues, si escuchamos el grito de los pobres, emerge una deuda de amor hacia ellos que se manifiesta en primer lugar en un cambio personal –fundamento de todo cambio estructural–. Quien se acerca a los pobres con amor trabajará para devolverles su dignidad de hijos del Padre del cielo que tienen los mismos derechos que cualquier otro ser humano –hijo, como ellos, del mismo Dios– 8.


3. Los pobres, el primer prójimo


En Evangelii gaudium, el papa Francisco afirma que hay que considerar a los pobres en primer lugar desde la teología (EG 198). Esta es una afirmación de carácter fundamental que se inscribe entre los elementos básicos que configuran el Evangelio de Jesús y que, por tanto, debe ser recibida como tal por la Iglesia. El tema de los pobres no es adyacente o complementario en relación con el núcleo central de las verdades de fe, sino que está dentro de estas verdades, como veremos más adelante (cf. apartado 6).

La parábola del buen samaritano es el texto evangélico que reúne las dos cuestiones esenciales: la relación que hay entre Dios y el prójimo, y el significado que hay que dar a este último término. El texto de Lucas (10,25-37) explora la noción de alteridad, es decir, el sentido y el alcance del término «otro». El punto de partida es el encuentro de Jesús con un maestro de la Ley que se interesa por el primer mandamiento de esa Ley y le hace esta pregunta: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» (Mc 12,28). La pregunta pretende que Jesús elija entre los cientos de prescripciones que, según los expertos en la interpretación de la Ley, debe cumplir todo buen judío. Pero Jesús no reacciona como un teólogo de escuela, como un doctor de la Ley. Deja a un lado una cierta originalidad intelectual y responde de la manera más común y directa posible. El texto que cita, el Shemá, Israel, es el más conocido de la religión judía, las palabras que cada judío recita de memoria tres veces al día en su oración: «Amarás al Señor, tu Dios», con todo tu ser, es decir, el corazón, el alma, el pensamiento y las fuerzas (cf. Dt 6,4-5).

Esta es la alteridad indiscutible, la que no se puede disipar jamás en el corazón del creyente, que pone toda su vida en manos de Dios. El Señor es el «único», no hay otro. Como destaca el profeta Isaías, no hay otro Dios aparte de él (45,5-6; 46,9; 64,3). La alteridad del Dios único es absoluta. Con todo, Jesús añade, sorprendentemente, una segunda alteridad: hay un «otro» junto al «Otro», existe un amor al prójimo que está conectado con el amor a Dios. En cierto modo, Jesús rompe una unicidad de tipo fixista en el reconocimiento de Dios o, mejor dicho, la interpreta añadiendo el reconocimiento del prójimo. Hay que amar a Dios y al hombre. Existe un segundo mandamiento que es tan grande como el primero: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Lv 19,18). No hay un primer mandamiento, sino dos primeros mandamientos, de modo que, como concluye la primera carta de Juan, nadie puede decir que ama a Dios, «a quien no ve», si no ama a su hermano/prójimo, «a quien ve» (4,20).

La alteridad se declina, pues, en términos de visibilidad. El Dios presente en el corazón del hombre se manifiesta como visible en el otro ser humano. Y este otro da rostro al Dios que debe ser amado por encima de todas las cosas, pero junto con todos los hombres. La unicidad de Dios no se puede entender de manera aislada, en abstracto. Hay que vincularla al prójimo: Dios es el único Dios, y el ser humano fue creado a su imagen. Partiendo de Dios se llega al hombre, y partiendo del hombre se llega a Dios. De ahí que los mandamientos «mayores» sean dos y no uno solo (Mc 12,31). Por eso el relato del buen samaritano no es un ejemplo moral, sino una parábola, un texto que comunica el reino de Dios, una narración que proclama la buena noticia de la segunda alteridad, entendiéndola de manera incluyente e inclusiva, es decir, referida a la humanidad entera. La parábola se convierte así en la culminación del discurso de Jesús sobre el doble mandamiento, que es el centro del Evangelio. La narración del buen samaritano da el sentido propio del término «prójimo», personificado en un pobre (un hombre medio muerto tendido en suelo a un lado del camino) y un extranjero (el samaritano que carga con él y lo monta en su cabalgadura). Esta es la respuesta de Jesús a la pregunta del maestro de la Ley: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10,29).

