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INTRODUCCIÓN GENERAL I. LA FILOSOFÍA, LA CIENCIA Y LOS PRESOCRÁTICOS Razones de la presente selección de pensadores presocráticos

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Por estar conscientes de que la presente edición de textos (con prólogos y notas) de los filósofos presocráticos carece prácticamente de precedentes en lengua castellana, al menos si prescindimos de las que son sólo traducciones de ediciones de autores modernos (distintas, de todos modos, como sería el caso de la de Kirk y Raven), sentimos la obligación de explicar al lector por qué se han seleccionado los pensadores presocráticos que encontrará a lo largo de estos tres volúmenes.

El título mismo de la obra, «Los filósofos presocráticos», está ya indicando una restricción: se trata sólo de «filósofos». Pero cabría preguntarse si, aún con esa denominación restrictiva, no deberían incluirse más autores, o si, por el contrario, no tendríamos que restringirnos a menos escritores.

La primera objeción, por su parte, podría dirigirse a dos cuestiones distintas. La primera —que en alguna oportunidad sostuvo el autor de esta Introducción— 1 apuntaría a la posibilidad de hacer comenzar la historia de la filosofía griega no con Tales de Mileto sino con Homero; o bien, con Hesíodo, como ha sostenido Gigon 2 . La segunda cuestión concerniría a la ausencia, en nuestra selección, de algunos nombres que figuran en la antología que modernamente ha servido y nos ha servido de principal modelo (la de Diels-Kranz), tales como Hipón, Arquelao, Eurito, Arquitas y algunos sofistas antiguos y notoriamente anteriores o más ancianos que Sócrates, como Critias, Protágoras, Pródico, etc.

La segunda objeción también podría ser dividida en dos cuestiones. Una afectaría a Pitágoras y a los primeros pitagóricos, sobre todo en la medida en que, en nuestro propio tratamiento de los mismos, prácticamente descartamos como apócrifas las teorías filosóficas que a veces se les atribuyen. La otra cuestión incluida en esta posible objeción segunda podría referirse al tratamiento de pensadores que, sin duda, han sido contemporáneos de Sócrates y, en cambio, posteriores a algunos sofistas que dejamos de lado. Tales serían los casos de Filolao, Diógenes de Apolonia y Demócrito.

Contestamos, entonces, a las objeciones señaladas (como se ve, en realidad cuatro) según el orden en que las hemos mencionado.

No tenemos escrúpulos en confesar que sólo comenzarnos por Tales y no por Anaximandro por no romper con la tradición de una manera que consideraríamos abrupta e innecesaria. Tenemos noticias de que Anaximandro ha escrito el primer libro de filosofía, y la casi total seguridad de que Tales no dejó nada escrito, al menos que haya sido conocido en tiempos de Aristóteles. Pero éste ha hecho comenzar la filosofía propiamente dicha con Tales, y aunque, a renglón seguido, no menciona a Anaximandro sino a Anaxímenes y a Diógenes de Apolonia —con lo cual descuida todo orden cronológico, ya que a continuación nombra a Hípaso (!) y a Heráclito, Empédocles y Anaxágoras—, toda la doxografía presuntamente dependiente de Teofrasto intercala a Anaximandro entre Tales y Anaxímenes, como «discípulo» del primero y «maestro» del segundo, condiciones ambas discutibles, no tanto el orden cronológico respectivo. Cuando menos tendríamos que dar razones de tal ruptura con la tradición, que nos resultarían insuficientes, como en el caso de Pitágoras.

La primera cuestión, entonces, la responderíamos del siguiente modo: no tendríamos —al menos no la tendría el autor de esta Introducción— inconvenientes en hacer comenzar la historia de la filosofía griega con Homero; pero eso, siempre y cuando nuestra tarea fuera la de confeccionar una historia temática de la filosofía griega por textos, y no sólo extractando, como Kirk y Raven, algunos pasajes de carácter mítico-cosmogónicos, sino sobre temas netamente filosóficos, tales como «el significado de la muerte», «el sentido de la vida humana», «la sucesión del tiempo a través de las edades del hombre», «la legalidad social y biológica», «ordenamiento de las cosas en el mundo», y muchos otros. Pero no se podría incluir —como hacen Kirk y Raven— cosmogonías «órficas» notoriamente posteriores a Sócrates y a menudo de la era cristiana; sí, en cambio, abundantes pasajes de poetas —sobre todo de los trágicos, pero también de los líricos y cómicos—, historiadores, médicos pseudo-hipocráticos, etc., Si emprendemos, en cambio, la selección de textos de autores presocráticos, aunque también podamos clasificarlos temáticamente, nos obliga a dejar —para otros volúmenes de esta colección— poetas, médicos e historiadores (sin duda ni Parménides ni Empédocles —ni siquiera Jenófanes, aunque le pese a Burnet— podrían ser encasillados como «poetas»; Heródoto, por ejemplo, como dice Aristóteles, no dejaría de ser historiador si su obra fuera puesta en verso). Esto requiere, a no dudarlo, una caracterización de la «filosofía», que será el segundo punto a tratar en este primer apartado de la Introducción.