El papa Francisco empieza su discurso sobre la alteridad con una cita de la Summa theologica de Tomás de Aquino: el prójimo es aquel que debe ser considerado «una sola cosa con uno mismo» 9. El papa incluye esta expresión en una frase más extensa: «El Espíritu moviliza [...] ante todo una atención puesta en el otro “considerándolo como uno consigo”» (EG 199). Al principio de la alteridad encontramos una atención amorosa hacia el otro que incluye una preocupación por él y que lleva a la búsqueda de su bien. La alteridad es activa, implica mirar y entender al otro en términos estrictamente personales como alguien a quien reconozco como igual a mí, formando una sola cosa conmigo, como alguien que es «hueso de mis huesos y carne de mi carne». Estas palabras, que pronuncia Adán en el momento en el que ve a Eva por primera vez (cf. Gn 2,23), constituyen el primer reconocimiento del otro como alguien que forma «una sola cosa conmigo mismo». Del mismo modo, podríamos decir que, cuando el samaritano de la parábola «ve» al hombre medio muerto a un lado del camino, lo reconoce como alguien que es de su misma condición, humana, no étnica ni religiosa 10. Ve en él a alguien que es como él, que es hueso de sus huesos y carne de su carne. En pocas palabras, el otro ser humano puede ser diferente, pero, a pesar de las diferencias, sigue siendo «una sola cosa conmigo mismo», según la feliz expresión de Tomás de Aquino y del papa Francisco.

El nombre concreto de la alteridad es la misericordia, la que se da y la que se recibe, la que se ejerce y la que se acoge. Por eso, a la luz de la parábola del buen samaritano, está claro que tanto es prójimo quien ayuda como quien es ayudado, quien sirve como quien es servido, tanto el extranjero que se para como el pobre medio muerto y abandonado. Es cierto que en la pregunta final de Jesús el acento recae sobre quien «fue prójimo» (Lc 36,10), es decir, sobre el samaritano, pero a la luz de las nueve (¡!) acciones que hace el samaritano en favor del hombre medio muerto (vv. 33-34) se puede afirmar sin reparos que este se convierte igualmente en prójimo de aquel. En la misericordia se encuentran, pues, dos prójimos, dos alteridades: la misericordia se convierte en el meeting point de los seres humanos, el punto de verificación del amor al pobre, que la parábola presenta como el primer prójimo. La respuesta de Jesús a la pregunta del maestro de la Ley sobre quién es el prójimo se asienta sobre un relato en el que es prójimo quien hace de prójimo de un hombre medio muerto, es decir, de un pobre. Este pobre es el mismo Jesús: como dice el papa, hay que «tocar su carne en la carne de los que sufren en el cuerpo o en el espíritu» 11. Por eso, continúa Francisco, la Palabra de Dios es una invitación constante y activa «al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la misericordia con el pobre» (EG 194).

La consecuencia de la consideración de los pobres como primer prójimo –tal como se desprende de la parábola del buen samaritano– es que deben ser amados de manera preferente y primera. El mandamiento del amor al prójimo empieza a cumplirse cuando se ama y se atiende a los pobres. Escribe el papa Francisco, citando a san Juan Pablo II, que la Iglesia «hizo una opción por los pobres entendida como una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana» (EG 198) 12. La opción preferencial por los pobres parte del Dios misericordioso que los cuida y los defiende, que se pone a su lado y es un padre para ellos (cf. Is 41,17; Jr 20,13; Sal 72,4.12). Esta opción preferencial culmina en las bienaventuranzas evangélicas, donde los pobres son presentados como los primeros destinatarios del reino de Dios (Mt 5,3; Lc 6,20) 13, y en el juicio final, donde el servicio a los necesitados y desamparados pasa a ser criterio de verdad en las decisiones que toma el Hijo del hombre, que se identifica con los más pequeños (Mt 25,40). En la época de la muerte del prójimo 14, el sueño de la Iglesia pasa por recuperar al primer prójimo, que son los pobres.

Sin embargo, el hecho de que los pobres sean el primer prójimo permite deducir que son al mismo tiempo un don y una opción. Las palabras que pronunció Jesús en el banquete de Betania pocos días antes de su muerte adquieren todo su sentido: «Pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis» (Mc 14,7). La frase no es una constatación resignada y triste sobre la existencia inexorable de los pobres, sino una afirmación sobre el carácter de don que representan los pobres para la Iglesia. Dt 15,11 lo formula así: «Seguramente no faltarán pobres en esta tierra». Los pobres, en expresión del diácono romano Lorenzo, recuperada por el papa Francisco, son el tesoro de la Iglesia 15. Por consiguiente, siempre podrán ser objeto del amor concreto, que es hijo de la amistad con ellos. Siempre será el momento de abrir generosamente la mano «a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15,11). Esta es una gran opción teológica que el papa Francisco promueve, y al mismo tiempo una prioridad principal de la pastoral de la Iglesia.

El cariño por los pobres debe ser auténtico y debe tener un carácter contemplativo, es decir, debe tener sus raíces en la belleza del Evangelio y debe estar lleno de gratuidad. Por eso la relación con los pobres no puede quedar mediatizada por el asistencialismo ni por la ideología, dos barreras que desnaturalizan la caridad cristiana. El papa advierte contra el riesgo de centrarlo todo en «acciones o programas de promoción y asistencia», que son fruto del activismo y de la búsqueda de resultados (EG 199). ¡No es esta la obra del Espíritu! La institucionalización lleva a la práctica de ciertos seguidismos en relación con las administraciones públicas y a la adopción de procedimientos más propios de estas que de un libre planteamiento de raíz evangélica. Por otra parte, los pobres tienen valor por sí mismos y no pueden ser utilizados, dice el papa, «al servicio de intereses personales o políticos». La opción por los pobres no es una ideología (EG 199).

En pocas palabras, la amistad con los pobres es el camino que brota del Evangelio, algo que el papa denomina una «cercanía real y cordial» con ellos (EG 199). Esta cercanía necesita «gestos que son un signo de la respuesta y de la cercanía de Dios» 16. En este sentido, los pobres no piden que les traten como asistidos, sino como miembros de pleno derecho de la Iglesia de Dios. Y, de hecho, la amistad con ellos por parte de quienes se consideran discípulos del Evangelio es la manera propia de construir la Iglesia. La amistad con los pobres es gratuidad, es aceptación del otro como es, sin imposiciones, ni exigencias, ni juicios previos. La amistad es elegir el camino del cariño y de la paciencia, la relación personal y no la relación impersonal o anónima. Los pobres tienen un nombre, y este nombre debe ser conocido. Los pobres tienen unas necesidades, y hay que acercarse a ellos con delicadez y reverencia, sabiendo que, como dice el papa, son «carne de Cristo», y, de hecho, una Iglesia pobre con los pobres empieza cuando se camina hacia la carne de Cristo 17. Son el primer prójimo, hay que pararse y mirarlos, compadecerse de ellos y llevarlos a la posada, ocuparse de ellos y volver más tarde. Los pobres son «mi prójimo», al que tengo que amar (cf. Lc 10,29).


4. Los pobres, entre la dignidad y la fragilidad


«Todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos» (EG 216). Tal como subraya la encíclica Laudato si’, la ecología planetaria y urbana y la ecología humana están en total conexión entre sí (LS 147-155). Tierra y persona sufren consecuencias similares por la sobreexplotación y por el descarte que afecta a muchas realidades humanas y urbanas. Pobreza y depauperación suelen superponerse, y la fragilidad de los pobres coincide con la crisis ecológica y social, económica y política, que afecta a muchas áreas del planeta. Los pobres se encuentran indefensos e impotentes en los contextos sociales en los que se ven obligados a malvivir en medio de la precariedad y las carencias de todo tipo. Sobre los pobres pesa a menudo una especie de «condena», es decir, una imposibilidad real de salir de la situación en la que se encuentran a causa de las problemáticas que arrastran y a pesar de los deseos y esfuerzos que hacen para salir de dicha situación. Como recuerda el papa Francisco, el modelo actual de éxito y privatístico no contribuye a que los más desamparados puedan avanzar (EG 209). Más aún, en los últimos tiempos, caracterizados por la incertidumbre económica a nivel mundial, emergen formas nuevas de pobreza y de fragilidad que hay que detectar e interpretar evangélicamente a partir de la categoría del Cristo sufriente, pobre y amigo de los pobres (EG 210).

Entre los pobres que en los últimos años llaman a la puerta de los países acomodados, especialmente de la vieja Europa, están los emigrantes y refugiados africanos y asiáticos, un auténtico pueblo de desheredados de la tierra que, como Abrahán, buscan un nuevo país. Estos «peregrinos de la esperanza» han sido víctimas de una Europa sin entrañas que les ha cerrado las fronteras. Muchos han muerto en el Mediterráneo, unos cuarenta mil. Otros –muy pocos– han podido utilizar la vía segura de los «corredores humanitarios» y han llegado a Europa legalmente, con un visado humanitario. La mayoría de los refugiados han entrado en Europa tras haber pasado penalidades inenarrables y a menudo no encuentran lugares de acogida y de integración. El papa insiste: «Soy pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos» (EG 210). Los puentes, y no los muros, harán posible la vocación universal de la Iglesia en un mundo global en el que surgen fuertes impulsos de cerrarse en lo local y populismos cada vez mayores con un rechazo identitario de lo extranjero.

Francisco, por el contrario, es un firme defensor de la necesidad de crear «nuevas síntesis culturales» –como subraya en el proemio de la Constitución apostólica Veritatis gaudium–, de las que surgen identidades renovadas como la de los nuevos europeos, que se integran en los países a los que han llegado como emigrantes. Los pobres deben poder salir de su pobreza y encontrar una vida digna de su condición de seres humanos e hijos de Dios. La Iglesia, que es madre de muchos hijos, debe recoger las lágrimas y los anhelos de quienes, cruzando las fronteras, las dejan de facto obsoletas.