La razón por la que no incluimos a Hipón, Arquelao y Eurito estriba no sólo en la precaria o casi nula conservación de textos de o sobre ellos, sino en su igualmente precaria o casi nula significación en la historia de la filosofía antigua. A Arquitas no lo incluimos, en cambio, por ser contemporáneo de Platón (incluso posiblemente más joven que él).

La razón por la que incluimos a Pitágoras y a los pitagóricos antiguos es precisamente la opuesta a la que aducimos respecto de la exclusión de Hipón, Arquelao y Eurito: no sólo es excesivamente abundante la cantidad de textos que sobre ellos disponemos, sino que es innegable su significación en la historia de la filosofía. Estamos dispuestos a conceder que la mayor parte de su real influencia se produjo en tiempos de Platón, y/o a través de una mezcla del platonismo con el pitagorismo que se produjo a fines de la vida de Platón o tras su muerte (donde hallamos, no que Platón o los platónicos «pitagorizan», como se ha dicho desde antaño, sino, a la inversa, que los pitagóricos «platonizan»). Pero eso no aminora el significado del pitagorismo primitivo, ya que el otro, de algún modo, surgió de él.

Finalmente, la ausencia en nuestra edición de algunos sofistas antiguos y la presencia, en cambio, de pensadores posiblemente posteriores a ellos y contemporáneos del mismo Sócrates, como Filolao, Diógenes de Apolonia y Demócrito se debe a una razón de temática. No tememos quedar atrapados en los viejos esquemas de los manuales que discernían una primera etapa «cosmológica» en la filosofía griega (con los presocráticos), otra «antropológica» (con Sócrates y los sofistas) y finalmente una etapa «sistemática» (con Platón y Aristóteles). En tal sentido, en la introducción especial a Heráclito el lector podrá ver que no interpretamos a ese pensador como interesado en cuestiones físicas ni cosmológicas, sino más bien por temas ético-metafísicos o ético-religiosos. Pero eso no porque sienta que «el hombre es la medida de todas las cosas», como Protágoras, o que el hombre debe reconocer que no sabe nada y limitarse a examinarse a sí mismo en busca del puesto que le corresponde en la sociedad, como Sócrates. La moral teórica de Heráclito se inscribe, como la moral práctica de Pitágoras y los primeros pitagóricos, en un mundo no sacudido aún por el escepticismo y el relativismo ético, político, jurídico, religioso y gnoseológico que envolverá a los sofistas y a Sócrates (por más que éste, como luego Platón, y tal vez ya Protágoras, se esfuercen en superarlo fijando patrones o modelos).

Puede alegarse que ya Zenón y Demócrito exhiben ecos de tal descreimiento o desconfianza propia de los sofistas. No obstante, sus esfuerzos —especialmente en el caso de Demócrito— se dirigen a la continuación, a su manera, de las escuelas a las que pertenecen. En ningún momento participan de la ruptura que denuncian los sofistas y Sócrates —de modo diverso— con la tradición de pensamiento acerca del mundo. Ni aún Heráclito había logrado tal ruptura; no sólo habla de la «naturaleza», a la cual, afirma, «le place ocultarse», sino que a menudo debe utilizar el lenguaje cosmológico —que emplea simbólica o burlonamente—, y que ha dado lugar a que se lo considerara a menudo, en forma errónea, como cosmólogo. Y lo que sabemos de Pitágoras y de los primeros pitagóricos sólo nos permite conjeturar, con Kurt von Fritz, un conservadurismo que los alejaría de toda quiebra del pensamiento de mayor vigencia, como igualmente lo hacía respecto del orden social.

Pero, contestadas en principio las dos objeciones —con sus dos subdivisiones— supuestas, queda en pie, para dejar mejor aclarada nuestra posición frente a ellas, lo que entendemos por «filosofía», al menos en tiempo de los presocráticos.

Los filósofos presocráticos I

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