Los pobres necesitan ser hijos de la Iglesia, y esta debe ejercer su maternidad de manera especial con los hijos más frágiles y necesitados y que ven menguar más su dignidad. La afirmación de la dignidad de la persona y de los derechos humanos fácilmente queda reducida a un discurso sin incidencia real en la vida de los pobres. Ni siquiera las legislaciones defienden suficientemente el ejercicio real de los derechos de los más débiles. La situación de los pobres evoca la figura de aquella viuda de la parábola que no lograba que un juez le hiciera justicia (cf. Lc 18,1-8). Así, en determinados países, a los pobres, incapaces de pagar un buen abogado, se les condena a muerte en tribunales que actúan a la ligera. Pero la persona tiene una dignidad que hay que mantener, sobre todo en el caso de los pobres, y sus derechos deben estar garantizados desde que empiezan a vivir hasta que exhalan su último suspiro.

La fragilidad de los pobres requiere tener un cuidado especial de su dignidad. Esta se mantiene cuando el pobre es considerado, como decíamos anteriormente, como el primer prójimo. El papa habla concretamente de «valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe» (EG 199). La amistad con los pobres, la cercanía con ellos, su frecuentación, todo hace posible entenderlos como personas y valorar su frágil fortaleza, su fuerza débil. Hablo de «fuerza», porque los pobres tienen una fortaleza interior que les permite soportar muchas contrariedades, y hablo al mismo tiempo de «fragilidad», porque viven sometidos a circunstancias cambiantes, con una mezcla de solidaridad y soledad, de entendimiento y distanciamiento, siempre con un cojín de fidelidad cosido con la amistad que manifiestan y que brota de su vida interior, a menudo de su fe. El papa Francisco subraya su «especial apertura a la fe» y, por tanto, la necesidad de ofrecerles la Palabra y los sacramentos (EG 200). Sería una discriminación intolerable privarles de la atención espiritual y de los medios de santificación que vehicula la Iglesia. En efecto, como dice el Documento de Aparecida (A 262), hay «una espiritualidad y una mística populares» que se manifiestan en la piedad popular, presente de manera especial en los pobres (cf. igualmente EG 124).


5. Los pobres como maestros


Tras realizar la afirmación central de nuestro tema («quiero una Iglesia pobres y para los pobres»), el papa continúa proclamando el magisterio que proviene de los hermanos más pequeños de Jesús: «Los pobres tienen mucho que enseñarnos» (EG 198). Los pobres viven la fe sin restricciones intelectuales o cargas institucionales, con la libertad de quien, a pesar de su condición de pecador, no levanta barreras interiores a la Palabra que le llega. En el caso de los pobres, el sensus fidei fluye de una manera particularmente esponjosa, pues no se ve condicionado por atavismos o por intereses. Los pobres pueden vivir una vida de proximidad al Señor porque no viven atados a su propio yo, no son esclavos del amor por ellos mismos. Las carencias que tienen que afrontar hacen más auténtica su fe. No creen por lo que tienen, sino a pesar de lo que no tienen. Viven, pues, de la fe y de la esperanza. Son una porción elegida y preciosa del pueblo santo de Dios, y por eso su vida y su comportamiento constituyen un modelo. Como leemos en la segunda carta a los Corintios, «aunque probados por numerosas tribulaciones, han rebosado de alegría, y su extrema pobreza ha desbordado en tesoros de generosidad» (8,2). Los pobres –aquí, las Iglesias de Macedonia– manifiestan un sentido alto del compartir y una gran dosis de generosidad.

Por otra parte, su situación de necesidad les lleva a «conocer a Cristo sufriente» y a compartir con él «sus propios dolores» (EG 198). Los pobres pueden decir con el apóstol Pablo que han conocido a Cristo y que han entrado en comunión con sus padecimientos (cf. Flp 3,10). Por eso la frecuentación de los pobres enseña que la debilidad y el sufrimiento forman parte de la existencia y que no se puede construir un mundo ficticio en el que todo sería muy hermoso y se olvidarían las carencias que afectan a la persona y su situación vital. En este punto, los pobres son la viva imagen de Jesús, que acepta el rechazo del que es objeto y asume el sufrimiento como forma de cumplimiento de la voluntad de Dios (cf. Heb 5,8).

Los pobres enseñan a entrar en el misterio de la cruz de Jesús y a vivirlo humildemente, evitando caer en la queja sistemática por un destino no deseado. Más bien los pobres ayudan a entender el don de la misericordia, la importancia de saber tender la mano y hacerse solidario de los sufrimientos del otro: «La solidaridad es el tesoro de los pobres», subraya el papa Francisco 18. Y, como afirma el papa Gregorio Magno, los pobres ofrecen la ocasión de actuar con misericordia y despiertan así las muchas energías de amor que todos llevamos en el corazón 19. De hecho, la comunión con los sufrimientos de Jesús significa tanto aceptar el sufrimiento inscrito en la vida como recoger las lágrimas de quien sufre y necesita consuelo. Juan Crisóstomo explica que los pobres humanizan porque sus heridas, equiparadas a las heridas de Jesús, devuelven el sentido de cercanía a los que sufren y al mismo Jesús, y enseñan así qué significa vivir como cristiano 20.

Los pobres, delante de la necesidad, saben pedir y no se cansan de esperar a que alguien tenga misericordia de ellos y les ayude, les escuche y se haga cargo de ellos. Al igual que aquel ciego de Jericó que estaba junto al camino daba grandes gritos para que Jesús lo oyera y tuviera misericordia de él (cf. Mc 10,46-52), los pobres piden que les escuchen en sus oraciones y súplicas. Quien pide se inclina ante el otro, reconoce su necesidad y, como la mujer cananea cuya hija está enferma e insiste para que Jesús la escuche (cf. Mt 15,21-28), no para de pedir hasta que su petición obtiene una respuesta. Los pobres son maestros en la oración porque saben qué significa necesitar ayuda y tener que recurrir a la voluntad de Aquel que puede –y quiere– escucharles.

Los pobres tienen un sentido especial de lo que es justo y bueno, poseen un gusto por el bien y por la justicia. Por eso hay que escucharlos. Cuando Jesús entra en Jerusalén acompañado por una muchedumbre de gente, que lo saluda con ramas de árboles en las manos, los grandes sacerdotes y los maestros de la Ley le riñen, porque los niños de los judíos lo aclaman como Mesías (cf. Mt 21,14-16). Los dirigentes del Templo menosprecian las aclamaciones entusiastas de los niños y de la gente sencilla que acompaña a Jesús, y de algún modo quieren negar todo valor a la palabra profética de los pobres en relación con su mesianismo. Entonces Jesús les contesta citando el Salmo (8,3): «Por boca de chiquillos, de niños de pecho, cimentas un baluarte frente a tus adversarios». Jesús recuerda que la sabiduría de los pobres no se puede menospreciar ni desdeñar. Ellos tienen en su interior un espíritu de profecía que se manifiesta de varias maneras, aquí con una alabanza a Dios.

El papa Francisco concluye a propósito de la maestría de los pobres: «Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos» (EG 198). Los pobres deben ser evangelizados, tal como proclama Jesús en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,18), y al mismo tiempo deben ser evangelizadores, como los niños de los judíos que anuncian en el Templo la llegada del Hijo de David (cf. Mt 21,15). De hecho, el Espíritu sopla donde quiere y en quien quiere, y en él no hay límites de ningún tipo. Incluso las categorías racionales son sobrepasadas por el impulso del Espíritu, que renueva los corazones y la tierra y es capaz de suscitar la profecía allí donde todo parece estéril. La maestría de los pobres es fruto del Espíritu y se manifiesta en la capacidad que tienen de transformar a las personas que mantienen con ellos una relación de amistad y de afecto. Entonces el que ayuda pasa a ser ayudado, y el que era ayudado pasa a ayudar. Como escribe Andrea Riccardi, «desde los pobres se difunde una luz que hace cambiar y ayuda a ir más allá del límite» 21. Como consecuencia, «estamos llamados [...] a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (EG 198). Estas palabras del papa Francisco explican ampliamente que los pobres son maestros en la fe y en el amor, porque hay en ellos, en última instancia, la sabiduría del Evangelio.


6. Los pobres como lugar teológico


«Para la Iglesia, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica», afirma con rotundidad el papa Francisco (EG 198). Y continúa, citando en este caso a Juan Pablo II: «Dios les otorga su primera misericordia» 22. Esta iniciativa del amor de Dios en relación con los pobres constituye la base de toda lectura teológica en relación con ellos. De acuerdo con el Evangelio de las bienaventuranzas, los pobres son los primeros en el Reino. Jesús les dedica la primera bienaventuranza y así los constituye en los primeros amigos de Dios y de su Reino. Utilizando un neologismo del papa Francisco, «primerear» (EG 24), podemos decir que Dios «primerea» y que los pobres son los frutos primerizos de su Reino, que se hace presente en los hechos y las palabras de Jesús. De hecho, en el relato evangélico de Marcos, el primer contacto de Jesús con la gente tiene lugar en la sinagoga de Cafarnaún, donde un hombre muy enfermo, poseído por un espíritu maligno, es curado por aquel con una autoridad nueva y se convierte así en el primer fruto del Reino en acción (1,21-28). La enfermedad es la pobreza radical. Un pobre, un poseído, es el primero que recibe la misericordia de Dios, de la que Jesús es portador y artífice. Aquel hombre se convierte así en el «primer prójimo» citado en el ministerio de Jesús –sobre esta expresión, véase el apartado 3–.

Una aproximación teológica a los pobres como amigos preferentes de Dios y hermanos más pequeños de Jesús y nuestros encuentra un fundamento seguro en la teología de la encarnación. En Evangelii gaudium 198, el papa Francisco cita Flp 2,5 («tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo») para indicar cuáles deben ser nuestros sentimientos ante la voluntad de Cristo de asumir nuestra humanidad y llevarla hasta lo más profundo de la existencia, rebajándose hasta la muerte. Jesús no menospreció la condición humana, sino que puso entre paréntesis su condición divina («no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios», v. 6). Él se hizo semejante a los hombres –en todo salvo en el pecado (cf. Heb 4,15)– y su aspecto fue en todo el de un ser humano (cf. Jn 19,5: «Aquí tenéis al hombre»). El Símbolo de Nicea-Constantinopla confiesa que el Hijo unigénito de Dios «se hizo hombre» (et homo factus est).

No obstante, en el mismo himno cristológico de Flp 2 se indica cuál fue el rebajamiento de Jesús, cuál fue su humanidad concreta, histórica. Jesús no fue en esta tierra un hombre poderoso y que gozó de reconocimiento, un personaje que influyó en los destinos del Imperio romano o de su pueblo Israel. Pilato no parece reconocerle, y Herodes Antipas solo había oído hablar de él. Los dirigentes de Jerusalén tienen que enviar a unos maestros de la Ley para comprobar si está endemoniado (cf. Mc 3,22), y el mismo Juan Bautista duda sobre su identidad mesiánica (cf. Mt 11,2-3). El himno de Filipenses tipifica a Cristo como aquel que, aun siendo de «condición divina», tomó la «condición de esclavo» y «se despojó de sí mismo» (2,7). La segunda carta a los Corintios (8,9) lo formula diciendo que, «siendo rico, se hizo pobre por vosotros». Jesús quiso ser pobre, más aún, el pobre: nació y lo pusieron en un pesebre, y para morir lo clavaron en una cruz. Dice el papa Francisco: «La pobreza [...] es tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino» 23.

Que la pobreza, fruto de una encarnación radical, sea la primera categoría queda confirmado por una frase emblemática de la teología cristiana: Et Verbum caro factum est (Jn 1,14). El Prólogo joánico no afirma, como sí hace el Símbolo de la fe, que el Verbo de Dios se hizo «hombre» (homo), sino que habla de «carne» (caro). La humanidad del Verbo encarnado es lo propio de la humanidad sufriente, débil, sometida al dolor y a la prueba, al rechazo y al desprecio, una humanidad descartada que se alinea con los descartados de este mundo. Por eso podemos decir, con el papa Francisco, que los pobres son «la carne sufriente de Cristo en el pueblo» (EG 24), carne que debe ser tocada, reverenciada y amada. Jesús, abajándose, asumió la carne de los más pequeños. Su «humanización» fue una «encarnación» –se hizo hombre haciéndose carne–, y su vida estuvo tan cerca de los pobres que se identificó con ellos (cf. Mt 25,40).

Pero si la salvación se hizo realidad por el camino histórico de la encarnación de Jesús y si el abajamiento fue la manera en la que el Cristo se encarnó, me pregunto si podemos hacer una interpretación extensiva del aforismo de Tertuliano: Caro salutis est cardo 24. La carne de Cristo fue el instrumento concreto de salvación, en la medida en la que esta no vino por una idea trascendental o por una enseñanza arcana, sino por una persona concreta, Jesús de Nazaret, hijo de María, que sufrió el suplicio de la cruz y resucitó por obra del Espíritu poderoso de Dios (cf. Rom 1,4). Pues bien, los pobres, que son la carne sufriente de Cristo, también participan de su carne salvadora y, por tanto, aunque no son los sujetos de la salvación, sí pueden ser sus instrumentos. La salvación pasa por ellos, ya que son reflejo vivo de Cristo, el pobre, y de su carne sufriente y gloriosa. Los pobres hacen presente a Jesús 25, y, como se deduce de Mt 25,40, son criterio de verdad.

Parece, pues, que hay razones teológicas y escriturísticas suficientes para considerar a los pobres un «lugar teológico» e incluirlos, como categoría teológica, en la serie de ámbitos de la fe cristiana que son fuente de conocimiento, aquellos ámbitos que la reflexión teológica debe tener en cuenta cuando trata las verdades de la fe. Según Melchor Cano, el primer lugar teológico es la autoridad de las Escrituras, y el último es la realidad histórica concreta 26. Los pobres, no obstante, forman parte inalienable de la historia y solo son excluidos de esta cuando se niega que son sus protagonistas. Los pobres forman parte integrante y primera de la realidad histórica, tal como se deduce del anuncio profético de Jesús: «Pobres tendréis siempre con vosotros» (Mc 14,7 y par.). Además, los pobres forman parte de la confesión de fe en Jesús, Hijo de Dios y pobre entre los pobres. Por consiguiente, en este momento eclesial que podríamos calificar de segundo posconcilio, no se puede hacer teología al margen de los pobres como destinatarios preferentes del Evangelio y sujetos activos de la realidad histórica. Ellos, los pobres, tienen «nombres y apellidos, espíritus y rostros» 27.

Podríamos apuntar algunas consecuencias teológicas y pastorales de lo que se ha dicho hasta aquí a la luz de las propuestas del papa Francisco. En primer lugar, el carácter universal y, por tanto, inclusivo de la salvación de Dios se aplica de manera preferente a los excluidos y a los descartados de la historia, a quienes no cuentan para nada y caen en el olvido. La justicia salvadora de Dios se manifiesta sobre todo en quienes necesitan su amparo: «El Señor defenderá al humilde, llevará la causa de los pobres» (Sal 140,13). El compromiso divino se mantendrá. Pero hace falta un compromiso humano que lo recoja y lo plasme: hay que defender «al débil y al huérfano» y hacer justicia «al humilde y al pobre» (Sal 82,3).

La centralidad del tema de los pobres en el pensamiento del papa invita a leer la historia de la salvación en categorías menos genéricas y más concretas: Dios se fija en los más pequeños, los elige y los salva, de acuerdo con la teología que hay detrás del Magnificat, pieza clave del mensaje cristiano (Lc 1,46-55). Así lo recalca la carta de Santiago: «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?» (2,5). El designio salvador de Dios pasa por los pobres. La luz de la salvación empieza por ellos, los periféricos, y por ellos se extiende a los demás. La opción preferente por los pobres tiene una raíz teologal.

En segundo lugar, la sensibilidad hacia los pobres –no abandonarles (Is 58,7)– impregna la Ley y los Profetas, y queda asociada al Ungido del Señor, su Mesías. Su misión, respaldada por el Espíritu, tiene como primera finalidad «anunciar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1). Jesús utilizó este texto, único en el Primer Testamento, para interpretar su misión mesiánica. En efecto, cuando los enviados por Juan le preguntan a Jesús si es el Mesías o no, él contesta con una retahíla de acciones salvadoras que se resumen en la última: «Se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5 par.; Lc 7,22). Esta frase es fundamental en la mesianidad de Jesús, como se puede apreciar en el episodio paradigmático de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18, donde se cita Is 61,1-2a).

Así pues, la mesianidad de Jesús es inseparable de los pobres y de los enfermos, de los niños y de los extranjeros, de los excluidos y de los marginados. Su condición de Mesías de los pobres constituye su ministerio y culmina con su definición final de Mesías sufriente. Su camino con los pobres termina en la cruz, que es signo de la máxima pobreza, del más absoluto desnudarse, el lugar en el que confluyen el camino de los pobres y el camino de Jesús. Él, Jesús, salva a los pobres y los pobres son salvados con él, como sucede con el ladrón condenado a muerte al que Jesús garantiza el paraíso. Jesús es, pues, «instrumento de propiciación» (Rom 3,25), el «mediador de una nueva alianza» (Heb 12,24), quien salva «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Y, en este pueblo, los pobres ocupan el lugar central. Como consecuencia, como dice el papa, «estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos» (EG 198). Escribe Andrea Riccardi: «Quien encuentra al pobre encuentra al mismo Cristo. Esta es la raíz de aquel humanismo espiritual que crece con la oración y, al mismo tiempo, con el amor a los pobres» 28.

En tercer lugar, la salvación de Dios pasa a través de los pobres, sus vidas rezuman el Evangelio de Jesús hasta el punto de que son nuestros evangelizadores. Pero el papa Francisco va más allá y habla de «reconocer la fuerza salvífica» de su existencia (EG 198). Los pobres son actores, con Jesús, de la salvación de Dios, ya que su vida contiene tantas semillas de paz, de paciencia, de alegría, de fortaleza en la adversidad, de esperanza, de generosidad, de solidaridad, que pueden considerarse portadores de una buena noticia, la que Jesús comunica como Evangelio del Reino. Por eso el papa invita a poner las vidas de los pobres «en el centro del camino de la Iglesia» (EG 198). En este momento de la historia, entre la crisis y las oportunidades, entre las dificultades y las indecisiones del presente y el futuro que empieza a adivinarse, la Iglesia debe saber discernir su hora y emprender un camino de conversión misionera en el que los pobres tengan un papel nuclear 29. El encuentro con los pobres no es una estrategia, es una realidad teologal y cristológica que la Iglesia debe vivir con aquella fuerza que aparece en los evangelios y que la visión del papa Francisco, sobre todo en Evangelii gaudium, ha puesto como objetivo común. Haciendo una paráfrasis de las conocidas palabras de Benedicto XVI al inicio de su encíclica Deus caritas est, sobre el cristianismo como «encuentro con una Persona», se podría afirmar que el cristianismo es un encuentro con Dios, con su Cristo, con el Espíritu, en la persona de los pobres, los amigos de Dios.


7. Conclusión


La opción por los pobres es una de las líneas de fuerza que debe marcar el futuro de la Iglesia. Aquellos son un elemento esencial en el mensaje de Jesús y constituyen un don y una tarea para la Iglesia. Son un don porque representan el Evangelio vivido y acercan a él. Son una tarea eclesial porque la amistad con ellos ayuda a construir una Iglesia que empiece desde las periferias. Los pobres son esenciales en la vida de la Iglesia, y la tarea de cuidarlos no se puede delegar a un sector eclesial, ya que pertenece a la estructura histórica de la confesión de fe. Acoger a los pobres no es una acción asistencial –como la que podría hacer una administración pública–, sino una acción esencial en relación con el Evangelio de Jesús: los pobres siempre estarán en la Iglesia y habrá que hacerles el bien, es decir, acogerlos, integrarlos y amarlos como hermanos más pequeños del Señor Jesucristo. Lo que le hacemos a uno de ellos se lo hacemos al mismo Jesús (Mt 25,40). Como afirma el papa Francisco, la Iglesia debe ser «casa de los pobres» (EG 199), a imitación de Jesús, Mesías de los pobres.

La misión de la Iglesia es comunicar el Evangelio, pero el anuncio evangélico puede ser incomprendido o quedar ahogado «en un mar de palabras», como destaca Juan Pablo II, si no va acompañado de una opción preferencial por los pobres (cf. EG 199). Más aún, la atención a los pobres es un signo excelente de credibilidad de la predicación del Evangelio. Sin un testimonio de cercanía y de atención por los más pequeños, el mensaje de Jesús puede quedar diluido entre un enjambre de propuestas de salvación que pueblan la cultura actual. El amor por los pobres no solo ayuda a entender el corazón del Evangelio, sino que es un elemento fundamental para vivirlo. Por otra parte, como ya apuntó el teólogo Yves Congar en una conferencia de 1964, los pobres son un medio o camino para encontrar a Cristo, ya que en su vida germinan semillas evangélicas que despiertan el espíritu de quienes los conocen y se hacen amigos suyos. La vida de los pobres es evangelizadora. Su testimonio puede suscitar el descubrimiento de Cristo en ellos y llevar a un encuentro personal con Jesús.

El mismo Congar escribió en el libro Chiesa e povertà (1968) que no se puede vivir plenamente el misterio de la Iglesia si están ausentes los pobres. Una Iglesia sin los pobres queda sumergida en la mundanidad espiritual y pierde la dimensión profética que los pobres le recuerdan cada día. Una Iglesia que no cultiva la amistad con los pobres se convierte en una organización de tipo asistencial, benemérita por sus acciones a favor de aquellos, pero cerrada en sus instituciones y carente de misericordia hacia los preferidos del Reino. Estos son miembros, como nosotros, de la Iglesia, «la comunidad de los salvados que viven la alegría del Señor», no simples usuarios de «una ONG, de una organización paraestatal», como subrayó el papa en la homilía conclusiva del Sínodo de los jóvenes (2018). Por eso el mensaje sobre los pobres no se puede relativizar ni diluir. Como afirma Andrea Riccardi en el libro La sorpresa di papa Francesco (2013), «la Iglesia amiga de los pobres no tiene miedo de la ternura hacia los débiles».

En pocas palabras, la misericordia es el marco teológico y pastoral del encuentro con los pobres, tanto por parte de Dios, que siempre toma la iniciativa en el amor a los más pequeños, como por parte de la comunidad de fe y de amor que es la Iglesia, que ha recibido del Señor Jesucristo el Evangelio que salva. Una Iglesia madre de misericordia y servidora de los pobres se convierte en el alma del mundo gracias a la fuerza de su profecía. Esta Iglesia trabaja para que crezca en las sociedades globales una cultura de la misericordia que permita superar las tendencias de enaltecimiento del yo, como explica el papa Francisco en la carta apostólica Misericordia et misera (n. 20). Esta Iglesia celebra la eucaristía, memorial del sacrificio misericordioso de Jesús, poniendo juntos el altar, la Palabra y los pobres. En palabras que Olivier Clément escribió en su libro Dio è simpatia (2003), el «sacramento del pobre» está cerca del sacramento del altar. Por eso hay que venerar tan intensamente la carne sufriente de los pobres como la carne de Cristo glorioso.

Francisco, pastor y teólogo

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